Breve historia de la Argentina (18 page)

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Authors: José Luis Romero

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BOOK: Breve historia de la Argentina
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La campaña electoral fue agitada. Perón logró atraer a ciertos sectores del radicalismo y del conservadorismo y fue a las elecciones en compañía de un radical, Hortensio J. Quijano. Lo respaldaba desembozadamente el aparato gubernamental y lo apoyaban fuertes sectores del ejército y de la Iglesia, así como también algunos grupos industriales que esperaban una fuerte protección del Estado para sus actividades. Pero también lo apoyaba una masa popular muy numerosa cuya fisonomía, a causa de su novedad, no acertaban a descubrir los observadores. La formaban, en primer lugar, los nuevos sectores urbanos y, luego, las generaciones nuevas de las clases populares de todo el país, que habían crecido en el más absoluto escepticismo político a causa de la permanente falsificación de la democracia que había caracterizado a la república conservadora. Muy poco trabajo costó a Perón, poseedor de una vigorosa elocuencia popular, convencer a esa masa de que todos los partidos políticos eran igualmente responsables de tal situación. El 24 de febrero de 1946, en elecciones formalmente inobjetables, la fórmula Perón-Quijano triunfó en casi todo el país con 1.500.000 votos, que representaban el 55% de la totalidad de los electores.

Antes de entregar el gobierno, Farrell adoptó una serie de medidas para facilitar la obra de Perón, entre ellas la intervención a todas las universidades y la expulsión de todos los profesores que habían tenido alguna militancia contra él. Cuando Perón ocupó la presidencia el 4 de junio de 1946, continuó la remoción de los cuadros administrativos y judiciales sin detenerse siquiera ante la Corte Suprema de Justicia. Gracias al incondicionalismo del parlamento pudo revestir todos sus actos de una perfecta apariencia constitucional. Esta característica prevaleció durante todo su gobierno apoyado, además, en una constante apelación a la adhesión directa de las masas que, concentradas en la plaza de Mayo, respondían afirmativamente una vez por año a la pregunta de si el pueblo estaba conforme con el gobierno. Entusiastas y clamorosas respondían al llamado del jefe y ofrecían su manso apoyo sin que las tentara la independencia.

El presidente contaba con una floreciente situación económica. Gracias a la guerra mundial el país había vendido durante varios años a buenos precios su producción agropecuaria y había acumulado fuerte reserva de divisas a causa de la imposibilidad de importar productos manufacturados. De 1.300 millones en 1940, las reservas de divisa llegaron a 5.640 millones en 1946, y esta situación siguió mejorando hasta 1950 a causa de las buenas cosechas y de la demanda de productos alimenticios por parte de los países que sufrían las consecuencias de la guerra. La Argentina se hizo pagar a buen precio sus productos, de acuerdo con la tesis poco generosa del presidente del Banco Central, Miguel Miranda, que inspiró la política económica del gobierno durante varios años. Esa circunstancia permitió Perón desarrollar una economía de abundancia que debí asegurarle la adhesión de las clases populares.

Fuera de la legitimidad de su título constitucional, la fuerza del gobierno seguía consistiendo en el apoyo que le prestaban los grupos de poder: el ejército, la Iglesia y las organizaciones obreras. Para mantener ese apoyo, Perón trazó distintas líneas políticas y procuró mantener el equilibrio entre los distintos sectores que lo sostenían. Pero el que más le preocupaba era el sector obrero, en el que sólo él tenía ascendiente y con cuya fuerza debía contrarrestar la de los otros dos, que sin duda poseían su propia política. De ahí la significación de su política laboral.

Tres aspectos distintos tuvo esa política. En primer lugar, procuró acentuar los elementos emocionales de la adhesión que le prestaba la clase obrera. Tanto su oratoria como la acción y la palabra de su esposa, Eva Duarte de Perón —a quien se le había asignado específicamente esa función—, estaban destinadas a destacar la actitud paternal del presidente con respecto a los que vivían de su salario y a los necesitados. Una propaganda gigantesca y bien organizada llevaba a todos los rincones de la República el testimonio de esa preocupación por el bienestar de los que, desde la campaña electoral, se llamaban los «descamisados», manifestada en desordenadas distribuciones de paquetes con ropas y alimentos, o en obsequios personales de útiles de trabajo o medicinas. Y cuando se convocaba una concentración popular, los discursos del presidente y de su esposa adquirían los matices de una verdadera explosión sentimental de amor por los humildes.

En segundo lugar, se logró establecer una organización sindical rígida a través de la Confederación General del Trabajo, que agrupó a varios millones de afiliados de todos los sindicatos, obligados a incorporarse y a contribuir automáticamente. Estrechamente vigilada por el presidente y por Eva Perón, la CGT respondía incondicionalmente a los designios del gobierno y transmitía sus consignas hacia los sindicatos y los delegados de fábrica que, a su vez, las hacían llegar a la base.

