Sekari puso un lingote sobre la herida.
Poco tiempo después, la respiración del escriba volvió a ser normal y cesó la sudoración.
—Es el oro curativo.
Escoltados por un centenar de soldados, un equipo de mineros reanudaba la explotación. Tras la extracción, el lavado, el pesado y la fabricación de lingotes, el oro sería enviado a Abydos en un convoy especial, perfectamente vigilado.
Recibidos como héroes, Iker y Sekari creían que su hallazgo era decisivo, pero las palabras del faraón los devolvieron a una cruel realidad.
—Habéis obtenido una hermosa victoria. Sin embargo, la guerra continúa. Aunque indispensable, el oro no basta. Su necesario complemento se oculta en plena Nubia, en aquella ciudad perdida cuyo rastro encontró Isis. También yo habría preferido regresar a Egipto, pero la amenaza sigue siendo terrible. No dejemos que el Anunciador reúna contra nosotros las tribus. Y si no apaciguamos a la terrorífica leona, ni una sola crecida será ya normal. En vez de agua regeneradora, correrá sangre.
La flota prosiguió su avance hacia el sur.
Cuando llegó a la altura del fortín de Miam
(9)
, los soldados esperaban un recibimiento entusiasta de la guarnición.
Pero en el lugar reinaba un espeso silencio. Ni un solo defensor apareció en las almenas.
—Voy a ver —decidió Sekari, acompañado por algunos arqueros.
Su exploración duró poco.
—Ningún superviviente, majestad. Hay rastros de sangre y restos de osamentas por todas partes. También aquí desató su furia la leona.
—No nos ataca directamente, y nos atrae hacia el sur —observó Sehotep—. ¿No corremos demasiados riesgos permitiéndole que haga su juego?
—Proseguiremos —anunció el rey—. En Buhen decidiré mi estrategia.
Buhen era el puesto más avanzado de Nubia, cerrojo de la segunda catarata que impedía a los nubios lanzarse a la conquista de Egipto. Buhen, que no enviaba un mensaje desde hacía mucho tiempo.
Ansiosa, la tripulación del navío almirante se acercó al fuerte que albergaba el centro administrativo de aquel lejano paraje.
Pese a los aparentes daños, los muros resistían. En lo alto de la torre principal, un soldado agitaba los brazos.
—Podría tratarse de una trampa —temió Sekari.
—Desembarquemos —ordenó Nesmontu—. Si la puerta principal no se abre, la echaremos abajo.
Se abrió.
Una treintena de agotados infantes se arrojaron en brazos de los recién llegados y describieron a unos nubios desenfrenados, asaltos mortíferos y una leona sanguinaria. Buhen estaba a punto de caer.
—Que el doctor Gua se ocupe de esos valientes —ordenó el general—. Nosotros organizaremos la defensa.
El ejército se desplegó, rápido y disciplinado. Sesostris contemplaba el vientre de piedra de la segunda catarata.
Su gigantesco proyecto parecía irrealizable. No obstante, debía llevarse a cabo.
Todos los egipcios presentes en Buhen escucharon atentamente el discurso del faraón. Su voz grave enunciaba pasmosas decisiones.
—El que quiere nuestra perdición no es un enemigo ordinario, y no lo combatiremos, por tanto, del modo habitual. A la cabeza de los rebeldes, un demonio desencadena fuerzas destructoras e intenta imponer la tiranía del
isefet
propagando la violencia, la injusticia y el fanatismo. Para oponernos a él edificaremos una infranqueable barrera mágica, compuesta por numerosas fortalezas, desde Elefantina hasta el sur de la segunda catarata. Las antiguas serán ampliadas y consolidadas, y construiremos varias más. En realidad, sólo serán una, tan poderosa que desalentará al invasor. Los trabajos comenzarán hoy mismo. Muy pronto, centenares de artesanos llegarán de Egipto y yo seguiré en Nubia, con el ejército, para proteger las obras y responder a cualquier agresión. Cada equipo irá provisto de amuletos y nunca deberá separarse de ellos, so pena de ser víctima de la leona. Pongamos manos a la obra.
La misión del monarca provocó un verdadero entusiasmo. Los ingenieros excavaban fosos, se fabricarían miles de ladrillos para edificar las altas y anchas murallas, coronadas por almenas. Pasos cubiertos y dobles entradas protegerían los accesos.
Entre dos fortalezas no había más de setenta kilómetros, lo que daba la posibilidad de comunicarse con señales ópticas, humo o palomas mensajeras. Al abrigo de los caminos de ronda, los arqueros apuntarían a un eventual agresor, incluido el barco que intentara forzar los puestos de control.
Buhen fue el primer resultado espectacular de una rápida transformación realizada con mano maestra por Sehotep, ayudado por el hijo real Iker. La plaza fuerte, que ocupaba una superficie de veintisiete mil metros cuadrados, y parcialmente tallada en la roca viva, tenía el aspecto de una pequeña aglomeración dividida en seis barrios separados por calles trazadas en ángulo recto.
