Clarissa Oakes, polizón a bordo (25 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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Continuaron avanzando, siguiendo el curso del río, y pasaron frente a tres o cuatro casas (hechas simplemente con una techumbre de hojas de palma sobre unos postes y el piso a cierta altura) bastante separadas una de otra y vacías, pues todo el mundo estaba en el mercado. A no mucha distancia podían verse otras casas medio ocultas tras las palmeras o las moreras, pero aquello no se podía considerar un pueblo. Puesto que el viento soplaba desde tierra, pronto dejaron atrás el ruido de la muchedumbre y siguieron caminando rodeados de un silencio que sólo alteraba el rítmico estruendo de las olas al chocar contra el arrecife. Cuando habían rodeado tres campos perfectamente sembrados de colocasia y caña de azúcar, vieron pasar una bandada de aves. Stephen se llevó la escopeta al hombro con un rápido movimiento, apuntó hacia una y la mató.

—Es un papagayo no descrito —dijo con satisfacción, poniéndolo en el morral.

Al oír el disparo una anciana salió de la última casa que estaba a la vista y se encontraba muy cerca del camino. Les saludó con voz ronca y tono amable y se acercó a ellos cojeando y descubriendo su marchito pecho. Les invitó con elocuentes gestos y todos atravesaron un terreno cubierto de hierba corta y espesa de color verde brillante hasta ponerse a la sombra de la casa. El piso elevado estaba cubierto por gruesas capas de esparto con pedazos de
tapa
por encima en algunos lugares, y sobre ellos se sentaron todos mientras murmuraban frases amables sin entenderse entre sí. La anciana les dio un pequeño pez desecado mirándoles significativamente y diciendo con énfasis Pootoo-pootoo. Clarissa la obsequió con un broche adornado en la punta con cristal azul, que pareció encantarle, y luego ellos dos se despidieron y se fueron, volviéndose de vez en cuando para decir adiós con la mano hasta que la casa se perdió de vista.

El camino, que seguía bordeando el caudaloso río, era ahora ascendente y atravesaba por entre campos poblados de moreras y plátanos. Los rayos del sol, que ya estaba cerca del cénit, eran muy intensos.

—¿No le parece que la tierra es más dura después de pisar la cubierta de un barco? —preguntó Clarissa después de un silencio, el primero desde que habían bajado de la fragata.

—Siempre pasa lo mismo —dijo Stephen—. Las calles de Dublín me parecen hechas con planchas de hierro cuando camino por ellas después de estar navegando un tiempo. Además, en una gran ciudad tengo que usar zapatos de piel y a veces incluso botas, que son más pesados que las zapatillas de bramante que normalmente uso a bordo, y a causa de eso y de la dureza del pavimento ya a mediodía estoy extenuado. Y me pongo de mal humor…

A unas diez yardas de distancia, en la copa de un joven sándalo, vio un coleóptero muy grande, de la familia de los lucánidos, que empezaba el proceso de sacar las alas de la capa que las cubría para extenderlas. Dentro de un momento se elevaría en el aire. A Stephen le llamaban poco la atención los insectos, y aún menos los lucánidos, pero le interesaban mucho a su amigo sir Joseph Blaine, que estaba más orgulloso de ser el presidente de la Sociedad de Entomología que de ser el jefe del Servicio secreto naval, y Stephen sentía un gran afecto por él. Soltó la escopeta y corrió velozmente hacia el sándalo. Cuando casi lo había alcanzado, el insecto inició su majestuoso vuelo, con el cuerpo casi vertical. No podía ganar altura porque el viento soplaba hacia la base de la colina, desde el bosque hacia el mar, y siguió volando en dirección a los árboles, manteniéndose entre seis y ocho pies del suelo. Stephen apenas podía seguirlo aunque corría tan rápido como le era posible, y cuando aún no había recorrido cincuenta yardas, la inexperta criatura tropezó con una larga rama y cayó al suelo.

Cuando regresó con su presa, encontró a Clarissa sentada a la sombra de un árbol del pan y con los píes metidos en el río.

—He encontrado algo mucho mejor —dijo, señalando hacia arriba.

