Habló con bastante calma, pero Stephen notó que tenía una gran agitación.
—El capitán Aubrey acaba de hacerme una oferta muy generosa —dijo—, me ha ofrecido dos beneficios eclesiásticos que ha recibido en herencia. Sé que le habló del asunto, pero como tal vez haya olvidado los detalles, los he traído —añadió, entregándole los papeles—. Como él mismo dijo, desde el punto de vista material, ninguno es deseable, pero quizá los dos combinados, con un coadjutor que se encargue del más pequeño, serían bastante rentables. Por otra parte, añadió que tal vez yo preferiría esperar por Yarell, cuyo titular, un anciano de más de setenta años y muy enfermo, vive en Bath. En esta hoja están los datos de Yarell. Finalmente me dijo muy amablemente que lo pensara todo el tiempo que quisiera, y eso he estado haciendo desde entonces, pero todavía estoy indeciso. Al principio me gustó la idea de estar en Yarell, pues eso me permitiría cumplir con mi deber y mantener a mi familia perfectamente y en el futuro inmediato dedicar algunos años más a deleitarme vagando por el mundo. Tengo que admitir que Fenny Horkell, que incluye media milla de las dos riberas del Test, era muy tentador. Pero como me opongo totalmente a un cargo sin residencia, no puedo encargarme al mismo tiempo del lejano Up Hellions, y sin Up Hellions, Fenny no proporcionaría a un pastor lo suficiente para mantenerse. La gran mansión del pastor la construyó hace cuarenta años un eclesiástico que tenía muchos recursos económicos propios.
—
Il faut que le prêtre vive de l'autel
,dicen los franceses —comentó Stephen.
Entonces recordó que, cuando se conocieron, Martin hubiera estado radiante de alegría si hubiese tenido la posibilidad de ocupar un beneficio eclesiástico de cualquier tipo y con una renta mucho más modesta que la de Up Hellions o incluso Fenny, pero la verdad era que entonces aún estaba soltero.
—Eso es muy cierto —dijo Martin—. Así que estaba muy contento pensando en Yarell cuando se me ocurrió que aunque, sin duda, el motivo principal del capitán Aubrey era hacerme un favor, y le admiro por ello, también podría tener otro, el deseo de dejarme en tierra, de deshacerse de mí. Desde hace algún tiempo he notado que al capitán no le gusta mucho mi presencia y, desgraciadamente, en la cámara de oficiales he empezado a comprender lo que significa estar encerrado en un lugar con alguien que no le soporta a uno durante meses y meses, viéndole todos los días por un tiempo indefinido. Por eso me parece que debería aceptar Up Hellions y quitarme del medio tan pronto como termine este viaje. ¿No está de acuerdo? Además, debería añadir que el capitán mencionó Yarell de pasada, como si se hubiera acordado a última hora.
—¿Que si estoy de acuerdo? No. Esas premisas son erróneas y, por tanto, también lo es la conclusión. En primer lugar, aceptar Yarell nole permitirá pasar varios años más navegando y viendo lo que es un deleite para los naturalistas, pues cuando, Dios mediante, regresemos a Inglaterra, la
Surprise
será retirada y el capitán Aubrey estará condenado a hacer la guerra a bordo de un navío de línea, tanto encargado de un bloqueo como de una escuadra. No volverá a navegar tranquilamente de un lado a otro ni llegará a remotas playas de extraños lugares y costas desconocidas. En segundo lugar, el capitán Aubrey nole tiene antipatía. El hecho de que usted sea un eclesiástico le hace reprimirse ante ciertas cosas, sin duda, pero no le tiene antipatía. En tercer lugar, se equivoca al pensar que le habló de Yarell porque se le ocurrió a última hora, ya que ese fue el primer beneficio del que me habló, así que lo tenía en primer lugar en la mente. Y a menos que en su iglesia haya alguna regla en contra, no veo por qué el capitán, que es tan generoso, no se lo va a ofrecer cuando se quede vacante. Bueno, no debería dar vueltas a esos aspectos sino analizar otra vez el asunto sobre una base más amplia. Y le ruego que no suponga, como muchos hombres buenos, que lo que es deseable es malo. —Entonces, en un paréntesis, pensó: «Clarissa Harvill es deseable», pero alzando la voz, en tono conversacional, dijo—: Veo que tiene los documentos con los detalles doblados dentro del
De Lue Venerea
, de Astruc.
—Sí —dijo Martin, que también atendía a algunos pacientes en privado, pues a algunos marineros (en esta ocasión el contramaestre) les daba vergüenza consultar a Stephen—. Hay un caso que me tiene desconcertado. Hunter describe dos enfermedades que, según él, son esencialmente iguales y las causa el mismo virus. Astruc lo niega. Y he notado síntomas que no son propios de ninguna.