Todas las mañanas, el rey celebraba el ritual en el templo dedicado a Horus, cercano a su residencia, al abrigo de unos muros de once metros de alto y ocho de ancho. Cada cinco metros, unas torres cuadradas o unos bastiones circulares. Dos puertas daban a los muelles, en los que atracaban navíos de guerra, barcos de avituallamiento y cargueros repletos de material. La actividad de los estibadores y la navegación por el Nilo eran incesantes.
Satisfecho de su despacho, más bien confortable, Medes mantenía una intensa correspondencia con las demás fortalezas y con la capital, y comprobaba la correcta redacción de los mensajes que partían de su administración. También Gergu estaba abrumado por la labor. Coordinaba los movimientos de los cerealeros, y procuraba que se llenaran los graneros y se distribuyeran los géneros. En las condiciones actuales, era imposible hacer trampa. Al igual que Medes, se veía obligado a comportarse como un abnegado servidor del faraón.
—¿A qué están jugando? —se impacientó Jeta-de-través—. Los egipcios no debían detenerse en Buhen, sino seguir hasta el vientre de piedra.
—Ya vendrán —predijo el Anunciador.
—Han ampliado y consolidado la fortaleza —deploró Shab el Retorcido—. Es imposible atacarla por el lado del río. Seríamos derribados antes de haber alcanzado siquiera la muralla.
—Pues no es mejor del lado del desierto —remachó Jeta-de-través—. Ante la gran puerta de doble batiente, un puente levadizo cruza un profundo foso.
—Mis fieles amigos, ¿no comprendéis que tienen miedo y se ocultan tras ilusorias protecciones?
De pronto, diversos gritos de júbilo brotaron del campamento nubio.
—He aquí el hombre al que esperabas.
El Anunciador vio acercarse, con pesados pasos, a un negro alto con el rostro marcado por numerosas escarificaciones. Tocado con una peluca roja, con las orejas adornadas por pesados pendientes de oro, llevaba un corto taparrabos sujeto por un ancho cinturón.
Estaba rodeado por una docena de robustos guerreros, y tenía una rara violencia en la mirada.
—Soy Triah, el príncipe del país de Kush, más allá de la tercera catarata. ¿Eres tú el Anunciador?
—Yo soy.
—Me han dicho que deseabas liberar Nubia y conquistar Egipto.
—Así es.
—Nada de eso se hará sin mí.
—Estoy convencido de ello.
—¿Realmente has despertado a los demonios del vientre de piedra y a la leona terrorífica?
—Ya han golpeado duramente al enemigo, y seguirán haciéndolo.
—Tú conoces la brujería, yo la guerra. Llevaré, pues, a mis tribus hasta la victoria y reinaré luego en toda Nubia.
—Nadie te discute ese derecho.
Triah seguía desconfiando.
—Centenares de guerreros me obedecen al pie de la letra. Sobre todo, no intentes hacerme una jugarreta.
—La elección del momento de la ofensiva es primordial —declaró el Anunciador—. Dios me lo indicará y tú te someterás a él. De lo contrario, el ataque sería un fracaso. Sólo mis poderes harán que se agrieten las murallas de Buhen y se disloquen sus puertas. Si me desobedeces, morirás, y tu provincia caerá en manos del faraón.
El cambio de tono sorprendió al príncipe de Kush.
—¿Osas darme órdenes, a mí?
Triah era un bruto, aunque tenía un agudo sentido del peligro. Cuando vio enrojecerse los ojos del Anunciador, sintió que tenía ante él a un brujo especialmente temible, cuya capacidad de hacer daño no debía ser desdeñada.
—Te lo repito, Triah, Dios habla por mi boca. Te someterás a él porque nos da la victoria.
La mirada del nubio cayó sobre Bina, resplandeciente de seducción. La soberbia morena se mantenía tras el Anunciador, con los ojos bajos.
—Quiero a esa mujer.
—Eso es imposible.
—Entre jefes, nos ofrecemos regalos. Te la cambio por varias de mis esposas y algunos asnos infatigables.
—Bina no es una mujer como las demás.
—¿Qué significa eso? Una hembra siempre será una hembra.
—Tienes razón, salvo por lo que se refiere a la reina de la noche. Sólo me obedece a mí.
Por segunda vez, Triah había sido humillado.
—Vamos a plantar nuestras tiendas —decidió—. Avísame cuando quieras discutir nuestro plan de batalla.
En varios lugares al mismo tiempo, los trabajos avanzaban a increíble velocidad, gracias a una notable coordinación entre los ingenieros civiles y militares. Desbordado, Medes conseguía, sin embargo, resolver el conjunto de los problemas administrativos sin dejar de mantener excelentes contactos con las fortalezas. Funcionario modelo, no sabía cómo salir de aquella nasa y avisar al Anunciador de los verdaderos designios del faraón. ¿Dónde se ocultaba el hombre de la túnica de lana, y qué estaría preparando?
