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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (40 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Aquí, señor.

Me acerqué con temor hasta donde se encontraba mi esclava negra, que con delicadeza daba de beber a un anciano tumbado.

—Señor, le presento a Ramsés, el mago.

Me decepcionó. No esperaba que el hombre en el que tenía puestas todas mis esperanzas estuviera tan débil. ¿Si no era capaz de curarse a sí mismo, cómo podría hacerlo con los demás?


Salam aleikum
. Me llamo Es Saheli, y soy granadino.


Aleikum salam
. Bienvenido a mi humilde morada —me respondió el anciano con una voz sorprendentemente clara.

—Mi amigo Jawdar está enfermo. Kolh me contó que usted podría ayudarlo.

—Gracias por venir. En estos tiempos de hipocresías es extraño que un musulmán se adentre en el mundo de los antiguos.

—Comprobé cómo desmantelan las pirámides —me sinceré—. El ver cómo arrancaban sus piedras me dolió casi tanto como si me arrancaran la piel.

—Es una barbarie más, de las muchas que hemos tenido que soportar desde que los mamelucos se hicieron con el poder. Los dioses castigaron al pueblo egipcio con su decadencia. Ahora nos persiguen al no considerarnos religión del Libro como a los cristianos o los judíos. Los pocos que quedábamos nos dispersamos para ocultarnos. Comenzaron a profanar nuestros templos y a destruir nuestras obras colosales para utilizar sus piedras.

—Lo siento, de veras que lo siento.

—Malditos. Acabarán con nosotros. Apenas si quedamos conocedores de las antiguas sabidurías. Temo que cuando muramos los pocos iniciados, todo nuestro universo de conocimiento desaparecerá para siempre.

Las palabras del anciano me conmovieron profundamente. La sinrazón de cada religión termina enterrando a las anteriores. Ya sabía por mi propia experiencia lo difícil que era la convivencia.

—Usted puede dejar discípulos, que continúen su sabiduría.

—Así podría haber sido, pero no tengo a nadie. Persiguieron y detuvieron a los que me seguían. Los que todavía viven son esclavos, como Kolh. Vayamos ahora a ver a su amigo, la enfermedad no aconseja demora.

LXIV

A
L BARI’
, EL QUE DA VIDA

Encorvado sobre Jawdar, el anciano Ramsés murmuró una letanía ininteligible. Miró con detenimiento sus ojos, sus párpados y su lengua. Analizó la señal de las venas en los brazos y las piernas. Me preguntó los síntomas primeros de su enfermedad, y después se retiró a una sombra. Se sentó a horcajadas y pareció meditar. Durante un buen rato no movió ni uno solo de sus músculos.

—Kolh —le hablé en voz baja para no molestar al mago—. Ramsés nos ha dicho que sus alumnos terminaron siendo esclavizados… ¿Fuiste tú una de ellos?

La pregunta la incomodó. Abanicó con energía a Jawdar.

—Parece que la fiebre le sube —dijo para cambiar de tema—. Espero que Ramsés nos proporcione pronto un remedio.

El anciano se levantó para dirigirse a nosotros.

—Hace ya muchos años que no me encontraba con el mal que afecta a vuestro amigo. En mi infancia, era una dolencia más común. Aparecía tras los calores, como si el aire del desierto trajera consigo los gérmenes de la muerte. Vuestro amigo está muy grave y…

—¿Tiene un remedio? —lo interrumpí impaciente.

—Tiene salvación.

Sonreí a Kolh. No podía creérmelo. Un viejo mago tenía más poder que los mejores doctores de El Cairo.

—Tenemos que remover su ánima de vida, que está muy debilitada —sentenció—. Para ello, tenemos que alimentarla con polvo de inmortalidad, el único elixir que la revivirá.

—¿Polvo de inmortalidad? ¿Qué es?

