Clarissa Oakes, polizón a bordo (36 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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—¡Oh, no! —gritó Jack—. Ojalá hubiera ido con ellos.

Y estaba a punto de inclinarse hacia delante y gritar: «¡Tom, dispara un cañonazo a los franceses que están en el camino!», cuando se dio cuenta de que el estruendo actuaría como un estímulo y probablemente sería más perjudicial que beneficioso.

Los tripulantes de la
Surprise
habían llegado ahora a un descampado y ambos grupos se acercaban con rapidez. Davidge llegó al río, lo cruzó y avanzó por esa orilla hasta el desfiladero, donde, con el sable en la mano, se enfrentó a los tres franceses que iban a la cabeza del grupo. Al primero lo atravesó con el sable; al segundo, le disparó un tiro con la pistola; pero el tercero le derribó con un tiro de mosquete. A partir de ese momento fue imposible distinguir las acciones individuales. Más tripulantes de la
Surprise
cruzaron el río; más franceses subieron por el camino tan rápido como podían. Una nube de polvo se formó sobre el desfiladero, donde se libraba aquella reñida batalla cuerpo a cuerpo. Se oyeron tiros de mosquete cuando los refuerzos alcanzaron la retaguardia francesa y dispararon a los que no estaban luchando o trataban de retroceder.

De pronto cesaron los gritos y el polvo se dispersó. Era obvio que los hombres de Davidge habían ganado. Jack ordenó llevar la fragata al otro lado del puerto y abordarla con el
Truelove
. Fue hasta la costa en el chinchorro con Stephen, Martin y Owen, que haría de intérprete, y después tomó el camino para ir al desfiladero. Estaba silencioso y más cansado que si hubiera tomado parte en la batalla.

Se encontraron con un pequeño grupo de hombres de Davidge que llevaban su cadáver.

—¿Murió alguien más? —preguntó Jack.

—Murió Harry Weaver, señor —respondió Paget, el encargado de la cofa del trinquete—, y William Brymer, George Young y Bob Stewart están gravemente heridos y no nos atrevimos a moverlos. Y hay algunos heridos más que ahora sus compañeros están ayudando a bajar a las lanchas.

—¿Escapó algún superviviente francés?

—No hay supervivientes, señor.

Cuando subió la marea, ya todo había terminado. Los heridos ya estaban abajo; los tripulantes del
Truelove
que se habían refugiado en un
puuhonua
(un santuario, un lugar prohibido que Kalahua no permitió que los franceses violaran), fueron traídos de nuevo; y la
Surprise
, seguida del
Truelove
, ya había atravesado el puerto a remolque hasta un lugar cercano al lado norte del canalizo, donde esperaba a que empezara a bajar la marea para salir.

Stephen entró en la cabina, y Jack levantó la vista y preguntó:

—¿Cómo están tus pacientes?

—Bastante bien, gracias. En un determinado momento, dudaba si Stewart podría conservar la pierna e incluso cogí la sierra, pero ahora creo que, si Dios quiere, sanará. La mayoría de los demás tripulantes de la fragata tienen cortes o heridas de arma blanca leves; sin embargo, algunos del
Truelove
están en muy mal estado. ¿Queda café en esa cafetera?

—Creo que sí. No tenía ánimo para terminarlo. Pero supongo que estará frío.

Stephen se sirvió una taza en silencio. Sabía que a Jack no le gustaba ver las batallas sino participar en ellas, y que pensaría mucho sobre las órdenes que podría haber dado, las órdenes ideales que hubieran llevado a la victoria sin la pérdida de ninguno de sus hombres.

—Al menos puedo darte una buena noticia —continuó Jack—. Uno de los tripulantes del
Truelove
que estaba en ese lugar prohibido nació en las islas Sandwich. Se llama Tapia y es hijo del jefe de una tribu. Es inteligente, habla el inglés estupendamente y conoce muy bien esta zona. Fue él quien le dijo a los demás que existía ese
puuhonua
cuando huyeron tras la muerte del capitán y su ayudante. Dice que confía en que en cuanto salgamos, si logramos salir, podrá guiarnos a través de los arrecifes. Me alegro mucho, porque a pesar de que la carta marina que me dio Wainwright es muy buena, sería angustioso tratar de distinguir en una noche sin luna las marcas que él tomó.

—Señor, le he traído café y una botella de coñac —dijo Killick, entrando con una bandeja.

—¡Que Dios te proteja de la muerte, Preserved Killick! —exclamó Stephen—. Me vienen bien los dos, palabra de honor.

—¿Y le gustaría a su señoría que le trajera agua caliente?

—Sí —respondió mirándose las manos cubiertas de sangre seca—. Es curioso que, a pesar de que siempre lavo mis instrumentos, a veces me olvido de mi persona.

Se lavó las manos y empezó a beber a sorbos, alternativamente, café y coñac, y dijo:

—Pero, dime, amigo mío, ¿por qué quieres buscar a tientas las cosas en la oscuridad? El sol siempre sale.

