—Yo tengo la conciencia tranquila —dijo Williams.
—Eso será un gran consuelo para ti el lunes, cuando tengas la camisa ensangrentada, compañero.
—Hasta que no colocaron un cabo siete veces no estuvo satisfecho. ¡Fue espantoso!
—¡Un cabo, ja, ja! Todos aprenderán cómo colocarlo el lunes —dijo Davies
el Torpe
, con su risa desagradable.
Martin, viendo que con sus explicaciones no obtenía ningún provecho, dejó de darlas, y como le daba vergüenza hablar a Maturin de la excursión que había hecho con el doctor Falconer, volvió a hablar del temible ruido a primera hora de la mañana y de los reproches y blasfemias que no había oído nunca antes.
—Seguro que usted estaba durmiendo con los tapones de cera puestos —dijo—, pues, si no, hubiera tenido que oír los gritos atronadores del capitán. Parece que hicieron tan mal las maniobras que el capitán temía no poder aprovechar la marea y que en cinco minutos el terral nos hubiera empujado. Me pregunto cómo un oficial de su experiencia…
—Tenga la amabilidad de pasarme el mercurio. Sin duda, lo necesitaremos pronto. Sabe usted tan bien como yo que es el mejor medicamento para la sífilis.
Martin cogió la botella que tenía enfrente y, mirando a Stephen con angustia, dijo:
—Espero no haberle ofendido.
—Por lo que respecta al capitán Aubrey, creo que sabe perfectamente cómo gobernar un barco. Por favor, hábleme del paseo que dio con el doctor Falconer.
—No fue tan provechoso como esperaba. Cuando tomamos un atajo e intentamos pasar por encima de un montón de rocas negras, el doctor Falconer se cayó, se torció un tobillo y rompió el catalejo. No pudimos continuar ni regresar hasta que se le pasó el terrible dolor, así que nos quedamos sentados al sol sobre las rocas, hablando de volcanes y de la formación de estas islas, aparentemente a partir de una masa ígnea y en época reciente. Poco después decidimos comer y beber, pero comprobamos que a pesar de que teníamos varias bolsas para recoger especímenes, estuches para guardarlos y redes, nos dejamos la mochila donde teníamos la comida y las botellas. Entonces él me dijo que fuera hasta unos cocoteros que había cerca de la playa y trajera algunos cocos, y cuando regresé con las manos vacías, a pesar de los grandes esfuerzos que hice por subir aunque fuera al más oblicuo cocotero del bosquecillo, se exasperó.
»Pero con el tiempo recobró la ecuanimidad y me habló de la frecuente actividad volcánica que hay en esta región. Piensa que hay una íntima relación entre las erupciones, sobre todo las submarinas, y las enormes olas que han devastado tantas costas, han causado tantos naufragios y han provocado que miles de personas se ahogaran. Dice que le dio mucha rabia irse de Moahu sin haber subido al volcán que hay allí, pues esperaba establecer una relación entre sus intermitentes rugidos y el nivel del mar. Me contó que subió hasta la mitad de otro volcán mucho más importante y activo, uno de los muchos de las islas Sandwich, y habló mucho de la escoria, las cenizas, el polvo incandescente, las diversas formas de lava, la piedra pómez. Como recordará, el doctor Falconer tiene una voz muy fuerte, que lo parecía aún mas bajo el tórrido sol, y, además, allí había eco, así que no vimos ninguna ave, a excepción de dos alcatraces y una golondrina común a gran distancia. Sin embargo, durante el viaje de regreso, que fue lento, con frecuentes paradas y por lugares más agradables y sombreados, me pareció más interesante su conversación, que versó sobre la importancia de los volcanes en Polinesia. Se consideran principalmente dioses visibles y a menudo los pobres y las personas de clases bajas les ofrecen sacrificios con la esperanza de poder escapar a su destino y evitar que los malos espíritus que habitan en el cráter se coman poco a poco su alma.
—¡Ah, Stephen, estás aquí! —exclamó Jack y su expresión malhumorada se transformó en una sonriente—. Te he dejado media cafetera, pero estoy seguro de que necesitas otra porque te has quedado despierto hasta muy tarde. Tienes los ojos tan rojos como un hurón. ¡Killick, Killick! Otra cafetera para el doctor.
—Navegamos bastante rápido, ¿verdad? Sin duda, a muchos nudos. ¡Mira cómo se inclina la mesa!
—Vamos muy bien. Hemos desplegado todo el velamen que la fragata puede llevar extendido e incluso un poco más de lo que sería prudente, pero me dio tanta rabia que casi desaprovecháramos la marea por lo que hicieron ese atajo de malditos marineros de agua dulce, que estaba deseoso de respirar aire fresco. Prueba una de estas rodajas tostadas de fruta del árbol del pan. Van muy bien con el café. La hermana del jefe me mandó una red llena de frutas secas.
Se comió despacio una de las rodajas, se bebió el café y continuó:
—Pero eso no ha conseguido mejorar las cosas como yo tenía pensado, ¿sabes? Quizá mejoren dentro de poco, cuando tengamos el viento por la aleta.
