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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

Barrayar (13 page)

BOOK: Barrayar
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—Si Serg hubiese llegado a ser emperador, ¿cómo podría haberla defendido un simple conde? —preguntó Cordelia.

—Tendría que haberse convertido en… algo más. Vidal tenía ambiciones y era un patriota. Dios sabe que si Serg hubiese vivido, podría haber destruido a Barrayar. Quizá Vidal nos hubiera salvado. Pero Ezar me aseguró que no tenía nada que temer. Luego Serg murió antes que él y… y desde entonces he dejado que las cosas se enfriaran con Vidal.

Cordelia se frotó el labio inferior con expresión algo ausente.

—Oh. Pero… personalmente, ¿a usted le gusta? ¿Le agradaría retirarse de los asuntos imperiales como condesa Vordarian algún día?

—¡Oh! Ahora no. El padrastro del emperador sería un hombre demasiado poderoso enfrentado al regente. Una polaridad peligrosa, si no llegan a una alianza o a un equilibrio exacto. O si no están combinados en una sola persona.

—¿Cómo convertirse en el suegro del emperador? —Sí, exactamente.

—Me resulta muy difícil comprender esta forma de transmitir el poder. Pero usted tiene algún derecho propio para reclamar el imperio, ¿verdad?

—Ésa sería una decisión de las fuerzas armadas. —Kareen se alzó de hombros y bajó la voz—. Es como una enfermedad, ¿no? Estoy demasiado cerca, he sido tocada, infectada… Gregor es mi única posibilidad de supervivencia. Y también mi prisión.

—¿No desea tener una vida propia?

—No. Sólo quiero seguir con vida.

Cordelia se reclinó, perturbada.

¿Serg te ha enseñado a no agraviar?

—¿Vordarian lo ve del mismo modo? Me refiero a que el poder no es lo único que usted tiene para ofrecer. Creo que subestima sus atractivos personales.

—En Barrayar el poder es lo único que importa. —Su expresión se tornó distante—. Admito que una vez le pedí al capitán Negri que me entregara un informe acerca de Vidal. Normalmente él utiliza a sus cortesanas.

Para Cordelia, esta frase no era precisamente una confesión de amor sin límites. Sin embargo, lo que había visto en los ojos de Vordarian un rato antes no era sólo el deseo de poder, hubiese podido jurarlo. ¿La designación de Aral como regente habría venido a estropear por mala suerte los galanteos de Vordarian? ¿Eso explicaría el rencor de tinte sexual que había percibido en él?

Droushnakovi regresó de puntillas.

—Se ha quedado dormido —susurró con afecto. Kareen asintió y echó la cabeza hacia atrás en un momento de descanso, hasta que un mensajero de librea Vorbarra se acercó a ella para decir:

—¿Querríais iniciar el baile con milord regente, señora? Os aguardan.

¿Una invitación o una orden? Con la voz inexpresiva del criado, sonaba más a una obligación siniestra que a algo divertido.

—La última tarea de la noche —le aseguró Kareen a Cordelia mientras ambas se calzaban los zapatos. Los de Cordelia parecían haberse encogido dos números desde el comienzo de la velada. Cojeando, abandonó el salón detrás de Kareen, ambas seguidas por Drou.

En la planta baja había una enorme sala con pavimento de marquetería en madera multicolor, con diseños de flores, enredaderas y animales. En Colonia Beta la lustrosa superficie se hubiese exhibido en la pared de un museo; esta gente increíble bailaba sobre ella. La música estaba suministrada por una orquesta en vivo al estilo barrayarés, escogida mediante una reñida competencia entre los integrantes de la Banda Imperial. Hasta los valses tenían un ligero parecido con una marcha. Aral y la princesa fueron introducidos, y él la condujo para dar un par de vueltas alrededor del salón en una danza formal donde ambos debían dar los mismos pasos, con las manos alzadas pero sin llegar a tocarse. Cordelia estaba fascinada. Nunca había imaginado que Aral fuese capaz de bailar. Esto pareció completar los requisitos sociales y otras parejas salieron a la pista. Aral regresó a su lado con expresión animada.

—¿Bailamos, señora?

Después de la cena hubiese preferido una siesta. ¿Cómo lograba mantener esa alarmante hiperactividad? Cordelia sacudió la cabeza y sonrió.

—No sé cómo.

—Ah. —En lugar de ello comenzaron a caminar—. Yo podría enseñarte —le ofreció Aral mientras salían a las terrazas que se fundían con los jardines. Allí fuera estaba fresco y oscuro, con excepción de unas pocas luces de colores para impedir que la gente tropezase en los senderos.

—Humm —dijo ella con desconfianza—. Pero sólo si logras encontrar un sitio solitario. —Si lograban encontrar un sitio solitario, a ella se le ocurrían mejores cosas para hacer.

—Bueno, aquí estamos… shhh.

Su sonrisa de cimitarra brilló en la oscuridad, y su mano apretó la de ella con más fuerza. Ambos permanecieron muy quietos en la entrada de un pequeño espacio cerrado por tejos y unas delicadas plantas rosadas que no provenían de la Tierra. La música flotaba claramente hasta allí.

