Arrebatos Carnales (8 page)

Read Arrebatos Carnales Online

Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

BOOK: Arrebatos Carnales
8.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tu madre te cubrió a ti y ocultó tu bastardía.

—Eso lo sabes tú porque yo te lo comenté, pero nunca nadie podrá probarlo ni yo lo confesaré.

—Sé generoso, Max...

—No engañaré así a mi familia.

—Ellos te desprecian.

—Ése es mi problema.

—¿Sabes a lo que me condenas si no reconoces a mi hijo?

—Por supuesto, tú te lo buscaste al acostarte con un don nadie.

—¿Y si hubiera sido
alguien
sí lo hubieras reconocido?

—Ni muerto: sólo reconoceré a quien lleve mi sangre real, mi sangre azul...

—¿De modo que reconocerás al hijo que tendrás con Concepción Sedano?

—Antes muerto...

—Eres un miserable...

—Y tú una loca perdida sin principio alguno. Tendrás que exhibir tus vergüenzas por el mundo. No quiero aquí en Chapultepec a tu bastardito ni mucho menos a ti. A ver qué estrategia urdes para esconder tus desvaríos y tus despropósitos .

Al verse sin recurso alguno, Carlota se puso de pie, se dirigió al gran ventanal confeccionado con vidrio soplado veneciano. Lo abrió lentamente para contemplar desde las alturas del Cerro del Chapulín el Paseo de la Emperatriz, que conducía casi hasta Palacio Nacional. Respiró lentamente. Pronto estuvo lista para reiniciar el ataque. Giró sobre sus zapatos decorados con satín color púrpura.

—¿No reconocerás a mi hijo?

—¡No insistas, no! —tronó Maximiliano.

—¿No podrá vivir conmigo aquí en Chapultepec?

—Jamás le daré abrigo a un bastardo en mis dominios.

—Entonces debes ayudarme, ya como viejos amigos, a salir decorosamente de este doloroso entuerto. Te lo pido en nombre de nuestra amistad, que es lo único que podría quedar entre nosotros.

—Tú dirás...

—He ideado un plan para salir airosa de esta coyuntura, una vez conocida tu posición, que ya no voy a discutir. —Sin dejarse interrumpir, la emperatriz de México, recargada a un lado del ventanal que inundaba de aire puro el comedor real, expuso su deseo de viajar a Europa con el pretexto político de tratar de convencer a Napoleón III y al propio Papa del daño que ocasionaría al imperio mexicano si los soldados franceses que lo sostenían fueran repatriados. Le explicaría que Juárez fusilaría a Maximiliano de llegar a echarle la mano encima. Ella, Carlota, adoptaría el papel de embajadora ante la emperatriz Eugenia para inducirla a cumplir su palabra, a influir para que se mantuviera el apoyo militar con el ánimo de evitar que los indios se los comieran vivos, tal y como lo había previsto la reina Victoria de Inglaterra cuando habían ido a despedirse de ella.

Maximiliano adujo que la idea era una locura. Napoleón no era Napoleón I, sino Napoleón III, un hombre acobardado ante Alemania y Estados Unidos. Nadie podría convencerlo de dejar en México ni un solo soldado ni a un triste mosquete francés después de principios de 1867. Fracasaría el plan. El Papa, por otro lado, no había escondido su furia con la pareja real desde que el nuncio le informó que no serían derogadas las Leyes de Reforma y que continuarían con la política juarista de separar Iglesia y Estado sin devolver los bienes expropiados al clero. Era inútil tocar las puertas del Vaticano. También fracasaría el plan...

