El año 1962 fue difícil en lo económico y también en lo político. Dentro de las Fuerzas Armadas la deliberación llegó a su grado más alto y condujo a repetidos enfrentamientos abiertos. Se discutía, sobre todo, la pertinencia de intentar una nueva salida electoral, visto que de uno u otro modo la decisión quedaba en definitiva en manos de los votos peronistas. A esto se agregaba la creciente desconfianza que algunos sectores tenían hacia los dirigentes políticos en general, e iba cobrando cuerpo la idea de un gobierno puramente militar. Esta opinión no era por entonces unánime y, frente a esa tendencia, caracterizada por un estricto liberalismo en materia económica y una firme posición antiperonista, se fue constituyendo otra, proclive a una salida electoral que resguardara la legalidad, pero preocupada, sobre todo, por la creciente politización de las Fuerzas Armadas. La vuelta a la legalidad era para esos jefes militares el único camino para que las Armas retornaran a la senda profesional. En septiembre de 1962 la situación hizo crisis en el ejército, y los dos bandos, conocidos como
colorados
y
azules
(colores que identificaban a los contendientes en los juegos de guerra académicos) llegaron a un choque armado que tuvo por escenario las calles de la capital. Triunfó el grupo azul, legalista, cuyo jefe, el general Onganía, fue designado comandante en jefe del Ejército. Todavía hubo un nuevo episodio de este enfrentamiento cuando la Marina, simpatizante con el grupo colorado, pero voluntariamente marginada de los incidentes anteriores, se rebelo en abril de 1963. El enfrentamiento fue entonces mucho más violento y la victoria de los
azules
, concluyente.
La salida electoral, sin embargo, no dejaba de ofrecer dificultades. Originariamente el gobierno estimuló la formación de un gran Frente Nacional, que incluyera a todas las fuerzas políticas, pero en definitiva éste se limitó a un acuerdo entre el peronismo y algunos partidos menores. La fórmula presidencial que presentó, aceptable inclusive para muchos antiperonistas, fue finalmente vetada y el Frente no concurrió a elecciones. En cambio se presentó el general Aramburu, postulado por un partido nuevo formado apresuradamente, la Unión del Pueblo Argentino, que ofrecía al electorado antiperonista la seguridad del respaldo militar. El 7 de julio de 1963 los votos en blanco fueron otra vez muy importantes pero, gracias al aporte de una parte de los votos peronistas, la Unión Cívica Radical del Pueblo ocupó el primer puesto, con apenas algo más del 25% de los sufragios. En el Colegio Electoral hubo acuerdo para consagrar presidente a su candidato, Arturo Illia.
Carente de una sólida mayoría electoral y con pocos apoyos entre los restantes factores de poder, el gobierno encabezado por el Dr. Illia apenas pudo ofrecer un elenco honorable y una conducción mesurada, suficiente seguramente para un período normal, pero incapaz de elaborar una alternativa imaginativa y sólida para la casi crónica crisis política. Durante su campaña, el partido había hablado de nacionalismo económico, de intervención estatal y de protección a los consumidores, y estos principios orientaron su política económica. Buenas cosechas y una mejora en la balanza de pagos permitieron un aumento relativo de los salarios y un estímulo a la demanda, con lo que se solucionó la desocupación y se puso fin a la aguda crisis cíclica. La sanción de la ley de Abastecimientos procuró, con poca eficacia, defender a los consumidores, mientras que retiraba parte del apoyo crediticio a las grandes empresas, derivándolo a las pequeñas, de capital nacional. Los contratos petroleros firmados por Frondizi fueron anulados y, finalmente, renegociados, al tiempo que se modificaba el acuerdo con S.E.G.B.A., asegurando la mayoría estatal en la conducción. Esta política nacionalista no pasó de allí, pero creó reticencias entre los inversores extranjeros, que cesaron de hacer nuevos aportes.
