Entonces West, mirando a Jack de reojo, añadió:
—Cuando el humo se disipaba apareció el almirante. Golpeó al señor Hale con el canto del sable porque creyó que era él quien había disparado mientras gritaba. «¡Malditos sean todos!» y me golpeó muy fuerte en la parte superior de la cabeza. Entonces el navío orzó y pudo verse la bandera francesa. Cochet, para dejar en buen lugar al almirante, dijo: «Está pintado como el
Invincible
, pero…»
Desde hacía algún tiempo, desde que el relato de West había dejado de ser veraz, la fragata escoraba cada vez más. Para contrarrestar la inclinación, los que estaban sentados a barlovento, a la derecha de Pullings, apoyaban los pies contra el travesaño, pero Reade tenía los pies demasiado cortos para alcanzarlo y se deslizó bajo la mesa con los ojos cerrados y la cara pálida. Stephen miró a Padeen, que levantó al muchacho y lo sacó de allí tan fácilmente como si transportara el coy después de quitarlo y doblarlo. No hubo lío ni comentarios, y West no se detuvo en su relato.
Jack le escuchaba a medias, satisfecho de oír algún sonido, pero deseando que lo reemplazara algo más interesante. No era propenso a censurar pero daba tan poca importancia a la historia que West obviamente, había inventado para complacer a la señora Oakes, como al desmayo de Reade. Aunque West solía ser la verdad personificada, su historia era pobre, vergonzosamente pobre, y demasiado larga. Por tanto, sintió cierto alivio cuando vio aparecer en la puerta al mensajero del alcázar. El ayudante del condestable observó la engalanada cámara de oficiales y después de vacilar un momento, avanzó hacia el fondo a grandes pasos, como si fuera a entrar en un combate.
—El condestable, que está encargado de la guardia, señor —dijo muy alto, inclinándose hacia Jack—, le comunica que el viento está aumentando de intensidad y pregunta que si debe disminuir velamen.
—Muy bien, Melon. Dígale que me alegra mucho saberlo y que lo dejo a su discreción.
—Sí, sí, señor. Me alegra mucho saberlo y lo dejo a…
—A su discreción.
—A su discreción.
—Me alegra mucho saberlo —repitió a todos los que estaban en la mesa—. Hemos navegado durante demasiado tiempo por aguas tranquilas como las de un estanque y los marineros han estado sin hacer nada durante todo este tiempo.
Se acordó de algo que había oído en su niñez sobre Satanás y la pereza, pero no lo recordaba bien y terminó por pensar: «Y no sólo los marineros, ¡malditos sean!».
Había pasado algún tiempo desde que había comido con los oficiales. En la última ocasión había pasado una tarde aburrida (Davidge y West no eran muy animados y sólo hablaban de compras o contaban historias ya conocidas, y a Martin siempre le cohibía su presencia), pero aceptable, una tarde habitual en una embarcación bien gobernada.
Ahora todo era muy diferente. Las causas sólo podía imaginárselas, pero los efectos eran obvios para un hombre que había pasado la mayor parte de su vida en la mar: la comunidad de oficiales estaba a punto de desaparecer como comunidad civilizada, pero estaba en juego mucho más que el bienestar social. Si no había buenas relaciones entre los oficiales era imposible la cooperación voluntaria y efectiva, y sin cooperación no se podía gobernar un barco de modo eficiente. La animadversión entre los suboficiales o los oficiales siempre se notaba en el castillo y siempre afectaba a los marineros, entre otras cosas porque cada grupo era fiel a alguien determinado. Y parecía que la animadversión se extendía por varios caminos, pues no sólo la sentían West y Davidge sino que también la inspiraban en otros Pullings e incluso Martin.
Ahora había de nuevo una animada conversación, que, por lo que recordaba, había iniciado la señora Oakes —pensó: «Siempre la admiraré por haber evitado la ruina del banquete»—, y hasta el malhumorado Davidge estaba locuaz.
Jack se había perdido el principio porque estaba reflexionando sobre la situación y sus posibles causas y remedios, sobre la voz interior de la fragata, que era apremiante a pesar de que las velas se habían arriado, y sobre su deber como invitado. En ese momento oyó a Stephen decir:
—¡Oh, maldito espartano! Han caído más que a causa de la angustia, el hambre y la mar.
Entonces, proyectando la voz hacia el final de la mesa, preguntó:
—¿Qué era eso, doctor? ¿Hablaba del impuesto sobre la renta?
—¡No, no, en absoluto! Estábamos hablando de los duelos y de cuándo eran permitidos por consenso general, cuándo condenados por todos y cuándo absolutamente necesarios. La señora Oakes preguntó si, según el código militar, el oficial a quien el conde Howe golpeó no estaba obligado a pedir una satisfacción, pues golpear es una ofensa intolerable. Y todos le hemos dicho que no porque el caballero era muy viejo y, por tanto, se le podía consentir que fuera un poco testarudo, porque por sus innumerables méritos se le disculpaba casi todo y porque se podía decir que había pedido perdón al teniente dándole palmaditas en el hombro y diciendo: «Bueno, después de todo, no es el
Invincible».