Finalmente, el gobierno mantuvo una política de salarios altos, a través de la gestión de contratos colectivos de trabajo que generalmente concluían mediante una intervención directa del Ministerio de Trabajo y Previsión. Esta política no fue, en modo alguno, perjudicial para los patrones, quienes trasladaban automáticamente esos aumentos de salarios a los precios, con lo que se acentuó la tendencia inflacionista de la política económica gubernamental. Leyes jubilatorias, indemnizaciones por despido, vacaciones pagadas, aguinaldo y otras ventajas directas dieron la impresión a los asalariados de que vivían dentro de un régimen de protección, acentuada por los cambios que se produjeron en las formas de trato entre obreros y patrones.

La política económica no fue menos novedosa y su rasgo predominante fue el intervencionismo estatal y la nacionalización de los servicios públicos. El gobierno proyectó dos planes quinquenales que, por su improvisación y superficialidad, no pasaron de ser meros instrumentos de propaganda. Fue creado el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio para comercializar las cosechas, pero en poco tiempo se transformó en una monstruosa organización burocrática que redujo los márgenes de los productores en las buenas épocas sin garantizar suficientemente su situación futura; en cambio, sirvió para favorecer los intereses de los grupos económicos allegados al gobierno que se enriquecieron con el régimen de control de las exportaciones e importaciones. Y al mismo tiempo permitió el gobierno que determinados sectores de la industria media y liviana prosperaran considerablemente, gracias a los créditos que otorgaba el Banco Industrial y el abundante consumo estimulado por los altos salarios En cuanto a las nacionalizaciones, las medidas fueron más drásticas. El 1 de marzo de 1947, de manera espectacular, fue proclamada la recuperación de los ferrocarriles, que, sin embargo, habían sido adquiridos a las empresas inglesas en la suma de 2. 462 millones de pesos, pese a que la Dirección Nacional de Transportes los había valuado poco antes en 730 millones. Lo mismo se hizo con los teléfonos, el gas y la navegación fluvial. Pero la predominante preocupación política del gobierno impidió una correcta administración de los servicios, de modo que disminuyeron los niveles de eficacia y el monto de las ganancias.

A partir de 1950 la situación comenzó a cambiar. Una prolongada sequía malogró las cosechas y los precios internacionales comenzaron a bajar. En la vida interna, se acusaban cada vez más los efectos de la inflación, que hacía ilusorios los aumentos de salarios obtenidos por los sindicatos a través de gestiones cada vez más laboriosas. Las posibilidades ocupacionales y la esperanza de altos jornales comenzaron a ser cada vez más remotas para el vasto sector de obreros industriales, acrecentado por un nutrido contingente de inmigrantes que, entre 1947 y 1954, dejó un saldo de 747.000 personas. Una crisis profunda comenzó a incubarse, por no haberse invertido en bienes de capital las cuantiosas reservas con que contaba el gobierno al comienzo de su gestión y por no haberse previsto las necesidades crecientes de la industria y de los servicios públicos en relación con la progresiva concentración urbana; pero sobre todo porque, pese a la demagogia verbal, nada se había alterado sustancialmente en la estructura económica del país.

Pese a todo, Perón pudo conservar la solidez de la estructura política en que se apoyaba. La depuración del ejército le aseguró su control, y la organización electoral se mantuvo incólume. Pero, ciertamente, carecían de fuerza los partidos políticos que lo apoyaban. Con o sin ellos, Perón mantenía su pequeño margen de ventaja sobre todas las fuerzas opositoras unidas, sobre todo a partir de la aplicación de la ley de sufragio femenino, sancionada en 1947. La gigantesca organización de la propaganda oficial contaba con múltiples recursos; los folletos y cartillas, el control de casi todos los periódicos del país, el uso de la radio, la eficaz oratoria del presidente y de su esposa y los instrumentos de acción directa, como la Fundación Eva Perón, que manejaba ingentes sumas de dinero de origen desconocido, todo ello mantenía en estado de constante tensión a una masa que no advertía que la política de salarlos y mejoras sociales no iba acompañada por ninguna reforma fundamental que asegurara la perduración de las ventajas obtenidas. Ni los signos inequívocos de la inflación consiguieron despertar la desconfianza frente a la singular «justicia social» que proclamaba el gobierno.

