Cuentos paralelos (26 page)

Read Cuentos paralelos Online

Authors: Isaac Asimov

BOOK: Cuentos paralelos
13.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hasta el día de hoy, ejecutor Twissell, nunca había estado en un cuando más alto que el 40.

—¿Y? ¿Está asustado?

Cooper se removió en su asiento.

—Son unos doscientos mil años de distancia de casa.

—Un eterno no tiene casa. Debería aprender eso, muchacho —dijo Twissell con suavidad.

Los números iban y venían, aumentando cada vez más.

—¿Hasta dónde ha remontado en los cuandos, señor? —dijo Cooper.

—Creo que doscientos mil siglos, más o menos. No vale la pena ir más lejos, excepto los ingenieros que se aprovisionan de la nova Sol. Para entonces, hacia el doscientos mil, la humanidad abandona la Tierra.

El viejo ejecutor estudió el rostro intranquilo del otro.

–Supongo que eso no se lo enseñaron en la escuela, ¿no?

—Estaba muy especializado en otra dirección, señor —replicó Cooper, sopesando sus palabras.

Pero Twissell no les prestó atención.

—Pero el hombre acaba por abandonar este viejo mundo —dijo.

—¿Por qué?

—No se sabe con exactitud. La entrada en el tiempo se detiene algunos siglos antes de la partida. Algunos dicen que es la evolución; el hombre se convierte en algo distinto al hombre. Algunos dicen que es la ciencia, los hombres aprenden al fin el secreto del impulso hiperespacial y pueden llegar a las estrellas.

—Con todo, no hay razón para que deban abandonar la Tierra.

—Algunos piensan que se van para escapar de nosotros y nuestros eternos manejos de la realidad —dijo Twissell.

—¿No podemos hacer que se queden?

—¿Por qué deberíamos hacerlo? ¿No hay trabajo suficiente en nuestros doscientos mil siglos de eternidad?

—¿Qué sucede después de que se van?

—Nada. La eternidad continúa sin seres humanos hasta que el Sol estalla y luego continúa sin el Sol hasta que la entropía llega al máximo y todas las estrellas están muertas y luego, simplemente, continúa. La eternidad no tiene fin.

Los números se detuvieron y Twissell encabezó la marcha hacia una antesala cubierta de espejos.

—Películas moleculares, muy de moda aquí —dijo Twissell con disgusto—. Pseudolíquidos.

Condujo a Cooper más allá de unos respetuosos eternos a los que no prestó ninguna atención y entró en una pequeña sala de observación.

Cooper se quedó mirando su propio reflejo, duplicado con una frecuencia desconcertante.

—¿Todo son espejos? —dijo.

—Casi todo. Una generación a la que le encanta mirarse. Sin embargo, pueden ajustarse para un reflejo menor.

Con un gesto de su mano sobre unos controles bien disimulados, moduló los espejos hasta un difuso tono gris pizarra en el cual él y Cooper apenas si eran meras sombras.

Tomó asiento y dijo:

—Aún hemos de esperar un poco.

Cuando el cuerpo del jefe programador se acercó al esqueleto desnudo de la silla, brotó un tapizado, un suave tapizado rojo que se amoldó hasta encajar en la anatomía de Twissell.

Cooper se sentó cautelosamente y el tapizado creció igualmente a su espalda.

La arrugada mano de Twissell se cerró alrededor de un contacto v la pared más cercana se derritió hasta convertirse en cristal. Las figuras y los objetos se fueron definiendo.

Cooper boqueó, sorprendido.

—¿Qué es eso, señor?

—Un espaciopuerto. Naves espaciales salen de aquí y se mueven a través del sistema solar a lo largo de líneas electrogravíticas. Totalmente inútil.

—Pero es magnífico.

—Nada es magnífico si se compra al precio de la miseria. Este es un siglo infeliz, y los últimos y escasos cambios cuánticos han tendido a hacerlo más infeliz. Ahora, finalmente, hay que hacer algo. Esos pobres seres van a Marte, pero no hay nada en Marte. Nunca lo hubo. Nunca lo habrá. En la Tierra, se vuelve hacia las drogas. El 2781 tiene el índice de adicción a las drogas más alto de toda la eternidad.

—Deben de estar tremendamente avanzados en su tecnología.

—Usted es del 28. También un siglo tecnológico, así que está impresionado. Oiga, niño, ¿sabe cuántas veces ha tenido lugar el viaje espacial a lo largo de los siglos? ¡Veintisiete! Nunca dura más de uno o dos milenios. La gente se cansa. Vuelven a casa. Las colonias se van muriendo. Entonces otros cuatro o cinco milenios, o cuarenta o cincuenta, y vuelven a intentarlo. Cuando llegué por primera vez a la eternidad, había treinta y cuatro períodos con viaje espacial.

—¿Acaso los computadores están eliminando mediante los cuánticos el viaje espacial de la realidad?

—En absoluto. ¿Por qué deberíamos hacerlo? Hubo una época en la que sólo había catorce períodos con viaje espacial, y luego la cifra volvió a subir. En la eternidad nos Limitamos a mejorar la realidad. Seguimos la dirección en la que nos lleve esa mejora. Puede que una vez barra el viaje espacial aquí; puede que luego lo restaure ahí.