—Antes que tú lo supieras o lo adivinaras, mientras hacías el amor con tu india o te acostabas con Bombelles, me era cada vez más claro que estábamos perdidos —adujo en tono doctoral la emperatriz, sin derramar una lágrima— ambos sabemos ahora toda la verdad y advertimos el futuro que nos espera. Sé que todo es una farsa. Sé que Napoleón III difícilmente me recibirá, como no ignoro la resistencia del Papa, sólo que mi plan no persigue esos fines ya perdidos de antemano, sino buscar un pretexto aceptable para salir de México, es más, para huir de México. Por mí, Napoleón III y Pío IX se pueden ir juntos, tomados de la mano, a la mierda.

¿Lo entiendes?

—¿Entonces?

—Entonces cúbreme y protégeme como amigos. No reconozcas,

está bien, la paternidad de mi hijo ni ante la corte austriaca ni ante la belga ni ante ninguna otra... Sólo acepta que voy como tu embajadora a tratar de convencerlos, dame al menos esa salida que ambos sabemos es falsa.

—Bien, ¿y cómo disimularás tu embarazo? Tu hijo nacerá en enero de 1867, según dices.

—Es correcto. Sólo que al llegar a Europa tengo otro pretexto, éste para esconderme de los curiosos y de las miradas inoportunas.

—¿Cuál pretexto?

—Fingiré estar perdidamente loca para que me recluyan por lo pronto en un departamento privado de la corte austriaca, y al nacer el niño en Miramar seré trasladada sola a Bélgica en donde mi hermano me ayudará a educar a mi hijo en cualquier país europeo.

—¿Te harás la loca?

—Así es, fingiré demencia, me ocultarán y nadie podrá verme...

—¿Prefieres pasar a la historia como loca antes que como...?

—Te estoy pidiendo un salvoconducto para rescatar lo que quede de mi dignidad. ¿Quieres que te diga cómo pasarás tú a la historia si yo abro la boca...? ¿ Quieres que cuente a la prensa lo acontecido en Madeira? ¿O tal vez lo de tus aventuras con Bombelles? A Francisco José le fascinará saber que tiene un hermano sodomita, y además, que en lugar de ocuparse de los delicados problemas del Estado mexicano, prefirió perseguir muchachitos y muchachitas en Cuernavaca, perdido en el alcohol y en las pastillas de opio. ¿Eso quieres?

El rostro de Maximiliano se contrajo adquiriendo una severidad desconocida.

—No serías capaz, Carlota...

—No me provoques. Sería capaz de todo si tú me exhibes, yo ya no tengo nada que perder. A ti mismo no te conviene dañarme porque el desprestigio nos perjudicaría a los dos.

—¿Me chantajeas?

—Por supuesto que no, Maxi, tú comenzaste burlándote de mis debilidades al preguntarme cómo deseaba pasar a la historia...

—Mi hermano Francisco José sabrá tarde o temprano la verdad porque tú tendrás un hijo que yo no reconoceré, o ¿crees que el médico de la corte no informará que diste a luz un hijo en Miramar?

—Ellos compartirán el secreto por la conveniencia de todos. Si salen a decir que el hijo no es tuyo y que yo soy una casquivana, entonces te exhibirán a ti como cornudo y más tarde precisaré la situación publicando tus debilidades, las de tu madre y las de tu padre, otro cornudo. Sé, además, de varias de las' parrandas en las que se ha visto envuelta Sissi, que tu hermano ha tratado de ocultar a cualquier precio. A nadie le conviene, Max, un derramamiento de verdades, pecados e infidelidades. Todos fuimos por lo menos infieles, tú, tu madre, Sissi y yo, ¿por qué divulgar la ruindad familiar?

—Es chantaje vil y puro.

—No, no lo es, cubrámonos las espaldas. Garantiza que tu familía guarde bien el secreto. Bastante cargo con abandonar el imperio mexicano, ir a hacer el papel de idiota con Napoleón III y con el Papa, además y por si fuera poco, embarazada, y para rematar fingiendo una demencia que no tengo. ¿Te das cuenta de que se acabó mi vida?