—No hay ni un minuto que perder. Kalahua planea atacar el viernes por la mañana, tanto si el cañón llega allí a tiempo como si no, porque su dios le ha dicho que no fallará.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo Tapia, que se enteró por su novia cuando fue al
puuhonua
a llevarle comida y todas las noticias. Si no salimos cuando baje la marea y con este viento bastante favorable, perderemos días esenciales y tal vez tengamos que esperar a que cambie la luna. Tengo esperanzas, muchas esperanzas de que pueda llegar a Eeahu el miércoles, avisar a Puolani de que van a atacarla, prometerle que la defenderemos contra Kalahua y el
Franklin
si se compromete a honrar al rey Jorge, y prepararlo todo para enfrentarnos a uno de ellos, o a los dos juntos, al menos con un día de antelación.

—Muy bien —dijo Stephen y, después de estar pensativo unos momentos, preguntó—: ¿Qué sabes del
Franklin
?

—Parece que Dutourd no es un gran marino, pero tiene un oficial de derrota yanqui, como dicen en Norteamérica, que sí lo es. Dicen que hace trabajar muy duro a la dotación para conseguir que el barco sea muy veloz. Por supuesto que ese barco, con sólo veintidós cañones de nueve libras en cada costado, dispara andanadas de noventa y nueve libras, aunque no puede competir con la fragata, cuyas andanadas son de ciento sesenta y ocho libras, sin contar los disparos de las carronadas; sin embargo, una batalla naval puede cambiar con un disparo afortunado, como sabes muy bien, y preferiría no luchar contra él y posiblemente con su presa al mismo tiempo que contra Kalahua. ¡A propósito! Debería haberte dicho que Dutourd sacó a todos sus hombres del
Truelove
para perseguir la presa, así que dispone de muchos marineros para disparar los cañones. ¡Pase!

—Con su permiso, señor —dijo Reade—. El señor West dice que la marea ha empezado a cambiar.

Esperaron hasta que el caudal de la corriente aumentó tanto que el agua borboteaba alrededor de la popa, las guindalezas con que estaba amarrada al muelle se pusieron tan tensas que una parte, casi completamente recta, sobresalió de la superficie, mientras la parte sumergida formó una ligera curva, y los troncos de palma que servían de bolardos se inclinaron aún más.

—¡Suelten amarras! —ordenó Jack.

Y los dos barcos atravesaron despacio el canalizo y salieron del puerto.

Tomaron numerosas precauciones, pero fueron innecesarias. Una lancha anclada fuera de la bahía estaba preparada para mover la proa de la fragata a remolque hacia barlovento si se desviaba a sotavento; varios marineros estaban colocados en los costados para apartarla de las rocas; un complejo conjunto de cabos unían la fragata al
Truelove…
Ambos barcos atravesaban el canalizo con una holgura de diez yardas y enseguida los tripulantes largaron las gavias para ganar suficiente velocidad y así dar la primera bordada. La
Surprise
tenía los fondos muy limpios y siempre viraba por avante con soltura, así que viró fácilmente. Pero cuando Jack observó el
Truelove
, que tenía la proa casi plana y estaba muy cargado, tuvo el horrible presentimiento de que no conseguiría virar así, y como no había espacio para abroquelar y aún menos para virar en redondo, Tom Pullings tuvo que hacerlo alternando un movimiento hacia barlovento y otro hacia sotavento, una maniobra que era peligrosa cuando se hacía con una tripulación desconocida. Cuando pasó el momento crítico y, al mismo tiempo, desapareció la angustia de Jack, los tripulantes amuraron las velas a estribor y el mercante terminó de virar. Entonces los tripulantes del
Truelove
dieron vivas y los de la
Surprise
, que pensaban que era una estupenda presa, les hubieran acompañado si no fuera porque en la fragata se encontraba el cadáver de Davidge, que estaba envuelto junto con cuatro balas de cañón en un coy con los bordes cosidos juntos y cubierto por una bandera.

Al dar la siguiente bordada los dos barcos salieron del puerto, aunque el
Truelove
aún estaba muy cerca del cabo. La novia de Tapia, que iba en su canoa al mismo ritmo, dijo adiós, y entonces el joven hizo pasar la fragata por el borde del arrecife más próximo a tierra para luego atravesar un tortuoso paso, mientras el
Truelove
la seguía. Allí, bajo la mortecina luz, ambos viraron contra el viento fijo y de poca intensidad. A bordo de la
Surprise
sonó la campana. Martin pronunció entonces las apropiadas y conmovedoras palabras, y los miembros de la brigada de Davidge hicieron tres salvas y dejaron caer su cadáver por la borda.

Las velas volvieron a hincharse y los barcos pasaron frente a dos islotes rodeados por un arrecife. Tapia señaló las marcas, que se dibujaban sobre los oscuros picos de Moahu, y poco después llegaron a alta mar.