—Me resulta un poco embarazoso describírtelo. Nuestros antepasados supieron disecar los cuerpos muertos hasta convertirlos en incorruptibles…

—Sí, lo sé —afirmé para apresurar su respuesta—. Momificaban a los muertos. Todo el mundo en El Cairo habla con miedo de las momias y sus maldiciones.

—Pues bien, esa materia incorruptible, formada por tejidos momificados y restos de las esencias añadidas, tienen un gran poder sobre el aliento vital de los que aún habitamos la tierra. Finamente triturado y mezclado con determinadas sustancias se produce el polvo de la inmortalidad. Recuerdo que los que sufrían la enfermedad de Jawdar sanaban al ingerirlo durante una o dos semanas.

Existía un tratamiento. Debíamos empezar a aplicarlo enseguida.

—¿Tiene usted ese polvo? Da igual el precio, quiero que se lo proporcionemos a Jawdar cuanto antes.

—No es cuestión de dinero. Apenas me queda un resto que conservo desde hace muchos años. Aunque lo gastáramos todo, apenas tendríamos para unos días. Necesitamos más polvo de inmortalidad.

—Cómprelo. Le pagaré lo que haga falta.

—Ese es el problema. No se puede comprar. Las pócimas que preciso ya no se encuentran en la región de El Cairo, de la que todos lo magos fueron proscritos.

El mundo se me vino abajo. Había estado tan cerca de la salvación de Jawdar, y ahora volvía a aparecer la condena de su muerte.

—Entonces, ¿no podremos obtenerlo?

—Aquí no.

Jawdar gimió mientras se agitaba. Sudaba copiosamente. Kolh le forzaba a beber agua para que no se deshidratara. Aplicaba con delicadeza el odre de piel de cabra a sus labios. Conseguía que algunas gotas lograran traspasar su garganta. ¡Qué mala suerte la nuestra! Ahora que sabíamos cómo curarlo, las pócimas precisas no se podían encontrar en El Cairo.

—¿En algún otro lugar?

—Sí. En el Nilo central, a la altura de Luxor.

—Pues vamos allí —respondí con decisión—. Tenemos medicamento por un tiempo. Jawdar podrá llegar vivo.

—Son varios días de navegación, en la más rápida de las falucas —me advirtió Ramsés—. Con el resto de pócima que me queda, lograremos mantenerlo vivo hasta que lleguemos a Luxor. Allí quizá podamos conseguir los ingredientes que preciso.

—¿Hasta que lleguemos? —le pregunté con vivo interés—. ¿Es que se viene con nosotros?

—Llevo años sin salir de aquí. Soy del sur y quiero regresar a mi hogar. Antes quisiste pagarme. Intentaré sanar a tu amigo sin otro interés que los favores que te pido. El primero, ya lo sabes. Deseo que me lleves contigo de vuelta a mi lugar de nacimiento.

—Concedido, su compañía me hace feliz. ¿Y el segundo?

—Más adelante te lo pediré. Partamos ahora sin demora. El viaje es largo, y la enfermedad impaciente.

Arrastrando los pies, volvió a entrar en su hipogeo.

—Ramsés es el mayor de los magos de Egipto —me comentó Kolh—. Atesora un gran poder. Es un gran honor para nosotros que nos acompañe. Confía en él, salvará a Jawdar.

Ramsés regresó enseguida. Por todo equipaje llevaba una pequeña bolsa de cuero, y una túnica para cubrir los andrajos con los que vestía.

—¿No desea llevar nada más?

—La sabiduría no requiere adornos. Sólo se alimenta desde la humildad y el amor. Partamos, el Padre Nilo nos aguarda. Sus juncos protegerán nuestra desnudez.

