Los oficiales opinaban lo mismo. También ellos estaban bajo su mando cuando la fragata había navegado con patente de corso, y puesto que en aquella época no iba a bordo ningún guardiamarina se habían acostumbrado a subir a lo alto de la jarcia como si aún fueran cadetes; sin embargo, en los últimos meses se habían vuelto flojos y ahora Jack les trataba con dureza y con una voz que a ellos les parecía terrible les decía cosas como: «Señor West, ¿le gustaría que le subieran el coy?» o «Señor Davidge, por favor, suba otra vez a la cofa del trinquete porque la última vigota de estribor no está como debería».
El mal tiempo trajo consigo, como siempre, un montón de heridas, y la enfermería se llenó con numerosos casos de esguinces, costillas rotas y huesos partidos y un caso de hernia, que junto con las quemaduras que solían producirse cuando la fragata daba bandazos y los marineros caían sobre los hornillos de la cocina los días en que era posible encenderlos, mantenía ocupados a Stephen, Martin y Padeen y permitió añadir algunos puntos interesantes al tratado de Basra.
Las niñas de Stephen, Sarah y Emily eran muy útiles en un período como ese, pues ni las cosas más horribles de una enfermería les molestaban o les sorprendían. Les habían enseñado a disecar y a mantener limpios los corrales de Jemmy Ducks y ni en la remota isla de Melanesia donde vivían ni a bordo de la
Surprise
las habían tratado con mimo y delicadeza. Ahora llevaban y traían cosas, además de acompañar y consolar a los marineros enfermos y les daban más información sobre el mundo exterior que la que podían sacarle a los médicos. Hablaban a los marineros del castillo en el lenguaje de los marineros («El capitán mandó quitar la vela de estay del mayor cuando sonó una campanada, pero dice que pronto el maldito viento va a virar más al este, así que habrá que poner jaretas y añadir un condenado tomador»), con un marcado acento de la región occidental de Inglaterra, y a Stephen y a Martin en el de los oficiales:
—Señor, dice Jemmy Ducks que va a pedir al viejo Chuck…
Entonces William Lamb, un artillero, preguntó:
—¿Qué modales son esos, Sarah?
Pero ella continuó:
—…va a pedir al señor Bulkeley, el contramaestre, que ponga cuarteles a las escotillas porque la proa está inundada y teme por las gallinas que están empollando.
—
¿Poner cuarteles?
—preguntó Martin—. He oído muchas veces esa expresión y también
cadena interior y arrastrar a sotavento
, pero nunca he llegado a comprender realmente qué significan. Tal vez usted podría explicármelo, señor.
—¡Por supuesto! —exclamó Stephen.
Los marinos no pronunciaron palabra y su expresión impasible no dejó traslucir nada. Sólo dos de ellos cambiaron una furtiva mirada.
—¡Por supuesto! Pero en este caso una imagen vale más que mil palabras, así que vamos arriba a buscar papel y tinta. Apenas habían llegado a la puerta, seguidos por Padeen, cuando se oyeron gritos en el pasillo que llevaba a la escala. Enseguida bajaron a Reade chorreando sangre. Al ser derribado por un motón desprendido, había caído sobre un pasador que llevaba en la mano, que se le había clavado entre las costillas, y estaba medio inconsciente por el dolor.
—Mantenlo así y siéntale en el escalón —ordenó Stephen a Bonden, que cargaba al muchacho—. Padeen, lleva dos baúles y un farol grande a su cabina ahora mismo.
Amarraron uno al otro los dos baúles para formar una mesa, y encima, sobre un ala de repuesto, pusieron a Reade boca arriba. Tenía la boca crispada y la respiración débil y rápida. El cirujano le observó bajo la fuerte luz y al limpiarle la sangre pudo notar el pasador en la herida y cómo crujían los huesos.
—Esto será doloroso —dijo Stephen—. Voy a buscar el opio.
Bajó corriendo, cogió el láudano que tenía encerrado bajo llave, echó una dosis bastante grande en un vial, cogió algunos instrumentos y regresó. Al llegar ordenó a Padeen:
—Trae la larga sonda de marfil y dos pares de retractores.
Tan pronto como Padeen se fue, levantó la cabeza del muchacho y le echó toda la dosis en la boca. A pesar de la fortaleza de Reade, las lágrimas le corrían por las mejillas.
Jack Aubrey apareció en la puerta, y Stephen dijo:
—Vuelve dentro de media hora.
En media hora el dolor aumentó y disminuyó alternativamente, llegando al punto máximo justo antes de que Stephen le sacara una astilla que le oprimía un nervio torácico. Ahora Reade estaba pálido, inerte y bañado en sudor.
—Ya pasó lo peor, amigo mío —le susurró al oído Stephen—. No he tenido nunca un paciente más valiente.
Entonces se volvió hacia la puerta, donde estaba Jack.
—Se salvará, si Dios quiere.
—Me alegra mucho saberlo —dijo Jack—. Volveré a visitarle cuando suenen las ocho campanadas.
