En los dos últimos años de gobierno el radicalismo no pudo recuperarse. A lo largo de 1987 los «carapintadas» protagonizaron dos nuevos episodios, que revelaron no sólo las profundas fracturas en el Ejército, sino también las dificultades del gobierno civil para controlar la institución. Dentro del justicialismo, el grupo encabezado por Cafiero, que tenía importantes afinidades con el gobierno radical, resultó desplazado por una heterogénea alianza encabezada por el gobernador de La Rioja Carlos Menem, quien utilizó en la campaña electoral que lo consagró candidato presidencial, los recursos más tradicionales del peronismo. Para enfrentarlo, la U.C.R postuló al gobernador de Córdoba Eduardo Angeloz, con figura de buen administrador, pero sin la fuerza carismática que había tenido Alfonsín en 1983.
En los dos últimos meses de 1988, cuando la inflación volvía a ser fuerte, el gobierno lanzó un nuevo plan económico que debía frenarla hasta la época de las elecciones. Pero el plan Primavera, que se inició con escasísimos apoyos, se derrumbó cuando los acreedores externos retiraron su confianza al gobierno: a principios de 1989 sobrevino una crisis, y el país comenzó a conocer su primera experiencia de hiperinflación, acompañada por asaltos y saqueos, que produjeron una fuerte conmoción en la sociedad. En ese contexto, en mayo de 1989 el candidato justicialista Carlos Menem se impuso con facilidad. Faltaban más de seis meses para la fecha prevista para el traspaso del mando, pero el gobierno, carente de respaldo político, jaqueado por los vencedores e incapaz de dar respuesta a la hiperinflación, optó por adelantar la fecha de entrega. De este modo un poco accidentado, se logró concretar la renovación presidencial, la primera desde 1928 que se realizaba según las normas constitucionales.
El nuevo gobierno, de manera sorpresiva, desechó totalmente lo que habían sido sus propuestas electorales, encuadradas en la tradición peronista, y adoptó sin reticencias el programa económico y político de la derecha liberal, incorporando al gobierno a sus dirigentes y a destacados miembros de los altos círculos económicos. Así lo revelaba la conspicua presencia del ingeniero Alsogaray y de su hija María Julia.
Los designios del gobierno aparecieron claros de entrada: se trataba de invertir todas las políticas tradicionales en la Argentina en el último medio siglo. Dominar el dragón —esto es controlar la inflación desbocada e imponer una cierta disciplina a los operadores económicos— fue difícil, y en la tarea fracasaron los dos primeros ministros de Economía, provenientes ambos del grupo
Bunge y Born
. El tercero, Erman González, tuvo más fortuna, pero a fines de 1990 lo sorprendió una segunda hiperinflación, menos famosa que la primera. En los primeros meses de 1991 dejó su cargo a Domingo Cavallo, quien lo ocupó por más de cinco años. La revolución menemista había encontrado su ejecutor.
La acción de Cavallo se asocia fundamentalmente con la estabilización de la economía y el control de la inflación, que logró con una drástica ley de convertibilidad: para asegurar la equivalencia entre un peso y un dólar, el Estado se comprometió a prescindir de cualquier emisión monetaria no respaldada. Su aplicación coincidió con un acuerdo con el FMI y los grandes acreedores externos —a los que aseguró un mínimo cumplimiento de los pagos de la deuda externa—, y con un período de fluidez financiera mundial, que le permitió al país beneficiarse con una corriente de capital. Estabilidad y un cierto respiro en la crisis crearon para el Plan de Convertibilidad un amplio consenso, y transformaron al ministro, de personalidad desbordante, en el verdadero conductor del gobierno.
