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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (43 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Aquí se bifurca el camino.

En efecto, dos pasillos se abrían frente a nosotros. Las ramas del laberinto comenzaban a desplegarse.

—Yo iré por el de la izquierda, que parece el principal, y tú, granadino, seguirás el de la derecha, el secundario. El que encuentre algo que grite.

Aún hoy, después de muchas líneas escritas, soy incapaz de trasladar a mi
Rihla
las emociones que experimenté al profanar en solitario el silencio ausente de miles de año. Abría las tinieblas por las que me adentraba con la luz insegura de la antorcha. Uno de los chicos me seguía. El corazón latía con fuerza, y el pánico era contenido por el estímulo del descubridor. Iluminaba de un lado a otro, para seguir la naturaleza de las pinturas y para descubrir cualquier esbozo de trampa. Un nuevo pasillo se abrió a la derecha. Los brazos del laberinto podrían confundirnos. ¿Qué hacer? No tenía otro remedio que tentar a la fortuna. Seguiría por el nuevo que se me abría.

—Señor —el muchacho tiró de mi ropa—, esta galería parece secundaria. Puede ser que conduzca a una cámara falsa. Mejor volvamos a la principal.

—Seguiremos por aquí. Intuyo que es el camino correcto.

Me introduje por el pasillo más estrecho, anticipando la antorcha. No quería nuevas sorpresas. Mientras me exigía a mí mismo prudencia, aceleraba mi marcha. Una sala se abría al final del pasillo, que ganaba altura y anchura. Y, de repente, me pareció apreciar la sombra de un bulto al final de la gran sala que pisaba. Con el corazón desbocado encaminé mis pasos hacia aquella dirección. Y entonces saltó la sorpresa. Frente a nosotros se alzaba, espléndida, una gran mole de granito finamente labrado con escritura jeroglífica. Lo saludamos con un grito de sorpresa. Acabábamos de descubrir el sarcófago del faraón.

LXX

A
L MUQTADIR
, EL PODEROSO

Kalik llegó a la vuelta de mis gritos. Yo no pude apartar la mirada del sarcófago. Era bellísimo. Kalik lo observó con ojo experto, y le dio dos vueltas, antes de exclamar.

—Tuvo que ser un faraón importante. El sepulcro es muy rico.

Me sentí orgulloso. Yo había descubierto la tumba del gran rey del pasado. Nuestras historias se unían en la estela de su inmortalidad.

—Un ajuar de tesoros muy importante estará por alguna de las salas. Tenemos que encontrarlo.

No podíamos hacer eso. Lo primero era descubrir la momia. Necesitaba parte de sus tejidos para moler el elixir. La vida de Jawdar no podía esperar.

—Tranquilo —me respondió con expresión de codicia—. El tesoro debe andar por aquí. Cuando lo encontremos nos ocuparemos de la momia, no te preocupes, no saldrá corriendo.

—No. Podrás bajar por él cualquier otra noche. Ayúdame a abrir la tapa del sarcófago. Después, si quieres, te vuelves a aventurar por los pasillos para buscar los tesoros.

—No voy a discutir contigo. Haz lo que quieras. Si quieres abrirlo, pues ábrelo. Aquí te dejo esta palanqueta de hierro. La traemos para esos menesteres. Pero no olvides que dentro de los sarcófagos apenas hay riquezas.

Con la mirada sopesé la tapa. Yo solo no podría abrirla.

—Yo no quiero riquezas, deseo la momia. Sólo quiero salvar a un amigo. Ayúdame a desplazarla. Después te puedes dedicar a buscar tu tesoro.

Lo convencí. Aplazó su codicia para ayudarme. Aplicando toda nuestra fuerza y nuestro peso, logramos mover con exasperante lentitud la tapa de granito.

—¡Un poco más, venga!

La tapa cayó con gran estrépito sobre el suelo. El sepulcro estaba abierto. Nos precipitamos a iluminar con nuestras antorchas su interior. Un segundo sarcófago con ricos dibujos refulgía con la luz invasora. El sereno rostro del faraón, pintado sobre la cabecera, nos miraba aturdido. Habíamos interrumpido su sueño milenario.