—Inténtalo Kou —dijo la voz de Droushnakovi. La joven y Kou se encontraban enfrentados en el otro extremo del escondrijo. Con incertidumbre, Koudelka dejó su bastón en la balaustrada de piedra y alzó sus manos hacia las de ella. Lentamente comenzaron a bailar mientras Drou contaba—: Un, dos, tres; un, dos, tres…

Koudelka tropezó y ella lo sostuvo; él la cogió por la cintura.

—No sirve de nada, Drou. —Sacudió la cabeza, frustrado.

—Shhh… —Su mano le rozó los labios—. Vuelve a intentarlo. Dijiste que habías tenido que practicar eso de la coordinación de manos antes de lograrlo. ¿Cuántas veces? Más de una, supongo.

—El viejo no me permitió renunciar.

—Bueno, tal vez yo tampoco te permita renunciar.

—Estoy cansado —se quejó Koudelka.

Bueno, entonces empezad con los besos
, los instó Cordelia en silencio, conteniendo la risa.
Eso es algo que podéis hacer sentados
. No obstante Droushnakovi estaba decidida, y volvieron a empezar.


Un
, dos, tres;
un
, dos tres… —Los esfuerzos volvieron a terminar en lo que a Cordelia le pareció un muy buen inicio para un abrazo, si alguno de los dos hubiese tenido el valor para continuar.

Aral sacudió la cabeza y ambos regresaron en silencio rodeando los arbustos. Aparentemente inspirado, sus labios se posaron sobre los de ella, conteniendo la risa. Pero, ay, su discreción fue inútil; un anónimo lord Vor pasó frente a ellos sin verlos, tropezó con un escalón de la terraza dejando paralizados a Kou y a Drou, y se inclinó sobre la balaustrada para vomitar entre los arbustos. De pronto se oyeron dos voces en la oscuridad, una masculina y otra femenina, lanzando maldiciones. Koudelka recuperó su bastón y los dos aspirantes a bailarines se retiraron rápidamente. El lord Vor vomitó otra vez, y su víctima masculina comenzó a trepar hacia él, resbalando sobre la piedra sucia y prometiendo violenta venganza. Prudentemente, Vorkosigan se llevó a Cordelia de allí.

Más tarde, mientras aguardaban en uno de los pórticos a que trajesen los vehículos, Cordelia se encontró con que el teniente se hallaba a su lado. Con rostro pensativo, Koudelka observaba la residencia desde donde todavía llegaban la música y las voces.

—¿Se lo ha pasado bien, Kou? —preguntó ella con afabilidad.

—¿Qué? Oh, sí. Maravillosamente. Cuando me uní al Servicio, jamás soñé que terminaría aquí. —Koudelka parpadeó—. Hubo momentos en los que pensé que no terminaría en ninguna parte. —Entonces, para sorpresa de Cordelia, agregó—: Quisiera que las mujeres viniesen con un manual de instrucciones.

Cordelia se echó a reír.

—Yo podría decir lo mismo de los hombres.

—Pero usted y el almirante Vorkosigan… son diferentes.

—En realidad, no. Hemos aprendido de la experiencia, tal vez. Mucha gente no lo logra.

—¿Usted cree que tengo posibilidades de llevar una vida normal? —Sus ojos estaban fijos en la oscuridad.

—Será usted quien lo decida, Kou.

—Usted habla igual que el almirante.

A la mañana siguiente, cuando Illyan se detuvo en la Residencia Vorkosigan para recibir el informe diario de su jefe de guardia, Cordelia lo acorraló.

—Dígame, Simón, ¿en que lista tiene a Vidal Bordarían, en la corta o en la larga?

—En mi lista larga están todos —suspiró Illyan.

Él inclinó la cabeza a un lado.

—¿Por qué?

Cordelia vaciló. No quería decir «por intuición», aunque era eso precisamente lo que sentía.

—Por lo que me ha parecido, tiene la mente de un asesino. De aquellos que se ocultan bien y disparan contra la espalda de su enemigo.

Illyan sonrió con ironía.

—Disculpe, señora, pero ése no se parece al Vordarian que yo conozco. Siempre lo he visto actuar como un obstinado sin preocuparse por las consecuencias.

¿Cuán grande debía ser el dolor, cuán ardiente el deseo, para que un hombre obstinado se volviese sutil?. Cordelia no estaba segura. Tal vez, al no saber lo profunda que era la felicidad de Aral con ella. Bordarían no imaginaba lo malvado que había sido su intento de atacarla. ¿Y la hostilidad personal debía necesariamente ir unida a la política?
No
. El odio de ese hombre había sido profundo, su golpe preciso, aunque había fallado el lugar donde apuntar.

—Páselo a la lista corta —repitió.

Illyan abrió las manos; su gesto no fue un intento de aplacarla. A juzgar por su expresión, algún engranaje comenzó a funcionar en su cadena de pensamientos.

—Muy bien, señora.