Buena parte de sus esfuerzos estuvieron dedicados a mantenerse firme en el cargo, pues fue jaqueado desde muchos lados, y particularmente desde el entorno más directo del presidente; con frecuencia éste debía salir a respaldarlo, aunque cada vez con menos entusiasmo. Pese a que era evidente su disgusto por la preeminencia del ministro, el presidente no podía prescindir de él, no sólo porque los acreedores externos lo consideraban clave para el mantenimiento de la confianza, sino porque el consenso del gobierno en la sociedad se cimentaba cada vez más en lo que era su mayor y casi único logro visible: la estabilidad, permanentemente revalorada por el recuerdo de la primera hiperinflación.
Ese logro implicó fuertes costos para la sociedad. Para los trabajadores, la caída del salario y sobre todo de la ocupación. La reducción del déficit fiscal implicó el abandono de la inversión pública e inclusive el descuido de servicios esenciales, como la salud, la educación y la seguridad. El Estado dirigista y benefactor, en cuya construcción el general Perón había tenido un papel fundamental, fue sistemáticamente desmantelado, se eliminaron los instrumentos de regulación económica y se modificó drásticamente la legislación laboral y social. Las empresas del Estado fueron privatizadas, y se aceptaron en pago títulos de la deuda externa, lo que permitió mejorar las relaciones con los acreedores y normalizar la situación del país en la esfera internacional alejado de lo que habían sido tradicionalmente los apoyos del justicialismo —los sindicatos y los sectores trabajadores— el gobierno se vinculó estrechamente con los principales factores de poder: los grandes grupos económicos, beneficiarios de la política de privatizaciones, los militares, cuya buena voluntad obtuvo indultando a los condenados por la represión ilegal, la Iglesia y los Estados Unidos, cuyas orientaciones internacionales se siguieron celosamente.
Si Menem se respaldó en los logros de su ministro, éste pudo operar con libertad gracias al sustento político de un presidente hábil para reunir fuerzas y desarmar las de sus opositores. Sus métodos resultaron chocantes para quienes se habían ilusionado con la restauración democrática y republicana. En torno de un poder ejercido de forma personal y casi monárquica por un presidente que desdeñaba la administración cotidiana y prefería practicar deportes, se constituyó un grupo de influyentes sobre quienes recayeron fuertes sospechas de corrupción. La consolidación del nuevo poder supuso también un avance sobre las instituciones de la República: creció la influencia del Ejecutivo, el papel del parlamento fue minimizado pues las decisiones más trascendentes se tomaron mediante decretos, y el de la Justicia fue menoscabado por la permanente injerencia en ella del poder político. Las imágenes del autoritarismo y de la corrupción crecieron en forma paralela, y se alimentaron recíprocamente.
Sin embargo, la misma sociedad reaccionó con mucha moderación, frente a la sustancial transformación de las reglas del juego y ante el avance del poder presidencial. El compromiso político de la ciudadanía, que había renacido con la crisis del régimen militar, decayó en forma notable. El peronismo aceptó este abandono total de sus ideas tradicionales y se sometió con disciplina a la voluntad del nuevo jefe. El aparato sindical, cuyo poder resultó fuertemente recortado por la recesión económica, la privatización de las empresas estatales y la modificación de la legislación laboral, sólo opuso resistencias esporádicas, que parecían apuntar a alcanzar alguna negociación. La oposición política señaló con dureza los casos de corrupción y los avances de la autoridad presidencial, lo mismo que la prensa en general, pero no acertó a proponer un rumbo sustancialmente distinto del que llevaba el gobierno.
A fines de 1993, todavía en plena calma económica, el presidente Menem dio un golpe notable: acordó con el ex presidente Raúl Alfonsín, jefe de la Unión Cívica Radical, la realización de una reforma constitucional. Ésta debía incluir una serie de modificaciones que fortalecieran las instituciones republicanas, a cambio de las cuales se admitía la reelección presidencial, vedada por la Constitución vigente. Al año siguiente se hizo la reforma constitucional y en 1995 Menem fue reelecto, obteniendo prácticamente la mitad de los votos. La campaña presidencial explotó sistemáticamente la opción entre Menem o el caos, mientras que la oposición, luego de admitir el carácter benigno e inmodificable de la estabilidad, sólo pudo hacerse fuerte en los temas de la corrupción.