—Bueno, te dejo a solas con tu nuevo amigo —se despidió Kalik—. Tengo que trabajar. Mi familia depende de las riquezas que nuestros faraones cedieron generosos a los pueblos del futuro. Los abuelos de nuestros abuelos construyeron estas tumbas. Desde entonces hemos vivido para descubrirlas y saquearlas.

No le respondí. Me quedé mirando el sarcófago mientras oía cómo sus pasos se perdían por alguna de las galerías.

—Vamos a lo nuestro —le dije casi en un susurro al muchacho—. Tenemos que abrir el sarcófago para obtener polvo de momia.

—No lo haga, señor…

—¿Cómo? No he llegado hasta aquí para quedarme ahora quieto.

—No lo haga, señor, sin cumplir lo que dice el Libro de los Muertos.

La liturgia fue simple. Pero muy extraña. Cerré los ojos mientras él recitaba en la antigua lengua egipcia. El ritmo de la oración era marcado por el sonido metálico que producía al golpear una piedra con la palanqueta. Iba y venía por la sala, siguiendo la historia escrita en los dibujos de la pared.

—Abra los ojos.

Lo hice, perplejo ante la ceremonia.

—Ciérrelos ahora, y muestre su respeto por el difunto.

Nos quedamos un buen rato en silencio. Halos de reflejos verdiazules recorrían el universo oscuro de mi ceguera. Rendía homenaje a los que supieron hacerse inmortales. Gracias a ellos Jawdar recuperaría la salud.

Abrí los ojos. El muchacho, postrado ante el sarcófago aún meditaba en silencio. No lo interrumpí. Estaba bien allí. El temor a lo desconocido se había disipado. Durante un rato permanecí así, sereno en la paz del reino de los muertos.

Volvimos a la nación de los vivos. Todavía nos quedaba trabajo por hacer.

—Ahora sí —me animó el muchacho—. Podemos abrir el sarcófago.

No nos costó demasiado localizar una ranura para introducir la palanqueta. Con sumo cuidado retiramos la tapa dorada. Era de madera. En su interior descubrimos otro sarcófago más pequeño, ricamente dorado y policromado.

—Dentro encontraremos la momia.

Allí estaba, vestida de espanto y horror. Cintas de tela, oscurecidas y polvorientas, envolvían el cuerpo cadavérico.

Instintivamente, me eché para atrás. El hueco de sus ojos me traspasaba con una mirada feroz y fría.

—Arránquele la mano derecha y un trozo de la zona del corazón. He oído a los ancianos decir que son las que mejor curan —aseguró el muchacho.

No me consideraba capaz de mutilar aquella momia aterradora. Dudé.

—Debe hacerlo.

Y lo hice. Pedí perdón por mi sacrilegio, y cuchillo en mano, corté la mano derecha y un buen trozo del pecho de la momia. Fue como si traspasara un odre de cuero viejo. Sin mirarlos siquiera, los introduje en las alforjas que traía. Sólo el miedo podía superar la repugnancia que experimentaba.

—Salgamos rápido, ahora.

Abandonamos la sala sin volver la vista atrás. Quería salir de allí cuanto antes, pero debía tener buen cuidado de no extraviarme en los cruces de galerías. Sentía como si los ojos dibujados en las paredes espiaran nuestro paso, esperando el momento adecuado para infligirnos el castigo que merecíamos. Experimenté los primeros atisbos de pánico. Aceleré el paso. El foso nos obligó a parar. Debíamos extremar nuestra atención para cruzarlo de nuevo.

—¿Esperamos a Kalik? —pregunté.

—No, mejor salimos. Llevamos mucho tiempo aquí dentro, y debemos salir antes del amanecer. Al jefe le gusta gozar en solitario de sus tesoros. Hoy sólo sacará una muestra, mañana entraremos a por el resto.

No me convenció. Lo llamé a gritos.

