Arrebatos Carnales (9 page)

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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

BOOK: Arrebatos Carnales
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EPÍLOGO

Cuando la emperatriz Carlota se embarcó rumbo a Europa en junio de 1866 supuestamente «para tratar de convencer a Napoleón III y al Papa Pío IX de las consecuencias de suprimir la intervención militar francesa», se cancelaron de inmediato las obras de beneficencia que ella había iniciado con tan buen empeño y eficacia. En particular, las mujeres extrañarían el entusiasmo con el que Carlota había intentado rescatar de las tinieblas de la ignorancia, del sometimiento y de la insalubridad a niños y ancianos, a los que dedicó buena parte de sus tareas altruistas. Tanto fue querida la emperatriz por sus súbditos que cuando su barco se perdió en la inmensidad del horizonte marino, todavía se escuchaba aquella canción compuesta por el pueblo que tanto le agradecía su sentido filantrópico:

Adiós mamá Carlota

Adiós mi tierno amor

Se marchan los franceses

Se va el emperador

Alegre el marinero

Con voz pausada canta

Y el ancla ya levanta

Con extraño rumor

La nave va en los mares

Botando cual pelota:

¡Adiós mamá Carlota

Adiós mi tierno amor!

Carlota zarpó rumbo a Europa porque no quería saber del hijo de su marido, el emperador, que abriría por primera vez los ojos en agosto de 1866, ni tampoco deseaba dar a luz a su propio vástago en tierras mexicanas, por lo que Maxime Weygand nacería en Miramar el 21 de enero de 1867, por más que haya sido registrado en Bélgica en ese mismo año. ¿Quién acompañó a la emperatriz durante su viaje de regreso a Europa? Una de las personas que más odió en su existencia: el conde Carlos de Bombelles, precisamente el autor de la pasada narración. ¿Razones de su presencia? Preservar los secretos y vigilar que Carlota cumpliera en todo momento con su palabra, cerciorarse de que la familia real austriaca le dispensara las debidas atenciones para ayudarla a cumplir con su cometido evitando todo tipo de filtraciones. En síntesis, viajaba como espía y testigo, la oreja y los ojos de Maximiliano...

Deben subrayarse con doble línea negra las frecuentes náuseas que sufrió Carlota durante la larga travesía de Veracruz a Saint-Nazaire, así como los vómitos recurrentes padecidos durante su paseo en coche en los Alpes y las Dolomitas. Disimular los primeros meses de embarazo no fue nada difícil, con la moda de los grandes
chales
cubriendo hasta debajo de la cintura, y las gigantescas
crino
linas
de la época que habían obligado a suprimir un sillón de cada dos en el teatro Compiégne...

Durante sus conversaciones con Napoleón III, la emperatriz hizo todo lo posible por mostrarse esquiva y demente. Ejecutó a la perfección el plan, exhibiendo tan enormes como desconocidas facultades histriónicas que Napoleón III y su mujer, Eugenia, se convencieron de la locura precoz de aquella princesa belga que tan bien los había impresionado en su momento. Los emperadores franceses no pudieron ocultar su azoro al constatar la conducta inexplicable de la emperatriz durante la breve audiencia que le concedieron en el Castillo de Fontainebleau. Repentinamente gritó durante una amable conversación:

—Sangre, sangre... —exclamó recorriendo los salones imperiales, como una fiera recién presa se revuelve en su jaula—. Sangre... —siguió vociferando sin control—: ¡Ay, cuánta sangre —continuó entre sollozos y risas histéricas—, va a correr por culpa de vuestro abandono, y toda va a caer sobre la cabeza y la corona de Vuestra Majestad! ¡Maldición, maldición! Mi sangre de Borbones se ha humillado, arrastrado a los pies de un Bonaparte. ¡Ay... maldición...! —exclamó tirándose de los cabellos para desplomarse sin sentido sobre la alfombra.

Llamada una de las damas de Carlota que esperaba en la antesala, ayudó a Eugenia a aflojarle las ropas y a friccionarla y a darle a oler sales. El emperador abandonó el salón.

—¡Asesinos... asesinos. No quiero más refresco envenenado... No quiero... No... Asesinos...! —y se perdió en una crisis de llanto prolongado.

Escandalizado, Napoleón III solicitó los oficios de Pío IX para que se apiadara de esa pobre mujer enloquecida concediéndole una audiencia inmediata. Efectivamente el Papa recibió, contra su voluntad, a la emperatriz Carlota, quien de forma intencional se quemó las manos al introducirlas en un caldero ardiente, para el espasmo y horror del Sumo Pontífice.

Carlota habló de sus sueños mientras observaba por el rabillo del ojo derecho el rostro estupefacto de sus interlocutores. Sabía que se burlaba de ellos. Sabía también que debían disimular, por cortesía, sus impresiones: la emperatriz soñaba que su marido era el soberano de la Tierra.

Durante su visita por el Vaticano, Carlota expuso sus puntos de vista: «Es que me muero de hambre, Santísimo Padre... Perdón, pero hace dos días que no puedo comer nada. Perdón... pero todo lo que me sirven está envenenado».