Cuando sonaron las ocho campanadas Reade estaba sin conocimiento. Stephen oyó los pasos de Jack y después de decir algunas frases en voz baja, Jack añadió:
—La señora Oakes pregunta si te gustaría que ella le cuidara esta noche.
—Primero quiero ver cómo evoluciona.
—Sí, está bien —dijo Jack.
—¿Sería posible acostarle en un catre en vez de un coy y que dos hombres fuertes le cambiaran?
—De inmediato.
Colocaron el catre, y Bonden y Davies, con sumo cuidado, tratando de contrarrestar el balanceo producido por el mar, cargaron al muchacho en la tensa vela, le bajaron hasta el catre tan delicadamente que ni siquiera se movió y luego salieron silenciosamente.
Stephen volvió a sentarse y reflexionó sobre cosas muy variadas. Pensó primero en la presencia de un sistema olfatorio muy desarrollado en los albatros y, paradójicamente, en la ausencia del mismo en los buitres; pensó también en el movimiento de la fragata, que ahora era menos violento, y en la situación en la cámara de oficiales. Cuando sonaron las dos campanadas, Reade, con la característica voz de alguien medio dormido, dijo:
—Dudo que estemos navegando a más de ocho nudos ahora.
—Escucha, amigo mío —dijo Stephen—, ¿te gustaría que la señora Oakes se sentara a tu lado un rato? La señora Oakes.
—¡Ah, ella! —exclamó Reade e hizo una larga pausa.
—…entran y salen por esa puerta como por la de un burdel. Les veo desde aquí… —añadió, y luego volvió la cabeza y perdió el conocimiento de nuevo.
Cuando Jack regresó, Stephen le dijo que todavía era necesario que al paciente le cuidara un médico, que Martin le relevaría en menos de una hora y que al día siguiente, si era posible, le bajarían para que estuviera atendido constantemente.
—No hay duda de que el temporal ha amainado —dijo Stephen, entrando en la cabina iluminada por la lámpara—. Ahora hay la mitad de ruido y subí la escala casi sin tambalearme.
—El viento ha perdido intensidad poco a poco —dijo Jack—. Y después del último aguacero… ¡Dios mío, qué fuerte llovió! El agua rebotaba en la cubierta hasta la altura de la cintura y salía por los imbornales de sotavento como de un carro de bomberos. Si no hubiéramos puesto pronto los cuarteles en las escotillas, tu coy estaría empapado. Después del último aguacero, el cielo se despejó. Pero, dime, ¿cómo está el chico?
—Está profundamente dormido y roncando. La herida no fue grave, pues la pleura está intacta, y la extracción del pasador no fue muy difícil; sin embargo, una astilla de la costilla le oprimía un nervio y sacársela fue una operación muy delicada. Ahora que ya está fuera, debe sentirse mejor, y a menos que contraiga una infección, lo que es muy raro en la mar, le veremos andar de un lado a otro dentro de muy poco tiempo. Los jóvenes tienen una gran resistencia.
—Me alegra saberlo. Y supongo que a ti te alegrará saber que sabemos dónde estamos. Tom y yo pudimos hacer dos estupendas mediciones lunares, una con referencia a Marte y la otra con referencia Fomalhaut. Si el viento no hubiera rolado un poco al noroeste, habríamos podido llegar a las islas Tonga mañana.
—No irás a decirme, por amor de Dios, que has estado navegando a toda vela día y noche por estas agitadas aguas sin saber donde estábamos. ¿Y si hubiéramos chocado contra una isla, fuera una de las islas Tonga o no, qué habría sido de ti, maldito seas?
—Se puede hacer una estima, ¿sabes? —replicó Jack con voz suave—. ¿Quieres que comamos algo?
—Me encantaría —respondió Stephen, dándose cuenta de repente de que tenía tanta hambre que estaba débil y sentía una punzada en el estómago.
—Es que cogimos la mejor parte de la gallina que murió, y como el hornillo de la cocina todavía está caliente, se puede hacer un caldo donde mojar las galletas como aperitivo —dijo Killick haciendo una aparición como en el teatro, que ellos conocían tan bien.
—¡Caldo de gallina, qué alegría! —exclamó Stephen.
Y cuando Killick se fue, continuó:
—Dime, Jack, ¿cómo explicarías lo que quiere decir
poner cuarteles
?
Por su mirada penetrante, Jack comprendió que no se estaba burlando de él aunque eso parecía casi imposible, y respondió:
—Primero te diré que usamos la palabra «cuarteles» de forma imprecisa y a menudo la empleamos para referirnos a los pasillos que llevan a las escalas, como, por ejemplo, en «Él salió por los cuarteles de proa», donde, obviamente, no hablamos de los cuarteles. Los verdaderos cuarteles son los armazones con que cubrimos las escotillas, una especie de enrejados. Como sabes muy bien, cuando una gran cantidad de agua del mar o el cielo o de ambos llega a bordo, tapamos las escotillas con lona alquitranada.
—Me parece que lo he visto —dijo Stephen.
