Bestias (26 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Bestias
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—Está bien —dijo—. Está bien —luego alzó el bastón, como para indicar algo.

La carga del bastón mató en el acto a un agente, que fue arrojado contra los demás, e hirió a otros dos. Proyectó a Reynard, con la muñeca destrozada, a través de la puerta, hacia la calle. Reynard corrió rápidamente, con la boca torcida por el esfuerzo, los brazos abiertos como para detener una inevitable caída. La muchedumbre se había multiplicado en un instante; cuando escucharon el estampido y vieron trastabillar a Reynard, lo rodearon mientras él avanzaba como un cangrejo alejándose de Painter y Barron. Los agentes, con las armas desenfundadas, se acercaron a la carrera; la multitud lanzó un solo chillido ante las armas y la sangre, intentando detenerse, pero impelida por los que estaban más atrás.

El cameraman encendió sus luces.

Una persona emergió de la multitud y corrió hacia la figura que se escurría, mientras los agentes se acercaban desde atrás, sin poder disparar por causa de la muchedumbre. La luz azul, girando, convirtió a todos los presentes en una escultura espectral revelada por un relámpago.

Caddie alcanzó primero al zorro. La gente, siguiéndola, se acercó a la extraña criatura herida. Reynard apretó el brazo de la muchacha.

—Ahora —susurró—. Rápido.

Veloz, secreta como un apretón de manos, sin ser vista claramente por nadie —más tarde la policía había de estudiar la película, tratando de adivinar cuál de las fugaces caras fuera de foco era la de ella, qué mano sostenía el destello del arma—. Caddie disparó una, dos, tres veces a la figura negra que parecía a punto de abrazarla. Las detonaciones de la pistola fueron pequeñas, bruscas, inconfundibles; la multitud gimió y gritó, como si estuviese herida, y se debatió para retroceder, empujando a quienes venían atrás. Caddie fue devorada por el movimiento.

Luego se formó un amplio círculo alrededor del zorro. La luz azul se detuvo en él: la sangre, que manaba rápidamente sobre el pavimento, era negra. Reynard intentó incorporarse. Los agentes, apuntando con sus armas, gritando, lo rodearon como mastines. Las gafas de Reynard habían caído al pavimento: él hizo un gesto para recogerlas, y vaciló. Tenía la boca abierta, un grito silencioso. Cayó nuevamente.

A lo lejos, acercándose, unas sirenas gimieron, agudas.

Ocho:
Hieracómpolis: seis vistas desde lo alto

Muy pronto emprendería el viaje al sur. Sus hijos ya habían partido, y cada vez veía menos a su compañera, que exploraba más profundamente el sur. Esa noche ella no regresaría, y pronto el invierno lo oprimiría con fuerza suficiente para hacer que también él se encaminara hacia el calor. Se demoraba porque era ignorante; nunca había hecho ese viaje, no sabía por experiencia que la urgencia que sentía era esa urgencia. Había pasado el primer invierno en la calidez de una vieja granja; el segundo, había estado volando demasiado tiempo y sólo había logrado, enloquecido por la muda, el frío y el hambre, llegar hasta allí antes de que la primavera lo salvara.

Mientras regresaba al anochecer a la torre vacía, a través de las ciénagas obscuras y súbitamente despobladas, había visto al rubio grande que llegaba a pie y exploraba con cautela el lugar. Luego había dormido. Los hombres no tenían gran interés para Halcón, aunque no lo asustaban; había vivido mucho tiempo con ellos. El día siguiente llegó otro, más pequeño, obscuro. El primer visitante señaló al segundo la presencia de Halcón en la cumbre de la torre. Halcón salió a cazar, profundamente inquieto, y no encontró nada en todo el día. Pasó despierto gran parte de la noche, sintiendo la presión de las estrellas giratorias.

Más abajo, en el cobertizo, Caddie se apretaba contra Painter, se retorcía contra él como si quisiera meterse en la solidez de su carne; lágrimas de alivio y purificación le ardían en los ojos y le estremecían el cuerpo. Se taponaba los oídos, demasiado llenos de horrores, con el profundo y continuo ronroneo de su propia respiración, apretaba la carita mojada contra el tambor del pecho. No quería oír, oler, tocar, saber nada más, desde ahora y para siempre.

A la mañana siguiente la despertó el rumor creciente de un motor. Painter estaba ya despierto y preparado junto a ella. Por un momento creyó encontrarse en la cabaña de Reynard en el bosque, donde, en sus sueños, había dormido. El motor se acercó: una pequeña motocicleta; no: dos. Painter se incorporó con una gracia silenciosa, fue hasta la ventana cubierta de tablas y miró por una rendija.

—Dos —dijo—. Un chico rubio. Y con él, una chica morena.

—Sten —dijo Caddie—. ¡Sten y Mika!

Se puso de pie, riendo de puro alivio. Painter, dudando, la miró y miró luego la puerta que se abría. La luz de la mañana recortó por un instante al joven barbado.

—Sten —dijo Caddie—. Todo está bien.

Sten entró cautelosamente, mirando a Painter, que lo miraba.

—¿Dónde está Reynard? —preguntó en voz baja.