—¡Kalik! ¡Vamos a salir!

Nadie me respondió.

—¡Señor, no nos detengamos!

—Debemos regresar para buscarlo.

—¡No, no, debemos marcharnos! ¡Nosotros hemos terminado, no provoquemos a los espíritus!

Sin estar del todo convencido, miré de nuevo hacia la salida. Debíamos salvar el foso, venciendo de nuevo el miedo y el vértigo. Yo crucé primero, esmerándome en no errar con los pies. El muchacho me siguió después. Lo agarré del brazo para ayudarle a subir a la rampa. Fue entonces cuando oímos el alarido. Procedía del fondo de las galerías, y su eco llegaba deformado por el reverberar en paredes y techos. Pero lo reconocimos. Era la voz de Kalik, perdida en un sonido grave. Un nuevo ruido, más poderoso aún, como el que harían grandes piedras al rodar, sepultó el grito del jefe de los saqueadores. Levantamos la mirada, intentando escudriñar el reino de las tinieblas que habíamos dejado atrás. No pudimos apreciar ninguna luz. Oímos un nuevo grito de pánico. El estruendo de fondo fue a más.

—¿Qué pasa?

—No lo sé, pero tienen problemas.

—¿Volvemos para ayudarles?

En aquel momento un estrépito sordo nos avisó de un derrumbe en una galería remota. Los gritos quedaron apagados para siempre. La maldición de los faraones, o la pericia de sus arquitectos, habían aplastado la codicia de Kalik. Como tantos otros de sus antecesores, dormiría para siempre en el lecho que saqueaba.

—¡Debemos darnos prisa, el derrumbe puede propagarse a toda la tumba!

Corrimos todo lo que nuestras piernas nos permitían. El suelo vibraba a nuestro paso. Toda la montaña amenazaba con desmoronarse, roto el equilibrio que la sostenía. El interior de la tumba seguía derrumbándose con escándalo. Producía una polvareda que pugnaba por salir a la superficie. El aire se vició con un polvo que orlaba las llamas de nuestras antorchas. Después se hizo denso, irrespirable. Tuvimos que parar para evitar que se apagaran las teas, y sacamos pañuelos para cubrirnos la boca y la nariz. Si no alcanzábamos pronto la puerta, acompañaríamos a Kalik en su fatal destino. La pendiente de la rampa se hizo más acusada. Me pareció que llegábamos a la losa de la puerta. La ranura clareaba arriba. ¿Cómo alcanzarla?

Hice varios intentos de alcanzar la salida, pero mis saltos no eran suficientes. El ruido del derrumbe era ensordecedor, y el polvo nos cegaba. No nos quedaba tiempo para salir. Me apoyé sobre la losa. Entre toses, grité al muchacho.

—¡Súbete por mi espalda! ¡Te elevaré con los brazos! ¡Tienes que alcanzar la salida, rápido!

Con agilidad, consiguió reptar sobre mí. Extendí mis brazos, que le sirvieron de estribo. La falta de oxígeno me asfixiaba.

—¡Lo he conseguido! ¡Le tiro la cuerda! ¡Suba con ella!

Usando todas mis fuerzas comencé a escalar. Pensé que no lo lograría. El muchacho tiraba desde arriba, y yo utilizaba mis brazos y piernas. Logré sacar la cabeza justo cuando la tumba se hundió por completo. Rodé en el exterior, y permanecí tumbado, agotado por el esfuerzo. La tierra aún se movía. La tumba entera habría quedado sepultada. Tosimos con fuerza. Nuestros pulmones necesitaban limpiarse con el aire fresco del desierto. El alba comenzaba a asomar por las crestas de los cerros. Sentí como si naciera de nuevo. Respiré aliviado. La vibración cesó por completo. La paz eterna había retornado a la noche oscura de la tumba. El faraón volvería a dormir tranquilo, esta vez para siempre. Kalik lo acompañaría en su descanso sepulcral. Nadie, nunca jamás, volvería a intentar robarle sus riquezas.