Oakes estaba encargado de la guardia de prima y, mientras estaba de servicio, Stephen subió a la cubierta para respirar aire puro. En la enfermería, a pesar de las mangas de ventilación, el aire era fétido, ya que, aparte del calor y los numerosos pacientes, dos de los tripulantes del
Truelove
rescatados tenían heridas mal curadas y llagas gangrenosas. Clarissa estaba sentada allí bajo la luz del fanal de popa, y durante un rato ambos hablaron de la extraordinaria fosforescencia del mar, de la estela, que parecía una pálida llama extendiéndose hasta las olas formadas por el
Truelove
con la proa y del brillo de las estrellas en el firmamento. Luego Clarissa dijo:

—Oakes estaba muy apenado porque no era miembro del destacamento de desembarco. Y supongo que el capitán Aubrey estará muy afligido por… por las bajas.

—Lo está, pero tenga en cuenta que si los hombres que entablan combates, acostumbrados a luchar desde jóvenes, lloraran la muerte de sus compañeros tanto tiempo como si fueran civiles, se volverían locos o melancólicos.

Oakes fue hasta la popa y dijo:

—Felicitaciones por la presa, doctor. Casi no le había visto desde que la capturamos. ¿Es cierto que todos sus cañones estaban bloqueados?

—Creo que todos menos uno. Tapia me dijo que el capitán Hardy y sus ayudantes estaban bloqueando el último cuando los franceses les mataron.

—¿Cómo se bloquea un cañón? —preguntó Clarissa.

—Se mete un clavo o algo parecido en el fogón para que la chispa del cebo no llegue a la carga —respondió Oakes—. No se puede disparar un cañón hasta que no se saca el clavo.

—Parece que usaron clavos de acero y que el condestable del
Franklin
no sabía cómo sacarlos —dijo Stephen—. Iba a abrir un nuevo fogón con un taladro cuando se fueron a empezar la persecución que aún continúa.

Sonaron dos campanadas. Los serviolas de un lado al otro de la fragata gritaron:

—¡Todo bien!

Oakes se aproximó a la proa para escuchar el informe del suboficial:

—Seis nudos, señor, con su permiso.

Después apuntó la cifra en la tablilla con los datos de navegación y regresó a la popa.

—Sé que no es un acto de cortesía hablar de dinero, señor, pero debo decir que, por lo que respecta a Clarissa y a mí, la presa no podía haber llegado en mejor momento.

Habló con una conmovedora sinceridad, y Stephen, a la luz del fanal de popa, vio que el gesto de Clarissa traslucía cierto afecto.

—Todos los marineros están tratando de calcular qué parte les tocará. El ayudante del contador del
Truelove
les dijo cuál era el valor exacto del cargamento, y, según Jemmy Ducks, es probable que las niñas reciban alrededor de nueve libras cada una, y ellas van dando saltos por la cubierta pensando en regalos. Dicen que a usted, señor, le darán una chaqueta azul forrada de blanco, cueste lo que cueste.

—¡Dios las bendiga! —exclamó Stephen—. Pero no sabía que eran miembros de la dotación de la fragata.

—¡Oh, sí, señor! Hace tiempo que el capitán las clasificó como grumetes, como marineros de tercera clase, para que Jemmy Ducks recibiera la subvención que les corresponde y se animara.

—¡Oh! —exclamó Clarissa, levantando algo viscoso que se retorcía—. ¿Qué… qué es esto?

—Es un calamar volador —respondió Stephen—. Si cuenta las patas, verá que tiene diez.

—Aunque tenga cincuenta, no permitiré que estropee mi vestido —dijo Clarissa dulcemente y, arrojándolo por la borda añadió—: Váyase, señor.

Con el viento entablado que llegaba por la aleta de babor, la fragata navegaba tranquilamente con las gavias con un rizo. Siguieron sentados en aquella isla de luz rodeada de oscuridad que formaba el fanal y conversando amigablemente mientras se sucedían las campanadas, el viento susurraba en la jarcia, los motones daban rítmicos crujidos y los gritos de ritual se repetían a intervalos fijos.

A mitad de la guardia, Oakes les dejó solos.

—Me alegro de tener la ocasión de hablar con usted —dijo Stephen—, porque quería preguntarle si le gustaría tener la oportunidad de regresar a Inglaterra.

—Casi no he pensado en eso —dijo Clarissa—. Mi único deseo era salir de Nueva Gales del Sur, quería
irme
de allí, no
ir
a alguna parte. El presente, con todos sus inconvenientes, me parece el presente natural, y si no hubiera sido porque conseguí a pulso desagradar a la generalidad de las personas, nada me parecería mejor que seguir y seguir y seguir navegando.

—Estimada Clarissa, cálmese. Tendré que regresar a la enfermería dentro de poco… Suponga que el capitán Aubrey decide mandar la presa a Inglaterra bajo el mando de Oakes, ¿le alegraría la idea de volver a verla?

—Estimado doctor, por favor, reflexione. Por supuesto que me gustaría estar de nuevo en Inglaterra, pero a mí me deportaron y si regreso antes de cumplir la condena podrían apresarme y deportarme otra vez, lo que no podría soportar.

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