Padeen y él miraron hacia lo alto de la montaña, pero sólo alcanzaron a percibir un vago griterío. Los pájaros habían huido de los árboles espantados por los disparos de las carronadas. Era posible que los enemigos hubieran sobrepasado las carronadas y la lucha cuerpo a cuerpo hubiera comenzado.
Pasó el tiempo, aunque menos lento ahora. Poco después se oyeron pasos en el camino y un hombre de largas piernas pasó corriendo junto a ellos. Era un mensajero que, obviamente, tenía buenas noticias, porque estaba radiante de alegría, y al pasar gritó algo que, sin duda alguna, incluía la palabra «victoria».
Tras él, a varios minutos de distancia, pasaron dos hombres, cada uno sujetando por el pelo una cabeza humana, una de un polinesio y otra de un europeo. Las dos cabezas tenían los ojos abiertos y una tenía una expresión indignada y la otra neutra.
Después, gracias a una ráfaga de viento, pudieron oírse los gritos:
—¡Un, dos, tres, tirar!
Era evidente que estaban bajando una carronada por el camino, pero mucho antes de que pasara junto a ellos, pudieron oír a algunos de los marineros armados con armas ligeras hablando y riendo. Cuando ellos estaban a la vista, Stephen preguntó:
—¿Hay muchos heridos, Wilton?
—Ninguno, que yo sepa, señor. ¿No es verdad, Bob?
—Una verdad como un puño, compañero.
—Pero hay un montón de desgraciados en la hondonada —dijo el encargado de la bodega, un viejo compañero de tripulación de Stephen que, por esa razón, tenía derecho a hablar abiertamente—. Que Dios nos perdone, señor. Fue una carnicería.
Ya había en la ladera muchos hombres. Eran isleños que habían tomado atajos por donde las carronadas no podían pasar, y la mayoría de ellos llevaba despojos del enemigo: armas, escudos de estera, adornos, orejas…
Poco después apareció Jack en el recodo del camino. Tenía una expresión angustiada y Bonden le seguía a cierta distancia. Stephen subió por el camino y, cuando se encontró con él, dijo:
—Permíteme felicitarte por la victoria.
—Gracias, Stephen —respondió Jack, sonriendo.
—¿Hay algún herido que atender?
—Todos los que no huyeron ya estarán muertos, amigo mío. ¿Tomamos un camino secundario? Con tal que descienda por la pendiente y atraviese el río Eahu, nos llevará abajo. Tom se va a ocupar de las carronadas. Bonden, echa una mano a Padeen con el botiquín, ¿quieres?
Tomaron un sendero que había a la izquierda, que atravesaba un bosque de helechos hasta llegar a un sinuoso arroyo. El sendero era tan estrecho y escabroso que no les fue posible mantener ninguna conversación hasta donde se cruzaba con el arroyo, que se ensanchaba allí bajo un frondoso árbol. Jack se arrodilló, se lavó la cara y las manos y bebió mucho.
—¡Dios mío! —exclamó—. Ahora estoy mejor —añadió, sentándose sobre una de las raíces cubiertas de moho—. ¿Te gustaría saber cómo fueron las cosas?
—Me parece que te duele hablar de eso ahora.
—Sí, pero esto pasa pronto, ¿sabes? El plan salió perfectamente bien, como si hubiéramos seguido un libro de instrucciones. Los enemigos estaban cansados porque habían hecho todo el camino cuesta arriba y arrastrando el cañón y, además, habían comido muy poco. Los marineros jóvenes que habíamos apostado en el extremo para provocarles y traerles a la hondonada tuvieron tiempo de sobra para correr más allá de las carronadas y dejar el campo libre. Nunca me imaginé que los botes de metralla pudieran hacer tanto daño. Debo admitir que los franceses avanzaron con valentía, saltando por encima de los cadáveres, aunque dos rondas bastaron para acabar con ellos. No obstante eso, los hombres de Kalahua se agruparon y abrieron fuego dando gritos. Algunos disparos casi alcanzaron las primeras carronadas antes que lanzaran la última descarga. Cuando dejamos de disparar, los que podían correr huyeron, y algunos de los hombres de Puolani les persiguieron, aunque no fueron muchos ni llegaron muy lejos, pues según me dijeron los jefes, el terreno es muy abrupto. Nos apoderamos de su cañón, desde luego, y me parece que Puolani lo llevará abajo oportunamente.
