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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (5 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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«Vestido, de ordinario, con una levita de paño gris sin chaleco, calzado con pantuflas bordadas de un dibujo chillante y vulgar, el emperador vivía retirado de su gabinete de México, o, más a menudo, en sus residencias campestres de Chapultepec y de Cuernavaca. Gastaba su tiempo en estériles redacciones de proyectos de ley o de reglamentos, en chismorreos sin importancia, y daba audiencia rodeado de sus cuatro perros blancos y bebiendo copa tras copa de champaña, de vinos del Rhin o de España…»

En el mes de febrero de 1866, Maximiliano escribió a una amiga vienesa, la baronesa Binzer, para explicarle en términos líricos, cómo era «el largo valle bendecido del cielo» extendiéndose a sus pies «como un tazón de oro rodeado de cadenas de montañas». En su quinta, la casa de campo Borda, Maximiliano era extraordinariamente feliz, al menos eso quiso hacer creer en Viena: «El jardín de viejo estilo está atravesado por soberbios emparrados de sombra, cubiertos por rosas de té siempre en flor. Innumerables fuentes refrescan la temperatura bajo las coronas enramadas de los naranjos y los rizóforos centenarios. Sobre el balcón que bordea nuestras habitaciones, penden nuestras lindas hamacas, mientras los pájaros multicolores trinan sus canciones, y nosotros nos sumergimos en dulces quimeras». Admiraba más que todo el jardín, una alfombra de flores bajo los árboles de cien especies diferentes, el lago color esmeralda rodeado de manglares y bordeado por una galería barroca construida para gozar mejor la frescura del agua pura traída de la montaña por un acueducto de seis kilómetros. El emperador pensaba que aquel marco hechicero conspiraba a favor de la indolencia y que las horas, arrulladas por el murmullo de las aguas, corrían por ahí deliciosamente, lejos de las preocupaciones de México. Decidió entonces mandar ejecutar las obras necesarias y hacer de La Borda una «residencia secundaria», cuando la canícula volviera insoportable la capital.

Pues bien, yo empecé a ver el rostro atento del emperador cuando Concepción, Conchita Sedano, nos preparaba unos huevos rancheros, con pedazos de jitomate y mucha salsa picante, además de una buena ración de puré de frijoles servidos con queso rallado y totopos, así conocida la tortilla rebanada en triángulos muy bien fritos, dorados, como se decía en aquellas inolvidables latitudes, siendo que esta hermosa mujer de no más de veinte años de edad, una flor de aquellos territorios mágicos, acompañaba el platillo con una carne seca llamada cecina proveniente de un pueblo cercano denominado Yecapixtla. Conchita se presentaba en el reducido comedor lleno de luz y de naturaleza, con una blusa muy amplia que se detenía por un resorte a ambos lados de sus brazos y que dejaba ver el nacimiento de unos pechos plenos, abundantes y tal vez apetecibles para los hombres inclinados a esas cosas. Era de llamar la atención su piel color canela, sus labios gruesos y sugerentes, su estatura ligeramente superior a la media de la región, sus caderas anchas y voluptuosas que el emperador contemplaba atónito hasta que se perdía atrás de la puerta de la cocina para llevar o traer platos o viandas o charolas o cubiertos.

«No camina, flota —me decía Maxi sin que yo experimentara la menor sensación de celoso Fíjate en el perfume que despide cuando se desplaza por el comedor: es un claro olor a heliotropo que me enloquece... ¿A ti no...?»