En lo económico, el estancamiento fue progresivo, mientras que en lo político se advertía, con creciente claridad, que el gobierno carecía de una salida posible. A principio de 1963 se normalizó la C.G.T y los sindicalistas peronistas asumieron su conducción; el gobierno procuró hostilizarlos sobre todo mediante la reglamentación de la ley de Asociaciones Profesionales y el estímulo a los grupos sindicales minoritarios. Los sindicatos se enfrentaron pronto con el gobierno y en 1964 lanzaron un «Plan de Lucha» que concluyó con la ocupación pacífica por los obreros de 1100 establecimientos fabriles. Por entonces se estaba desarrollando, dentro del movimiento peronista, una tendencia a establecer relaciones más flexibles y distantes con el ex presidente, por entonces residente en Madrid. El neoperonismo o peronismo sin Perón, como querían sus críticos, creció en algunas provincias tradicionales y, sobre todo, en el sector sindical, cuyos dirigentes descubrieron que los intereses de las poderosas instituciones que manejaban a menudo no coincidían con los del jefe en el exilio. Creció por entonces el predicamento de un dirigente singular, el metalúrgico Augusto Vandor, artífice de una política que combinaba, en dosis cambiantes, el enfrentamiento y la negociación. En las elecciones de Mendoza, de principios de 1965, el neoperonismo decidió sostener un candidato poco grato a Perón quien jugó toda su autoridad en apoyo de otro menos conocido pero probadamente leal. La división peronista favoreció en definitiva el triunfo de sus adversarios, pero el líder exiliado logró vencer a los disidentes y asegurar su hegemonía dentro del movimiento.
Las elecciones de 1965 llevaron al Congreso Nacional muchos diputados neoperonistas, que hicieron alardes de convivencia con sus colegas. Sin embargo, a nadie escapaba que las elecciones de gobernadores en 1967 reactualizarían el problema que había provocado la caída de Frondizi en 1962. Por entonces, las relaciones entre el Ejército y gobierno eran cada vez más frías y, mientras se veía con preocupación la futura e inevitable crisis, cobraba cuerpo entre los jefes militares la idea de constituir un gobierno que, excluyendo a los partidos políticos, integrara a las Fuerzas Armadas con los «factores reales de poder», sobre todo empresarios y sindicatos. Durante los meses iniciales de 1966, mientras los dirigentes sindicales acentuaban su presión, una campaña periodística minó el prestigio del gobierno, acusándolo de lento e ineficiente. El 28 de junio de ese año los tres comandantes en jefe depusieron al presidente Illia. La situación no era nueva —aunque sí lo era la dignidad con que el presidente afrontaba su destino sin torcer su conducta— y ponía fin al segundo intento para solucionar la crisis política iniciada en 1955.
La presencia de varios sindicalistas en la ceremonia en que juró el nuevo presidente, general Juan Carlos Onganía, pareció confirmar la existencia de un acuerdo entre el poder militar y el poder sindical. Sin embargo, el flamante presidente dio pronto pruebas de no estar dispuesto a compartir sus responsabilidades con nadie y los propios mandos militares debieron dar un paso atrás. Por entonces Onganía no sólo tenía el apoyo pleno de las Fuerzas Armadas, sino que gozaba de un vasto consenso nacional, y había una suerte de confianza general en su capacidad para realizar los cambios que a todos parecían urgentes. De ese modo, el nuevo presidente pudo anunciar, sin despertar mayores resistencias, que su gobierno carecía de plazos.
Desde el principio caracterizó su accionar un definido paternalismo, fuertemente autoritario, un estilo sobrio y escasamente verborrágico y un carácter marcadamente tecnocrático. Acompañó su gestión un grupo de funcionarios de inmaculados antecedentes, vasta experiencia empresarial y nula experiencia política. Pronto se hizo sentir el carácter autoritario del gobierno: un Estatuto de la Revolución condicionó la vigencia de la Constitución, se suspendieron las actividades políticas, se ejerció una severa tutela sobre periódicos y libros y, en el episodio más criticado de su gobierno se acabó mediante un acto policial con la autonomía de las universidades. Pareció entonces que, más que contener lo desbordes estudiantiles, se buscaba destruir la fecunda creativa experiencia universitaria iniciada en 1955. La severa mano del Estado llegó hasta los puertos y ferrocarriles llevando a cabo una racionalización largo tiempo demorada, y también hasta los sindicalistas, a quienes se dio la opción de «participar» —esto es, aprobar sin disentir— o sufrir las consecuencias pertinentes.
