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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (24 page)

BOOK: Aire de Dylan
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Under The Mango Tree
—dijo su madre.

5

¡Cómo se contraponía aquella escena desgraciada a su imagen idílica de la felicidad bajo un árbol del mango! Vilnius trataba todo el rato de despertar, como si aquello no pudiera ser la realidad. Pero lo era. Y era curioso ver cómo el hecho de que pareciera una escena teatral aún le daba un aire más real. Al lado de Débora, se hallaban Laura Verás y Claudio Arístides Maxwell, de pie, radiantes de poder posar junto su presa. Cogidos amorosamente del brazo y mirando a una supuesta cámara que sería el propio Vilnius, parecían parodiar a conciencia la pose de las parejas matrimoniales ante los fotógrafos de bodas. Sólo faltaba el pastel.

No es una bonita forma de invitarnos a cenar, dijo Vilnius, creyendo que en la vida real este tipo de frases ingeniosas funcionan igual de bien que lo hacían en las películas de los años dorados de Hollywood. Pero la frase cayó simplemente como un débil petardo en medio de los crueles juegos artificiales que habían montado aquellos dos monstruos. Vilnius le quitó como pudo la mordaza a Débora y luego le dijo a su madre que le gustaría saber qué clase exactamente de pervertida era ella, al tiempo que, perdiendo los nervios, se abalanzaba sobre Max para tratar de darle un puñetazo, no logrando más que recibir un golpe importante, brutal, que le dejó tumbado sobre el sofá y le hizo ver las estrellas literalmente; vio las estrellas, pero también un limonero en un paisaje tibetano, imagen esta última poco pertinente y que le pareció una infiltración mental paterna fuera de lugar en momento tan dramático como aquél, aunque —todo era posible— quizás fuera una venganza por haberle quitado la novia, un obsequio tibetano cargado de intencionada bilis.

Mientras Débora aullaba —literalmente aullaba de rabia y de dolor por todo lo que le había ocurrido en la última hora—, aún le quedaron arrestos a Vilnius para pedir, de una forma un tanto estrambótica, explicaciones de por qué estaba Débora atada de aquella forma.

—Lo hemos intentado todo para calmarla, pero ni dándole por el culo se aplaca tu novia —dijo Max.

6

Vilnius pasó un largo rato tratando de contenerse para no abalanzarse sobre el amante de su madre y acabar recibiendo nuevos golpes. Pero, a los pocos segundos, entró en su mente la imagen de un taxi que iba por el Londres de finales de los sesenta, un taxi que ya empezaba a serle familiar porque se había infiltrado en su cabeza ya en otra ocasión. Dentro del taxi iba su padre, joven gamberro, provisto de una dentadura postiza que se había insertado entre las nalgas para arrancar los botones de los asientos de atrás de los coches. En cuanto su padre joven logró arrancar uno de esos botones, el gesto de erradicarlo hizo a Vilnius saltar hacia adelante como si fuera el propio botón. Sin duda, su padre esta vez se había infiltrado con tan insana habilidad que le empujó materialmente hacia adelante, como si su culo saltara, y el pobre Vilnius, convertido de golpe en una especie de botón enfurecido, saltó encima de Max, que paró con sencillez el golpe y tras un soberbio manotazo le hizo encajar a Vilnius un gancho de izquierda que le dejó noqueado por un rato.

Le rodó la cabeza a Vilnius y vio primero ataúdes flotantes y luego a su padre sentado en un banco de la estación de Portbou preguntándole por qué le interesaban las historias ajenas y si también era él uno de esos seres que eran incapaces de rellenar los vacíos entre las cosas.

¿No te bastan tus propios sueños?, terminó preguntándole su padre, dueño cada vez más de un humor enervante que iba en aumento, como si a medida que se alejaba de la Tierra y de su propia muerte le fuera entrando una risa que crecía en proporción opuesta a la fuerza, antaño sólida, de sus ideas más serias, aquellas que parecían ya haber quedado sepultadas para siempre bajo botes de pintura en su profanado despacho.

—Y dime, bonitito, pequeñito, ¿no te basta con tu propio casquito?

7

Una hora después, en una estampa tan rara como adorablemente familiar, tomaban el té juntos, como si no hubiera pasado nada. Allí estaban los cuatro, a primera vista tan tranquilos. Débora, Max, Vilnius y su maravillosa madre. Los cuatro tratando de olvidar la violencia que una hora antes había allí explotado, en parte obligados a olvidarla porque Max había anunciado que Débora y Vilnius no saldrían libres de allí si no fumaban la pipa de la paz. Pero fumarla no significaba sellar un acuerdo de tregua en la lucha, sino quedarse allí a oír con paz de espíritu lo que quería contarles Max y que no era otra cosa que la historia de cómo, por encargo de Laura, él había asesinado a Juan Lancastre. Le había ejecutado, les dijo, con un sistema infalible, copiado de Graham Greene, aquel escritor inglés que él tanto admiraba y que, dicho fuera de paso, en cuestiones criminales se las sabía todas.