Después de una pausa, añadió:
—Sólo disparamos diez rondas, Stephen, pero hicimos una matanza comparable a la de una batalla entre escuadras navales. Aunque, naturalmente, los marineros estaban satisfechos, casi todos, por voluntad propia, se abstuvieron de dar vivas.
—Me parece que no pusiste en práctica el plan de cortar la salida por el otro extremo, porque algunos pudieron escapar.
—¿Ese plan? ¡Oh, no! Intentaba que se te pusiera la carne de gallina, como haces tú cuando me hablas de los horrores de la cirugía. Me parece que no siempre reconoces cuándo estoy hablando en broma.
Ese fue el primer signo de que se estaba recuperando, al menos ligeramente, de su depresión, y cuando terminaron de descender al pueblo de Puolani, a menudo por caminos equivocados, pudo responder perfectamente a la alegre bienvenida que le dieron. Le esperaban por el camino principal, a través del cañaveral, donde habían construido arcos con ramas y habían colocado dos carronadas bajo cada uno. La reina le hizo retroceder por un atajo hasta detrás del primero y luego le guió a través de los tres arcos entre el estrépito de los tambores de madera y los vivas. Después le hicieron pasar de un grupo a otro (Tapia, que fue rescatado de la multitud, le dijo que representaban las diferentes ramas de la tribu) y los miembros de todos los grupos pusieron una expresión grave, aunque no tanto como para ocultar sus sonrisas satisfechas.
Como la tribu tenía muchas ramas, las repetidas ceremonias, el incesante toque de tambores, el fuerte sonido de las caracolas, la amabilidad y el profundo afecto que le demostraban a medida que Puolani le guiaba de una a otra y la belleza del día (por el cielo brillante pasaban las blancas nubes que venían del noreste y una brisa suave y fragante contrarrestaba el calor que despedía el sol) lograron poner una barrera entre ese acto y la sangrienta batalla de la mañana. Y fue por eso que al entrar en casa de Puolani ya era capaz de sentir satisfacción al recibir atenciones. Cuando entró allí se pusieron de pie todos, vestidos con trajes, y entre ellos Jack vio con asombro que Stephen, Pullings, West y Adams estaban cubiertos con magníficas capas de plumas. Entonces Puolani le colocó sobre los hombros una capa de color escarlata, la alisó con gran satisfacción y le dijo algo en voz baja. Y Tapia dijo:
—Dice que perteneció a uno de sus tíos, que ahora es un dios.
—Cualquier dios se sentiría halagado al recibir una capa como ésta —dijo Jack—, y un mortal mucho más.
—Es un regalo —murmuró Tapia.
Jack se volvió, hizo una reverencia y dio las gracias. Puolani bajó los ojos con humildad, algo inusual en ella, y le indicó un sitio libre en el banco o sofá acolchado junto a ella. Al otro lado ella tenía a Pullings, con su capa de plumas amarillas; Stephen, con su capa azul y negra, estaba a la izquierda de Jack, que le preguntó muy bajo:
—¿Tienes hambre? Nunca en mi vida he tenido más hambre. Me entró de repente.
Luego, al ver a Tapia hablando con un jefe con todo el cuerpo tatuado que estaba sentado junto a él, le dijo:
—Tapia, por favor, pregúntele al jefe si puede facilitar una canoa a Bonden para que vaya a la fragata y diga al señor Oakes que todo va bien, que las lanchas regresarán mañana por la mañana y que dormiré en tierra.