Con virtud y paciencia apostólica, Su Santidad compartió el desayuno con una criatura ciertamente extraña, la única mujer que había pasado la noche en la Capilla Sixtina, después de haberse improvisado un dormitorio para ayudarla a superar sus escalofriantes miedos. El Papa la confortó con su palabra luminosa, le dio su bendición, y al verla ya tranquila, la despidió atribuyendo aquello a un trastorno pasajero. Si el Papa hubiera sabido que la
locura
se presentó
agresiva y curiosamente
a partir del momento en que la emperatriz fue informada de su embarazo...

Con la obsesión del veneno, de no ser por la señora Doblinger, su camarera heroica y abnegada, Carlota hubiera muerto de hambre. La buena señora convirtió el cuarto de hotel en gallinero, y en presencia de la enferma mataba y cocinaba un pollo conforme se necesitaba. El plan marchaba a las mil maravillas.

Después de haber fracasado en el intento de
convencer
a Napoleón III y al Papa de sus afanes políticos y diplomáticos, se dirigió a la corte austriaca, de donde surgió la noticia, como un reguero de pólvora, de que Carlota, la emperatriz mexicana, esposa de Maximiliano de Habsburgo, había caído en demencia y necesitaba ser recluida para recibir el adecuado tratamiento médico. ¿El diagnóstico clínico? Carlota «padece una psicosis maniaco-depresiva caracterizada por frecuentes ataques de paranoia y esquizofrenia en las que se alterna con euforia y melancolía...» ¿Se prestó el doctor Louis Laussedat a una simulación? ¿Se habrá inclinado ante la razón de Estado? ¿Era un familiar de la corte de Bélgica? Quizá menos de lo que algunos han afirmado. Parece, efectivamente, que ese médico francés atendía a numerosos miembros de la alta sociedad de Bruselas, y era bastante cercano a la corte. Su sobrino, el doctor Henri Laussedat, fue llamado a presentar sus cuidados a Leopoldo II al final de su vida.

La estrategia funcionaba a la perfección. Francisco José, el emperador, y su madre Sofía, entendieron cabalmente la importancia de guardar la máxima discreción para ocultar, a corno diera lugar, el embarazo de Carlota, del que Maximiliano se declaró, en la intimidad familiar, totalmente inocente, negándose en todo caso a reconocer la paternidad del real bastardo. Cuando nació Maxime Weygand —algo tenía de parecido con el nombre de Maximiliano—, Carlota se trasladó a Bélgica, en febrero de 1867, para morir en reclusión «víctima de una enfermedad mental», en 1927, encerrada en el castillo de Bouchout.

Los médicos reales que la atendieron durante el parto dieron fe del nacimiento de su hijo. Otro grupo de doctores confirmaron el estado de demencia de la emperatriz, a sabiendas de que no sufría la enfermedad cuya existencia estaban afirmando. Una parte más de las intrigas y poderes palaciegos...

Maxime Weygand, el hijo de Carlota, fue registrado como de padres desconocidos. A nadie escapó el notable parecido entre Maxime Weygand y Alfred Van der Smissen. Era asombroso realmente. Ambos eran idénticos. El niño fue educado por un tutor llamado David de León Cohen, quien más tarde lo hizo reconocer civilmente por su contador, un francés complaciente llamado Francois Joseph Weygand; reconocimiento que permitió al joven oficial, que entró en Saint-Cyr a título de extranjero, ser nombrado sin dificultad subteniente en la caballería francesa. En 10 que hace a Weygand, éste llegó a ser jefe del Estado Mayor de Francia en la Primera Guerra Mundial y posteriormente ministro de Defensa, además de mariscal de Francia, miembro de la Academia y prologuista dellibro
L'Empire Oublié. La aventura mexicana.

«La casa donde nació Weygand, que es hoy la Taverne Waterloo, fue comprada en 1904 por el barón Auguste Goffinet, gran maestro de los comandos de la emperatriz Carlota y administrador de la fortuna personal de Leopoldo II, y vendida una vez más en 1927 después del fallecimiento de la antigua soberana...»

Otro detalle impresionante: una señora muy vieja sabía por el ingeniero de Broeu, entonces de ochenta y cinco años, e hijo de un médico de la emperatriz Carlota, que «cuando Weygand permanecía en Bruselas, iba a Bouchout (residencia de la emperatriz) ya veces cenaba con el propio barón Auguste Goffinet». Ésta es una confidencia hecha a Albert Duchesne por el conde Robert Capelle, entonces secretario de Leopoldo II...

Pero Weygand no respondió y tampoco asistió al sepelio de la emperatriz, aunque se haya afirmado lo contrario.

En suma, no fue la locura sino su embarazo lo que la obligó a esconderse en el castillo de Miramar, que después de todo se había construido con su dinero, con la herencia de su padre, Leopoldo I de Bélgica. Y si no, ¿por qué no fue encerrada en un manicomio? ¿No constituía al menos una temeridad o una irresponsabilidad perrnanecer solitaria en un castillo, como si no pudiera atentar contra su propia vida o contra la de las personas que supuestamente la rodeaban?