Max utilizó el sistema perfecto, dijo Laura, el «sistema Brighton Rock», que no deja huellas y parece un infarto cuando no lo ha sido.

Vilnius no podía salir de su asombro. Los dos monstruos hablaban como si recitaran sus papeles en una obra de teatro, pero estaban diciendo la verdad, la pura verdad. Y disfrutaban, seguramente se corrían de gusto, contándola impunemente a la pobre parejita retenida en aquella casa. Débora, por su parte, más que tratar de salir de su asombro, lloraba, sin duda porque comprendía que aquello que le estaban contando era totalmente verdad, pero fuera de aquel escenario íntimo, familiar, siempre los asesinos lo negarían.

Vilnius hizo un amago de querer marcharse. Como mínimo, irse de allí, pensó. Irse y luego seguir propagando por todas partes —aunque no tuvieran pruebas— que el gran Lancastre había sido asesinado por su mujer y su repugnante amante. Pero Max le miró como diciéndole que aún no podía irse. Fue también como si le hubiera dicho que deseaba seguir disfrutando con aquella confesión que jamás volvería a oírse fuera de aquellas cuatro paredes.

Puedo imaginar a tu padre en los últimos segundos de su asfixia, le dijo Laura a Vilnius, puedo casi percibirle viéndose caminar por el otro mundo, por una arena ardiente en dirección a una ola azul, azul. Qué felicidad da ese color, debió de pensar. Nunca creí que había un azul tan azul. ¡Qué gran embrollo ha sido mi vida! ¡Y qué final tan poco desahogado! Ahora lo sé todo, llega para mí solo una ola azul, muy azul, que viene a ahogarme. Ahí está, ya no respiro.

Siguió una carcajada terrorífica de Laura Verás. Se había hecho gracia a sí misma imaginando el asesinato de su marido y jugando quizás con el azul de los ojos de Débora. Su risotada pretendía parecer despiadada, pero a Vilnius le sonó impostada, como salida, por decirlo de algún modo, de la serie
La familia Monster
, aquellas criaturas de películas de terror cómico de la televisión. A aquellos dos monstruos asesinos se les notaba que hacían un notable y cómico esfuerzo por parecer más monstruosos de lo que eran, lo cual era un esfuerzo totalmente ridículo, porque monstruos lo eran en tan sumo grado que era imposible que pudieran serlo más.

Max interrumpió la risotada para comenzar a detallar mejor la forma en la que había matado a Lancastre sin dejar huella alguna. Le había asesinado metiéndole por la garganta un palo de un caramelo duro de color muy azul conocido como Brighton Rock, un bloque de hielo de sabor dulce pero mortal, que no dejaba huellas en el cuerpo, porque era a fin de cuentas pura agua que se derretía en la boca, de tal forma que si alguien hacía la autopsia llegaba a la conclusión de que el difunto había muerto de un infarto.

Más claro el agua o, mejor dicho, Brighton Rock, dijo Laura y se quedó esperando a que le rieran la nueva gracia. Lo que menos esperaba Vilnius en ese momento era que a su padre, desde sus lejanos dominios fuera del universo, le diera por añadirse a la sesión de té y tratara de infiltrarse en la mente de su hijo a base de risas absurdas, pues pretendían reírse de lo que pasaba allí sin saber para nada lo que estaba pasando. El caso es que Vilnius se empeñó en sofocar la sin duda inoportuna intromisión paterna y al final fue sometido por las carcajadas sin brújula de su padre, lo que le sacó tanto de su órbita pacífica que provocó que de nuevo él —humano como era y, como tal, proclive a repetir tenazmente sus propios errores— terminara por abalanzarse sobre el gigante Claudio alias Max, cuya cara se iluminó nada más ver que le llegaba una oportunidad con la que no contaba, una nueva posibilidad de seguir probando variantes distintas del siempre clásico ejercicio del sobrio y eficaz guantazo seco.

Fue un gancho de izquierda irreprochable, pues le sobraban al agresor motivos para ejecutarlo. Por si fuera poco, Max se dedicó a justificarlo después de haberlo dado: defensa propia y la certeza de que sólo de aquella manera se podía mantener a raya a dos jóvenes que en su locura iban diciendo por Barcelona que Laura Verás y él eran unos asesinos.

—Pero ¿no acabas de confesar tu crimen? —le preguntaba un noqueado Vilnius a Max minutos después.

—Sí, claro. Pero ¿no te han enseñado todavía a distinguir entre ficción y realidad? ¿Y tú quieres hacer cine? Parece que tengas menos de diez años y eso da verdadera pena, muchacho.