Allí, donde el tronco del árbol se dividía en las cuatro principales ramas, había una imposible cascada de orquídeas de tres tipos diferentes, unas de color marrón anaranjado, otras blancas con el centro dorado y otras de un intenso color rojo.

—En esto es en lo que pensaba cuando hablaba de llegar a lugares lejanos. Por mí pueden quedarse con los leones y los tigres.

Miró a su alrededor unos momentos y luego dijo:

—¡Qué contenta estoy! ¿Se puede comer la fruta del árbol del pan?

—Creo que hay que cocinarla —respondió Stephen—. Me han dicho que cuando se cocina adecuadamente se puede comer como vegetal o como postre. ¿Piensa que debemos imitar a los marineros y comer al mediodía?

—Eso me haría más feliz aún. Desde hace media hora tengo un hambre de lobo. Además, siempre como a mediodía, pues Oakes no es más que un guardiamarina, ¿sabe?

—Tanto mejor. Ahora es mediodía y el sol está sobre nuestras cabezas y este árbol, que es como una sombrilla, gracias a Dios, nos da apenas la sombra justa. Vamos a ver lo que Killick nos ha preparado.

Abrió el otro lado del morral, sacó una botella de vino, dos jarras de plata, varios sándwiches de carne de cerdo asada envueltos en servilletas, dos pedazos de pudín de pasas frío y fruta. Los dos estaban muy hambrientos a pesar del calor y comieron rápido y bebieron el jerez con el agua del río. Aunque no conversaron mucho hasta que comieron la fruta, lo hicieron amigablemente. Cuando la última cáscara de plátano se alejaba río abajo flotando y ellos se sirvieron y bebieron todo el vino, Clarissa reprimió un bostezo y dijo:

—Después de tanta alegría y tanta excitación, ahora tengo un sueño horrible. ¿Me disculpa si me tumbo en esa parte donde hay más sombra?

—¡Por supuesto, amiga mía! —dijo Stephen—. Voy a recoger algunas plantas por la orilla del río hasta los juncales que están justo antes de esos altos árboles. Aquí tiene mi escopeta. ¿Sabe cómo usarla?

Ella miró a Stephen como si estuviera haciendo una broma de mal gusto, haciéndole recordar de nuevo a Medea, y entonces bajó la vista y exclamó:

—¡Oh, sí!

—El cañón de la derecha está cargado con pólvora, pero sin munición, y el de la izquierda tiene ambas cosas. Al más mínimo indicio de peligro, dispare con el gatillo que está delante y vendré enseguida. Pero si oye pasos que se acercan podrían ser del señor Martin y del cirujano del ballenero. Es posible que vengan a reunirse con nosotros.

—Lo dudo —dijo la señora Oakes.

Stephen Maturin se tumbó sobre la rama de árbol desde donde se abarcaban con la vista los juncales y una serie de pequeñas lagunas rodeadas de barro que se encontraban más allá.

—Sin duda, existen los perfectos estúpidos —dijo cuando pasaron de izquierda a derecha, a unas quince yardas de allí, dos bandadas de aves, una de fúlicas de color morado y violeta y una de zancudas de una especie desconocida que tenían un collar marrón y de otras especies raras, las aves más grandes caminando majestuosamente y las más pequeñas, como los chorlitos anillados, corriendo entre sus patas.

Luego volvieron a pasar hacia el otro lado y Stephen dijo:

—Y, sin duda, existen los hombres demasiado complacientes. Esa mujer ni siquiera me dio las gracias por la escopeta.

Sabía que en los últimos momentos de la conversación el tono había cambiado. No tenía duda de que había dicho algo inadecuado, pero estaba tan poco dotado de perspicacia para precisar qué era, como ella, por no ser naturalista, para comprender que él había renunciado a tanto: pasar irremplazables horas recorriendo una isla virgen que no iba a volver a ver y que estaba llena de formas de vida desconocidas. Pero cuando bajaba pensó que la comparación no era acertada.