Cooper observó el brillante metal verdoso de los hangares y el reluciente destello de los navíos de acero, alzándose silenciosa y suavemente sobre las líneas de fuerza libres-de-masa que ataban los planetas entre sí. Twissell observó más a Cooper que la escena que tenía ante él, y dejó que el humo de su cigarrillo se alzase suavemente para que así no le molestase.

—Aquí se está tan lejos del cuando natal —dijo Cooper, la voz trémula. Y, bruscamente, añadió—: Aquí mi madre lleva muerta más de un cuarto de millón de años.

Twissell miró secamente al muchacho y dijo:

—¿Su madre existe?

Cooper se encogió de hombros y dijo con voz apagada:

—No lo sé. Los cambios cuánticos rara vez se acercan tanto al inicio de la eternidad. Puede que sí exista. Pero después de que llegué a la eternidad, Manfield me dijo que no lo comprobase nunca.

—Manfield tenía toda la razón. Es usted un tonto sólo por pensar en esas cosas.

—Lo siento, señor.

—Bien, está perdonado. ¡Ahora, mire! Tres siglos en el abajocuando, Horemm está desplazando los cristales de mezolita. El momento en fisiotiempo está encima de nosotros, ¿eh?

—¡El espaciopuerto! —fue el agudo grito de Cooper.

El resplandor había desaparecido; los edificios se encogían. Una nave espacial se oxidó. El movimiento había cesado.

—¿Es eso lo que esperaba, señor? —preguntó Cooper.

—En efecto. El viaje espacial decayó un siglo más pronto de lo que lo habría hecho. Pero no hay drogas. La gente es más feliz. Mejoras en otras áreas de las que usted no sabe nada.

Inconscientemente, Twissell había vuelto a su propio dialecto. Se dio cuenta de ello y volvió a la lengua de Cooper, y su irritación ante el desliz hizo más hirientes sus palabras.

—¡Idiota! ¿Derrama Lágrimas por el metal? ¿No le importa la gente? Le advierto que si valora la materia por encima del hombre, no tiene usted lugar en la eternidad.

Luego, con un arrepentimiento instantáneo, su tono cambió de modo radical.

—No, no, Cooper, le estoy dando una reprimenda por algo que no puede evitar. Ahora, venga conmigo. Quería que viese esto sólo para darle un poco de perspectiva, para que pudiese entender más. Pero ahora venga. Tenemos por delante nuestros asuntos más importantes, el asunto más importante de toda la eternidad.

5

Anders Horemm regresaba en una cabina del 2456.

La antesala del 2456, a través de la que había pasado para ir de la cabina al tiempo y del tiempo a la cabina, había estado Llamativa y obviamente vacía. Los eternos de esa sección de la eternidad sabían que había un técnico trabajando y preferían no verle ni hablar con él.

Con su frialdad habitual, Horemm entendía las razones. Ninguno de los eternos de esa sección eran nativos del 2456. ¡Naturalmente! Una de las reglas primarias de la eternidad era que ningún hombre podía estar oficialmente asociado con su cuando natal. Si no existiese esa regla, las posibilidades de corrupción eran demasiado obvias como para discutirlas. Con todo, el paso de un técnico a través de una barrera le recordaría agudamente a todos los hombres que su propio cuando natal podía sufrir en el siguiente cambio cuántico. Y aunque las mentes de todos los eternos se hallaban educadas para saber que si ello ocurría era inevitable y hasta deseable, los corazones (incluso los de los eternos) no estaban siempre dispuestos a dejarse educar.

A menos, por supuesto, que se tratase del corazón de un hombre como él, pensó el técnico y, al pensarlo, frunció el ceño. Muchas veces le habían puesto como ejemplo a los novatos. La devoción al deber y la conciencia de una misión que trascendía toda consideración personal eran todo lo que debía entrar en la formación de un eterno, solía decirse.

Horemm había vivido en tiempos siguiendo con entusiasmo tal regla, en los días en que era un simple observador, abandonando cautelosamente la eternidad para recoger datos, en silencio, sin hacerse notar, eficientemente. Cada vez que era posible, utilizaba las casas de los empleados del tiempo en la eternidad como base. Cuando no era conveniente hacerlo, residía en hoteles, si lo permitían los mapas espaciotemporales; y, si insistían en ello, dormía debajo de un seto.

En cada penetración, los mapas eran siempre de lo más meticuloso acerca de dónde podía ir y cuándo podía hacerlo, lo que podía hacer y lo que no. Nunca, con una eficiencia que ahora le había convertido en el técnico más apreciado por Twissell, había invadido áreas prohibidas de gente, espacio o tiempo. En ningún momento de su carrera la textura de la realidad se había tambaleado porque él hubiese rebasado los límites.

Lo que acababa de hacer era un ejemplo. Sus acciones habían sido delimitadas en el espacio-tiempo para conseguir resultados óptimos. Era el equivalente de la incisión segura del cirujano, el diestro giro del ingeniero.

