Barbagrís (23 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Barbagrís
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Vio que el género al que él pertenecía podía haber llegado a su fin. Año tras año, a medida que los vivos murieran, las habitaciones vacías en torno a él se multiplicarían, como las celdas de una gigantesca colmena que no visita ninguna abeja, hasta que llenaran el mundo. Llegaría un día en que él sería un monstruo, solo en las habitaciones, tras las huellas de su búsqueda, en el laberinto de sus huecas pisadas.

En la habitación, como en el rostro de un inquisidor, estaba escrito su futuro. Su herida era ineludible, pues él mismo la había encontrado. Abrió la boca, para gritar o aspirar un poco de aire, como si alguien le hubiese lanzado a una cascada. Sólo había una cosa, una persona, que podía hacerle tolerable aquel futuro.

Salió corriendo al pasillo, provocando nuevos ecos.

—¡Soy yo! ¡Timberlane! Por el amor de Dios, ¿es que no hay nadie?

Y una voz muy próxima contestó:

—¡Algy, oh, Algy!

Se encontraba en la habitación que en otros tiempos sirviera de imprenta, rodeada de moldes y piezas de maquinaria rotas. Como el resto del edificio, también esta estancia hablaba de un largo abandono. Sus captores la habían atado a las patas de un pesado banco de metal sobre el cual yacían olvidadas galeras de metal, y no había podido desatarse. Calculaba haber estado así desde medianoche.

—¿Te encuentras bien? ¿Te encuentras bien? —preguntaba Timberlane una y otra vez, frotándole los entumecidos brazos y piernas tras haber roto las tiras de plástico que la tuvieran sujeta.

—Estoy perfectamente —contestó Martha, empezando a llorar—. Era todo un caballero, ¡no me ha violado! Supongo que he tenido mucha suerte. No me ha violado.

Timberlane la estrechó entre sus brazos. Durante unos minutos, permanecieron abrazados en el suelo, contentos de sentir el calor y la solidez del cuerpo del otro.

Al cabo de un rato, Martha se vio con ánimos de contar su aventura. El taxista que se la había llevado desde el club Thesaurus no la condujo más que a un garaje particular a poca distancia de allí. Creía poder identificar el lugar. Se acordaba de que encima del garaje había una lancha motora. Estaba asustada, y se resistió cuando el taxista intentó hacerla salir del coche. Entonces apareció otro hombre, con un pañuelo blanco sobre la cara. Llevaba un trozo de algodón impregnado de coloroformo. Entre los dos, colocaron el algodón encima de la nariz y la boca de Martha, y ella perdió el conocimiento.

Cuando se despertó estaba en otro coche, un coche grande. Le pareció que estaban atravesando un suburbio o una zona en las afueras de la ciudad; se veían árboles y casas bajas, y había otra muchacha tendida junto a ella. Entonces, el hombre que iba en el asiento delantero vio que se estaba despertando y, volviéndose hacia atrás, la obligó a inhalar más cloroformo.

Cuando Martha volvió a recobrar el sentido, estaba en un dormitorio. Se hallaba encima de una cama, al lado de la muchacha que fuera con ella en el coche. Ambas se incorporaron y trataron de serenarse. La habitación donde se encontraban no tenía ventanas; les pareció una gran estancia dividida en dos. Entró una mujer morena y se llevó a Martha a otra habitación. Fue conducida a presencia de un hombre cubierto por una máscara, que le permitió tomar asiento. El hombre le dijo que había tenido suerte de ser una de las elegidas, y que no debía asustarse. Su jefe se había enamorado de ella, y la tratarla bien si accedía a vivir con él; las flores que le habían sido enviadas constituían una prueba de la honestidad de sus intenciones. A pesar de la cólera y el miedo que la dominaban, Martha logró mantenerse callada.