Cuando regresó al árbol de la fruta, con un respetable conjunto de ejemplares de plantas pero ninguna ave, naturalmente, porque no tenía escopeta, comprobó que su estado de ánimo no había cambiado mucho. Ella había dormido sin que nada la molestara, le dio las gracias y dijo que esperaba que hubiera encontrado todo lo que esperaba. Ella no se mostró hostil ni ofendida, pero Stephen comprendió que antes y durante la comida su estado de ánimo había llegado al mayor grado de exaltación y ahora se producía la habitual reacción, que se sumaba a la fatiga. También se dio cuenta de que tenía ampollas en un talón, así que, obviamente, no sería posible hacerla llegar hasta el bosque. Con el fin de restablecer el tono anterior, le habló del triunfo de las niñas. Le contó que el capitán Aubrey había reprendido al carnicero y le había ordenado echar pedazos de colocasia sobre el grano y en los desperdicios de comida que daba a los cerdos. Añadió que enseguida los animales habían empezado a dar gritos de alegría y que su categoría había cambiado, pues ahora se los consideraba ovejas y estaban a cargo de Jemmy Ducks.

—Sarah y Emily se comportaron de una forma extraordinaria —agregó Stephen—, y con una discreción propia de personas de más edad. Procuraron no mostrar una actitud triunfante delante del carnicero ni herir sus sentimientos de ninguna manera.

—Son unas criaturas encantadoras y las quiero mucho a pesar de que me han cogido manía y eso me duele mucho —dijo Clarissa.

Una bandada de incautos papagayos de diversos tipos pasaron volando a tiro de escopeta y Stephen escogió dos, los mató de un disparo y regresó con ellos. Después que ella contempló con admiración su plumaje, continuó:

—¡Detesto tanto no agradar a los demás! Eso me recuerda al pobre Reade. ¿Cómo se encuentra?

—Está tan bien y tan activo que me parece que se levantará demasiado pronto. He ordenado a Padeen que le amarre al coy si no obedece.

—¡Cuánto me alegro! ¡Éramos tan buenos amigos antes! ¿Cree que podrá hacer carrera en la Armada? Espero que sí, porque le parece lo mejor del mundo.

—No lo dudo. Tiene una honorable herida, excelentes conexiones y una estupenda recomendación de su capitán. Si no le matan antes, llegará a ser almirante.

—¿Y los otros oficiales?

—Al capitán Pullings, casi con toda certeza, le nombrarán capitán de navío cuando lleguemos a Inglaterra.

—¿Cree que West y Davidge serán rehabilitados?

—Respecto a eso no tengo elementos de juicio, pero me temo que no. Hay en tierra montones de oficiales de marina que han padecido fracasos, muchos de ellos valientes y expertos marinos.

—El capitán Aubrey fue rehabilitado.

—El capitán Aubrey, aparte de sus cualidades para la guerra, es un hombre rico, tiene amigos influyentes y un sólido escaño en el Parlamento.

Clarissa se quedó pensativa unos momentos y luego, con una expresión y un tono completamente diferentes, dijo:

—¡Qué agradable es estar sentada a la sombra, sin demasiado calor, bajo estas magníficas flores y junto a un hombre que no la importuna a una con preguntas ni le solicita favores.
Usted
no pensará que trato de pescarle porque le pregunte si todavía se me nota mucho el ojo morado, ¿verdad? Como no tengo ningún espejo decente a bordo, no puedo saberlo.

—Ya no se le puede llamar un ojo morado —dijo Stephen.

Clarissa se tocó el ojo suavemente y continuó:

—Me importan un bledo los hombres como hombres, pero todavía me gusta tener un aspecto agradable o al menos pasable. Como le dije antes, detesto no agradar a los demás, y la fealdad y el desagrado parecen ir juntos… Una vez alguien me habló del origen de las niñas, pero de una manera confusa. Creo que no son aborígenes de Australia, ¿verdad?

—No, no lo son. Proceden de Melanesia, de la isla Sweeting, un lugar muy lejano. Son las últimas supervivientes de una comunidad aniquilada por la varicela. Las recogimos porque parecía improbable que pudieran sobrevivir estando solas.

—¿Qué ocurrirá con ellas?

