El camino de fuego (11 page)

Read El camino de fuego Online

Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El camino de fuego
9.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

Amu palmeó el hombro del hijo real.

—Habrá que endurecerte. La existencia es un rudo combate. ¿Esos beduinos? ¡Ladrones y criminales! Si el general Nesmontu los hubiera encontrado antes que yo, habría ordenado a sus arqueros que los mataran. A mi modo, estoy limpiando la región.

—¿Cuándo reuniréis por fin a las tribus para expulsar al ocupante?

—¡Estás obsesionado con ese proyecto!

—¿Acaso no es eso lo único que cuenta?

—Lo único, lo único… ¡No exageremos! Lo esencial es reinar sin discusiones sobre mi dominio. Ahora bien, unas cucarachas se atreven aún a cuestionar mi supremacía. De eso debemos ocuparnos, muchacho.

Amu entregó a Iker un nuevo bastón arrojadizo.

—El espíritu de los muertos se encarna en él. Atraviesa lagos y llanuras para golpear al adversario, luego regresa a la mano de quien lo lanza. Tómalo y utilízalo adecuadamente.

El hijo real pensó en la recomendación de Sesostris: «Debemos procurarnos armas brotadas de lo invisible.» ¿Acaso no era ésa la primera que obtenía, un regalo del enemigo?

—Comamos —decidió Amu—. Luego proseguiremos con nuestra limpieza.

Obstinado y cruel, el sirio eliminó uno a uno los grupúsculos de cananeos y beduinos, culpables de beber en sus pozos o de robar alguna de sus cabras. Aparentemente libre en sus movimientos, pero protegido y vigilado a la vez por
Sanguíneo
, Iker no tomó ninguna iniciativa que pudiera despertar sospechas entre sus nuevos compañeros de armas. Día tras día, lograba a la vez que lo olvidaran y lo aceptaran.

Permaneciendo fiel a su única estrategia, Amu se lanzaba sobre sus presas como un tornado, y sembraba un terror que aniquilaba la capacidad de defensa.

El escriba seguía estando perplejo.

Poderoso, violento, implacable, tiránico… Características del Anunciador, en efecto. Pero ¿por qué le costaba tanto predicar sus verdaderas intenciones? ¿Acaso seguía desconfiando de un egipcio, cuya primera falta acechaba y al que debería haber suprimido? Iker le serviría, pues, de un modo u otro. Tal vez para transmitir falsas informaciones a Nesmontu y acelerar así la derrota del ejército egipcio. Por tanto, el hijo real no intentaba enviar el menor mensaje. Primero tenía que obtener algunas certezas.

Mientras los principales guerreros de la tribu, reunidos en torno a un fuego de campamento, comían cordero asado, Iker se acercó al jefe, medio borracho.

—Sin duda gozáis de una protección mágica.

—¿Cuál, a tu entender?

—La reina de las turquesas.

—La reina de las turquesas —repitió Amu, pasmado—. ¿Qué aspecto tiene eso?

—Descubrí esa piedra fabulosa en una mina del Sinaí donde el faraón me había esclavizado. Normalmente me correspondería. Pero, tras haber acabado con policías y mineros, una pandilla de asesinos me robó ese tesoro.

—Y te gustaría recuperarlo… Yo no lo tengo. ¡Sin duda, el golpe fue obra de los merodeadores de las arenas! Con un poco de suerte, encontrarás tu reina de las turquesas. Siempre se acaba oyendo hablar de una maravilla de ese tipo.

—Un alto dignatario egipcio, el general Sepi, fue asesinado en pleno desierto. ¿No fuisteis vos el autor de la hazaña?

La estupefacción del sirio no parecía fingida.

—¡Matar yo a un general! ¡Si hubiera sido así, presumiría de ello! Toda la región me habría aclamado, decenas de tribus se habrían prosternado ante mí.

—Y, sin embargo, nadie duda de que el asesino del general Sepi fue el Anunciador.