Era él quien originaba la CMN (ningún eterno pensaba en la «Causa Mínima Necesaria» de otro modo que no fuese CMN), usando su propio método después de que el computador hubiese indicado la naturaleza general de la CMN requerida. Era Twissell, tres siglos después en el tiempo, quien observaba el MRS (Máximo Resultado Significativo, te enseñaban a decir en la escuela).

¡Típico! El técnico producía la pequeña y deshonrosa causa. El computador observaba el considerable y honroso resultado.

No importaba. Nada tenía importancia excepto la gran obra que ahora ya se hallaba muy cerca del novato, Cooper, más cerca de lo que nunca había llegado.

Sintió un levísimo estremecimiento. De pronto, sin querer, había pensado en su primer fisioaño en el 482.

No sabía cómo era la época ahora. Rehuía leer sobre ella. Había evitado las misiones en su proximidad. Pero recordaba con extrema claridad cómo había sido cuando terminó la escuela y recibió su primera misión en la eternidad.

Observador en el 482 y los siglos vecinos.

¡Observador! ¡Objetivo y frío! ¡Incapaz de ver nada distinto a como era en realidad!

¡Observador! El hombre cuyo trabajo no terminaba nunca, dado que cada cambio cuántico vaciaba de sentido en mayor o menor medida todos los datos observacionales en los siglos implicados.

Había vuelto con su primer informe sobre el 482 y se había asegurado de continuar con su actitud fría y objetiva. Se aseguró de no poner al descubierto ni una fracción de la desaprobación que sentía en su fuero interno. Era una era sin ética ni principios, tal y como él estaba acostumbrado a concebirlos. Era hedonista, materialista, considerablemente matriarcal. Era la única era en que había florecido el nacimiento ectogénico y en su momento cumbre el 40 por cien de sus mujeres daban a luz entregando meramente un óvulo fertilizado a los depósitos de óvulos. El matrimonio se hacía y deshacía por mutuo acuerdo y era considerado como una cuestión puramente emocional.

La unión destinada a engendrar niños se hallaba, por supuesto, separada de las funciones meramente sociales del matrimonio y era decidida sobre principios puramente eugenésicos.

Horemm creía que, de otros cien modos distintos, aquella sociedad estaba enferma y anhelaba un cambio cuántico. Se le endurecía la mandíbula con una excitada anticipación al pensar en los millones de mujeres dedicadas a buscar el placer (la verdad es que con los hombres no había que contar) que se encontrarían convertidas en auténticas madres de corazón puro en otra realidad, con todos los recuerdos que ello implicase, incapaces de decir, soñar o imaginar que alguna vez hubiesen sido alguna otra cosa. Millones de seres vivientes jamás habrían vivido, en un instante, y millones de otros seres entrarían en la existencia convencidos, como si se tratase de algo incuestionable, de que poseían antepasados e infancias. Y, en su realidad, sería cierto.

Pero sus informes no revelaban ninguno de sus sentimientos y sabía que no debían hacerlo. La desaprobación que sentía hacia la era y toda su obra no salió a la luz hasta que Noys Lambent entró por primera vez en su sector de la eternidad como secretaría del programador Hobbe Finge.

Horemm miraba con cierta sospecha a todos los empleados del tiempo. Idealmente, pensaba, en la eternidad sólo deberían estar los eternos. La presencia de individuos corrientes del tiempo hacía precisas mil precauciones. Pero, naturalmente, los programadores siempre insistían en que había mil razones para su uso.

Noys Lambent, sin embargo, superaba las diez mil razones..., o así le parecía a Horemm.

Dos días después, entró decididamente en la oficina de Hobbe Finge, programador asociado. (Finge estaba muerto ya; un hombre sonriente y regordete, algo miope, procedente de un siglo centrado en la energía alrededor del 600, que siempre parecía sorprendido de hallarse sentado en algo hecho de simple y frágil materia y que pisaba con cautela el suelo por miedo a que se rompiese bajo su peso. )

Horemm en seguida dejó claro lo que pretendía.

—Programador Finge, protesto porque se haya contratado a la señorita Lambent.

—Ah, Horemm. —Finge alzó la vista, sonriendo—. Siéntese. Siéntese. Encuentra a la señorita Lambent incompetente, inadecuada...

—No puedo decir si es incompetente o no —dijo secamente Horemm—. No he hecho uso de sus servicios, ni pienso hacerlo. Es su secretaria. Pero, ciertamente, es inadecuada.

No era muy adecuado hablarle así a un superior, pero Horemm, en su juventud, había sido un idealista en lo tocante a la eternidad y sentía necesario protestar costase lo que costase.

Finge se lo quedó mirando con aspecto distante, como si su mente de programador sopesase abstracciones más allá del alcance de un eterno corriente.

Other books

Captured by Time by Carolyn Faulkner, Alta Hensley
The Immortalist by Scott Britz
Knight of the Black Rose by Gordon, Nissa
Foolish Games by Tracy Solheim
We Are Unprepared by Meg Little Reilly
Exile by Lebellier, Lola