—¿Te das cuenta también de que se acabó la mía? Yo ya no tengo otra opción salvo la de abdicar al trono. Si me quedo sin las tropas francesas, Juárez me colgará de cualquiera de las ramas de estos ahuehuetes del bosque de Chapultepec. De modo que te seguiré en cualquier momento con toda mi indignidad a cuestas para vivir de la caridad en Viena porque no tengo ningún título que me represente el menor ingreso.

—No puedes rendirte de esa manera, Max, sé emperador hasta el final. Demuestra tu sentido del honor, recuerda que eres un Habsburgo. Capacita a las tropas mexicanas, todo lo que les falta es adiestramiento. El coraje lo tienen y hasta más que los franceses. Napoleón te dejará las armas, tú busca a los hombres y demuéstrale al mundo que el cargo te lo ganaste a pulso. ¿Adónde van los mexicanos sin un extranjero como tú que les indique e imponga el camino de la prosperidad? Lo peor que les puede suceder a los mexicanos es que se autogobiernen. Juárez es un desnalgado que escribe con dificultad su nombre sin cometer faltas de ortografía. Yo ya no te podré ayudar en las tareas de gobierno ni tu tal India Bonita podrá sustituirme, como tampoco lo podrá hacer el marica de Bombelles...

—Ahora eres tú la que te burlas...

—No me burlo, no tengo sentido del humor ni para eso, sólo te presento la realidad. Busca entre los mexicanos a personajes centrados, moderados que puedan ayudarte y que entiendan a su país y, por lo que más quieras, hazte de un ejército que te ayude a afianzarte en el poder.

Maximiliano guardó silencio. Permaneció inmóvil, sentado como se encontraba, con los brazos metidos entre las piernas, ligeramente encorvado, mirando fijamente el piso de mármol blanco.

—Mi madre, Sofía, y Francisco José —aclaró como otro amigo de la emperatriz— me han prohibido que abdique: ambos prefieren verme muerto antes que verme vil.

—Y tienen razón —acotó de inmediato Carlota—, hay mucho que defender, hay mucho por qué luchar —agregó a sabiendas de que exponía la vida de su marido si éste se quedaba en México. ¡Claro que Juárez lo colgaría o lo fusilaría para imponer un ejemplo ante la comunidad internacional! Ya todos sabrían la suerte que correrían los extranjeros que invadieran México.

¿Y si llegaran a pasar por las armas a su marido, el emperador? Al fin y al cabo eso tendría que haberle pasado apenas unas horas después de haber nacido. ¿Que lo fusilen? ¡Que lo fusilen! La debilidad debería ser un pecado mortal. La debilidad de Maximiliano habrá de acabar con su imperio Y con su vida. ¿Que lo maten? ¡Que lo maten! Su vida fue inútil desde el momento mismo en que abrió por primera vez los ojos, pensó en silencio la emperatriz.

—Escucha, Carlota —agregó Maximiliano apesadumbrado—, no sólo tú, mi madre y mi hermano están en contra de mi abdicación, sino también Concepción Sedano y el propio Bombelles, nadie me da la razón, ni mucho menos mi Estado Mayor mexicano a pesar de que los franceses se largarán en cualquier momento y de que saben que Juárez acabará conmigo. Si ese indio zapoteca cayera en mis manos, lo desterraría, pero no lo mataría... Sé que él carecería de esa generosidad conmigo...

—¡Quédate entonces Y véncelos, Max! Gánate el derecho a un trono que en realidad te regalaron, bueno, nos regalaron. Demuestra quién eres militar y políticamente hablando —ahora era Carlota la que se burlaba sin que el emperador se percatara— para evitar caer en el ridículo. ¿No eres descendiente de los duques de Borgoña, de Carlos V, nieto de José II y de Napoleón I... ? Pruébales que tu herencia no es gratuita, que la mereces, que la sabes honrar —agregó Carlota a sabiendas de que con sus comentarios acercaba a Maximiliano al patíbulo. Sabía que él había arruinado su vida como madre, como mujer y como emperatriz y que ese final trágico se lo merecía Maximiliano en retribución justa por la suerte que le había tocado vivir a su lado...