Irritado, Amu se levantó y lo agarró del hombro.

El perro gruñó en seguida.

—¡Tranquiliza a ese animal!

Una mirada de Iker calmó a
Sanguíneo
.

—Ven a mi tienda.

El perro los siguió.

De una patada en las costillas, Amu despertó a una cananea, que se vistió precipitadamente y desapareció.

El sirio bebió una gran copa de licor de dátiles.

—Quiero conocer a fondo lo que piensas, muchacho.

—Me pregunto si sois realmente el Anunciador o si estáis fingiendo.

Iker jugaba fuerte al expresarse con semejante franqueza.

—¡No te faltan narices!

—Sencillamente me gustaría saber la verdad.

Dando vueltas como un oso enjaulado, Amu evitó la mirada del joven.

—¿Y qué importancia tendría que no fuera el tal Anunciador?

—Arriesgué la vida para ponerme a su servicio.

—¿No te basta estar al mío?

—El Anunciador quiere destruir Egipto y tomar el poder. Vos os contentáis con vuestro territorio.

El sirio se sentó pesadamente sobre unos almohadones.

—Hablemos claro, muchacho. Tus sospechas están justificadas: yo no soy el Anunciador.

De modo que Iker era prisionero de un miserable jefe de pandilla, asesino y ladrón.

—¿Por qué me mentisteis?

—Porque puedes convertirte en uno de mis mejores guerreros. Puesto que tanto deseabas identificarme con ese Anunciador, habría sido estúpido desalentarte. Además… no te equivocaste tanto.

—¿Qué queréis decir?

—No soy el Anunciador —repitió el sirio—, pero sé dónde se encuentra.

13

Una pregunta, para la que buscaba desesperadamente respuesta, obsesionaba al gran tesorero Senankh: ¿se ocultaba un traidor entre su personal? El mismo había contratado a todos y cada uno de los escribas que trabajaban en el Ministerio de Economía, había estudiado cuidadosamente su andadura profesional y comprobada sus aptitudes.

Y aparte de pequeños errores, no tenía nada que reprocharles.

Suspicaz, Senankh reanudó sus investigaciones con el máximo espíritu crítico, como si cada uno de aquellos técnicos modelo fuera sospechoso. Incluso les tendió algunas trampas, que no dieron ningún resultado.

Decidió, pues, consultar con Sobek el Protector.

Tras revisar el reglamento de la navegación fluvial, que consideraba demasiado laxo, el jefe de todas las policías del reino estaba permanentemente en la brecha. Trabajaba incansable para garantizar la seguridad del faraón y asegurar la libre circulación de personas y bienes, sin dejar de perseguir a malhechores de todo pelaje. No se le escapaba expediente alguno, se mantenía informado de cada investigación en curso, y si no había ningún progreso, el culpable sufría la cólera del Protector. Pero Sobek se reprochaba a sí mismo día y noche que aún no había conseguido desmantelar la organización terrorista que operaba en Menfis. No tenía la menor pista ni el menor sospechoso. ¿Acaso el enemigo era sólo una pesadilla?

En realidad, se hacía invisible. Antes o después golpearía de nuevo.

—Fracaso total —declaró Senankh—. En cierto modo, me alegro de ello: aparentemente, no hay ninguna oveja negra entre mis escribas. Pero no soy policía, por lo que tal vez no he sabido descubrirla. Sin duda, tú, Sobek, has hecho una investigación paralela.

—Por supuesto.

—¿Y cuáles son tus conclusiones?

—Las mismas que las tuyas.

—¡Podrías haberme avisado! —protestó el gran tesorero.

—Únicamente respondo de mis actos ante el faraón. Sólo él está informado de la totalidad de mis misiones.

—¿Acaso has investigado también… sobre mí?

—Claro está.

—¿Cómo te atreves a sospechar de un miembro de la Casa del Rey?

—No es que me atreva, es que debo hacerlo.

