Authors: Isaac Asimov
—Soy Brinsley Sheridan Cooper, señor —dijo Cooper—, en misión y esperando órdenes.
Habló en lengua del milenio sesenta, con la trabajosa lentitud del que acaba de salir de la escuela.
—¡Oh, formalidades! —El jefe programador agitó la mano que sostenía el cigarrillo y unas cenizas, ligeras como plumas, cayeron sobre el suelo pulimentado—. Y no se tome la molestia de hablar en milenio sesenta. He estudiado mucho su propia lengua. La hablo maravillosamente bien... Y ahora, dígame, ¿qué tiene de malo el interés en Harvey Mallon, planeador asociado Attrell?
Attrell la reconoció como lo que era, una pregunta retórica y de todos modos, no creía que pudiese hablar milenio tres con la fluidez suficiente, así que mantuvo un silencio estratégico.
—¿Acaso no es digno de estudio? —dijo Twissell—. Es un primitivo, así que no se puede llegar personalmente hasta él en una cabina. Y, con todo, inventó el campo temporal en el 2354 y eso hizo posibles las cabinas cuatrocientos años después. Allanó el terreno para la eternidad y seguimos sin saber a ciencia cierta cuándo nació o cuándo murió. Preguntemos a mi muchacho.
(Esta última palabra la pronunció como "muishasho", con el acento en la tercera sílaba, y en los oídos de Attrell eso sonaba como una vil perversión de lo que la palabra debía ser.)
—El jefe programador se volvió hacia el novato,
—¿Sabe usted algo sobre Harvey Mallon? Está más cerca de su tiempo. Ha estudiado a los primitivos.
—Hay escasa documentación sobre su vida, señor.
Twissell sonrió.
—¿Eso es todo lo que puede decir, muchacho?
El cigarrillo que tenía entre los dedos se había consumido hasta el punto que sólo quedaba la colilla y, en su lugar, apareció otro encendido. El intercambio fue realizado con la engañosa facilidad que revelaba toda una vida de práctica, pero a Attrell le pareció, como se lo parecía siempre, una exhibición gratuita de habilidad.
—Le ofrecería un cigarrillo —le dijo Twissell a Cooper—, pero sé que no fuma. Casi en ningún cuando de la eternidad está bien visto fumar. Sólo en el 72 hacen buenos cigarrillos, y los míos los importo especialmente desde allí. Es una pena. La semana pasada tuve que estar dos días en el 123 sin fumar. En el 123 no les importa el incesto pero se habrían desmayado como solteronas si hubiese sacado un cigarrillo. A veces pienso que debería disponer un cambio cuántico y acabar con todos los tabúes sobre el no fumar de la eternidad entera, pero cada vez que intento imaginarlo me encuentro que causa guerras en el 58 o una sociedad esclavista en el 1000. Siempre hay algo.
»¿Le gustaría ver un cambio cuántico, muchacho? —prosiguió con el mismo tono monótono de voz—. He dispuesto uno para usted.
Cogió al novato por el codo y le hizo salir.
Los ojos de Attrell les siguieron con gravedad. Nunca había visto a Twissell actuar de un modo tan excéntrico ni hablar tanto.
Se encogió de hombros. No iba a descubrir nada, así que ¿para qué romperse la cabeza? Volvió a su oficina y tomó asiento para trazar mapas vitales del mismo modo concienzudo que había usado durante fisioaños enteros. En tiempos había tramado las rutas vitales alternativas (incluyendo todas las de probabilidad superior al 0,01) de 572 individuos en cuyos siglos no había ningún tipo de tratamiento decente para el cáncer. Eso incluía desde el 27 hasta el 35, que no había logrado desarrollar una tecnología genética manejable, y partes de los bastante excéntricos 52 y 53, que habían reaccionado violentamente a la medicina física (induyendo el uso de exploraciones psíquicas y otras ayudas físicas al psicoanálisis), retrocediendo a un tipo de Psiquiatría que tenía bastantes puntos de contacto con la curación mediante la fe.
De todos los 572 cuyas rutas vitales había tramado, exactamente 17 se habían beneficiado como resultado de ello. O, al menos, la extensión de las vidas de los 17 no había implicado cambios cuánticos de valor negativo, y sus muertes prematuras de cáncer habían sido evitadas. El tratamiento era caro, pero los miembros de los gobiernos de esos siglos seguían pidiendo más a gritos; más sueros anticáncer enviados a través del tiempo al coste que fuese, más vidas que salvar.
Attrell sabía muy bien que los que se salvarían serían más bien pocos. Era la tesis favorita de Twissell: con cada cambio cuántico en beneficio de la humanidad, sería más difícil encontrar el siguiente. Nunca imposible; pero siempre más difícil.
Attrell suspiró. ¿Llegaría el día en que ninguna vida pudiese ser alterada en todo el tiempo? ¿Cuando la historia humana siguiese finalmente su camino ideal?