—Cierra la puerta —dijo Painter.

Mika se deslizó detrás de Sten, que cerró la puerta.

El leo se sentó morosamente, con movimientos precisos, recordando a Sten un jefe árabe que se instala en el sitio del rey sobre la alfombra de su tienda. La habitación era obscura, atigrada por franjas del Sol invernal que penetraban por las hendeduras entre las tablas de las ventanas y los huecos de las antiguas paredes.

—Tú eres Painter —dijo Sten.

Los ojos del leo parecían recoger toda la luz del recinto, y le ardían en la gran cabeza como diamantes facetados. No mostraban curiosidad.

—Así es —asintió.

—Pensábamos que estabas muerto —dijo Mika.

—Lo estaba —dijo con sencillez.

—¿Por qué has venido aquí? —preguntó Sten—. ¿Acaso Reynard...? ¿Cómo has logrado escapar? —se volvió hacia la muchacha, que desvió la mirada.

—¿Dónde está Reynard? ¿Por qué estáis aquí vosotros, y no él?

—Reynard ha muerto —susurró Caddie, sin alzar los ojos.

—¿Muerto? ¿Y cómo lo sabes?

—Lo sabe —dijo Painter— porque ella lo mató.

Caddie tenía la cara entre las manos. Sten no dijo nada, incapaz de concebir una pregunta que tuviera sentido.

Con los ojos cubiertos, decidida a no mirar, Caddie explicó lo ocurrido; les habló de la capital, del hospital, del hombre con barba, inexpresivamente, como si todo le hubiese ocurrido a otra persona.

—Él me obligó —dijo finalmente, alzando los ojos—. Él me obligó. Dijo que no había otro modo de liberar a Painter que a cambio de ti, Sten. Y que no había otra forma de impedir que él dijera todo lo que sabía. Entonces lo planificamos todo. Creamos una confusión en el hospital, una muchedumbre, para que Painter pudiera escapar. Dijo que no había otra manera —suplicaba en silencio—. Dijo que lo deseaba. Me dijo: «Hazlo sin vacilar. Y hazlo bien.». Oh, Dios...

Mika se acercó a Caddie, se sentó junto a ella, la rodeó con un brazo, conmovida. Era terrible. Pensó que Caddie lloraría, pero no fue así. Tenía ojos grandes, obscuros y líquidos como los de un animal, pero estaban secos. Caddie aferró la mano de Mika; aceptó, ausente, algún consuelo, pero no se consoló.

Nadie hablaba. Sten, abatido, se sentó frente a Painter. Mika sintió, a pesar de la firme mirada dorada de los ojos del leo, que él no veía nada, o veía algo que no estaba presente, como si fuera un gran fantasma inmóvil. ¿Qué sería de ellos? Vivían en el Mundo de las bestias. Reynard había utilizado a Caddie como un arma para meterse el cañón en la boca. En la Montaña había visto cosas inexplicables. Ahora, en este derruido cobertizo, sintió intensamente el horror a lo extraño que Reynard le había inspirado la primera vez; el mismo horror y equívoco que sentía cuando pensaba en ciertos actos sexuales, en crueldades terribles, o en la muerte.

—Él nos ha traído aquí a los dos —dijo Sten suavemente al leo—. Quería que nos encontráramos, parece —alzó la cabeza y endureció el mentón en un gesto que, como Mika sabía, indicaba que se sentía inseguro, y qué no deseaba demostrarlo—. Tengo la intención, cuando las cosas... progresen algo más, de protegerte. De protegerte a ti y a todos vosotros. De ofreceros mi protección.

Mika se mordió el labio. No era lo que convenía decir. El leo no se movió, pero la carga que había entre él y el hermano de ella se incrementó palpablemente.

—Protégete a ti mismo —dijo Painter.

No hubo más palabras.

Mika sintió que estaban empeñados en algún gran combate; pero no sabía si era contra el leo, o aparte de él, ni para qué. Y la única criatura que podía resolverlo estaba muerta.

Hay sentidos brillantes y sentidos obscuros. Los sentidos brillantes, la vista y el oído, crean un mundo patente y ordenado, el mundo de la razón, frágil pero lúcido. Los sentidos obscuros, el olfato, el gusto, el tacto, crean un mundo de sabiduría percibida, sin argumento, inarticulado pero evidente.

En el halcón predominaban los sentidos brillantes. Su visión de bisturí, amplia, exacta, brillantemente colorida, le presentaba el Mundo como un plan, como una geografía íntegra e inmediata, sin secretos, un mundo que la noche (y en su juventud la caperuza) aniquilaba y el día recreaba.

El perro no distinguía mucho entre el día y la noche. Unos ojos de corto alcance y ciegos al color no generaban tanto un mundo como una confusión; no podía tenerla en cuenta, y para descubrir la verdad debía recurrir al olfato.

El halcón, que se cernía sin esfuerzo —el menor desplazamiento de las alas lo mantenía estable sobre la Tierra incesantemente variada—, percibía al perro sin ser percibido. El perro no le interesaba demasiado, no más que cualquier cosa que se moviera por debajo de él. Registró al perro y las formas del perro. Lo incluyó. No le prestó atención. Buscaba otra cosa.