Sólo en marzo de 1967 se advirtió a dónde se orientaba esta política ordenadora. Hasta entonces la conducción económica había sido errática e ineficiente; ese mes asumió el ministerio de Economía Adalbert Krieger Vasena, autor de uno de los programas más coherentes en concepción y ejecución, que haya conocido la República en crisis. Se atacó decididamente la inflación mediante la racionalización del Estado, la reducción del déficit y el congelamiento de los salarios, regulados por el gobierno. Se suprimieron los subsidios indirectos a ciertas industrias y a regiones marginales; se realizó una fuerte devaluación que aseguró a la moneda un largo período de estabilidad pero simultáneamente se aplicó una retención a las exportaciones que impidió que sus beneficiarios fueran los sectores agropecuarios. Con esta masa de dinero el Estado emprendió una serie de obras públicas —El Chocón, el Nihuil, el túnel Santa Fe-Paraná, los accesos a la Capital— que en muchos casos solucionaban graves problemas para el crecimiento del sector industrial. Se procuró con esta medidas alentar a las empresas eficientes, y este vocablo, el «eficientismo», sirvió para definir toda la nueva política eficientes eran aquellas empresas que producían según normas y costos internacionales, capaces de competir en el mercado mundial, y sobre todo las filiales de las grandes corporaciones extranjeras, que por esos años consolidaron su posición en el país.
Es posible que, con más tiempo, esta política hubiera dado sus frutos; pero en lo inmediato suscitó resistencias tales que determinaron su fracaso. No eran solamente los disconformes los sectores asalariados, que veían sensiblemente reducida su capacidad adquisitiva; eran también las empresas de capital nacional, afectadas por la disminución de las ventas y la restricción del crédito; los grupos agropecuarios, gravados con fuertes impuestos; provincias enteras, como Tucumán o Chaco, cuyas economías locales sufrían los efectos de la política adoptada; y otros sectores menos precisos, pero igualmente amplios, como los inquilinos, afectados por la liberación de los alquileres. Era un movimiento general de protesta que, con dificultad y poca claridad, trataba de manifestar el descontento popular.
A lo largo de 1969 la «paz militar» fue deteriorándose. Comenzó a conocerse por entonces la acción de los grupos armados clandestinos que, a partir de algunas acciones de notoriedad, ingresaron en la vida política argentina para no abandonarla por mucho tiempo. Más espectaculares fueron algunos estallidos antigubernamentales en ciudades del interior, en los que si bien participaron aquellos grupos armados, hubo una evidente movilización popular, expresiva de las tensiones acumuladas en la sociedad argentina. La más espectacular fue la ocurrida en Córdoba, a fines de mayo de 1969, cuando por un par de días la ciudad estuvo en manos de los insurrectos.
Aquel movimiento, el llamado «cordobazo», hirió de muerte al gobierno de Onganía. Muchos de quienes lo habían apoyado, desilusionados por la falta de perspectivas de su política, ordenancista, poco flexible y carente de creatividad, descubrieron que ni siquiera era totalmente eficaz para salvaguardar el orden público. Hubo rectificaciones parciales, como el relevo del ministro de Economía pero en lo sustancial el presidente se negó a rever el rumbo y aun a aceptar las sugestiones de los mandos militares. En junio de 1970, en momentos en que el asesinato, poco claro a por entonces, del ex presidente Aramburu agregaba un nuevo elemento de dramaticidad, los tres comandantes militares, recientemente designados por el presidente Onganía, disponían su relevo y su reemplazo por el general Levingston, por entonces en Estados Unidos, prácticamente desconocido para la opinión pública.