El Gran Consejo Pantemporal decía que no. No podía haber ideal alguno en un número infinito de caminos. Lo único que podía hacerse era aproximarse asintóticamente a él. Acercarse, eternamente. Llegar, nunca.
Volvió a inclinarse sobre la vida de Lyman Hugh Shapur del siglo 29 y trazó otra vez la extraña bifurcación doble que aún no había conseguido interpretar del todo. Veamos, si. ..
Anders Horemm, nativo del siglo 29 (muy rígido y restrictivo en cuanto a la energía atómica, levemente rústico, amante de la madera natural como material estructural, exportadores de ciertos tipos de potables destilados a casi todos los cuandos, e importadores de trébol), tomó la cabina hacia el siglo 2456.
Su rostro cetrino, con las mejillas pronunciadas y los labios delgados, estaba tranquilo. No mostraba nerviosismo alguno frente a un delicado trabajo en el que no era posible ningún error. Jamás se le había ocurrido que pudiese cometer un error en un cambio cuántico. Hasta el momento, su confianza en sí mismo no había estado fuera de lugar.
Horemm había empezado su carrera en la eternidad como observador. En tanto que los programadores permanecían en la atmósfera rarificada de sus trabajos matemáticos y los planeadores de vidas se internaban en la agotadora e interminable jungla de la posibilidad infinita, y los sociales tejían sus frágiles teorías concernientes a los hombres y las cosas, el observador salía decididamente al tiempo y traía de vuelta los datos, sin analizar, que los alimentaban a todos.
El observador no obtiene gran reconocimiento por ello. La literatura de la eternidad resuena con los aplausos a la brillantez de la computación, las delicadezas del tramado, la inteligencia de la socialización, pero muy poco se dice del observador que recoge los hechos y aún menos del técnico, cuyas manos tiran de las cuerdas que cambian miles de millones de vidas.
Horemm llevaba cinco años siendo un técnico. La mayor parte de ese tiempo había trabajado directamente con Twissell. Twissell le había dicho lo que debía hacer y por eso Twissell recibía honores. Horemm hacía lo que Twissell le decía y por hacerlo no era apreciado. Era como si los eternos, incapaces de evitar la culpa colectiva que implicaba el hecho de jugar a ser Dios con las vidas de generaciones enteras, la evitasen colocando sobre los hombros de los técnicos el peso de dicha culpabilidad.
En sus observaciones de las sociedades que practicaban la pena capital, Horemm había notado la misma distinción social entre el respetado juez que ordenaba que se realizase la ejecución y el empleado del gobierno que llevaba a cabo la orden pagando el precio del ostracismo social.
Horemm no sentía amargura por eso. Sentía una austera alegría siendo un técnico y trabajando para Twissell. No habría cambiado su posición por nada.
Por encima de todo, sentía una extrema complacencia al trabajar en lo que Twissell llamaba "el misterio Mallon". Era el mismo Horemm quien había penetrado ciertas eras durante misiones cuyos resultados no habían sido registrados en ningún libro de acceso público. Era él quien había seguido vidas que Twissell no le habría confiado a ningún planeador profesional. Era él, en persona, quien había localizado por primera vez a Brinsley Sheridan Cooper, y su lenta sangre se había inflamado al enterarse de que aquí, al fin, estaba la persona que Twissell había buscado. Él, personalmente, había ido hacia abajo en el cuando (todo lo atrás en la vida de Cooper que Twissell había osado llegar) para meter a Cooper primero en la escuela de novatos y luego en la clase adecuada de entrenamiento especializado. Luego, cuando había transcurrido el entrenamiento mínimo, era Horemm quien había enviado el mensaje en nombre de Twissell, ordenando a Cooper que fuese al 575.
Todo estaba bien. Si Horemm fuese un hombre dado a sonreír, ahora habría sonreído. En el hiperaislamiento de una cabina que ascendía por los corredores interminables de los siglos, hasta podría haber reído en voz alta. Pero sólo sentía la fría satisfacción de una fisiodécada de laborioso trabajo que se acercaba a su clímax mientras veía desvanecerse los siglos a través y más allá de su cabina.
La cabina se detuvo al fin, suavemente, de modo automático, y la realidad se solidificó partiendo de las borrosas neblinas que la habían rodeado.
Horemm no hizo ni una pausa para percibir las nuevas facetas que todo siglo le ofrece a unos ojos nuevos, incluso en el primero y más trivial de los encuentros. Llevaba demasiado tiempo en su profesión como para perder el tiempo con observaciones que no fuesen de utilidad inmediata.
En cualquier caso, se hallaba sólo en esa sección de la eternidad entregada al 2456, y no en el tiempo propiamente dicho. La barrera que separaba la eternidad del tiempo se oscurecía con las tinieblas del caos primigenio y su aterciopelada no-luz se hallaba característicamente punteada con los huidizos puntos de luz que reflejaban imperfecciones submicroscópicas de la materia que no podían ser erradicadas en tanto perdurase el principio de incertidumbre.