Como había previsto, el viento llegó por la aleta cuando ya estaba avanzada la guardia de mañana. Entonces los marineros desplegaron las alas de la
Surprise
, y cuando les llamaron a comer ya la fragata navegaba a ocho nudos y tres brazas. Ahora había mucho aire fresco con el sabor a sal del rocío del mar y el sol brillaba.
Los oficiales que estaban en el alcázar miraban al capitán pasearse de un lado al otro innumerables veces, pero permanecían silenciosos allí, a babor, y los marineros que llevaban el timón y el suboficial que gobernaba la fragata, que estaba al lado, se ponían rígidos cuando él pasaba junto a ellos.
—Capitán Pullings, por favor, quiero hablar con usted —dijo después de haber recorrido una milla.
En la cabina, Pullings comentó:
—Me alegro de que me mandara venir, porque iba a pedirle que mañana, como es domingo, nos hiciera el honor de comer con nosotros en la cámara de oficiales.
—Eres muy amable, Tom —respondió, mirándole a los ojos—, pero debo declinar las invitaciones de los oficiales por el momento, aunque esto no tiene nada que ver contigo.
—Creo que la última vez no salió todo como hubiéramos deseado —dijo Pullings, moviendo la cabeza de un lado al otro.
—No, Tom —dijo Jack después de una larga pausa—. La fragata se está desmoronando. Cuando hay animadversión, una profunda animadversión entre los oficiales, un barco se desmorona aunque la tripulación sea como ésta. Lo he visto una y otra vez, y tú también.
—¡Oh, sí! —afirmó Tom.
—He pensado remediarlo, al menos hasta cierto punto, nombrando a Oakes teniente interino.
—¡Oh, no, señor! —exclamó Pullings, y la cara se le puso roja y la horrible cicatriz que la cruzaba, morada.
—Eso aumentaría el número de comensales en vuestra cámara y dificultaría decir groserías y comportarse rudamente. También le pondría en igualdad de condiciones con los oficiales, lo que impediría a los otros molestarle y, como consecuencia de esto, irritar a los marineros de su brigada. Además, él podría estar encargado de su propia guardia, por lo que sería independiente. Es un marino lo bastante bueno para navegar por alta mar.
—Sí, señor —dijo Pullings y luego, en un tono de voz apenas audible, añadió que no le gustaba hablar de nadie ni era un delator y finalmente agregó—: Pero eso significaría que la señora Oakes comería con nosotros.
—¡Por supuesto! Eso es parte de mi plan.
—Bueno, señor, algunos oficiales están enamorados de la señora Oakes.
—No me extraña que lo estén, pues ella es una joven muy agradable.
—No, señor. Quiero decir que están enamorados en serio, muy en serio, tan en serio que serían capaces de cortar el cuello a cualquiera,
—¡Oh! —exclamó Jack Aubrey, muy sorprendido—. Pero, sin duda, el significado de las últimas palabras no es literal.
—No, señor, esa es mi forma de hablar. Disculpe. Pero tan en serio que si ella se sentara a su mesa día tras día…
Después de un silencio, Jack dijo:
—El marido es el último en enterarse. Hablo de mí, como si estuviera casado con la fragata, ¿comprendes? ¡Cabrones! Estoy seguro que ella nunca dio motivos para eso. Bueno, Tom, gracias por decírmelo. Ahora veo las cosas desde un prisma diferente, sin duda. Y pasando a las torpes maniobras de esta mañana, quiero hablar con los oficiales que estaban encargados de ellas y con los pocos marineros que también se comportaron mal, pues hicieron su trabajo malhumorados, con desgana y negligentemente. Tienes que hacer una lista y yo me encargaré de hablarles. Este asunto será muy desagradable.
Entonces se acercó a la carta marina y midió la distancia que aún les faltaba por recorrer para llegar a Moahu.
—Tenemos que unirles antes que tengamos que entablar un combate —dijo—. ¿Quieres comer con el doctor y conmigo mañana, Tom? Quizás invite también a Martin y a los Oakes.
—Gracias, señor. Será un placer.
—También será un placer para mí. ¡Ah, Tom, dile a West y a Davidge que quiero verles.
Los dos esperaban que les llamasen. Jack les había encargado levar anclas porque él y Pullings tenían que terminar de tratar ciertos asuntos con Wainwright abajo, y cuando regresó a la cubierta vio que los marineros estaban haciendo torpemente una maniobra de todos los días. Pero ninguno de los dos esperaba encontrarse con tanta rabia ni con comentarios que iban más allá del tema.