—¡Estoy tan avergonzada! —exclamó Clarissa—. Viví muy apartada del mundo cuando era niña y esa era una de las dos manifestaciones de sabiduría popular que aprendí. La otra era que si uno paga cualquier cosa en una tienda con un billete siempre debe dejar bien claro cuál es su valor para que después no haya ninguna discusión sobre el cambio.
—¡Cuánto me hubiera gustado que me dijeran eso cuando era niño! —dijo Jack—. No me encontraba muy a menudo con billetes, pero en el primer botín decente que conseguí había uno de diez libras emitido nada menos que por el banco Child, y ese maldito… perdone, señora… ese
despreciable
tipo de Keppel's Knob me dio cambio de cinco. Luego me juró que no tenía ningún billete de diez libras en la caja y me dijo que podía registrarla y que si encontraba alguno podía quedarme con él. Pero, doctor, ¿qué tiene que ver con eso el maldito espartano?
—Me pareció que así expresaba el estado de ánimo de un hombre herido y enfurecido al hundir su espada en las entrañas de su oponente en un duelo.
—¿Quiere que le corte un pedazo más de postre, señora? —preguntó Pullings, motivado por la asociación de ideas.
Clarissa dijo que no, pero Jack, pensando que debía mostrar su complacencia por el banquete de los oficiales, que ya estaba bastante aburrido, le acercó su plato. Aunque ahora, por primera vez, comprendió con pena que el tercer pedazo iba a darle trabajo en vez de satisfacción. Recordó las palabras
non sum qualis eram
de aquellos lejanos años en que le hicieron adquirir nociones de latín a golpes, pero no pudo acordarse del resto de la frase. Tal vez no tenía nada que ver con el postre, pero el efecto era el mismo.
—Señor Martin, ¿cómo se dice en latín postre, un postre de esta clase? —preguntó.
—¡Dios mío, no sé! —respondió Martin—. ¿Qué dice usted, doctor?
—
Sebi confectio discolor
—dijo Stephen—. ¿Quiere que le sirva un vaso de vino, colega?
—Con su permiso, señor —dijo Davidge, poniéndose entre Jack y Pullings—. Van a sonar las ocho campanadas dentro de dos minutos y Oakes y yo tenemos que relevar al condestable.
—¡Dios mío, es cierto! —exclamó Pullings—. ¡El tiempo vuela! Pero primero hay que brindar por la novia y el novio. Vamos, caballeros, llenen las copas hasta el borde y no dejen escurriduras.
Entonces, señalando a Clarissa con la cabeza, dijo:
—¡Por la novia!
Y después, señalando a Oakes con la cabeza, añadió:
—¡Por el afortunado novio!
Todos se pusieron de pie y luego, inclinándose al ritmo del balanceo, gritaron:
—¡Hurra, hurra, hurra!
Enseguida, moviendo la copa en dirección a Clarissa, volvieron a gritar:
—¡Hurra, hurra, hurra!
Después hicieron lo mismo con Oakes y finalmente dieron un estrepitoso hurra acompañados por todos los marineros que trabajaban como sirvientes.
Cuando el festín terminó, Stephen se llevó a Padeen a la proa y entre los dos administraron un potente emético a Reade para vaciarle, le desvistieron, le limpiaron y le metieron en el coy todavía medio borracho y muy triste. Stephen se quedó sentado a su lado durante un rato después que Padeen se llevara la palangana, la ropa sucia y las gasas. Reade tenía para él solo toda la camareta de guardiamarinas de estribor, que estaba frente a la de los Oakes, y parecía muy espaciosa a la luz del farol. Desde el principio, la
Surprise
no tenía una distribución de cabinas convencional, y como ahora no iban a bordo infantes de marina y la tripulación era pequeña, el carpintero, el contramaestre y el condestable habían aprovechado el espacio vacío y se habían cambiado a cabinas que estaban justo en el frente de la proa, pequeñas cabinas triangulares independientes, y las dos camaretas de guardiamarinas habían quedado aisladas. Tras de ellas se encontraban el mamparo de la cámara de oficiales, con la escala para subir a la cubierta superior detrás, y el gran espacio abierto donde dormían los marineros en la proa; y en el pasillo que los unía sólo se encontraba la despensa del capitán, una robusta construcción que llegaba a la altura de la entrecubierta y medía siete pies de ancho por cinco de largo.
En una ocasión Reade habló de forma confusa e incoherente sobre la señora Oakes. Dijo que la
había querido
mucho y que estaba seguro de que se le partiría el corazón. Pero ahora estaba dormido y su respiración y su pulso eran normales. Stephen disminuyó la intensidad de la luz y salió despacio a la oscura cubierta inferior. Vio moverse a lo lejos, en la parte de babor, cerca de la despensa del capitán, una figura con chaqueta negra que enseguida desapareció de su vista. Era extraño que la figura con chaqueta negra no le hubiera hablado ni le hubiera preguntado por Reade, pero no pensó más en ello hasta que subía la escala cercana a la puerta de la cámara de oficiales, cuando miró hacia la izquierda y se dio cuenta de que el hombre debía estar apoyado contra la parte anterior de la despensa, el único lugar que no se veía desde la escala. Entonces pensó: «Hubiera sido mucho mejor pasar corriendo al otro lado del mamparo. Así no habría tenido que esconderse y hubiera dado explicaciones más fácilmente en el extremadamente improbable caso de que se las pidieran».