Esta falta de autoridad y poder propios signó el gobierno del nuevo presidente y sus relaciones con la Junta de Comandantes. La violencia, recientemente establecida, continuó y aun se profundizó, anotándose nuevas y espectaculares acciones. Pareció, pues, necesario encontrar para el gobierno iniciado en 1966 una salida política que, ampliando las bases consensuales del poder, permitiera levantar un sólido dique a la violencia. El presidente Levingston procuró buscar la salida al margen de los dirigentes políticos tradicionales, dirigiéndose a lo que llamaba «la generación intermedia». También trató de innovar en materia económica, y el nuevo ministro, Aldo Ferrer, se propuso «argentinizar» la economía, apoyando al empresariado nacional. Si en este aspecto no hubo logros espectaculares, en cambio se desató una espectacular e incontrolable inflación que agregó otro elemento irritante al conflictivo panorama. Mientras tanto, los partidos tradicionales procuraron, por su cuenta, hallar la fórmula de la salida política. En noviembre de 1970 el radicalismo, el justicialismo (nombre con que el peronismo procuraba hacer olvidar viejos agravios) y muchos otros partidos suscribían un documento
La Hora del Pueblo
, que constituyó la base de la futura salida política. Los proyectos del presidente y de los partidos eran, en el fondo, incompatibles, y finalmente la Junta de Comandantes, que consideró más viable este último, decidió a su vez relevar a Levingston y reemplazarlo por el comandante en jefe del Ejército, general Alejandro Lanusse. Por primera vez, ambos cargos eran desempeñados por una misma persona.
Por entonces era evidente que el tercer ensayo de superar la crisis política iniciada en 1955 había fracasado, y el muevo gobierno se preocupó casi exclusivamente de buscar una salida política. El ministro del Interior, Arturo Mor Roig, veterano dirigente radical, impulsó un programa que fue bautizado «Gran Acuerdo Nacional». Había una coincidencia sobre la necesidad de llegar a las elecciones, pero también ciertamente, una gran discrepancia en torno del problema de Perón.
El Perón de 1972 aparecía muy distinto al de años anteriores. Abandonando casi totalmente (aunque no del todo) sus antiguas y rígidas consignas, se manifestaba abierto al diálogo y dispuesto al acuerdo con sus antiguos enemigos, con quienes procuraba lograr un amplio frente de coincidencias para reconstruir la República. Mientras tanto, cobraba cuerpo entre aquéllos una suerte de aceptación tácita del derecho del peronismo a volver al gobierno. Es que Perón se había convertido, por la fuerza de las circunstancias, en la única alternativa al poder militar, y la polarización que se dio en torno suyo ese año constituyó uno de los fenómenos más dramáticos e interesantes de nuestra historia. Estaban, naturalmente, quienes provenían del peronismo histórico, celosos defensores de lo que empezaba a llamarse la «verticalidad», esto es, el acatamiento a la voluntad, real o supuesta, del líder. Pero junto con ellos estaban también los activistas de todas las tendencias, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, que veían en el anciano líder la herramienta eficaz de múltiples cambios. Otros en cambio, veían en la figura de Perón la última posibilidad de un orden legítimo, que cerrara la crisis política en que se debatía el país desde 1955. Finalmente, grupos de empresarios nacionales y extranjeros, e inclusive de dirigentes rurales, eran captados por el lenguaje de un político de masas que, en los largos años del exilio, parecía haberse transformado en un verdadero estadista. El carisma de Perón operó esta vasta polarización, que se tradujo en el triunfo masivo, por dos veces, del frente electoral por él impulsado. El año 1973 pareció cerrar definitivamente un ciclo de inestabilidad y frustraciones. En poco tiempo, sin embargo, la República descubrió que todavía le quedaba por vivir la más aguda y dolorosa de sus crisis.