«Las mujeres no me dicen nada ni huelo a nada», hubiera deseado contestarle a Maximiliano. Por supuesto que no giré, ni mucho menos para ver las formas de aquella peluda, cuyos ancestros bien podrían haber sido vendidos o canjeados por un par de sacos de naranjas en las épocas nada remotas de la esclavitud mexicana en los años de la Colonia española. Yo percibía con la debida claridad cómo Maxi se sentía atraído por aquella mujer, aparentemente extraída de la selva, como si se tratara de hacerse de un trofeo de caza, la cabeza o el cuerpo disecado de una fiera que le hubiera gustado poseer. Carlota nunca reaccionó a sus caricias y, bien lo sabía él, nunca reaccionaría. Asunto concluido. Enterrado. Sólo que Conchita Sedano le despertaba una fiebre, la del conquistador, la de la autoridad colonial que puede hacer lo que le plazca con las bellezas indígenas como si fueran de su propiedad y estuvieran resignadas a cumplir los caprichos que fueran y cuando fueran, a la hora que fueran de sus amos, dueños absolutos de sus vidas...

En una ocasión, mientras desayunábamos a placer gracias a que los dolores de estómago, cada vez más recurrentes en Maximiliano, le habían obsequiado, por lo visto, una breve tregua, la fiera, esa mujer, Conchita, quien día con día empezaba a disputarme el amor y el tiempo del emperador, se colocó a su lado para poner sobre la mesa más tortillas calientes envueltas en un trapo rojo y retirar los platos y vasos sucios. Mientras cumplía con los menesteres propios de una criada, pude constatar cómo el brazo derecho de Maxi descendía hasta tocar los tobillos de aquella, para él, belleza alada, para mí, un ser negroide extraído de una caverna del paleolítico tardío. La mujer se paralizó al sentir la mano del emperador sujetándole, por lo visto, una de sus pantorrillas. Cerró los ojos crispados. Estuvo a punto de soltar la charola y tirar al suelo la vajilla real. Inexplicablemente pudo controlar sus emociones sin gritar ni hacer mayores aspavientos. Parecía temblar de punta a punta en tanto sentía los dedos del emperador jugando con su piel. Él podía hacerlo, por ello era Maximiliano de Habsburgo, emperador de México, dueño de vidas y haciendas, amo y señor de territorios, aun de los prohibidos, gran patrón de pobres y plebeyos, suprema autoridad del país mientras Juárez no le echara el guante encima.

Maximiliano me miró en busca de una sonrisa aprobatoria, el entendimiento de una complicidad. Su rostro congestionado lo delataba: bien sabía él que rompía con las reglas de buen comportamiento aprendidas en la corte europea, que pasaba por encima de todos los principios y valores establecidos por las buenas costumbres, que violaba los más elementales conceptos de respeto que un noble de su estirpe le debía a una humilde doncella, pero pudo más el deseo y la mentalidad del hacendado titular de derechos eternos sobre sus dependientes económicos, la voluntad del monarca impuesta por encima de los deseos de sus súbditos, la del soberano que acepta entre sonrisas picarescas una realidad incontestable, la del amo que truena el látigo frente al rostro de sus esclavos: no hay más ley que mis estados de ánimo ni más poder que el representado por este cetro ante el cual se doblega la aristocracia, la burguesía y el pueblo adinerado o no... Un solo gesto del rey corta más que el filo de cualquier guillotina...

La mano de Maximiliano continuó ascendiendo hasta tomar firmemente la parte trasera del muslo de aquella mujer que apenas un par de años atrás había dejado de ser un capullo. Hoy explotaba como la naturaleza tropical. Sus carnes firmes, abundantes y jóvenes por lo visto le hacían perder la cordura al emperador sin que yo alcanzara a distinguir si la misma pasión despertaban las mías, una piel ya entrada en los treinta y cuatro años de edad, el tiempo de la madurez, la antesala del esplendor de los hombres, cuando realmente se luce la elegancia, la autoridad, la gallardía y la experiencia sin que hayan desaparecido los arrebatos propios de la juventud. La chica permaneció inmóvil con los ojos cerrados, crispados, como si elevara con. todas las fuerzas del alma una plegaria al Señor para que suspendiera aquella tortura mezclada con un placer infinito, una confusión de sentimientos. Bastó un guiño mío para que Maxi diera rienda suelta a sus instintos y, venciendo sus resistencias morales, prosiguiera explorando el cuerpo de Conchita, quien hubiera preferido gritar, correr, volar o desaparecer cuando el emperador, por lo visto, llegó a introducir su mano por debajo de sus pantaletas para tocar, palpar, agarrar, sujetar, exprimir, pulsar aquellas nalgas con las que había soñado cuando ella se retiraba después de haberle llevado un vaso de agua de pepino con limón o una copa de vino o un plato lleno de jícama a una esquina de los jardines Borda, donde ella ayudaba humildemente a su padre en el quehacer doméstico.