Sin embargo, desde 1995 se observan pequeños cambios en el equilibrio social y político. Desde principios de ese año había concluido la bonanza económica: una fuerte fluctuación en las finanzas internacionales provocó el retiro de los capitales golondrinas, sumiendo a la economía en un pozo depresivo. Las tasas de desocupación se elevaron de manera asombrosa y comenzaron a aflorar los signos de tensión social. Por otra parte, en esa elección emergió un nuevo agrupamiento político, que rompió el tradicional bipartidismo. El radicalismo obtuvo un magro resultad mientras José Octavio Bordón, un peronista disidente, reunió los votos disconformes del peronismo, los de la izquierda y los de unos cuantos radicales. Esta tercera fuerza, el Frepaso (Frente para un país solidario), fue muy fuerte en la Capital, pero tuvo dificultades para estructurarse a escala nacional. No obstante, su surgimiento, y una recuperación del radicalismo, coincidieron con intensas luchas internas del Partido Justicialista, protagonizadas por quienes desde 1995 comenzaron a especular con la elección de 1999. En una de esas batallas fue derribado Cavallo, sin que su caída produjera la conmoción que él mismo había vaticinado.
Las transformaciones posteriores a 1989 empezaron a dibujar una Argentina sustancialmente distinta, aunque todavía no puede percibirse con claridad su figura final. La industria, nervio vital de la economía desde 1930, se encuentra en retracción, y con ella el mundo del trabajo industrial del sindicalismo, sin que su lugar sea ocupado por nuevas actividades dinámicas. El poder sobre la economía de una docena de grandes grupos empresarios es enorme y difícilmente retroceda. Un sector reducido pero importante de sociedad prospera en estas nuevas condiciones pero una masa enorme de la población cae en la marginalidad, de modo que la tradicional fisonomía de la sociedad argentina, con amplios sectores medios y una movilidad que disolvía los cortes tajantes, deja paso a otra donde lo característico es la polarización y la segmentación. El Estado, que había tenido un papel fundamental en la conformación de aquella sociedad más democrática e igualitaria, renuncia a parte de sus funciones, y lo privado avanza sobre lo público e impone sus reglas y su lógica. La nueva Argentina, en suma, se parece cada vez más a la Latinoamérica tradicional.
JOSÉ LUIS ROMERO
, nacido el 24 de marzo de 1909 en Buenos Aires, Argentina; y fallecido el 28 de febrero de 1977 en Tokio, Japón.
Doctorado en la Universidad Nacional de La Plata, con una tesis sobre
Los Gracos y la formación de la idea imperial
. Se dedicó luego a la historia medieval y desarrolló una larga investigación sobre los orígenes de la mentalidad burguesa, que culminó en sus dos obras mayores:
La revolución burguesa en el mundo feudal
y
Crisis y orden en el mundo feudo-burgués
.
Paralelamente, y en su calidad de historiador y de ciudadano —militó en el Partido Socialista—, se dedicó a la historia argentina y escribió en 1946 una de sus obras clásicas:
Las ideas políticas en Argentina
. Enseñó en las universidades de La Plata y de la República (Montevideo). Desde 1958 lo hizo en la Universidad de Buenos Aires, donde fue Rector interventor en 1955 y Decano de la Facultad de Filosofía y Letras en 1962. Allí fundó la cátedra de Historia Social General, que tuvo una influencia decisiva en la renovación historiográfica de la década de 1960. Influyó notablemente en numerosos historiadores como Jaime Garnica.
En 1975 fue convocado para integrar el Consejo Directivo de la Universidad de las Naciones Unidas, con sede en Tokio, donde falleció en 1977. En 1976, poco antes de morir, completó el libro
Latinoamérica. Las ciudades y las ideas
, que proyecta sobre América latina su experiencia de europeísta.
[1]
Este capítulo ha sido redactado por Luis Alberto Romero.
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