Poco después de que hubiera debutado como actor, vi varias de sus películas, en parte movido por la curiosidad. Pero un buen día dejé de verlas; ninguna era interesante y los papeles que él interpretaba estaban todos cortados por el mismo patrón: chicos apuestos, aseados y buenos en deporte. Al principio interpretó muchos papeles de universitario, luego de profesor, médico y joven yuppie. A pesar de ello, siempre hacía lo mismo: papeles en los que las chicas bebían los vientos por él. Tenía una bonita dentadura y no me desagradaba ver sus radiantes sonrisas en pantalla. Pero no me apetecía pagar por ver esas películas. No soy un cinéfilo serio y esnob, de los que sólo ven películas de Fellini y Tarkovsky, pero él, hay que reconocerlo, sólo actuaba en bodrios. Películas de bajo presupuesto, con argumentos trillados y diálogos insulsos, a cuyos directores parecía importarles todo un comino.
Sin embargo, bien pensado, él siempre había sido así, incluso antes de convertirse en actor. Simpático, pero, en el fondo, difícil de calar. Fuimos a la misma clase durante dos años, en secundaria. Nos sentábamos a la misma mesa en el laboratorio de ciencias. De vez en cuando conversábamos. Era un tipo encantador, tal y como aparecía en las películas. Ya entonces las chicas suspiraban por él. Cuando se dirigía a ellas, se quedaban mirándolo embobadas. Durante los experimentos de ciencias no le quitaban los ojos de encima. Si había algo que no les había quedado claro, se lo preguntaban a él. Cuando con aquel gesto grácil encendía el mechero bunsen, lo observaban como si estuviera encendiendo la antorcha en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos. En mí, en cambio, ni se fijaban.
Sacaba buenas notas. Solía ser el primero o el segundo de la clase. Amable, sincero, nunca se envanecía. Vistiera como vistiese, siempre se le veía limpio, elegante y de aspecto educado. Era refinado hasta cuando meaba. Y muy pocos hombres mean con elegancia. Cómo no, se le daban bien los deportes y era un excelente delegado de curso. Ignoro si era cierto, pero se rumoreaba que había algo entre él y la chica más popular de la clase. Los profesores lo tenían en un pedestal y, el día de visita de los padres, las madres lo colmaban de elogios. Pero yo nunca supe cómo era realmente ni qué pensaba.
Igual que en sus películas.
¿Por qué iba a pagar para ver aquel filme?
Tiré el periódico a la papelera y regresé al hotel bajo la nieve. Al pasar por el vestíbulo, miré hacia recepción: la chica no estaba allí. Debía de ser la hora del descanso. Me fui a la sala donde estaban los videojuegos y eché varias partidas al Pac-Man y al Galaxy. Son juegos bien hechos, pero lo ponen a uno neurótico. Demasiado belicosos, además. Con todo, ayudan a pasar el rato.
Luego volví a mi habitación y leí.
Fue una mañana desaprovechada. Cuando me hartaba de leer, contemplaba la nieve por la ventana. No dejó de nevar en toda la mañana. Al mediodía fui a la cafetería del hotel y almorcé. Cuando regresé a mi habitación, volví a leer y contemplar la nieve.
Sin embargo, al final, sí ocurrió algo interesante. Leía, metido en la cama, cuando a las cuatro de la tarde alguien llamó a la puerta. Abrí y allí estaba ella, la chica de recepción, con sus gafas y su chaqueta azul claro. Se coló rápidamente por la estrecha abertura de la puerta, como una sombra plana, y la cerró.
—Si me ven aquí, me despiden. Son muy estrictos con estas cosas —me dijo.
Tras echar un vistazo a la habitación, se sentó en el sofá y se estiró la falda. Suspiró.
—Es mi hora de descanso —dijo.
—¿Quieres tomar algo? Iba a abrirme una cerveza.
—No, gracias. No tengo mucho tiempo. Oye, ¿qué haces todo el día encerrado en la habitación?