—No sé. No pudieron soportar quedarse en un orfanato en Sidney y mi plan actual es llevarlas a Londres al hostal de mi amiga la señora Broad, confortable y siempre cálido, situado en el distrito de Savoy. Allí tengo alquilada una habitación todo el año. La señora Broad es una mujer amable y tiene en su casa a varias sobrinas y primos jóvenes. Quiero que Sarah y Emily vivan con ella hasta que yo pueda encontrar una solución mejor.

Clarissa vaciló un momento, luego empezó a hablar dos veces y se interrumpió y finalmente dijo:

—Quisiera que la señora Broad las mantenga a salvo al menos hasta que sepan lo que hacen, para evitar que abusen de ellas. Y ojalá que no hayan abusado de ellas ya, pues son unas inocentes criaturas.

—Todavía son muy pequeñas, ¿sabe?

—Yo era aún más pequeña…

Una paloma se posó en la otra orilla del río y tomó mucha agua.

—Como usted es médico, seguramente ha visto familias en las que ha habido incesto.

—A menudo.

—Pero quizás incesto es una palabra demasiado fuerte para indicar lo que me pasó a mí, pues mi tutor tenía un lejano parentesco conmigo. Fui a vivir con él cuando era más o menos como Emily. Vivía en un lugar aislado, en una casa enorme y bastante agradable, con un parque y un lago. Creo que en tiempo de su padre había ciervos en el parque, pero él vivía encerrado en la casa y pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca, sin prestar atención a los cazadores furtivos ni hacer ningún tipo de actividad en el exterior. Era tímido, amable, y nervioso. Era alto y delgado y a mí me parecía muy viejo, pero no podía serlo porque su sobrina Frances, la hija de su hermana mayor, sólo era un poco mayor que yo. Pero los sirvientes sí eran muy viejos. Deben de haber estado allí desde el tiempo de sus padres. Era un hombre instruido y era un maestro muy amable, bueno y paciente. Le tenía verdadero afecto a pesar de… No me gustaba mucho Frances, pero como no tenía más compañeros de juego, las dos jugábamos juntas y corríamos por el jardín y el parque. Estábamos celosas la una de la otra y nos disputábamos su atención, lo que favorecía mucho el aprovechamiento de las lecciones. Mi tutor… bueno, le llamaba primo Edward, nos enseñaba a leer y a escribir en inglés y latín, y una serie de desafortunadas institutrices francesas nos enseñaban las demás cosas. Nunca se quedaban porque decían que aquel lugar era muy aislado, y es cierto que los caminos eran tan estrechos y profundos que ningún coche podía pasar de la iglesia en invierno, salvo cuando se formaba una gruesa capa de hielo. Pero, después de todo, no estábamos tan aislados. Venían comerciantes, lo que era siempre un acontecimiento, y venía gente para visitar a tía Cheyney la anciana que vivía en el piso de arriba y nunca salía de su habitación por temor a coger un resfriado. En verano, casi todas las semanas, venía la señora Bellingham desde la diócesis del obispo Thornton, y cuando los caminos estaban demasiado llenos de barro venía a caballo cruzando el campo. Ella y la tía Cheyney nos enseñaron cómo entrar en una habitación correctamente, cómo salir cerrando la puerta tras nosotras y cómo sentarnos y permanecer en silencio y cómo hacer reverencias. También venían otras personas, aunque a mi tutor le desagradaban mucho las visitas. Antes dije la expresión
a pesar de
y no sé cómo explicarle a qué me refería sin ser grosera. Jugábamos a varios juegos. El primo Edward jugaba con nosotras al ajedrez y el chaquete y también al volante en el vestíbulo. Además, jugábamos con las luces apagadas y las cortinas cerradas al que llamábamos «juego en la oscuridad», un juego parecido al escondite en que él unas veces cogía a una y otras a la otra y fingía comernos mientras nosotras gritábamos. Pero después de un tiempo el juego cambió. Él siguió siendo muy tierno y casi nunca me hizo daño, y aparentemente pensaba que aunque el juego era de carácter íntimo no tenía mucha importancia. Francés y yo nunca hablamos de eso, pero cuando fuimos al colegio en Winchester… ¿Conoce Winchester?

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