Pero llama todavía más la atención el hecho de que, loca y solitaria, se le permitiera conservar el manejo de su fortuna, de la que formaba parte —sólo parte— ¡un tercio del Congo Belga! Se sabe que «durante los sesenta años de demencia, cada semestre, cuando el administrador de sus bienes se aparecía para rendirle cuentas, Carlota aparentaba sumergirse en el examen de los números que aquel le presentaba y que ella entendía muy bien», pero, ¿será que sólo aparentaba sumergirse o que en efecto se sumergía en esos números, en ese mar de números que para 1887 le revelaban la posesión de 29 millones de francos?

Lo cierto es que «en un balance posterior, hecho en 1909, su capital era de más de 53 millones de francos. Carlota era una de las mujeres más ricas del mundo». Con mucha, con sobrada razón, «por la comarca —de Miramar— llegó a correr el rumor de que Carlota estaba en su sano juicio y que todo aquello de la locura era una historia inventada...»

Resulta particularmente curioso que en la misma medida en que Carlota adquiere conciencia de su estado de gravidez, aumenta significativamente su supuesta locura, al extremo de que ésta se manifiesta con sorprendente agresividad a partir del momento en que desembarca en Europa después de un mes aproximado de travesía trasatlántica. Antes de viajar, escasamente se distinguen señales de demencia mientras todavía se encuentra en México. ¿Enloquece durante las semanas de navegación? No puede ser el caso: Carlota se expresa con la debida claridad ante Napoleón III y ante el Papa, hilvana sus razonamientos, los cuales presenta de manera espléndidamente articulada y vertebrada, salvo las ocurrencias de advertir las intenciones de envenenarla o su decisión de quemarse las manos en un caldero u otras extravagancias que convencieron al emperador y al vicario de Roma de las perturbaciones mentales que sufría la emperatriz. ¿Loca la que arguye con gran talento e información? ¿Loca la que multiplica su fortuna en el corto plazo? ¿Loca la que no es encerrada en un hospital para enfermos mentales sobre la base de que había perdido totalmente la conciencia? ¿No constituía una auténtica crueldad recluir en un centra hospitalario a una persona en pleno uso de razón? Si al fin y al cabo no se percataba de cuanto acontecía en su entorno, ¿por qué no recluirla entonces, por su seguridad y por la de terceros, en un centro de rehabilitación? Como quiera que sea, la estrategia de salir de México con el pretexto de convencer a Napoleón III y solicitar el apoyo del Papa con tal de esconder su embarazo y simultáneamente aparentar una dolencia para ser apartada de la sociedad, resultó un plan perfectamente urdido por una mujer dueña de una inteligencia superior a la media común.

¿Viajaría por el mundo disfrazada, simulando el encierro en Bouchout? ¿Se habría entrevistado muchas veces con Van der Smissen en distintos lugares del mundo? He ahí, en esas respuestas, preciosas oportunidades para recrear nuevos arrebatos carnales...

Alfred Van der Smissen se privó de la vida en el año de 1897 al darse un tiro en la cabeza sin haber confesado jamás sus relaciones amorosas con la emperatriz Carlota ni reclamado, obviamente, la paternidad del pequeño Maxime. Murió como correspondía a un caballero, preservando un delicado secreto y, por ende, el honor de Carlota, a quien seguía frecuentando secretamente en el castillo de Bouchout y viajando con carácter anónimo por todo el mundo. Weygand tampoco reconoció jamás a su madre. Acusado de colaborar con el nazismo fue liberado al concluir la Segunda Guerra Mundial. Murió en el año de 1965, en París, de noventa y ocho años de edad.

Por su parte, Maximiliano, después de haber pensado o intentado huir de México abdicando al trono de su imperio, dudando del camino a seguir, frágil e indeciso, confundido y manipulado como siempre, decidió finalmente quedarse en el país debido a las súplicas de Concepción Sedano, su amante; las de su madre, la archiduquesa Sofía; las de su esposa, la emperatriz Carlota, así como las de su hermano, el emperador de Austria, y de buena parte de sus súbditos mexicanos, entre ellos, los ultraconservadores Miramón, Mejía y Márquez, los brazos armados de la Iglesia católica, quienes fueron rescatados a última hora de sus misiones en Europa para venir a tratar de salvar militarmente lo poco que quedaba del imperio mexicano.

Maximiliano fue fusilado por Benito Juárez en junio de 1867 en el Cerro de las Campanas. La autopsia no reveló rastro alguno de sífilis ni de ninguna otra enfermedad que le hubiera impedido fecundar a alguna mujer. Los rumores han pretendido hacer pensar que Maximiliano era sifilítico e impotente. Sin embargo, no hay pruebas: los médicos que lo trataron previamente en Austria y en México, los doctores austriacos jelek, Semeleder, Bash, Bohuslavek y el famoso médico mexicano Lucio nunca lo confirmaron. Si en la autopsia o el embalsamamiento los médicos republicanos Rivadeneyra y Licea hubieran encontrado trazos de dichas enfermedades, no hubieran tenido motivos para silenciarlo.

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