—Nada en especial. Matar el tiempo. Leo, miro la nieve… —le contesté mientras sacaba una cerveza de la nevera y la servía en un vaso.
—¿Qué lees?
—Un libro sobre la guerra civil española. Exhaustivo, la analiza de principio a fin. Con todas sus implicaciones. —La guerra civil española fue, ciertamente, una guerra compleja y con mucha enjundia. Antiguamente había guerras así.
—Escucha, no me malinterpretes, ¿vale? —dijo ella.
—¿Malinterpretarte? —repetí—. ¿Porque has venido a mi habitación?
—Sí.
Me senté en el borde de la cama con el vaso de cerveza en la mano.
—No te preocupes. Estoy un poco sorprendido, pero me alegro de tener compañía. Estaba aburrido y no tenía nadie con quien hablar.
Se puso de pie y, en medio de la habitación, se quitó la chaqueta sin hacer ruido y la colgó en el respaldo de la silla del escritorio, con cuidado para que no se arrugase. Luego vino a mi lado y se sentó con las piernas muy juntas. Sin chaqueta parecía más frágil y vulnerable. Rodeé sus hombros con mi brazo, y ella apoyó la cabeza en mi hombro. Olía muy bien. La blusa blanca parecía recién planchada. Permanecimos así unos cinco minutos. Yo rodeándola con mi brazo, y ella con la cabeza apoyada en mi hombro, los ojos cerrados, respirando tranquilamente, como si durmiera. Fuera, la nevada amortiguaba los ruidos de la ciudad. No se oía absolutamente nada.
Supuse que estaría agotada y que necesitaba un lugar donde descansar. Yo era como una percha para aves. Me dio pena verla tan cansada. Me parecía injusto y absurdo que una chica tan guapa y joven estuviera tan fatigada. Así y todo, aquello no era ni injusto ni absurdo. El cansancio no entiende de edades ni de belleza. Es igual que las tempestades, los terremotos o las inundaciones.
Cinco minutos después alzó la cabeza, se aparto de mí y volvió a ponerse la chaqueta. A continuación se sentó en el sofá y jugueteó con el anillo que llevaba en el meñique. Al ponerse la chaqueta pareció otra vez un tanto tensa y distante.
Yo la miraba sentado en la cama.
—Cuando te pasó lo de la decimosexta planta —me aventuré—, ¿hiciste algo que no suelas hacer? Antes o después de subir en el ascensor.
Ella se quedó pensativa, inclinando un poco el cuello.
—No sé… Creo que no. No recuerdo haber hecho nada especial.
—¿No viste ninguna señal, no tuviste ningún presagio raro?
—Todo fue como siempre —contestó ella encogiéndose de hombros—. No había nada raro. Simplemente subí en ascensor y, cuando la puerta se abrió, todo estaba negro.
Yo asentí.
—Oye, ¿por qué no cenamos juntos hoy?
Ella negó con la cabeza.
—Lo siento, hoy tengo un compromiso.
—¿Y mañana?
—Mañana tengo clase de natación.
—Clase de natación —repetí. Entonces sonreí—. ¿Sabías que en el Antiguo Egipto también daban clases de natación?
—Pues no —dijo—. Es mentira, ¿verdad?
—En absoluto. Una vez tuve que documentarme para un trabajo —le expliqué. Pero el hecho de que fuese verdad no aportaba nada.
Ella consultó su reloj y se levantó. «Gracias», me dijo. Y se marchó con el mismo sigilo con que había entrado. Fue lo único interesante que me pasó en todo el día. Algo modesto. Me dije que los antiguos egipcios también debían de llevar una vida modesta, disfrutando de placeres sencillos, hasta que les llegaba la muerte. Aprendían a nadar, embalsamaban momias. Ese cúmulo de pequeñas cosas es lo que la gente llama civilización.