—¿Y también espías a Sehotep y al visir Khnum-Hotep?

—Sólo estoy haciendo mi trabajo.

A Sobek, que no pertenecía a él, Senankh no podía decirle que los iniciados del «Círculo de oro» de Abydos estaban fuera de sospecha.

—Sigo convencido de que hay uno o varios traidores en la corte —prosiguió el Protector—, entre esa pandilla de intelectuales secos, celosos y pretenciosos. Al menor incidente, protestan por la presencia de la policía. Son unos inútiles, carentes de valor y rectitud. Por fortuna, su majestad no los escucha y espero que reduzca al máximo su número.

—¿Medes y su administración?

—Bajo control, como los demás.

Sobek había introducido a uno de sus hombres entre el personal del secretario de la Casa del Rey para que examinara de cerca sus hechos y sus gestos. A fuerza de tener oídos y ojos en todas partes, el Protector acabaría obteniendo algún indicio.

El Portador del sello real, Sehotep, organizaba todas las noches un suntuoso banquete durante el cual su intendente servía los mejores platos y los mejores vinos. Así, cada uno de los miembros de la corte aguardaba con impaciencia la invitación del influyente personaje. Pocas mujeres eran insensibles a su encanto, y numerosos maridos pasaban una angustiosa velada, temiendo el futuro comportamiento de su cónyuge. Sin embargo, no había que deplorar escándalo alguno, pues Sehotep vivía sus aventuras con total discreción.

Aquella actividad mundana, que algunos consideraban superficial, permitía al responsable de todas las obras del rey conocer perfectamente a los dignatarios y recoger el máximo de información, puesto que el vino y la buena carne desatan las lenguas.

Aquella noche, Sehotep recibía al archivero jefe, a su mujer y a su hija, a sus tres principales colaboradores y a sus esposas. De acuerdo con la costumbre, una conversación divertida y brillante se refería a mil y un temas, pese a las amenazas que se cernían sobre Egipto. El Portador del sello real creaba una atmósfera festiva y provocaba las confidencias.

Sus huéspedes no parecían temibles sospechosos. Llevaban a cabo una tranquila carrera, no tomaban iniciativa alguna y, a la menor dificultad, se colocaban bajo la protección de una autoridad superior. De buena gana se habrían comportado como pequeños tiranos con sus subordinados, pero el visir velaba.

Finalizada la recepción, la hija del archivero jefe se acercó a Sehotep. Era bastante estúpida y charlatana, aunque muy hermosa.

—Al parecer, vuestra terraza es la más bella de Menfis… ¡Me gustaría tanto conocerla!

—¿Qué opina vuestro padre de eso?

—Estoy algo cansado —respondió el interesado—. A mi mujer y a mí nos gustaría volver a casa. Si le concedieseis ese privilegio a mi hija, nos sentiríamos halagados.

Sehotep fingió no percatarse de la trampa. Varios dignatarios habían arrojado ya a su progenie a sus brazos, con la esperanza de que llegara una boda, pero la idea horrorizaba al Portador del sello real. Así pues, adoptó las precauciones necesarias para que la damisela en cuestión no quedara encinta y su único recuerdo fuese una hermosa noche de amor.

La hija del archivero se extasió contemplando la ciudad.

—¡Qué maravillosa ciudad! Y también vos sois maravilloso, Sehotep.

Desplegando una ternura que un hombre bien educado no podía rechazar, ella posó dulcemente su cabeza en el hombro del ministro, que le quitó la peluca y le acarició el pelo.

—No corráis demasiado, os lo ruego.

—¿Deseáis admirar por más tiempo la capital?

—Sí… Bueno, no. Enséñame tu habitación, ¿quieres?

La desnudó lentamente y descubrió muy pronto que la doncella no carecía de sensualidad y de experiencia. Sus retozos fueron alegres, su placer, compartido. Tras aquella deliciosa justa, Sehotep pensó que sería una esposa abominable, posesiva y caprichosa.