El abuelo de Puolani había comprado las ollas de cobre de tres barcos, pero rara vez se usaban porque casi todas las comidas polinesias se hacían en piedras calientes en un horno excavado en la tierra y estaban envueltas en hojas; sin embargo, ahora varios hombres llevaban las ollas, que brillaban como si fueran de oro rojizo, hasta un fogón situado frente a la casa. Un exquisito aroma penetró en ella y Jack empezó a tragar saliva. Para distraerse, pidió a Tapia que dijera a la reina que admiraba mucho el orden en que estaban todos los participantes en el acto: a la derecha, fuera de la casa, estaba primero la guardia de estribor, respetando la precedencia; luego la de babor, cuyos miembros tenían guirnaldas de flores, y al otro lado de ellos, cerrando el cuadrado, estaban agrupados los isleños. En cada extremo los sirvientes preparaban la comida.
Aparte de las ollas de cobre, habían llegado a Moahu siete cuencos de porcelana, y ahora los sirvientes los colocaron, junto con cucharas de madera y platos de madera con puré de colocasia, sobre pequeños cojines delante de la reina, Jack, Stephen, Pullings, West, Adams y un viejo jefe. Varias caracolas sonaron a coro tres veces. Los sirvientes se colocaron junto a las ollas y miraron hacia la reina expectantes. Tapia susurró:
—A la izquierda está la tortuga; en el centro, el pescado, y a la derecha, la carne.
La reina miró a Jack sonriendo, y él, devolviéndole la sonrisa, dijo:
—Carne, señora, por favor.
Los sirvientes llenaron los cuencos. La reina había elegido empezar con pescado y casi todos los oficiales de la
Surprise
también. Pero hacía mucho calor, y mientras daban vuelta al tarro y la boca se les hacía agua, Stephen notó la inconfundible forma helicoidal de una oreja humana en su cuenco y volviéndose hacia Tapia, dijo:
—Por favor, dígale a la reina que la carne humana es tabú para nosotros.
—¡Pero si es de Kalahua y el jefe francés! —dijo Tapia.
—A pesar de eso —replicó Stephen y se inclinó hacia atrás para hablar por detrás de Puolani y, alzando la voz, dijo:
—Capitán Pullings, señor West, ésta es carne prohibida.
Cuando Puolani se enteró de eso se rió alegremente, le cambió a Jack el cuenco por el suyo y le aseguró que los marineros no estaban en peligro porque les habían dado cerdo, que era tabú para ella. Luego, todavía sonriendo, exclamó:
—¡Hay tantos tabúes!
En verdad, en la isla había tantos tabúes de tipo personal y relacionados con la tribu y la nación que ese pequeño incidente pasó casi desapercibido y Puolani no le dio importancia. El banquete continuó y la mayoría de los marinos recuperaron el apetito. Después del pescado y la tortuga, la mejor tortuga del Pacífico Sur, trajeron aves cocinadas al estilo polinesio y también perros, huevos y cochinillos. Además, trajeron gran cantidad de
kava
preparada especialmente para los jefes, que era más fuerte que la normal.
El gran banquete duró mucho tiempo y fue acompañado por cantos, música de flauta y de otro instrumento emparentado con el arpa y la lira y toque de tambores de diversa gravedad. Y apenas acabaron de comer la fruta, empezó el baile.
Hubo danzas con las mismas evoluciones perfectamente sincronizadas que había visto mucho más al sur, en Annamooka, y fueron recibidas con aplausos. Pero hubo aplausos aún más fuertes cuando un grupo de mujeres jóvenes, con mucha gracia y destreza, bailaron
hula
, una danza mucho más libre.
—Me alegro de que Martin no esté aquí —dijo Stephen al oído a Jack—, porque no hubiera aprobado esas posturas provocadoras y esas miradas maliciosas.