Nunca pensó ni se le antojó tocar así a Carlota, quien no le despertaba la menor fantasía ni le abría apetito carnal alguno. Nunca pudo hacerla vibrar en el lecho, ni sus caricias, por más atrevidas que fueran, lograron sacudir a la mujer que habitaba en ella, Los escasos juegos eróticos no pasaban de ser momentos ingratos, insípidos, de alguna manera vulgares, corrientes, propios del populacho entregado al alcohol, que en ningún caso deberían ser practicados por la realeza con otro concepto de la educación y de la cultura, del arte y de la vida, de las formas y del respeto. ¿Acaso no había aprendido ella que las normas de etiqueta y de elegancia que se observaban en la mesa, en los banquetes reales, deberían practicarse igualmente en la cama? ¿Que te toque qué, Max...? ¿Estás loco...?

De golpe, el emperador sacó la mano de las pantaletas, se cuidó de no bajarle la falda para no dejar expuestas esas piernas bien torneadas, fuertes y resistentes como troncos de laureles de la India, esos árboles frondosos y robustos que se dan naturalmente en todo el inmenso valle de Cuernavaca. Acto seguido, dándole una cariñosa nalgada la largó a la cocina ofreciéndole una recompensa por su buen comportamiento... Un terrón de azúcar al perro domesticado y obediente... El rostro enrojecido de Maxi hablaba de las resistencias que había vencido a cambio de pulsar la feminidad de aquella doncella. Él estaba habituado a cortejar, a seducir con todo el aplomo de su nombre, la prosapia de su apellido y el peso de su investidura, sí, pero difícilmente se había atrevido a tomar a una mujer así, como se arranca un mango de un árbol, sin mayores consultas o precauciones o, al menos, algún pudor. ¿Que había sido brutal? Sí, en efecto, ¿y qué...? ¿No era acaso propietario de todo lo que pudieran ver sus ojos hasta que Juárez, algún día, pudiera colgarle de la rama del ahuehuete más cercano? A partir de ese momento supo que tendría a Conchita cuantas veces lo deseara, virgen o no, comprometida o no, ¿qué más daba...? No ignoraba los apremios económicos de la familia del jardinero; no podría prescindir del sueldo pagado por el imperio a cambio de sus servicios, cualesquiera que éstos fueran... No se trataba de un abuso, sino de la ampliación de un pacto ciertamente implícito. Un intercambio de valores entendidos. Durante el café Maxi ingirió un par de pastillas de opio como el sediento que apura un vaso de agua después de caminar un par de días extraviado en el desierto.

Las relaciones entre el emperador y Concepción Sedano se estrecharon con el paso del tiempo. Ella jamás pensó en tener contacto, menos si éste era íntimo, con un destacado integrante de la realeza europea. ¿Ella, Conchita, la hija de un jardinero de Cuernavaca, descalza, mal vestida con ropa de manta, ni hablar de las sedas y de los brocados, de piel oscura, analfabeta, ignorante de cualquier tema, incapaz de hablar siquiera bien el castellano, ya no se diga cualquier otro idioma de los tantos que dominaba Carlota; desprovista de los perfumes, maquillajes, y de los arreglos del cabello, tocados y peinetas propios de las mujeres europeas, había llegado a atrapar la atención del emperador de México? ¿Por qué Maximiliano, un príncipe, un rey, un emperador, había puesto sus ojos en ella teniendo a su alcance a damas de su estatura política, económica, cultural y social? ¿El conocido cuento de la indígena y del soberano?