—¿No te preocupa el porvenir? —preguntó la muchacha.

—Un gran rey gobierna Egipto. Sabrá conjurar el mal.

—No es ésa la opinión general.

—¿Acaso a tu padre no le gusta Sesostris?

—A mi padre le gusta cualquier jefe siempre que le pague bien y no lo abrume con trabajo. Mi último enamorado, en cambio, no comparte su opinión.

—¿De quién se trata?

—De Eril, un extranjero que ha sido nombrado encargado de los escribanos públicos. Transpira ambición por todos los poros de su piel. Con su pequeño bigote, su voz azucarada y sus afables maneras, intenta hacerse pasar por la flor y nata de todos los hombres. Pero, en realidad, es tan temible como una víbora cornuda. Eril sólo piensa en intrigar y arruinar la reputación de sus competidores. Corrupto y corruptor, vende sus servicios al mejor postor.

—¿Acaso te ha perjudicado?

—¡Esa rata quería casarse conmigo! ¿Te das cuenta? Y mi padre, ese cobarde, estaba de acuerdo. Ante mi negativa, clara y definitiva, no insistió. Imaginar en mi piel las manos de ese tal Eril, viscoso como una babosa, ¡qué horror! Cuando le abofeteé, finalmente comprendió que nunca sería suya. Pero no contento con propagar su veneno, critica al faraón.

A Sehotep le picó la curiosidad.

—¿Estás segura?

—Nunca hablo a la ligera.

—¿Qué términos utiliza?

—Ya no lo recuerdo con precisión… ¿No es un crimen despreciar al faraón?

—¿Te pidió Eril que lo ayudaras o te propuso tal vez participar en una especie de misión?

La hija del archivero se quedó asombrada.

—No, no… nada de eso.

—Olvida esos malos momentos —recomendó el Portador del sello real—, y goza del presente. A no ser que tengas sueño…

—¡Oh, no! —exclamó ella tendiéndose de espaldas y ofreciendo sus encantos.

Todas las mañanas, Sekari contemplaba el material de escritura de Iker, valioso recuerdo de su amigo. ¡Le habría gustado tanto devolvérselo cuando regresase de Asia! Abandonarlo así lo desesperaba, pero el faraón le prohibía ir a la región sirio-palestina e iniciar investigaciones.

Sekari rechazaba el vacío que creaba la ausencia de Iker. Al aceptarlo, habría dado verosimilitud a su muerte y matado la esperanza. Ahora bien, en lo más hondo de su ser, el agente especial no creía en la desaparición del hijo real.

Tal vez estuviera prisionero, tal vez herido, pero vivo.

Verificando a su modo las medidas tomadas por Sobek para garantizar la seguridad del monarca, Sekari no descubría ningún fallo importante. Sin embargo, se preguntaba por la conducta del jefe de policía, tan satisfecho por la muerte del hijo real.

¿Y si el traidor que se agazapaba en la corte fuera el propio Sobek? ¿Por qué detestaba a Iker?, ¿tal vez porque éste podía comprender su verdadero papel? ¿Acaso el Protector no era el mejor situado para ordenar que un policía suprimiera al joven escriba?

La respuesta a tan horribles preguntas parecía evidente.

Demasiado evidente.

De modo que Sekari debía encontrar pruebas indiscutibles antes de dirigirse al rey. Pero, mientras no las obtuviera, el monarca correría un grave peligro. Sin embargo, había un elemento tranquilizador: los especialistas encargados de la protección personal de Sesostris veneraban al faraón.

Other books

L.A. Noire: The Collected Stories by Jonathan Santlofer
Wild Robert by Diana Wynne Jones
Gossamer Ghost by Laura Childs
A Walk on the Wild Side by Nelson Algren
Five Run Away Together by Enid Blyton
Divine Grace by Heather Rainier
A Vampire's Honor by Carla Susan Smith
The Illusion of Victory by Thomas Fleming
Wren Journeymage by Sherwood Smith