—Tal vez no —replicó Jack—. Pero a mí no me parecen censurables.
A West tampoco. Aunque perdió el apetito al ver el dedo anular del francés en su cuenco, lo recuperó, y ahora estaba inclinado hacia delante contemplando ensimismado a la segunda joven por la izquierda.
Aunque a Jack eso no le parecía censurable en absoluto, no cerraba los ojos porque tenía tanto sueño desde hacía rato que temía adormecerse o incluso quedarse profundamente dormido. Reprimió un bostezo y miró ansioso hacia el gran cuenco donde estaba el
kava
, pero el que lo servía también miraba embobado a la segunda joven por la izquierda. Puolani advirtió su mirada y le llenó la copa hasta el borde hablando en tono amable y disculpándose.
Se oyeron más caracolas, muchas caracolas. Las jóvenes se retiraron en medio de fuertes aplausos y, además, los silbidos y vivas de los tripulantes de la fragata. Entonces Jack vio con asombro que el sol ya estaba por debajo del horizonte. Cuando el silencio volvió por fin, entró una figura con un traje de mimbre y se quedó de pie delante de la reina. Era un hombre de ocho pies de alto y a su lado había otros dos con tambores, uno que emitía un sonido grave y el otro, un sonido agudo. Después de que cada uno tocara tres redobles, el hombre empezó a cantar con voz de falsete y subía o bajaba el tono según un ritmo que, sin duda, existía para la mayoría de quienes le escuchaban, ya que asentían con la cabeza, pero que ni Jack ni Stephen podían distinguir. En ese momento, Tapia murmuró:
—Está cantando a los antepasados de la reina.
Una y otra vez Jack trató de distinguir la estructura, pero siempre, en el momento crucial, se distraía y tenía que volver a empezar. Entonces cerró los ojos para concentrarse en el canto y eso fue fatal.
Cuando despertó, se turbó al ver que todos los que le rodeaban le miraban sonrientes. El hombre vestido con el traje de mimbre ya se había ido y las rojas llamas de las antorchas se destacaban en la penumbra.
Dos fuertes hombres le ayudaron a ponerse de pie lentamente y a salir de allí. Al llegar a la puerta se volvió y, como en sueño, hizo una inclinación de cabeza. Puolani le miró afectuosamente y le respondió del mismo modo. Después todo se volvió oscuro y Jack tuvo la sensación de estar seguro entre aquellos brazos, que luego le quitaron la capa de plumas. Entonces él se desvistió y ellos le ayudaron a meterse en el grande y cómodo sofá de la casa que le habían construido.
Rara vez había estado tan cansado y había perdido tantas fuerzas, pero cuando se despertó a la mañana siguiente ya no tenía la mente turbia, sino completamente despejada y no miraba incrédulo a su alrededor. Como todos los marinos, sabía que la guardia de media estaba a punto de acabar y que la marea estaba cambiando. Además, sabía que había alguien más en la habitación, y cuando intentó sentarse, un brazo fuerte, tibio y oloroso le empujó hacia atrás. No estaba muy sorprendido, tal vez porque cuando estaba medio despierto había reconocido el aroma, que no era en absoluto desagradable. El corazón le empezó a latir con fuerza y se apartó para dejar un sitio libre.
La luz del amanecer entraba por la puerta cuando oyó que Tom Pullings le murmuraba:
—Señor, señor, discúlpeme, señor. Ya hemos avistado al
Franklin
, señor. Señor…
—¡Espera, Tom! —dijo, poniéndose la ropa.
Ella todavía estaba dormida. Estaba acostada boca arriba con la boca abierta y tenía un aspecto muy hermoso. Jack salió sigilosamente y bajó rápidamente a la playa. Todos en el pueblo, menos algunos pescadores, dormían. Oakes había mandado las lanchas a la costa y ya la segunda carronada avanzaba por entre las grandes olas.