VIII

1

Algunos días después, volviendo a evocar las dolorosas escenas de humillación de aquella tarde en casa de su madre, pensando en el carácter ya irreversible de aquellos hechos tan viles, entre los que destacaba la confesión de un asesinato, pero a los que había que añadir, por ejemplo, la insoportable imagen de los botes de pintura roja en el santuario profanado de su padre, Vilnius reflexionó acerca de la vida. En ella, en la famosa vida, pensó, todo acaba pareciéndonos tan denigrante que tenemos la impresión de que no puede ser que sea todo verdadero. Y, sin embargo, todo aquello que hemos vivido creyendo que alucinábamos, pues parecía improbable tanta ignominia y degradación juntas, es precisamente lo que constituye el núcleo duro de nuestra única realidad. Vivimos para comprender que la vida repite siempre un mismo guión, traza siempre la misma historia: el relato incombustible de cómo somos educados para ir con el tiempo resignándonos a aceptar que todo eso que se sitúa por debajo de nuestra dignidad, todo eso que tanto nos horroriza, no es más que la única realidad que existe, lo único que la vida nos tenía reservado, el ingrato teatro de nuestro destino.

2

Una tarde especialmente oscura y lluviosa, con mucho viento, unas dos semanas después de su
Teatro de ratonera
, me crucé con Débora y Vilnius en el minúsculo taller de relojería Tempus Fugit, en la calle Buenos Aires, esquina Villarroel. Me encantó coincidir allí con ellos. Habían ido a cambiar la pila de un Tissot y yo, siguiendo las tiránicas instrucciones de mi horóscopo, había ido a comprar un reloj casi arcaico que debía regalar a mi mujer en el treinta aniversario de nuestra boda.

En realidad, aquel reloj era el primer paso de una calculada sucesión de maniobras con las que pretendía acercarme cariñosamente a mi mujer para que comprendiera que no tenía nada contra ella, todo lo contrario, pero me proponía ya no escribir en mi vida un solo libro más y lo que quizás resultaría más difícil: entrar muy pronto, en cuanto me atreviera a hacerlo, en una especie de mudez radical que me llevara a hablar sólo lo más estrictamente indispensable. Esperaba que mi mujer no llorara el día en que comprendiera que no le había estado hablando en broma y esperaba que supiera comprender que era una elección de vida muy respetable: ya había escrito y hablado mucho a lo largo de tantos años y ahora deseaba mostrarme consciente ante la gente de estar solo en el mundo, eso que los demás también saben, pero se niegan a admitir del todo.

Sería la nueva vía que emprendería en mi vida y esperaba ser más feliz que cuando escribía y hablaba por los codos.

Pero faltaba que mi mujer comprendiera mi ilusionante nueva etapa. Por eso aquel día había entrado en Tempus Fugit para comprarle un reloj en el treinta aniversario de nuestra boda.

Me sorprendió un poco notar que, a pesar de mis planes futuros de silencio, me alegraba tanto encontrarme con Vilnius y Débora. Pero es que uno no cambia de la noche a la mañana y yo soy indiscreto, rasgo de carácter bien habitual en los que se dedican al oficio de narrar y rasgo —vi ese día con toda claridad— que permanece en uno aun cuando haya decidido secretamente no volver a escribir ningún otro libro más.

Pero es curioso: de niño no tenía ni mucho menos la curiosidad de ahora, lo que me ha llevado siempre a pensar que la mía es una curiosidad que fui adquiriendo con el tiempo, casi sin darme cuenta, arrastrado tal vez por mi temprana decisión de escribir y por el no menos temprano descubrimiento de que a mí no parecía que fuera a ocurrirme nunca nada lo suficientemente interesante para que valiera la pena poder contarlo. Una contrariedad para alguien que habría preferido que su vida le ofreciera la oportunidad de tener algo atractivo que narrar. Quizás eso explique que muy pronto, de forma tan desesperada, me lanzara a la observación de la vida cotidiana de los otros, en busca maniática de historias que pudiera hacer mías. No es que encontrara muchas, pero me fui convirtiendo en alguien a quien se le fue adhiriendo, al modo de una lapa obsesiva, una notable y falsamente innata curiosidad por todo, un tic irrefrenable que todavía hoy, quizás por pura inercia, observo que sigue perdurando en mí.

El caso es que, movido quizás todavía por esa inercia de buscar historias narrables en la vida real, encontré muy oportuno ese encuentro en Tempus Fugit, que me permitió saciar, además, cierta curiosidad por lo que les había ocurrido a ellos desde que concluyera tan abruptamente su
Teatro de ratonera
y les perdiera de vista. No se me escapaba, por otra parte, que desde que Vilnius escenificó su
Teatro de realidad
en San Gallen, había te- nido la impresión de que la vida real había empezado a desplegar ante mis ojos —como si me hubiera elegido a mí como espectador privilegiado— una historia que parecía seguir ciertas pautas dramáticas.

A veces llegaba incluso a preguntarme si no sería que había ido a parar a un lugar que algunos creen imaginario y otros lo contrario, pero que todos llaman el gran teatro del mundo. Quizás había llegado a ese lugar, pero sólo para descubrir que en realidad era un teatrillo en el que podía yo cambiar de lugar y de escenario cuando quisiera, pero en modo alguno salir de él, pues nada había tan evidente como que fuera de ese teatro no había nada, ninguna vida alternativa a la que pudiera incorporarme. Por decirlo de otro modo, ese teatrillo relacionado con mi vida era el único espectáculo que había en la cartelera.

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