LXV

A
S SAMAD
, EL ETERNO

Desde la faluca, todo el mundo fue orilla. Personas, plantas y animales se hacinaban en los márgenes del río sagrado. Justo detrás quedaban los farallones rocosos que delimitaban la frontera gris del desierto atroz. Jamás olvidaré las sensaciones que me embargaron durante la navegación aguas arriba del Nilo. La prodigalidad de sus palmerales y cañaverales semisumergidos por la crecida contrastaba con la severa aridez de los acantilados que delimitaban su cauce. Grandes bandas de pájaros alteraban con sus gritos la música del viento y el romper de la proa. Al cuarto día de navegación logramos avistar una familia de grandes cocodrilos sesteando en una orilla rocosa. Los dos marineros que nos acompañaban armaron un gran alboroto. No eran abundantes en la parte baja del río. Más allá de Assuán, en el sur, sí que enseñoreaban las aguas. Rogué al buen Alá que la faluca no volcase en el cazadero de aquellos monstruos.

—¿Hay hipopótamos?

—No —me respondió uno de los marineros. Necesitan más calor, están al sur.

De esa nos libramos, pensé aliviado. Había oído contar que eran aún más peligrosos que los cocodrilos. Al parecer volcaban las embarcaciones como si se tratasen de simples juguetes. Después se tragaban a los desgraciados náufragos con sus fauces.

—El hipopótamo es el animal del mal, según la religión de los antiguos —Kolh parecía leer mis pensamientos—. Isis, Osiris y Set eran hermanos. Set, el hipopótamo, celoso de Osiris, lo durmió, lo mató y lo metió en un baúl, que dejó al amor de la corriente del Nilo. Isis lo buscó desesperadamente, hasta encontrarlo. Después, le devolvió la vida. Set, el malvado, montó en cólera al descubrir que Osiris regresaba a los brazos de Isis. A traición, volvió a matar a su hermano y cortó su cuerpo en trozos, que dispersó por todo el valle del Nilo. Isis, enloquecida de dolor y amor, rebuscó desesperada los restos de su amado Osiris. Uno a uno los fue reuniendo. El último que encontró se hallaba en unos juncos sobre las cataratas de Assuán. Allí, en la isla de Philae, los unió con amor. Pero no estaba completo. Le faltaban sus partes viriles. Con sus lágrimas logró hacerlo regresar del reino de los muertos, para devolverlo con vida hasta sus brazos. De tanto amor que sintieron, Isis quedó preñada. Así nació Horus, el dios Halcón.

Recuperé durante la travesía del Nilo una serenidad que desconocía desde mis años de infancia. Ramsés apenas hablaba, tumbado sobre una manta, con la mirada perdida en el infinito. Jawdar mejoraba, auxiliado por la pócima. Kolh y yo nos sentábamos junto a él, charlando pausadamente. Yo le contaba de las grandezas de Al Ándalus, y ella las glorias del antiguo Egipto. Jawdar abría los ojos con alegría cuando oía mis versos de Granada. Creo que fui feliz. Jamás podré olvidar aquellos días de vela y sosiego sobre el gran río del Egipto.

Llegamos a Luxor al atardecer, después de seis días de navegación plácida. Su puerto nos recibió con el bullicio de las mil falucas que cargaban mercancías, trasladaban personas y animales, o regresaban con su carga de pesca. La silueta de sus grandes templos le confería un aspecto sagrado. Luxor nos aguardaba con su magia. Con esfuerzo, logramos bajar a Jawdar sobre unas angarillas que habíamos improvisado. El fármaco estaba dando sus resultados. Al viejo Ramsés tampoco le resultaba fácil desembarcar. Al final terminé cargándolo sobre mis espaldas. Lo liviano de su peso me sorprendió.

—Ramsés, ¿es cierto eso de que el saber no pesa ni ocupa lugar? —le comenté bromeando.

—Te equivocas —me respondió solemne como siempre—. Tras la muerte, serán pesadas las acciones buenas y malas que alberga tu corazón. El fiel de la balanza decidirá tu destino.