El muchacho acercó sus oídos a la ranura.

—No oigo nada. Todo está quieto ahí dentro.

Los dos sabíamos que nuestros compañeros habían muerto, pero no nos atrevíamos a reconocerlo en voz alta. Nunca llegaríamos a saber si llegaron a encontrar la sala del tesoro, o si la trampa mortal los sorprendió antes.

—Debemos llamar a los del poblado para que suban —comenté—. Tendremos que excavar para rescatar a Kalik y a tu amigo.

—Yo aguardaré. Váyase usted. Los hombres del pueblo estarán aquí en un rato, en cuanto el sol salga por el horizonte. Llegarán ansiosos de tesoros y aventuras. Cuando se enteren de que Kalik no ha regresado, buscarán un culpable. Era un jefe muy amado y respetado. Le echarán la culpa y clamarán venganza. Lo matarán, o lo sepultarán en vida dentro de la tumba maldita.

—Pero, si se enteran de que he huido, me perseguirán hasta encontrarme.

—No lo harán. Les mentiré. Diré que también ha quedado sepultado en su interior. Nadie, nunca, podrá comprobarlo. Esta cripta está maldita. Nadie volverá a entrar en ella. El tiempo y el olvido la sellarán para siempre. Para todos nosotros, usted será un muerto más del Valle.

—¿Por qué me proteges?

—Ha sido valiente y respetuoso con la tumba. No merece morir.

Una buena propina y un inerte abrazo sellaron nuestra despalilla.

—¡Camine rápido, que no lo vean!

Le debo la vida a aquel chico. Hoy me arrepiento de no haberle preguntado ni siquiera su nombre.

LXXI

A
L MUJIB
, EL MÁS VENERABLE

Debía escapar del Valle de los Muertos antes de que regresara el resto de los saqueadores de tumbas. El muchacho tenía razón. Montarían en cólera contra mí cuando se enteraran de la muerte de Kalik. Comencé a ascender un camino escarpado, buscando el este. Cuando alcancé la cima de los cerros, me pareció apreciar en la distancia el grupo de hombres que llegaba hasta la tumba. El muchacho les estaría contando lo sucedido, y comenzarían a llorar la pérdida de Kalik. Pobre hombre. Murió como vivió, entre tumbas de faraones. Me pareció que el viento me traía los gritos de desconsuelo de su gente. Nadie vertería lágrima alguna por el forastero excéntrico que osó introducirse en la tumba maldita. Volví a caminar, deseaba alejarme cuanto antes del lugar. Descendí por la otra vertiente de las montañas con cuidado. Temía caer y que el contenido de mis alforjas se dispersara sobre las rocas. Cada vez que me detenía palpaba los restos de momia. Tenía que llevarlos completos hasta el templo de Karnak. «Te saco de paseo, faraón —dije en voz alta—. Gracias por haberme permitido llegar hasta ti». Recé al buen Alá por el final feliz de la aventura. Estaba deseando encontrarme con Ramsés. Con el polvo de la inmortalidad, Jawdar se salvaría.

Recordé con ternura a Kolh. Estaría con los sacerdotes, aguardándome. Había sido un acierto ordenarle regresar. Estaba encariñado con ella, deseaba abrazarla y contarle la visita a la tumba real. «Tenías razón —le diría—. Los espíritus me respetaron».

El sol estaba en su cénit cuando alcancé las orillas del gran río. Embarqué en una faluca cargada de cabras y ovejas. Me senté en la borda, tocando el bulto de mis alforjas. Nadie podría sospechar el contenido que atesoraban. Cruzamos el Nilo sin más sobresaltos que los mordiscos de las cabras sobre mis sucios ropajes. Mientras el barquero realizaba las maniobras del atraque, volví a recordar a Kolh. Pronto estaría con ella. ¿Habría podido cruzar sin contratiempo el río? Estaba seguro de que sí. Kolh me esperaba en el muelle. La descubrí nada más poner pie en tierra. Allí estaba, hermosa, altiva.

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