6

Cordelia observó la sombra proyectada en el suelo por la aeronave ligera, una saeta delgada que se deslizaba hacia el sur. La flecha fluctuaba sobre granjas campestres, arroyos, ríos y caminos polvorientos… el sistema de caminos era rudimentario, primitivo, su desarrollo truncado por el transporte personal por aire que había llegado con la explosión de tecnología galáctica al finalizar la Era del Aislamiento. Los nudos de tensión en el cuello de Cordelia se iban deshaciendo con cada kilómetro que los alejaba de la agitada atmósfera de la capital. Un día en la campiña era una idea excelente, largamente ansiada. Sólo hubiese querido que Aral lo compartiera con ella.

Guiado por alguna señal en tierra, el sargento Bothari maniobró suavemente la aeronave para inclinarla hacia su nuevo curso. Droushnakovi, quien compartía el asiento trasero con Cordelia, se puso tensa tratando de no apoyarse sobre ella. El doctor Henri, en el asiento delantero con el sargento, miraba hacia el exterior casi con el mismo interés que Cordelia.

El doctor Henri se volvió para hablarle.

—Le agradezco que me haya invitado a almorzar después del examen, señora. Es un raro privilegio visitar la propiedad de los Vorkosigan.

—¿En serio? —dijo Cordelia—. Sé que no reciben a mucha gente, pero los amigos del conde Piotr suelen venir con bastante frecuencia a montar a caballo. Son unos animales fascinantes. —Cordelia pensó en lo que había dicho, y después de unos segundos decidió que el doctor Henri debía de haber comprendido que con «animales fascinantes» había querido referirse a los caballos, no a los amigos del conde Piotr—. Muestre la menor señal de interés y es probable que el conde lo lleve a recorrer los establos.

—No llegué a conocer al general. —El doctor Henri parecía acobardado, y se acomodó el cuello de su uniforme. Como científico investigador del Hospital Militar Imperial, Henri estaba acostumbrado a tratar con oficiales de alto rango; la diferencia en este caso debía ser que Piotr estaba asociado con gran parte de la historia de Barrayar.

Piotr había adquirido su grado actual a los veintidós años, luchando contra los cetagandaneses en una violenta guerrilla que había arrasado las Montañas Dendarii, visibles ahora en el horizonte del sur. El grado había sido todo lo que el entonces emperador, Dorca Vorbarra, había podido darle en un principio; en esos momentos desesperados era imposible pensar en cosas más palpables como refuerzos, provisiones o dinero. Veinte años después, Piotr había vuelto a cambiar la historia de Barrayar apoyando a Ezar Vorbarra en la guerra civil que logró derrocar al emperador Yuri el Loco. Sin lugar a dudas, el general Piotr Vorkosigan no era un hombre corriente.

—Es fácil llevarse bien con él —le aseguró Cordelia al doctor Henri—. Sólo tendrá que admirar los caballos y formular algunas preguntas acerca de las guerras. Luego podrá relajarse y pasar el resto del tiempo escuchando.

Henri alzó las cejas y buscó algún rastro de ironía en su rostro. El doctor era un hombre agudo. Cordelia sonrió alegremente.

Entonces notó que Bothari la observaba por el espejo ubicado sobre el panel de control. Otra vez. El sargento parecía nervioso ese día. Lo delataba la posición de sus manos, la rigidez en los músculos de su cuello. Los ojos amarillos de Bothari siempre eran inescrutables; hundidos, demasiado juntos y algo desnivelados sobre sus pómulos prominentes y la larga mandíbula. ¿Ansiedad por la visita del doctor? Era comprensible.

Abajo el terreno era ondulante, pero pronto se tornó más escarpado con los cerros que surcaban la zona del lago. Más allá se alzaban las montañas, y a Cordelia le pareció que alcanzaba a ver un destello de nieve en las cumbres más altas. Bothari elevó la aeronave sobre tres cerros consecutivos y luego volvió a descender atravesando un estrecho valle. Unos minutos más, un ascenso sobre otro cerro, y el largo lago quedó a la vista. Un inmenso laberinto de fortificaciones consumidas por el fuego formaba una corona negra sobre un promontorio, y debajo de él se cobijaba una aldea. Bothari hizo posar suavemente la aeronave en un círculo pintado sobre la calle más ancha de la aldea.

El doctor Henri cogió su bolso de equipos médicos.

—El examen sólo llevará unos minutos —le aseguró a Cordelia—, luego podremos continuar.

No me lo diga a mi, sino a Bothari
. Cordelia percibía que el doctor se sentía un poco acobardado ante el sargento. Se dirigía a ella como si la considerase una especie de traductora capaz de poner sus palabras en términos comprensibles para Bothari. Sin duda el sargento era una figura temible, pero ignorándolo no lograría que desapareciese mágicamente.

Bothari los condujo hasta una pequeña casa ubicada en una calle estrecha que desembocaba en el lago. Una mujer robusta con cabellos grises abrió la puerta y sonrió.

—Buenos días, sargento. Pasen, todo está preparado. Señora. —Saludó a Cordelia con una desmañada reverencia.

Cordelia le respondió con un movimiento de cabeza y miró alrededor con interés.

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