Horemm ajustó con delicadeza la posición de la barrera y la cruzó después en el segundo exacto del tiempo indicado por el análisis espacio-temporal como óptimo para su propósito. La barrera llameó con una brillantez intangible mientras la masa viajaba a través de ella, moviéndose de la eternidad al tiempo.
Un millón de toneladas de materia se desintegraban cada segundo para alimentar las barreras que circundaban a la eternidad, pero la energía no era problema. A veinte mil millones de años ascendiendo en el cuando ardía la nova definitiva que fue una vez el Sol, y la potencia energética de un millón de soles estaba allí para ser tomada.
Eso, al menos, era constante. Ningún cambio concebible de la realidad, ninguna alteración posible en los insignificantes asuntos humanos del tiempo podría alterar jamás la llegada de esa nova.
Horemm se encontró en un cuarto de máquinas. Estaba vacío y lo seguiría estando durante dos horas y treinta y seis minutos bajo la realidad presente; por dos minutos más bajo la realidad venidera. Su propia presencia aquí, como había probado un cuidadoso cálculo, era neutral. En tanto que ninguna entrada en el tiempo, por casual que fuese, podía dejar de suponer una distorsión finita en la textura de la realidad, no todas las distorsiones llegaban al nivel mínimo requerido como para que se realizase un cambio cuántico.
Lo que Horemm hizo luego fue, aparentemente, aún más trivial que el simple hecho de su presencia. Cogió un pequeño recipiente de su posición sobre una estantería y lo movió hasta un lugar vacío en la estantería que había debajo.
Habiendo hecho esto, volvió a entrar en la eternidad de un modo que le pareció tan prosaico como hubiese podido serlo el cruzar una puerta cualquiera. Para un observador clavado en el tiempo, habría sido como si hubiese desaparecido.
El pequeño recipiente permaneció allí, donde lo había puesto. No jugaba un papel inmediato en la historia del mundo. La mano de un hombre se tendió hacia él y no lo encontró. La búsqueda realizada lo encontró media hora después, pero, entre tanto, un campo de fuerza se había extinguido y un hombre había perdido los estribos. Una decisión que en una realidad previa habría seguido sin ser adoptada, fue tomada ahora a causa de la ira. Un encuentro no tuvo lugar, un hombre que habría muerto vivió un año más, y uno que habría vivido un día más murió un día más pronto.
Las ondulaciones fueron ensanchándose.
Desde el instante en que el recipiente había sido cambiado de sitio hasta todo el tiempo posterior, existió una nueva realidad. En algunos siglos el cambio fue muy pronunciado, con culturas enteras sutilmente alteradas. En algunos siglos el cambio fue muy leve. En ningún caso fue de cero.
Mas, por supuesto, ningún ser humano que se hallase en el tiempo podía ser consciente de que algún cambio hubiese tenido lugar. Y, aunque millones de hombres que hubiesen vivido no llegasen a hacerlo a causa del gesto de Horemm, los eternos comprendían y, excepto por un instinto irracional, nadie habría considerado a Horemm un asesino.
Excepto, por supuesto, el propio Horemm.
Laban Twissell había sido parte del paisaje de la eternidad tanto tiempo que pocas eran las personas con vida capaces de recordar una eternidad sin él. Era del dominio público que había estado tanto tiempo sumergido en los problemas de la humanidad que había olvidado el número exacto del siglo en que había nacido. Se decía también que a temprana edad se le había atrofiado el corazón y que una computadora manual, similar al modelo que llevaba siempre en el bolsillo del pantalón, había ocupado su lugar.
Twissell no hacía nada por negar esos rumores. De hecho, tendía a creerlos él mismo. Le habría mortificado que le dijesen que una parte de su nerviosismo interno era visible; que su corazón computadora quizás estaba latiendo a un ritmo inapropiado, como si, después de todo, no fuese más que un conjunto de músculos y válvulas.
Estaba mirando a Brinsley Sheridan Cooper. Al fin estaba mirándole. Y nadie sabía, salvo él mismo y ese tipo raro, Horemm, que este joven nervioso y carente de toda particularidad era..., todo.
Estaban subiendo a la cabina. Sus costados eran perfectamente redondos y encajaban cómodamente en el pozo vertical. Twissell dispuso los controles con una mano; la otra, por supuesto, manipulaba su cigarrillo. Se produjo la leve conmoción, no un giro, no un movimiento, que significaba que la cabina estaba moviéndose a través de la eternidad.
Miró a Cooper y le sonrió.
—¿Inquieto, jovencito?
Los ojos de Cooper seguían el discurrir de los números giratorios.
—¿A cuánto vamos, señor?
—Dos-siete-ocho-uno. No muy lejos. Un paseo. Un pequeño paseo —dijo Twissell.
—¿El 2781?
—¿No ha estado nunca tan lejos?