—Tienes razón, Carlota —balbuceó el emperador en tanto levantaba la cabeza—, me quedaré a enfrentar, mientras pueda, mi realidad como hombre... En relación con tus planes, sólo te pido que los ejecutes a más tardar en junio próximo, antes de que el tamaño de tu vientre nos exhiba a todos.

—Tengo todo planeado para hacerlo en un mes más. Yo a mi vez te exijo el cuidado meticuloso de las formas y que sepamos vestir dignamente nuestra estrategia de cara a las cortes mexicana y europea.

Maximiliano guardaba silencio viendo a su mujer a la cara.

—Lo primero es lograr citas con Napoleón III, quien se resistirá a recibirme porque bien sabe lo que le voy a pedir, aun cuando tú y yo aceptemos nuestra causa como perdida. Requerimos como nunca de los oficios diplomáticos de José Manuel Hidalgo Esnaurrízar, nuestro embajador en París, para lograr de inmediato la audiencia imperial, como también requerimos el apoyo de tu hermano y del mío para que yo sea recibida por el Papa a pesar de todas las resistencias que, sin duda, manifestará.

—Cuenta con ello...

—Además quisiera que organizaras banquetes de despedida, fiestas y misas. Es imperativo que la Iglesia me cante un Tedeum antes de mi partida. No podemos mostrar la menor fisura entre nosotros. Nos cruzaremos cartas como si estuviéramos profundamente enamorados al igual que cuando nos conocimos. Si alguien descubre este juego, estaremos perdidos. No te permitas hablar mal de mí. Yo, por mi parte, diré que creo en ti y en Dios, en ese orden...

—Tus damas de compañía sabrán la realidad de lo acontecido cuando te bañen, Carlota.

—Podré bañarme sola.

—Pero si te saben loca no te dejarán sola ...

—Sabré manejarlas, Max ...

—¿Y cómo te conducirás frente a Napoleón y el Papa?

—Me beberé de repente el agua de un florero o aventaré en el salón de los espejos el té por los aires o meteré las manos en la limonada cuando la traigan... Yo sé cómo divulgar la imagen que deseo...

—¿Y si te encierran en un manicomio?

—Eso no sucederá porque nuestros hermanos lo impedirán, ellos sabrán que todo se trata de una farsa.

—¿Y te quedarás encerrada como loca en un castillo en Bélgica o en Miramar o donde sea?

—Ése será mi precio, como lo será no volver a ver a mi hijo para disimular los hechos, aun cuándo tal vez pueda llegar a salir disfrazada... Ya veremos...

—Mañana mismo giraré instrucciones para lograr las entrevistas con Napoleón y con el Papa...

—No se te olviden las recepciones de despedida ni la misa —alegó Carlota mientras se dirigía a sus habitaciones, que daban al lado sur de la ciudad.

—No, no lo olvidaré ...

—Otro punto —adujo antes de cerrar la puerta—, por favor no le hagas daño a Alfred Van der Smissen. Él es y será el hombre de mi vida y espero seguir viéndolo hasta que me vaya para siempre de México. ¿Verdad que no nos vamos a hacer daño, Max?

—No nos haremos nunca daño. Si tuvimos un muy mal matrimonio, tengamos al menos un buen divorcio.