Un cuervo de hombros rojos, allí entre las cañas. Giró apenas para colocarse detrás del semicírculo de visión del cuervo, estudiando la mejor manera de caer sobre él.

A través de un universo de olores mezclados y sin embargo precisos; olores de distinta forma y tamaño, pero jamás discretos, jamás discontinuos, en continua evolución, envejeciendo, muriendo, de nuevo frescos, el perro Sweets buscaba sin descanso un olor determinado. Para que lo percibiera, bastaba una millonésima parte, una sola molécula en todo el ambiente. Y molécula por molécula había juntado, con ilimitada paciencia y profunda atención, el comienzo de un ovillo.

Por momentos, éste había sido muy tenue y casi inexistente; por momentos lo había perdido del todo. Entonces, avanzaba o retrocedía, desolado e inquieto hasta que volvía a encontrarlo. La manada, sin saber qué buscaba ni por qué, lo imitaba, en general sin disputas, lo seguía cuando él rastreaba la huella de ese olor. Lo seguían ahora quizá a varios kilómetros de distancia; él había dejado un rastro evidente, pero se había lanzado hacia adelante, buscando frenéticamente porque al fin, después de un año, el hilo se había vuelto grueso y fuerte, era un cordel, una soga que tiraba de él.

Algunos días más tarde, al regresar de la margen del mar gris, fatigado, con las garras vacías, vio desde gran altura al hombre que avanzaba con dificultad sobre el terreno cenagoso; siguió con fastidio sus movimientos. Los hombres hacían que todo buscara refugio, se mantuviera inmóvil, del color de las ciénagas, inalcanzable en un gran círculo alrededor de donde estaban: tenían algún poder. El hombre lo miró, protegiéndose los ojos.

Loren se detuvo para mirar al halcón que caía en diagonal, tan limpia y velozmente como un cuchillo arrojado contra un blanco. Cuando ya no pudo verlo, continuó su marcha, hundiendo las botas en el fango frío y absorbente. Se sentía animado y casi feliz. Era un halcón peregrino; tenía que ser uno de los suyos. Al menos una de sus aves había sobrevivido. Parecía una señal. No entendía qué significaba, pero era una señal.

La torre parecía desierta. No había actividad, ningún signo de que estuviera habitada. Parecía de algún modo preñada de sentido, consciente, expectante; pero siempre había sido así, ésa era su expresión de costumbre. Enseguida el corazón se le hinchó dolorosamente. Un joven alto y barbado salió de la puerta de la torre y lo miró. Se detuvo y lo miró, inmóvil. Loren, recurriendo a toda la serena fuerza que le quedaba, obligó a sus piernas a moverse.

Mientras avanzaba hacia Sten, ocurrió una cosa extraña. El muchacho al que había llevado tan lejos, el niño rubio cuyos ojos estaban llenos a veces de promesa, a veces de confianza, la mayoría de las veces de desdén y amarga reprobación, se alejó de él. Los ojos tímidos que se encontraron con los suyos cuando él entró en el patio de la torre no reflejaban a ese niño; miraban desde la realidad ajena de Sten, y anularon en un instante al otro Sten, el Sten que Loren había inventado. Con alivio y excitación, vio que el joven era un extraño. Loren no lo abrazaría, ni lo perdonaría, ni sería perdonado por él. Todo eso había sido un sueño, un congreso de fantasmas. Simplemente, debía extender la mano. Debía sonreír. Y tendría que comenzar por decir hola.

—Hola —dijo—. Hola, Sten.

—Hola, Loren. Esperaba que vinieras.

De modo que hablaron en el patio de la torre. Alguien que los hubiera visto desde lo alto no habría oído lo que decían, sólo habría visto lo más importante: que hablaban, que habían iniciado el ciclo de llamada-y-respuesta, el programa habitual de los extraños que se encuentran y empiezan a conocerse. En realidad, hablaban del halcón que flotaba en lo alto, un punto negro sobre las nubes.

—¿Puede ser uno de los que trajiste, Loren?

—Creo que sí.

—Podemos examinarlo para saber.

—No me parece posible. No tenían anilla.

—¿Podría ser Halcón?

—¿Halcón? No creo. No. Eso sería... Eso sería muy improbable, ¿verdad?

Hubo un silencio. Habría otros, con frecuencia, durante un tiempo. Loren apartó la vista del joven rubio, cuyo nuevo rostro había empezado ya a hacerse vívidamente familiar y terriblemente real para él. Se pasó la mano por el pelo negro, se aclaró la garganta, sonrió, pisó la hierba muerta a sus pies. El corazón, tan larga y dolorosamente enajenado, tanto tiempo fuera de su cuerpo, comenzaba a retornar a él, con cicatrices pero entero.

Painter estaba tendido cuan largo era en su colchón de paja, en el extremo obscuro del edificio en que Loren había vivido una vez. El calentador iluminaba con vaguedad su extraña forma. Alzó la pesada cabeza cuando ellos entraron, fácil y cuidadosamente. Si los había estado observando en el patio de la torre, no lo demostró.

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