Jack dijo para sí: «No más de cinco mil veces», y en voz alta continuó:
—Y si además la lluvia y el viento son muy fuertes, las cubrimos con gruesos tablones que se fijan en el cerco saliente que está alrededor y, por tanto, se tensa la lona como la piel de un tambor. Algunos clavan los tablones a la cubierta, pero eso es una chapucería, eso no es propio de un buen marino. Nosotros usamos tojinos. Te los enseñaré mañana a primera hora de la mañana.
Para los marinos «a primera hora de la mañana» significaba esa hora al final de una larga y agotadora noche en que los marineros echaban con las bombas abundante agua en el castillo, la cubierta superior y el alcázar, que ya estaban empapados, y aún medio dormidos avanzaban en grupos hacia la popa frotando con piedra arenisca, barriendo y más o menos secándolos a golpes de lampazos. Pero para algunos también significaba la hora en que debían llevar a Reade, aún adormecido por el opio, a una resguardada ampliación de la enfermería, donde Padeen iba a vigilarle.
Para Stephen, sin embargo, significaba lo primero que hacía en el día un cristiano, y, de acuerdo con esa idea, Oakes bajó para presentarle los respetos del capitán y preguntarle que si quería ver los tojinos de que le había hablado. Ahora era un joven pálido y callado y tenía un gesto amenazador, ya no era aquel chico simple y excesivamente desarrollado para su edad, pero consiguió sonreír a Stephen y añadió:
—Además, podrá ver otra cosa.
La otra cosa era el mar muy poco agitado, de color azul Prusia casi hasta la línea del horizonte, bajo el cielo de color azul claro y despejado. El sol acababa de separarse del océano por el este, y por el otro lado la luna se hundía en él, y por la amura de babor se divisaba una isla de considerable tamaño con pequeñas elevaciones formando una cúpula. Estaba muy lejos, pero bajo los oblicuos rayos de luz ya se apreciaba su color verde esmeralda. El viento soplaba justamente desde la isla y era tan flojo que apenas producía un susurro en la jarcia y no era capaz de hinchar con convicción la enorme cantidad de velas desplegadas; no obstante, a Stephen le parecía que traía el aroma de la tierra.
—¿Dónde está el capitán, barbero?
—Está en el tope, señor.
Aparentemente también estaban allí todos los que desempeñaban un cargo de importancia y disponían de un catalejo. Aún no habían ordenado subir los coyes, pero los marineros a quienes tocaba descansar abajo habían acudido a la cubierta por su propia voluntad y allí estaban, mirando con gran satisfacción la distante isla y hablando muy poco. Sonaron las seis campanadas y terminó el turno de John Brampton al timón.
Era un joven de Shelmerston, marinero de barco corsario y contrabandista, y pertenecía a la secta de Seth, pero era menos rígido que sus compañeros. Cuando se dirigía a la proa pasó junto a Stephen y le dijo alegremente:
—Buenos días, señor.
—Buenos días, John —respondió Stephen.
Brampton se detuvo y le preguntó si no admiraba al capitán.
—Nunca se equivoca. Sabíamos que no estaba navegando a toda vela por divertirse. ¡Ahí está la presa!
—¿Dónde? ¿Dónde?
—Junto a la costa de la isla. En cuanto el sol iluminó sus velas, mi tío Sadle la divisó con el catalejo desde la cruceta del mastelero de proa. Nadie puede engañar al capitán, ¡ja, ja, ja!
Todavía riendo se agarró al obenque del trinquete y subió rápidamente para reunirse con su tío.
—Buenos días, doctor —dijo Jack al bajar a la cubierta por la burda con una agilidad propia de un niño, que contrastaba con las arrugas de su cara—. ¿Cómo está Reade?
—Hasta ahora está muy bien —respondió Stephen—. No tiene fiebre, siente molestia, pero no un dolor muy fuerte, y puede estar tumbado sin dificultad. Ahora el señor Martin está con él en la enfermería.
—¡Cuánto me alegro! —exclamó Jack—. Te pido disculpas por haber subido a la jarcia cuando te mandé llamar, pero avistaron un barco. Puesto que has venido a ver los tojinos, ¿qué te parece si bajamos a la cubierta superior?
—¿Te importaría hablarme antes de la isla y del barco?
—Ésta es la isla que el capitán Cook llamó Annamooka y se encuentra exactamente en la posición que él determinó.
—¿Es una de las islas Tonga?
—Así es. ¿No te lo dije anoche?
—No, pero me alegra saberlo. ¿Y el barco?
—Está junto a la costa. Todavía se puede ver bastante bien desde el tope con un catalejo. Es un barco europeo, casi con toda certeza un ballenero… Con las primeras luces vi una manada de unas veinte ballenas resoplando.
—¡Cuánto me gustaría que fueras directamente a la isla, capturaras la presa y nos dejaras en la costa para ver la flora y la fauna y…!
—Ya está el café, señor —dijo Killick.
—¿Bajamos? —propuso Jack.
Al pasar por la cubierta superior, le enseñó a Stephen la escotilla de popa, el cerco saliente y los tojinos.