En el fondo, la propaganda tenía como finalidad suprema mantener la autoridad personal de Perón, y tal fue también el sentido de la reforma constitucional de 1949, que incorporó al histórico texto numerosas declaraciones sobre soberanía y derechos de los trabajadores sólo para disimular su verdadero objeto, que consistía en autorizar la reelección presidencial. Otros recursos contribuyeron a robustecer el régimen personalista: la obsecuencia del parlamento, el temor de los funcionarios y, sobre todo, la inflexible represión policial de las actividades de los adversarios del régimen. Ni los partidos políticos ni las instituciones de cultura pudieron realizar reuniones públicas, ni fue posible publicar periódicos o revistas que tuvieran intención política. A los opositores les fue impedido hasta salir del país y a los obreros que resistían a las organizaciones oficiales se los persiguió brutalmente. Un plan militar de defensa del orden interno —el plan Conintes— proveyó al gobierno de instrumento legal necesario para apagar la vida cívica.

La cultura se resintió de esos males. Los escritores editaban sus libros y los artistas exponían sus obras, pero la atmósfera que los rodeaba era cada vez más densa. Las universidades se vieron agitadas por incesantes movimientos estudiantiles que protestaban contra un profesorado elegido con criterio político y sometido a la vejación de tener que cometer actos indignos, como solicitar la reelección del presidente u otorgar el doctorado honoris causa a su esposa. Las instituciones de cultura debieron cerrar sus puertas y sólo prosperaron las que agrupaban a los adictos al régimen, que demostraba marcada predilección por un grotesco folklorismo. Y, entre tanto, el presidente se comprometía en lamentables aventuras científicas que pretendían asegurarle repentinamente al país la preeminencia en las investigaciones atómicas. Por otra parte, el gobierno había impuesto en la enseñanza primaria y secundaria la obligación de comentar su obra; se hizo obligatorio el uso del presunto libro de Eva Perón titulado
La razón de mi vida
y se estableció la enseñanza religiosa. Dos iniciativas felices se pusieron, sin embargo, en práctica: las escuelas-fábricas y la Universidad Obrera.

La respuesta a esta creciente organización dictatorial fue una oposición sorda de las clases altas y de ciertos sectores politizados de las clases medias y populares. La oposición pudo manifestarse generalmente en la Cámara de Diputados, a través del reducido bloque radical o en las campañas electorales, en que los partidos políticos denunciaban los excesos del régimen. En 1951 un grupo militar de tendencia nacionalista encabezado por el general Menéndez intentó derrocar al gobierno, pero fracasó y los hilos de la conspiración pasaron a otras manos, que consiguieron conservarlos a la espera de una ocasión propicia.

El fallecimiento de Eva Perón en 1952 constituyó un duro golpe para el régimen. Reposaba sobre sus hombros la vigilancia del movimiento obrero y a su muerte, el presidente tuvo que desdoblar aún más su personalidad para asegurar su control del ejército y mantener su autoridad sobre la masa obrera. Esta doble necesidad requería de Perón una duplicidad de planteos, cuya reiteración fue debilitándolo. Algo había perdido también de eficacia personal, acaso trabajando por la obsecuencia de sus colaboradores y por problemas personales que comprometían su conducta privada. En esas circunstancias se produjo un resquebrajamiento de su plataforma política al apartarse de su lado los sectores católicos que habían contribuido a sostenerlo hasta entonces. Seguramente preocupaba ya en esos círculos el problema de su sucesión, y Perón reaccionó violentamente contra ellos enfrentando a la Iglesia. Una tímida ley de divorcio, la supresión de la enseñanza religiosa y el alejamiento de ciertos funcionarios reconocidamente fieles a la influencia eclesiástica, revelaron la crisis.

El conflicto con la Iglesia, que alcanzó ciertos matices de violencia y a veces de procacidad, contribuyó a minar el apoyo militar a Perón, apartando de él a los sectores nacionalistas y católicos de las fuerzas armadas. Repentinamente, la vieja conspiración militar comenzó a prosperar y se preparó para un golpe que estalló el 16 de junio de 1955. La Casa de Gobierno fue bombardeada por los aviones de la Armada, pero los cuerpos militares que debían sublevarse no se movieron y el movimiento fracasó. Ese día grupos regimentados recorrieron las calles de Buenos Aires con aire amenazante, incendiaron iglesias y locales políticos, pero el presidente acusó el golpe porque había quedado descubierto la falla que se había producido en el sistema que lo sustentaba. Acaso no era ajena a esa crisis la gestión de contratos petroleros que el presidente había iniciado con algunas empresas norteamericanas.

En los sectores allegados al gobierno comenzó un movimiento para reordenar sus filas. Ante la evidente retracción de las fuerzas armadas, el movimiento obrero peronista creyó que podía acentuar su influencia. Un decidido sector de dirigentes de la Confederación General del Trabajo comenzó a presionar al disminuido presidente para que armara a las milicias populares. Pero el planteo obrero amenazaba con desembocar en una verdadera revolución, y Perón, cuya auténtica política había sido neutralizar a las masas populares, esquivó la aventura a que se lo quería lanzar.

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