Después fue conducida a presencia del «jefe», en una tercera habitación. Tenía el rostro delgado y la barbilla hundida. Llevaba una máscara. Su mandíbula parecía gris a la radiante luz que iluminaba la estancia. Se levantó al ver entrar a Martha y rompió a hablar con voz suave y profunda. Le dijo que era rico y estaba solo, y que necesitaba su compañía tanto como su cuerpo. Ella le preguntó cuántas jóvenes se requerían para vencer su soledad; él contestó irasciblemente que la otra muchacha era para un amigo suyo. Él y su amigo eran hombres tímidos, y tenían que recurrir a este método de presentación; no era ningún criminal, y no tenía intención de hacerle daño.

—Muy bien —le dijo Martha—, déjeme marchar. —Le explicó que estaba prometida y no tardaría en casarse.

El hombre estaba sentado en una mecedora detrás de una mesa. La silla y la mesa se hallaban sobre un estrado. El hombre se movió imperceptiblemente. La miró en silencio durante unos instantes, hasta que ella se sintió violenta y asustada. Lo que más la asustó fue su convencimiento de que el hombre también estaba asustado de ella, y llegaría a cualquier extremo para alterar la situación.

—No tendrías que casarte —le dijo al fin—. No puedes tener hijos. Las mujeres ya no pueden tener hijos, ahora que la enfermedad de la radiación está tan de moda. Los hombres odiaban tanto a esos horribles mocosos llorones, que sus deseos secretos ban sido escuchados, y ahora las mujeres sirven para cosas más bonitas. Tú y yo podríamos hacer cosas muy bonitas.

»Eres muy hermosa, tienes unas piernas, un pecho y unos ojos incomparables. Pero sólo eres carne y sangre, igual que yo. Una cosa tan pequeña como un bisturí podría atravesar tu carne y dejarte inútil para las cosas bonitas. Siempre les digo a mis amigos: "Ni siquiera la más hermosa de las muchachas puede resistir a un pequeño bisturí." Estoy seguro de que preferirás hacer cosas bonitas, ¿no es así?

Martha repitió, con voz temblorosa, que iba a casarse.

El volvió a guardar silencio, y no se movió. Cuando habló de nuevo lo hizo con menos interés, y sobre un tema muy distinto.

Dijo que le gustaba su atractivo acento extranjero. Tenía un gran refugio subterráneo a prueba de bombas, provisto con comida y bebida para dos años. Tenía un avión particular. Podían pasar el invierno en Florida, si ella firmaba un acuerdo con él. Podían hacer cosas muy bonitas.

Ella le dijo que tenía los dedos muy feos. No quería tener nada que ver con alguien que tuviera las manos así.

Él apretó un timbre. Entraron dos hombres y agarraron a Martha. La mantuvieron inmóvil mientras el hombre de la máscara bajaba del estrado, la besaba y acariciaba su cuerpo por debajo del vestido. Ella se debatió y le dio una patada en la espinilla. La boca del hombre tembló. Ella le llamó cobarde. El hombre ordenó que se la llevaran. Los otros dos individuos la arrastraron hasta el dormitorio y la acostaron encima de la cama, mientras la otra muchacha lloraba ruidosamente en un rincón. Enfurecida, Martha gritó con todas sus fuerzas. Los hombres la hicieron callar con otro algodón empapado en cloroformo.

Cuando recobró el conocimiento, el frío aire nocturno la despejó instantáneamente. Se encontraba en el desierto edificio de la Prensa de la Indulgencia, atada a un banco.

Había pasado toda la noche en un estado de miedo indescriptible. Al oír ruido en el piso inferior, no se atrevió a gritar hasta que Timberlane pronunció su nombre, temiendo que sus secuestradores hubieran regresado a buscarla.

—¡Ese tipo repugnante y asqueroso! Si llegara a ponerle las manos encima, le retorcería el pescuezo… Amor mío, ¿estás segura de que esto fue todo lo que te hizo?