Hablaron durante un rato de la dificultad de hacer un diagnóstico precoz, y cuando se preparaban para la ronda de la noche, Stephen dijo:
—En ocasiones es aún más difícil en los casos en que hay infección residual, especialmente en las mujeres. Por ejemplo, a algunos eminentes médicos les ha desorientado el flujo blanco. Nadamos en la ignorancia. Si las enfermedades no tienen características evidentes y muy bien definidas, son difíciles de detectar, y cuando las detectamos, realmente podemos hacer muy poco. Aparte de los cuidados generales, nuestro único recurso es el mercurio en sus diversos compuestos, y a veces el remedio es peor que la enfermedad. Piense en el efecto que produce el sublimado corrosivo cuando está en manos inexpertas.
El jueves era el aniversario de la botadura de la fragata y el capitán se encargó de la guardia de tarde. Eso permitió a todos los oficiales sentarse juntos a la mesa, y Stephen, que no comía con ellos desde hacía días, ocupó su habitual asiento, con Padeen detrás. Conocía bien aquel asiento y también aquellas caras, pero aquella atmósfera no la había visto nunca antes y enseguida comprendió a qué se refería Martin cuando había dicho que era desagradable estar encerrado en un barco con alguien que uno no podía soportar. Era evidente que West y Davidge se llevaban mal. Adams, el marino más viejo y el de más antigüedad en la Armada de todos los presentes, sentado en el puesto del contador, en la cabecera, y Martin, que estaba frente a Stephen, hacían todo lo posible por suavizar las cosas, y los tenientes eran lo bastante bien educados para comportarse con cortesía en general. Pero la comida, como acto conmemorativo, fue un fracaso. En un momento dado, Stephen, casi sin pensarlo, dijo a los apáticos comensales:
—Creo que estamos cruzando el océano por una ruta que pasa cerca de las islas Fidji. Tengo muchas esperanzas de ver las islas Fidji.
—¡Oh, sí! —exclamó Martin, reaccionando después de un breve silencio—. Owen, que pasó algún tiempo allí, me ha dicho que rinden culto a un dios enorme llamado Denghy que tiene forma de serpiente y una barriga tan grande como el aro de un tonel; sin embargo, como el dios no presta mucha atención a los humanos, generalmente ellos veneran a otros dioses locales mucho más pequeños. Parece que hacen muchos sacrificios humanos.
—Son muy crueles —dijo Adams—. Son los peores caníbales del Pacífico Sur y matan a los enfermos y a los ancianos. Además, cuando botan una de sus pesadas canoas, usan hombres atados de pies y manos como rodillos de botadura. Pero hay que admitir que construyen con maestría sus típicos barcos y que son bastante buenos marinos.
—Un hombre puede ser un marino bastante bueno y un perfecto estúpido —observó Davidge.
—Sí, son caníbales —dijo Stephen—. Y he leído que en la isla principal crece el
Solanum anthropophagorum
, que cocinan con su carne favorita para hacerla más tierna. Tengo muchas ganas de ver las islas Fidji.
Ese día Stephen comió en la cámara de oficiales, pero cenó en la cabina. Jack y él comieron con voracidad un guiso de carne con vegetales, especias y galletas trituradas.
—Dejé a mis compañeros discutiendo qué debían brindar a los señores Oakes cuando les inviten a comer —dijo—. Martin estaba seguro de que habría cerdos en las islas Fidji y decía que a la señora Oakes le gusta el cerdo asado, pero todos los marinos afirmaron que el viento no nos llevaría tan lejos. ¿Eso es verdad, amigo mío?
—Así es. A menudo los vientos alisios amainan antes de los veinte grados sur. Incluso ahora puede notarse que han perdido la estabilidad y la gran fuerza que tenían. Los oficiales han sido muy negligentes, porque debían haberles invitado mucho antes. Si lo hubieran hecho antes que se les murieran todas las ovejas, no dirían tonterías sobre los cerdos de Fidji.
—Sobrevino una plaga muy rara, te lo aseguro. Pero dime, Jack, ¿es posible que pase por las islas Fidji y no pueda verlas? Están justamente en esta ruta.
—Stephen —dijo Jack—, no puedo controlar el viento, ¿sabes? Pero te prometo que haré todo lo posible por complacerte. Anímate tomando otra taza.
Ahora estaban tomando café y detrás tomaron una copa de coñac. Luego sacaron las partituras y los atriles, graduaron cuidadosamente las luces, afinaron sus instrumentos e interpretaron con pasión el concierto en do mayor de Bocherini, seguido de uno de Corelli que conocían tan bien que no necesitaban la partitura.
Las campanadas iban sucediéndose y ellos seguían tocando y disfrutando mucho de la música. Justo después del cambio de guardia, Jack dejó a un lado el arco del violín y dijo:
—Eso fue delicioso. ¿Notaste la parada doble que hice al final?
—¡Por supuesto que la noté! Tartini no podría haberlo hecho mejor. Pero me parece que ahora me voy a acostar. Me está entrando sueño.