A las once de la noche volvía a estar mano sobre mano. Todo lo que podía hacer, ya lo había hecho. Me había cortado las uñas, me había dado un baño, me había limpiado los oídos, había visto las noticias. Había hecho flexiones y estiramientos, había cenado. Había terminado el libro. Aun así, no tenía sueño. Quería probar una vez más el ascensor para empleados, pero era demasiado temprano. Prefería esperar hasta pasadas las doce, cuando el personal dejaba de ir y venir.
Me decidí a subir al bar de la vigesimosexta planta. Pedí un
martini
y pensé en los egipcios mientras contemplaba, al otro lado de la cristalera, cómo los copos de nieve remolineaban sobre la inconmensurable oscuridad nocturna. Me pregunté qué clase de vida llevaban realmente los antiguos egipcios. ¿Quiénes de ellos irían a clases de natación? Seguramente sólo los de alta alcurnia, como la familia del faraón o miembros de la nobleza. Gente en la onda, de la
jet set
. Se las habrían ingeniado para construir una especie de piscina privada en un tramo del Nilo, donde les enseñaban a nadar con estilo. Los instructores sin duda eran personas afables, como mi amigo el actor, que orgullosos y con aires de suficiencia les dirían a sus insignes alumnos: «Excelente, su alteza. Si pudiera tan sólo estirar un poquito más el brazo derecho cuando nade a crol…».
Me imaginaba ya la escena. El Nilo con sus aguas de un azul oscuro como la tinta, el sol cegador (aunque sin duda dispondrían de algún tejadillo de juncos para protegerse), los soldados armados con lanzas para ahuyentar a los cocodrilos y a la plebe, los juncos meciéndose, los ilustres hijos del faraón nadando… Pero ¿qué ocurriría con las hijas del faraón? ¿Aprenderían también ellas a nadar? Pongamos, por ejemplo, a Cleopatra. Una Cleopatra en sus años mozos, con un aire a Jodie Foster. ¿Se volvería ella también loca al ver a mi amigo, el instructor de natación? Seguro que sí. Estaba predestinado.
Si filmaran una película así, no me importaría ir a verla.
El instructor de natación no podía ser de origen humilde, sino el hijo del rey de Israel o de Asiria. Tras sufrir una derrota en la guerra, lo habían capturado y se lo habían llevado como esclavo a Egipto. Sin embargo, la esclavitud no hizo mella en su afabilidad. En eso no se parecía a Charlton Heston ni a Kirk Douglas. Esgrimía una sonrisa radiante, de dientes blancos, y meaba con elegancia. Le daban un ukelele y se arrancaba a cantar
Rock-a-Hula Baby
a orillas del Nilo. Era un papel hecho a su medida.
Un buen día, el séquito del faraón pasa por delante del mozo. Está cortando juncos en la ribera cuando, de pronto, vuelca una de las barcas que avanzan por el río. Sin dudarlo un instante, se arroja a las aguas, nada con un espléndido crol y, esquivando a los cocodrilos, devuelve a una niña a tierra firme. Todo ello con una elegancia tremenda. Con la misma elegancia con la que encendía el mechero bunsen en el laboratorio del colegio. El faraón, que ha presenciado la escena, se dice que aquel muchacho sería un buen instructor de natación para sus hijos. El anterior instructor había sido arrojado a un pozo sin fondo hacía apenas una semana, por impertinente. Y así se convierte en el profesor de natación de la corte. Como es un tipo simpático, todos lo adoran. De noche, las damas de honor ungen su cuerpo con bálsamos y se cuelan en su lecho. Tanto príncipes como princesas sienten devoción por él. Seguiría una espectacular escena coral, como las de
Escuela de sirenas
o
Anna y el rey de Siam
. Los príncipes y las princesas, junto al instructor, interpretan un brillante número de natación sincronizada con ocasión del cumpleaños del faraón. Su Alteza se regocija, con lo que la popularidad del instructor no hace sino aumentar. Él, con todo, nunca se jacta de ello. No es un engreído. Nunca pierde su sonrisa radiante y mea siempre con elegancia. Cuando se acuesta con alguna dama de honor, se tira una hora sólo con los preliminares, la hace correrse como es debido y al terminar le acaricia el cabello y le suelta: «¡Eres cojonuda!». Es todo un galán.