—Sí… aunque sin comprenderlo bien, me pareció que había obtenido la emoción que buscaba, una parte de mi miedo que necesitaba… no lo sé.

—Quienquiera que fuese, era un maníaco —dijo Timberlane, abrazándola fuertemente, y acariciándole el cabello—. ¡Gracias a Dios que su locura fuera ésta y no te ha hecho verdadero daño! Oh, amor mío, es como un milagro. Nunca te abandonaré.

—De todos modos, tampoco me abraces tan fuerte, cariño, hasta que haya tomado un baño —dijo ella, echándose a reír débilmente—. ¡En qué estado debías hallarte al ver que el taxi se alejaba conmigo dentro, pobrecito!

—Dyson y Jack me han sido de gran ayuda. He dejado una nota para Jack en el cuartel general por si acaso me metía en un lío. La policía se encargará de buscar a ese gusano. Los detalles que les proporcionarás serán suficientes para encontrarle.

—¿Tú crees? Estoy segura de poder identificarle, si me dejan verle los dedos. Me pregunto, he pasado toda la noche pensando en ello, lo que debe haberle ocurrido a la otra muchacha. No sé lo que debe suceder cuando te entregas a un hombre así.

De repente rompió a llorar y rodeó la cintura de Timberlane con sus brazos. Él la ayudó a levantarse, y se sentaron encima de unas placas donde había escritas varias frases al revés y boca abajo. Él la estrechó entre sus brazos y le enjugó las lágrimas con su pañuelo. Se le habían despintado las cejas, y tenía la frente tiznada; mojando el pañuelo con un poco de saliva, Timberlane le quitó los restos de pintura.

Al tenerla tan cerca, verla y ayudarla a reponerse, no pudo contener una ráfaga de palabras.

—Escucha, Martha, cuando ayer noche me mordía los puños en la comisaría, repetí tu pregunta a Bill Dyson; ya sabes, que por qué se habían tomado la molestia de hacerte venir desde Inglaterra. Al principio intentó convencerme de que la única razón era que él y Jack eran unos sentimentales. No la acepté como válida, así que terminó diciéndome la verdad. Me confesó que era una regla de DOUCH. Al término de este curso, me devolverán a Inglaterra, y si las cosas empeoran hasta el grado que creo, me encontraré aislado, desprovisto de su ayuda.

»Actualmente, predicen el establecimiento de regímenes autoritarios en Gran Bretaña y América en cuanto cesen las hostilidades. Creen que las comunicaciones internacionales no tardarán en formar parte del pasado. La supervivencia será difícil, y lo será cada vez más, tal como Bill afirmó con algo de satisfacción. Así que DOUCH me pide —a mí, al japonés, al alemán, al israelí, y los demás operadores— que me case con lo que ellos llaman "una nativa", una chica que haya sido criada en el lugar donde yo he sido destinado, y que, por lo tanto, conozca las circunstancias locales. Tal como dijo Dyson: "El conocimiento del medio ambiente es un factor de supervivencia."

»No es sólo eso, pero el punto esencial es que querían que estuvieras cerca de mí para que yo no me interesara demasiado por ninguna chica de aquí y destrozara el proyecto. Si yo me casara con una chica americana, no les serviría de nada.

—Siempre hemos sabido que eran muy concienzudos.

—Sí. Mientras el viejo Bill hablaba, vi claramente cómo sería el futuro. ¿Has intentado alguna vez mirar hacia el porvenir, Martha? Yo, no. Quizá sea falta de valor, tal como me decía mi madre acerca de su generación, que no miraba hacia el futuro al enterarse de la fabricación y explosión de más bombas nucleares. Pero estos americanos lo han hecho. Han visto lo difícil que será la supervivencia. Han convertido la supervivencia en cifras, y las cifras respecto a Gran Bretaña demuestran que si continúa la presente tendencia, en el plazo de quince o veinte años únicamente el cincuenta por ciento de la población se mantendrá con vida. Gran Bretaña es particularmente vulnerable porque nuestro grado de autoabastecimiento es muy inferior al de Estados Unidos. La cuestión es que todas las enseñanzas que DOUCH me inculca están dirigidas a incluirme junto con el camión DOUCH en ese dudosamente privilegiado cincuenta por ciento. Y por muy materialistas que sean, han llegado a una conclusión que seguramente mi religioso compañero de Assam, Charley Samuels, confirmaría: que lo único que puede hacer tolerable ese fúnebre futuro es la elección acertada de una compañera. —Se interrumpió. Martha se estaba riendo con un sonido parecido al de sollozos reprimidos.