Siguió subiendo, sosteniendo el asa del farol con los dientes y agarrado con las dos manos a la barandilla de la escala, pues ahora la
Surprise
se movía caprichosamente y el movimiento era más violento a medida que subía.
Como se había avisado desde temprano, hoy no se iba a pasar revista, y encontró a Jack con las manos tras la espalda mirando hacia afuera por la escotilla de barlovento y con una expresión sombría. Jack se volvió y el rostro se le iluminó.
—¡Ah, ya estás aquí, Stephen! Dentro de un momento traerán café, si ese condenado no vuelve a derramar la cafetera porque la fragata se está moviendo caprichosamente. Supongo que has estado atendiendo a Reade. ¿Cómo está el pobre muchacho?
—Sobrevivirá, si Dios quiere.
—Supongo que cuando uno pierde un brazo se reduce su capacidad de absorber el alcohol… Sé que Nelson era abstemio y que… ¡Espera! —gritó—. ¡Sujétate a la taquilla!
Entonces le condujo hasta una silla y dijo:
—¡Dios mío, diste una voltereta! Espero que no te hayas roto nada.
—Nada, gracias —dijo Stephen, palpándose la cabeza—. Pero si no hubiera tenido puesta una peluca, Martin hubiera tenido que atender un caso de fractura de cráneo. Sin duda, ése fue un movimiento caprichoso, Jack.
—Creo que va a hacerlo de vez en cuando, porque hay trapisonda y el viento es variable y está aumentando de intensidad. Muchos dicen que los barcos son como las mujeres porque son impredecibles, ¿comprendes?
—Fue un golpe terrible —dijo Stephen, frotándose la parte superior de la cabeza.
Killick entró con la cafetera suspendida en un elegante cardán y dos jarras gruesas y resistentes que se usaban cuando hacía mal tiempo y que habían sido muy útiles en muchas furiosas marejadas. Comprendió la situación inmediatamente y, en voz bastante alta y un tono más didáctico que lo habitual, le recordó a Stephen que siempre debía estar alerta al tiempo que hacía y usar una mano para él y otra para el barco.
—¡Su mejor peluca de rizos destrozada y sucia! —añadió, llevándosela.
—Cuando hayamos tomado el café, me quitaré la ropa de gala y subiré a la cubierta —dijo Jack—. Como seguramente por la noche habrá demasiada agitación para tocar música, ¿qué te parece si jugamos al chaquete?
—Muy bien —respondió Stephen.
Durante muchos años habían jugado al ajedrez con bastante similar fortuna, pero se concentraban tanto en el juego para no perder que a veces parecía más un trabajo que un pasatiempo. Además, como eran muy íntimos amigos, a veces el remordimiento de haber ganado al otro empañaba la alegría del triunfo. También habían jugado al juego de los cientos innumerables veces, pero la suerte acompañaba tan a menudo a Stephen, proporcionándole muy buenas cartas y secuencias, que las partidas resultaban aburridas. A ambos les gustaba el chaquete porque ganar dependía en gran medida del lanzamiento de los dados, por lo que no causaba vergüenza perder, y porque, al mismo tiempo, era un juego en que podían demostrarse las habilidades lo suficiente como para que uno pudiera sentirse satisfecho con la victoria. Además de las mesas normales, tenían otras apropiadas para el mal tiempo que iban sujetas a cabillas, y Stephen las había colocado mucho antes que regresara Jack, mojado y con el pelo cubriéndole un lado de la cara.
—Creo que vas a pasar una noche tranquila —dijo—. El viento se ha entablado en el sursuroeste, navegando con rumbo noreste cuarta al norte con las gavias y las mayores arrizadas estaremos mejor.
Entró en el jardín, se secó y luego salió y dijo:
—Y si el barómetro no miente, tendremos mal tiempo por un buen rato. A su tiempo maduran las uvas, ya sabes. Una ráfaga de viento se llevó mi sombrero, un estupendo sombrero de Lock con cintas doradas y todo, pero un viento así es bienvenido, y una docena también. Ver el barómetro bajar y la perspectiva de que bajará aún más nunca me habían alegrado tanto.
—Ocultas tu alegría muy bien, amigo mío.
—Pero si estoy muy contento. Tal vez parezca un poco preocupado, y lo estoy, sobre todo porque he comido excesivamente en vuestro espléndido banquete, pero, al mismo tiempo, te aseguro que estoy muy contento de que haya una tempestad porque es posible que lleve la fragata hasta las islas Tonga. Pase lo que pase, pienso ocuparme del gobierno de la fragata y mantener a todos los marineros ocupados, muy ocupados, día y noche. No más inactividad ni bromas… Creo que te toca empezar.