—Estoy agotado —confesó Gergu, derrumbándose—. Por fortuna, todavía tengo agua de la crecida. Un reforzante ideal.
—¿Tú bebes agua?
—Me tonifica por la mañana, antes de la cerveza. Nunca había trabajado tanto, y este calor me agota. Afortunadamente, acabo de dar un buen golpe.
—¿No habrás cometido alguna imprudencia? —se inquietó Medes.
—¡Por supuesto que no! En el pueblo de Buhen se han instalado algunos indígenas pacíficos muy bien vigilados. He requisado de inmediato sus armas. Botín de guerra, en cierto modo. Y estoy organizando un pequeño comercio, legal y lucrativo. ¿Hay noticias del Anunciador?
—Ninguna.
—Su silencio no me tranquiliza.
—Sin duda, no permanece de brazos cruzados.
Cuando Iker entró, los dos hombres se levantaron.
—Se plantea un serio problema: hay que revisar varios barcos. Para evitar que los muelles de Buhen queden atestados, pienso disponer una carpintería en un islote próximo. Agruparemos allí las unidades de esta lista. Prepara las órdenes.
Apenas Medes hubo asentido cuando el hijo real se marchó.
—¡Y así todos los días! —se quejó Gergu.
—Esta mañana atraca un carguero con cereales. Encárgate de que lo descarguen.
El único habitante del islote, un pequeño mono verde, contempló asombrado al asno y al mastín, igualmente sorprendidos aunque desprovistos de agresividad. Prudente, el mono escaló una roca y, luego, permitió que Iker se acercara a él.
—No temas —lo tranquilizó, ofreciéndole un plátano.
El primate lo peló delicadamente antes de saborearlo e instalarse en el hombro del joven.
—No debéis estar celosos —les recomendó al asno y al perro—. También vosotros comeréis, siempre que respetéis a nuestro huésped.
Los técnicos apreciaban la decisión de Iker. Numerosos navíos, en efecto, exigían importantes reparaciones, que iban desde un calafateo del casco hasta la colocación de un nuevo gobernalle. Todos tenían adjudicado un papel concreto en la logística, y la realización del increíble plan de obras de Sesostris no debía sufrir freno alguno.
—¡Y ni siquiera hemos cruzado la segunda catarata! —recordó Sekari—. Al otro lado, los enfrentamientos pueden ser violentos. Allí nos espera el Anunciador.
—¿No estará cometiendo un error al permitir que consolidemos nuestras bases de retaguardia?
—Ya no cree en su eficacia. ¿De qué servirían, si aniquila la mayor parte de nuestro ejército?
—El faraón no nos conducirá a semejante desastre —estimó Iker.
—Antes o después, tendremos que cruzar el vientre de piedra.
—El rey prevé, forzosamente, una defensa.
—Si sólo tuviéramos que combatir con un jefe de tribu nubia, no tendría nada que temer. Pero nos acecha el enemigo de Osiris.
En la aldea de Buhen, situada no lejos de la enorme fortaleza, abundaban las conversaciones. Varias familias nubias se amontonaban allí para escapar del príncipe de Kush, Triah, cuyo salvajismo las asustaba. Era un gran aficionado a los sacrificios humanos, y ni siquiera respetaba a los niños. Todos sabían que el temible guerrero se había establecido al sur de la segunda catarata. Sólo los egipcios podrían impedir que acabara con las poblaciones vecinas.
Un sentimiento de revuelta animaba a los refugiados. ¿Por qué un oficial requisaba los asnos, su principal riqueza? Correctamente tratados hasta entonces y mejor alimentados que antes, les costaba soportar aquella injusticia. Sin embargo, tras largas discusiones, los nubios decidieron quedarse. Si regresaban a casa, los guerreros de Triah les cortarían las cabezas y las blandirían a modo de trofeos. Más valía sufrir la ocupación egipcia, menos violenta y más remuneradora, pues el trueque comenzaba a organizarse. ¿Acaso el faraón no prometía una forma de gobierno local, creando un tribunal mixto que se encargara de evitar los excesos militares?
Había un adolescente, sin embargo, que no compartía aquellas esperanzas. Se rebeló contra sus padres y, maldiciendo su cobardía, salió de su tienda y recorrió la sabana en busca de las tropas de Triah, su ídolo. Su conocimiento de la región le permitió alcanzar su objetivo.
Al verlo correr hacia ellos, dos arqueros tiraron sin más aviso.
La primera flecha se clavó en el hombro izquierdo del adolescente; la segunda, en el muslo derecho.
—¡Soy vuestro aliado! —gritó, arrastrándose hacia ellos.
Los arqueros dudaron en rematarlo.
—Vengo de Buhen y quiero ver al príncipe Triah. Mis informes le serán útiles.
Si decía la verdad, los dos soldados serían recompensados. De modo que se llevaron al herido junto a la tienda de su jefe. Triah acababa de obtener placer con dos de sus mujeres y bebía licor de dátiles.
—Príncipe, este prisionero desea hablaros.