Por su parte, Maxi disfrutaba sonriente el acceso a lo prohibido, a lo nuevo, a lo diferente. No perdía de vista cuando Conchita cruzaba el jardín con su eterna blusa blanca, escotada y su falda floreada de gran vuelo, cargando una cubeta con ropa sucia que lavaba en un río de los alrededores. En los desplazamientos de esta diosa de la selva, según me la describía al referirse a ella, no retiraba la vista de sus senos que se agitaban escondidos tras esa breve gasa de la que ya la había desprendido tantas veces para llenar sus manos y su boca con esos, para él, carnosos y jugosos frutos del trópico.

Mientras Maxi jugaba con Concepción y la perseguía entre los árboles majestuosos de los jardines Borda, retozaba junto a ella en los ojos de agua cercanos, hacían recorridos a caballo y cazaban entre carcajadas diversos géneros de mariposas o se hacían el amor perdidos en las milpas o entre los sembradíos de girasoles, Carlota se encargaba del imperio, dedicada a gobernarlo en medio de sofisticadas intrigas y chismes desesperantes, hundida en reflexiones que le recordaban la viva voz y la figura de su padre, sepultada en una patética soledad, constatando día con día el inminente derrumbe del proyecto imperial mexicano, la destrucción de sus más caros anhelos; no dejaba de contemplar con meridiana claridad otro futuro más negro aún, el relativo a sus relaciones matrimoniales con el emperador, quien pasaba, por cierto, cada vez más largas temporadas en la tierra de la eterna primavera, perdido, hasta ese entonces, en arrebatos nunca antes vistos, ni supuestos ni siquiera imaginados. Con Conchita podía ser él, el emperador y su vasalla más fiel, más incondicional, la esclava que siempre deseó tener invariablemente dispuesta a satisfacer sus apetitos más primitivos sin chistar, sometida, así abnegada, dócil y entregada, en fin, la libertad total sin culpas ni recriminaciones ni chantajes sentimentales ni rencores ni resabios: admiraba en ella la lealtad canina.

Pues bien, a principios de la primavera de 1866, intuyendo que Maximiliano pasaría largas horas en el lecho con aborígenes mexicanos o con mulatas, en lugar de hacerse cargo de
sus
elevadas responsabilidades imperiales; observando con horror cómo se incumplía el convenio de Miramar, a través del cual Maximiliano se había comprometido con Napoleón III a pagar puntualmente el sostenimiento al ejército intervencionista francés con fondos del menguado y eternamente quebrado «tesoro mexicano», así, con las comillas más grandes del universo, sin ignorar tampoco, en ningún caso, el hecho de que había concluido hacía casi un año la guerra de Secesión en Estados Unidos y que el presidente Andrew Johnson le había recordado al emperador francés los términos de la Doctrina Monroe, en el entendido amenazador de que el significado de
América para los americanos
lo impondría por la fuerza si Francia no se retiraba de México en un término perentorio y, por si todo lo anterior fuera insuficiente, había llegado a sus oídos cómo Bismarck,
el Canciller de Hierro
, expresaba ya públicamente sus intenciones de recuperar los territorios de la Alsacia y la Lorena, para lo cual obviamente tendría que recurrir a la guerra en contra de Napoleón III, otra auténtica amenaza en contra del imperio mexicano que no se sostendría sin el apoyo militar francés, Carlota empezó a recibir cada vez con más frecuencia las visitas recurrentes de Alfred Van der Smissen, comandante de su guardia personal, el hombre enviado por su padre, el rey Leopoldo de Bélgica, para ver, en todo caso, por su integridad física.

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