Maximiliano encontró esta carta encima de su cama el día en que vio por última vez a Carlota al despedirla cerca de Puebla, en aquella primavera de 1866:

Abdicar es pronunciar una condena, otorgarse un certificado de incapacidad; y esto sólo es admisible en los viejos o débiles de espíritu, no es propio de un príncipe de treinta y cuatro años, lleno de vida y con el porvenir ante él. La soberanía es la propiedad más sagrada que hay en el mundo; no se abandona el trono como se deja una asamblea cercada por un cuerpo de policía. Desde el momento en que uno toma a su cargo el destino de una nación, lo hace con sus riesgos y peligros, y jamás tiene derecho a abandonarlo. No conozco casos en que la abdicación no sea una falta o una cobardía; únicamente podría imponerse si se hubiera hecho traición a los intereses que a uno le han confiado, o ante la perspectiva de un tratado oneroso o de una cesión de territorios; entonces la abdicación es una excusa y una expiación; no podría ser otra cosa. También se puede abdicar cuando se ha caído en manos del enemigo, a fin de quitar todo carácter legal a los actos que haya que ejecutar obligados por la fuerza.

Amigo, los reyes no deben rendirse en la derrota —decía Luis
el Gordo
a un inglés que quería hacerlo prisionero—o Pues bien: yo digo que los emperadores no se rinden. Mientras haya un emperador aquí, habrá un Imperio, aunque no comprenda más de seis' pies de tierra. El Imperio no es nada sin el emperador. El hecho de que esté desprovisto de dinero no es una excusa; con crédito puede procurar serlo; el crédito se obtiene con el éxito; se gana luchando.

Y si no se tiene ni crédito ni dinero, no faltan medios de procurárselos; lo esencial es vivir y no desesperar de sí mismo; nadie creerá, aunque se diga que se ha hecho imposible, una cosa que se emprendió y se tuvo por posible. Añadir que uno se retira porque se creía capaz de fundar la dicha de una nación y se ha dado cuenta de lo contrario, es una flagrante declaración de impotencia; es, además, una mentira si uno es para tal país la única tabla de salvación.

Conclusión: el Imperio es el único medio de salvar a México; todo debe hacerse para salvarlo, porque uno se ha comprornetido a ello por juramento y no hay imposibilidad alguna que nos desligue de la palabra dada.

Nadie abandona su puesto delante del enemigo. ¿Por qué se ha de abandonar una corona? Los reyes de la Edad Media esperaban, por lo menos, a que les arrebataran sus Estados antes de entregarlos, y la abdicación no fue inventada hasta que los soberanos se olvidaron de saltar a caballo en los días de peligro. Mi abuelo quiso evitar una efusión de sangre y fue indirectamente responsable de la sangre vertida en Francia en febrero y en junio, luego el 2 de diciembre, sin contar lo que pudiera suceder más tarde.

La guerra civil ya no existe, pues ni siquiera tiene pretexto: el gobierno de Juárez ha pasado. A Santa Anna no lo.ha elegido nadie y todo lo demás será considerado como comprado por el extranjero. No se debe ceder el puesto a tal adversario; tampoco se dice ya, como en el casino, que ha saltado la banca, o, como en el teatro, que la comedia ha terminado y que van a apagar las luces. Nada de eso es digno de un príncipe de la casa Habsburgo, ni de Francia y su ejército, que sería llamado a ser testigo de tal espectáculo y a torearlo, porque ¿con quién se quedaría el mariscal Bazaine hasta el añó próximo?

De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso. Partir como campeones de la civilización, como libertadores y regeneradores, y retirarse bajo el pretexto de que no hay allí nadie a quien regenerar, y todo ello de acuerdo íntimo con Francia, que siempre ha pasado por ser el país de los valores espirituales, preciso es confesar que, tanto para los unos como para los otros, sería el mayor absurdo cometido bajo el sol... Aunque estuviera permitido jugar con los individuos, no se debe jugar con las naciones, porque Dios las venga.

Other books

Can't Take the Heat by Jackie Barbosa
You Again by Carolyn Scott
The O.D. by Chris James
Humboldt's Gift by Saul Bellow
Kiss & Hell by Dakota Cassidy
The Malacia Tapestry by Brian W. Aldiss
Falling by Jane Green
Shopaholic on Honeymoon by Sophie Kinsella