—¡Algernon Timberlane, pobre alma perdida, éste es un lugar muy poco apropiado para declararse a una muchacha!

Irritado, él preguntó:

—¿Realmente te parece tan gracioso?

—Los hombres siempre tienen que explicarse las cosas en voz alta. No te preocupes, es algo que me encanta. Me recuerdas a mi padre, cariño, aunque tú eres mucho más excitante. Pero no me río de tus conclusiones, te aseguro que no. Ya hace mucho tiempo que yo había llegado a la misma.

—Martha, te amo desesperadamente, te necesito desesperadamente. Quiero casarme contigo lo antes posible, y no quiero que nunca volvamos a separarnos, ocurra lo que ocurra.

—Mi amor, te quiero y te necesito tanto como tú a mí. ¿Por qué otra razón crees que vine a América? Nunca te dejaré, no temas.

—Claro que temo; ¡muchísimo! Ahora mismo, cuando me creía solo en esta morgue, he tenido la visión de lo que sería hacerse viejo en un mundo igual de viejo. No podemos evitar hacernos viejos, pero si lo hacemos juntos será mucho más tolerable.

—¡Así será, así será, cariño! Estás trastornado. Salgamos de aquí. Creo que soy capaz de andar, si me das el brazo.

Él se alejó unos pasos de ella, sonriendo, con las manos ocultas a la espalda.

—¿Estás segura de que no quieres dar primero un vistazo a mis dedos, antes de darme el sí?

—Pondría la mano en el fuego por ellos, tal como diría Jack. Llévame hasta la ventana para ver como me desenvuelvo. Oh, mis piernas… creía que iba a morir, Algy…

Mientras ella atravesaba la habitación a pequeños pasos, del brazo de Timberlane, las sirenas que anunciaban un próximo bombardeo dejaron oír su estridente aullido por toda la ciudad. Sus huecas voces procedían de muy lejos, pero de todas direcciones. El mundo continuaba su proceso de destrucción. Mezclado con ellas se oyó el sonido más débil de la sirena de un coche de policía. Llegaron a la ventana, cubierta de telarañas entre los estrechos barrotes. Timberlane la abrió y sacó la cabeza entre dos barras de hierro.

En aquel momento, se detenían dos coches de policía frente al edificio. Las portezuelas se abrieron, y varios agentes uniformados se apearon del vehículo. Entre ellos, saliendo del coche posterior, estaba Jack Pilbeam. Timberlane le llamó a gritos. Los hombres alzaron los ojos hacia él.

—¡Jack! —gritó—. ¿Puedes retrasar tu viaje durante veinticuatro horas? ¡Martha y yo necesitamos un padrino!

Levantando el pulgar derecho por encima de la cabeza, Pilbeam desapareció de su vista. Al cabo de un momento, el ruido de unas pisadas resonaba en la escalera.

5. El río: Oxford

Charley Samuels se puso en pie en el esquife y señaló hacia el sudeste.

—¡Allí están! —exclamó—. ¡Las agujas de Oxford!

Martha, Timberlane y el viejo Jeff Pitt también se levantaron, mirando hacia el punto que Charley señalaba. «Isaac», el zorro, empezó a pasear nerviosamente de arriba abajo del banco que corría a lo largo del timón.

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