—Les estoy hablando de su vida pública —dijo Jack—. Saben perfectamente bien que demostrar públicamente animadversión provoca la división y va en descrédito de un barco. También saben que los conflictos entre oficiales son públicos, pues los marineros que sirven la mesa cuentan todo a sus compañeros inmediatamente, así que afectan a todos los tripulantes aunque se traten de mantener bajo la cubierta, ya que cada oficial tiene a muchos seguidores entre los marineros de su brigada. Pero ustedes ni siquiera han intentado mantenerlos bajo la cubierta sino que se han tratado él uno al otro abiertamente de forma grosera y molestan a Oakes de una forma que provoca resentimiento en sus hombres, a los que él atiende muy bien. Obviamente, sus compañeros no son soplones, y no sabía cuál era su comportamiento en la cámara de oficiales, pero no podrán negar que durante las últimas semanas les he indicado muchas veces indirectamente y muchas también directamente que tenían un comportamiento tosco y grosero en la cubierta. Una consecuencia de la animadversión, la división y las disputas fue el deplorable espectáculo que vi al llegar a la cubierta: ustedes dos discutiendo como un par de verduleras y la fragata como si se celebrara en ella la feria de San Bartolomé. Y todo eso ocurrió en presencia del capitán del
Daisy
y sus tripulantes. Doy gracias a Dios porque no había ningún barco del rey cerca. ¡Imagínense que nos encontráramos en esta misma situación en una batalla! Otra consecuencia fue que desacreditaron la fragata cuando invitaron a comer a la señora Oakes y a su esposo. Los dos, tanto usted, West, como usted, Davidge, consiguieron que su mutua antipatía fuera evidente. No tuvieron ningún respeto por sus invitados en un acto que era esencialmente público. Por mi parte, he declinado la invitación del capitán Pullings para mañana.
—Yo estaba medio aturdido entonces, señor —dijo Davidge.
—Y seguramente presentó sus excusas a los Oakes al día siguiente, ¿verdad?
Davidge se puso rojo, pero no respondió.
—No tengo nada que decir acerca de sus desavenencias por razones personales, pero insisto en que mantengan las apariencias, como corresponde a los buenos oficiales, cuando estén en la cámara de oficiales y haya marineros presentes, pero también todo el tiempo que estén en cubierta. No digo nada acerca de mi informe al Almirantazgo, pero les prometo que a menos que compruebe que han prestado gran atención a mis palabras cuando hayamos resuelto el problema en Moahu, recogerán lo que han sembrado: les reemplazaré por dos ayudantes de oficial de derrota, y tenemos casi una veintena. Eso será lo adecuado.
Jack empezó a escribir:
Queridísima Sophie:
Un capitán digno de llevar ese nombre debe conocer muchas cosas de su barco: sus cualidades, sus provisiones, sus puntos débiles, etcétera. Además, observar diariamente a los tripulantes le permite apreciar sus conocimientos de náutica y su capacidad de luchar. Sin embargo, vive tan lejos de los oficiales y los marineros que a menos que los soplones le cuenten cosas, hay muchas que no sabe. Durante las últimas semanas he estado preocupado por la evidente animadversión que hay en la cámara de oficiales y la mala influencia que ello tiene en la disciplina. Tanto directa como indirectamente les había dicho que se trataran con más cortesía, pero no fue hasta esta mañana que Tom, muy turbado porque iba a hablar de sus compañeros, me reveló cuál era la causa de la animadversión. Pensaba que era el cansancio que produce una misión larga porque uno siempre ve las mismas caras, oye los mismos chistes, a veces ampliados con algún comentario jocoso que va demasiado lejos, pierde a las cartas o al ajedrez y tiene las mismas discusiones, pero la situación ha llegado a un extremo al que yo nunca debería haber permitido que llegara. Gran parte de la culpa es mía. Sin embargo, esta mañana, justo antes que mandara venir a los oficiales a la cabina para reprenderles por la horrible confusión con que se llevó a cabo la leva de anclas, Tom me dijo que ellos se odiaban a causa de la señora Oakes y que no sería conveniente nombrar a Oakes teniente interino porque con ella sentada a la mesa la rivalidad podría sobrepasar los límites.
Es vergonzoso que una mujer tan decente y recatada sea perseguida de esa manera y tenga que seguir comiendo en la inhóspita y solitaria camareta de guardiamarinas. Estoy seguro de que ella no les ha dado pie y de que nunca, ni con la naturalidad con que se suelen decir las cosa a bordo, dijo: «Por favor, desabrócheme este botón porque mis dedos están torpes» o «Espero que no piense que mi blusa tiene el escote demasiado bajo». Y en una vergonzosa comida que le ofrecieron los oficiales, con media docena de comensales mudos como peces, ella evitó valientemente que decayera la conversación. Admiro a las mujeres valientes. A propósito de eso, estaba equivocado con respecto a Stephen cuando dije que parecía estar muy interesado en ella. Ayer fueron a dar juntos un paseo por el campo y regresaron muy contentos, dándose muestras de afecto y con algunas flores raras y una bolsa con las aves e insectos de Stephen. Tengo pensado invitar a ella y a su esposo a comer mañana para celebrar el acontecimiento, pero no estoy seguro de que lo haga, pues me enfadé tanto al ver que los marineros hacían tan mal las maniobras esta mañana que no tengo muchos ánimos para tener invitados.