Intenté imaginarme cómo sería acostarse con una dama de honor del Antiguo Egipto. Pero por más que me esforzaba, sólo me venía a la mente la
Cleopatra
de la Twentieth Century Fox. Gran superproducción. Elizabeth Taylor, Richard Burton y Rex Harrison. Exóticas chicas de Hollywood de tez morena y larguísimas piernas que con larguísimos abanicos daban aire a Elizabeth Taylor. Deleitarían al instructor con atrevidas poses seductoras. Las egipcias son expertas en eso.
Entonces la Cleopatra con una retirada a Jodie Foster se queda prendida del muchacho.
Un topicazo, lo reconocía, pero así son las películas.
Él también esta coladito por la Jodie Cleopatra.
Sin embargo, no es el único que la desea. Un príncipe de Abisinia, negro como el ébano, también suspira por ella. Le gusta tanto que, cada vez que piensa en la princesa, se pone a bailar. Un papel hecho a la medida de Michael Jackson. El príncipe, impulsado por su amor, atraviesa el vasto desierto que separa la lejana Abisinia de Egipto. Durante la travesía en caravana, canta y baila
Billie Jean
frente a la hoguera que encienden de noche. Sus ojos resplandecen a la luz de la luna. Y, claro, entre el instructor y Michael Jackson surge el conflicto. Estalla una rivalidad amorosa.
Hasta ese punto había discurrido cuando el barman se acercó a mí y, con aire de lamentarlo mucho, me anunció que era hora de cerrar. Al mirar mi reloj vi que eran las doce y cuarto. Ya no quedaban clientes. El barman casi había terminado de recoger. Dios mío, ¿cómo he podido pasar tanto rato pensando en estas tonterías?, me sorprendí. Había sido estúpido y absurdo. Es algo que me ocurre a veces. Firmé la cuenta, apuré el
martini
y me levanté. Luego esperé el ascensor con las manos en los bolsillos.
Me dije entonces que Jodie Cleopatra estaba obligada a casarse con su hermano menor, conforme a la tradición. No conseguía quitarme ese guión de la cabeza. Las escenas se proyectaban en mi mente, una tras otra. El hermano era un tío pusilánime y retorcido. ¿Quién podría interpretarlo? A Woody Allen le iba que ni pintado. Ésa sería la parte cómica. Deambularía por la corte haciendo chistes sin gracia y dándose en la cabeza con un martillo de plástico. No, no era buena idea.
Ya pensaría en otro momento en el hermano. Al faraón lo encarnaría Laurence Olivier. Andaría siempre con jaquecas, presionándose las sienes con la punta de los dedos. A quien no le caía bien, lo arrojaba a un pozo sin fondo o lo echaba a luchar con los cocodrilos en el Nilo. Era inteligente y despiadado. También ordenaba que arrancasen los párpados a la gente y abandonasen a los desdichados en el desierto.
Cuando iba por esa parte, las puertas del ascensor se abrieron silenciosamente. Entré y pulsé el botón del decimoquinto. Volví a pensar en el argumento. No me apetecía, pero era superior a mis fuerzas.
El escenario cambiaba a un desierto yermo. Un profeta desterrado por orden del faraón vivía escondido en una cueva en medio del desierto. Aunque le habían arrancado los párpados, se las había arreglado milagrosamente para sobrevivir. Se cubría con una piel de carnero para protegerse del sol y vivía sumido en la oscuridad, comiendo insectos y mascando hierba. Profetizaba el futuro con su ojo interior: la caída del faraón, el ocaso de Egipto y el gran vuelco que sufriría el mundo.