Ramsés recorrió con mirada perpleja las plataformas del muelle y las construcciones que lo limitaban. Sacudiendo la cabeza, exclamó:

—Por Ra, esto no se parece en nada al Luxor que yo dejé en mi juventud.

Durante los días de navegación, Ramsés nos había contado sus recuerdos de Luxor cuando todavía era niño, antes de entrar al servicio de la religión. Nos había descrito la ciudad como una aldea dormida en el sueño de los tiempos, encaramada sobre las ruinas de los templos más colosales jamás construidos por los hombres. La realidad que nos encontramos al desembarcar fue bien distinta. Luxor hervía de actividad.

Ramsés estaba desorientado en el vértigo del puerto. No lo reconocía en su prosperidad. Tomé la iniciativa; debíamos encontrar una fonda donde alojarnos.

—Mañana visitaremos el gran templo de Karnak.

Asentimos. Sólo Ramsés conocía los caminos hasta la medicina.

—Creo que aún sobrevive el sacerdote que nos puede ayudar.

Necesitábamos encontrarlo con discreción. Nada más me dijo, nada más le pregunté. Ya estaba acostumbrado al enigma de sus palabras y comportamientos. Descansamos en una fonda, que abandonamos cuando todavía era de noche.

La claridad del alba nos descubrió el asombro de Karnak. Sus gigantescas columnas de piedra retaban a las leyes de los hombres para erigirse infinitas hasta las colosales losas de su techo. Los capiteles en forma de flor de papiro le otorgaban una inesperada gracilidad. El templo estaba semienterrado en la arena. En algunos de los frisos se mantenían vestigios de los colores de las pinturas originales. Ante su grandiosidad, el alma humana enmudece y reza. ¿Qué otra cosa cabe delante de obras de dioses?

Algunos pastores y sus cabras componían nuestra escasa compañía en las frescas horas de la alborada. Ramsés, extasiado ante el templo, no hablaba. Parecía rezar con respeto. Kolh se dirigió a mí con voz queda, para no enturbiar su ensimismamiento.

—Los faraones más antiguos estuvieron en Giza, junto a El Cairo. Pero después se vinieron aquí, a Luxor, y construyeron los grandes templos que ahora descubrimos.

—Así es —le respondí con respeto a aquella mujer que cada día me parecía más inteligente y hermosa.

Yo conocía los palacios, iglesias y mezquitas de Al Ándalus y de todo el norte de África. Nunca me encontré con nada parecido. En su desmesura, los antiguos egipcios habían eclipsado cualquier capacidad de asombro. ¿Cómo levantaron esos enormes bloques de roca, cómo los cubrieron con losas tan grandes como algunas plazas del Albaicín?

—Tienes razón, Kolh. Jamás volveremos a construir obras como ésta. Están demasiado cerca de Dios y Alá no lo permitiría.

—Vuestro Alá empequeñece ante nuestros dioses antiguos.

—Déjalo, Kolh. Decir cosas como esas te puede costar muy caro.

—¿Más caro que la esclavitud?

La miré a los ojos. La pasión que quemaba sus adentros los hacía brillar con furia.

—¿Por qué te esclavizaron? Nunca me lo contaste.

—Siempre hay tiempo para escuchar las historias tristes. Mire, Ramsés se dirige al templo.

—Kolh…

No me escuchó. Se perdió entre los escombros en busca de Ramsés. La seguí a través de una gigantesca sala soportada por columnas con dimensiones de asombro. Altos monolitos, grandes figuras de faraones e ídolos, paredes grabadas con extraños signos jeroglíficos me sumergían en los arcanos de la religión olvidada. Alcancé a Kolh junto a un gran edificio que se mantenía en pie.

—¿Y Ramsés?

—Deambula por el templo. Quiere encontrar al mago que lo custodia.

¿Realmente estaba olvidada la religión antigua? Ramsés y Kolh, al menos, seguían creyendo en ella y practicándola en la clandestinidad. ¿Existirían otros muchos fieles?

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