Stephen Maturin valoraba el sueño y trataba de aprovecharlo, generalmente en vano desde que había dejado el láudano. Jack Aubrey no le daba más valor que el aire que respiraba y lo conciliaba tan rápido que apenas su coy se había mecido tres veces ya estaba fuera del mundo sensible. Las primeras veces que el coy de Stephen se meció parecían prometedoras, realmente prometedoras; los versos que recitaba interiormente los empezaba a repetir ahora de forma mecánica y eran cada vez más confusos; perdía la conciencia a ratos…
Pero entonces, en la cabina contigua, empezaron a oírse los familiares ronquidos, fuertes y desvergonzados ronquidos que se interrumpían solamente en el momento del espantoso clímax. Stephen se introdujo más profundamente en los oídos los tapones de cera, pero eso no le sirvió de nada, pues una barrera que tuviera el triple de grosor no hubiera impedido que pasara el ruido. Además, la rabia y un agradable letargo no podían coexistir dentro de una persona. Cuando eso ocurría (y ocurría con frecuencia), por lo general Stephen bajaba a la cabina que oficialmente le correspondía como cirujano, pero esa noche no tenía ganas de estar en la cámara de oficiales y era improbable que conciliara el sueño antes de la guardia de media, así que se puso la camisa y los calzones y subió a la cubierta.
La noche era oscura. La luna se había ocultado y aunque entre las altas nubes se veían bastantes estrellas e incluso el enorme Júpiter, la luz más brillante era la de la bitácora. El cálido viento todavía llegaba por la aleta y, a pesar de que había amainado, todavía era favorable para alcanzar las islas Fidji, y la fragata, cabeceando y balanceándose suavemente, se aproximaba a ellas navegando a unos cinco nudos. Antes de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, empezó a caminar en dirección a la popa y casi inmediatamente tropezó con un rollo de cabos.
—Permítame echarle una mano, señor —dijo Oakes, a quien no podía ver.
Oakes le enderezó, le aconsejó que tuviera cuidado con el «maldito motón» y le condujo hasta su lugar habitual, junto al coronamiento, entonces anunció:
—Clarissa, tienes compañía.
—Me alegro mucho —dijo Clarissa—. Billy, por favor, tráele una silla al doctor.
Stephen solía apoyarse en el coronamiento para contemplar las aves que seguían la fragata, especialmente en las altas latitudes del sur, o para observar la hipnótica estela. Rara vez se había sentado junto a él de cara a la proa, y durante unos minutos se quedó contemplando las altas y blancas gavias, que subían y subían hacia el cielo en medio de la noche. La fragata atravesaba las olas con un susurro; las apagadas voces de los marineros, que conversaban bajo el saltillo del alcázar, llegaban hasta la popa; y cualquiera que escuchara con atención podría oír fácilmente el sonido que acompañaba el sueño del capitán Aubrey.
—Doctor Maturin —dijo Clarissa—, espero que no haya pensado que me refería a Sarah y Emily cuando hablé con rabia de los niños el lunes. Las niñas son muy, muy buenas y las quiero mucho.
—¡Oh, no! —exclamó Stephen—. Nunca se me ocurrió que estaba ofendiéndolas. En general, no me gustan mucho los niños, pero si mi propia hija… porque tengo una hija, señora… si mi propia hija, cuando crezca, es tan amable, afectuosa, inteligente y vivaracha como ellas dos, bendeciré mi suerte.
—Estoy segura de que lo será —dijo Clarissa—. En realidad, hablaba de los niños que no han recibido buenas enseñanzas en casa. Y cuando los padres, por ser ricos o descuidados, consienten a los niños y les dejan guiarse por sus propios impulsos, los niños casi siempre se convierten en bárbaros. Son gritones, egoístas, crueles, fríos, celosos y tontos. Además, hablan sin parar, y si les faltan palabras, simplemente chillan. Con la práctica, pueden llegar a alzar muchísimo la voz. Son la peor compañía del mundo. Pero más que los niños que se comportan con naturalidad me molestan los que tienen un comportamiento afectado, por ejemplo, esas niñas rechonchas y estúpidas de siete u ocho años que saltan con dificultad de un lado a otro sacudiendo las manos delante del cuerpo, como si fueran ardillitas o conejitos, y hablan con voz de niñas muy pequeñas. Todos los niños que había en Nueva Gales del Sur eran bárbaros.
Durante el lento avance hacia las islas Fidji, debido a que el viento amainaba, hubo algunas conversaciones nocturnas más, pues Stephen evitaba ir a la cámara de oficiales, donde la animadversión parecía haberse propagado. Pero pocas fueron tan reveladoras como la primera, pues la señora Oakes, como estaba tan deseosa de agradar, se mostraba conforme con todas las opiniones y las reforzaba. En ocasiones eso conducía a una extraña situación, como aquella en que Stephen y Davidge tuvieron una disputa sobre los méritos que tenían la música, la poesía, la arquitectura y la pintura de la época clásica y de la época romántica (a menudo acudían allí otros oficiales, anticipándose a Stephen) y ella llegó a estar de acuerdo con los dos.
Pero había momentos en los que Stephen estaba solo con la joven, y ella hablaba como al principio. Por cierto contexto que Stephen podía recordar ahora, en uno de esos momentos expresó el desagrado que le causaban los interrogatorios.