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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (19 page)

BOOK: Aire de Dylan
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Hubo un breve murmullo. Y Débora aprovechó para beber agua, bebió como si estuviera dando una conferencia, o fuera ella la gran invitada esa noche a la reunión del club Lancastre. Luego, prescindiendo de lo que quedaba del murmullo, prosiguió. Estaba previsto por el autobiografiado, dijo, que el autor fuera dando señales de perder fuelle a medida que avanzaba la narración, señales de estar volviéndose más muerto de lo muerto que ya de por sí estaba, como si desde la primera línea del libro hubiera decidido despedirse y hasta ceder, de forma muy deliberada, cierto protagonismo a su hijo y a quienes fueran adosándose a él en su travesía de luto prolongado: travesía en la que el duelo mismo iría engendrando para el muerto una nueva familia; una familia distinta de la que tuvo en vida, una apasionada y ligera comunidad engendrada por el propio ritmo creativo del duelo. En el caso que nos atañe, concluyó Débora, en el caso de la familia nueva de Lancastre, una familia con aire de Dylan.

17

Débora habló y habló de largos duelos que engendran en los muertos una familia distinta de la que de vivos tenían. Hasta que Montse ofició como interrumpidora.

—Perdona pero ¿cómo ha dicho Vilnius que te llamas? —le preguntó.

—Débora Zimmerman, al servicio del rey muerto y también del rey puesto. ¿Sabéis que Bob Dylan se llama en realidad Robert Allen Zimmerman? Quizás seamos parientes él y yo. Bueno, llamadme sólo Débora. O como queráis. Un nombre no da nunca ninguna pista importante sobre quien lo lleva.

Todo siguió allí en la Bernat su curso normal, como si no pasara nada, aunque tuve la impresión de que algo sí que había ocurrido, porque me parecía que de alguna forma yo mismo había pasado a sentirme parte de la comitiva fúnebre y alegre que Débora había sugerido que se podía organizar o se estaba organizando en torno a la nueva familia del difunto Lancastre.

Montse acabó preguntando a los socios interrumpidores si veían algún problema en permitir que Débora leyera esos folios, ese inicio, esas primeras páginas de las memorias bajo sospecha de Juan Lancastre. Y Débora comentó que
Lancastre bajo sospecha
podría ser un buen título.

—Esa lectura habrá de quedar en la historia de esta librería y de este club tan entrañable como un gran acontecimiento —interrumpió el socio 17.

—Siempre que no creamos que estamos escuchando la voz del propio Lancastre —interrumpió el socio 12.

—Nadie os pide algo así —reaccionó Vilnius—. Si uno quiere ser desconfiado, puede escuchar esa voz del mismo modo en que se leen las memorias falsas de Laurence Sterne. ¿Habéis oído hablar de ellas?

Nadie había oído hablar de ellas.

—Se titulaban
Memorias de la vida y familia del difunto y Reverendo Mr. Laurence Sterne
.

Montse preguntó inmediatamente si existía de verdad el libro del reverendo y Vilnius empezó a contar la historia de esas
Memorias
no ahorrando detalles.

Yo conocía bien la historia y vi que no añadía invención alguna a ella. La creación de esas memorias póstumas arrancó el mismo día en que, a la muerte de Sterne, su cuñado John Botham, un mojigato párroco de Surrey, se apresuró a ir a la casa de la Old Bond Street para hacerse con los papeles del escritor, las cartas de amor de sus amantes, así como diversos manuscritos de contenido desconocido, que quemó de inmediato. La pérdida de gran parte de la herencia literaria de Sterne dejó a la viuda y a su hija Lidia en grandes dificultades económicas, lo que las llevó a poner todas sus esperanzas en unos papeles que Botham no había visto, o había salvado creyendo que no eran comprometedores. Viuda e hija los dieron al periodista Wilkes con la idea de que éste escribiera la biografía de Sterne. Sin embargo, el giro de los acontecimientos políticos llevó a la alcaldía de Londres a Wilkes y éste, con temores de todo tipo, se deshizo de muchos papeles que podían complicarle la vida, entre ellos los escritos póstumos de Sterne que fueron a parar al fuego de su hogar. Desesperada, la esposa de Sterne, sabiendo que Wilkes había leído aquellos papeles ahora destruidos, le pidió que los memorizara y que por favor escribiera algunas líneas con el estilo propio del autor de
Tristram Shandy
, todo con el fin de publicarlo y poder cobrar algo. Así es como años después apareció
Memorias de la vida y familia
, autobiografía que pasó por ser de Sterne, pero que contenía demasiadas imprecisiones y errores de bulto como para creer que alguien como el autor de
Tristram Shandy
, de quien se sabía que tenía una gran memoria personal, hubiera podido escribirlas.

—Lo que siempre ha estado claro —terminó diciendo Vilnius— es que a Sterne le habría divertido mucho ese libro apócrifo que se le atribuyó y cuya lectura le habría provocado una felicidad y risa grandiosas.

—Lo repito —interrumpió el socio 12—. Podemos oír a la amiga de Vilnius, pero no seremos tan idiotas de creer que escuchamos la voz del propio Lancastre.

—¡Pero nunca será de idiotas saber suspender la incredulidad! —interrumpió la socia 22.

—En todo caso, nunca ha habido buenas autobiografías de un buen novelista. No puede haberlas. Un novelista, si es muy bueno, siempre es demasiadas personas. Lancastre tenía muchas vidas en una sola. Si encima la autobiografía es breve, puede que no alcance ni para una persona —interrumpió la socia 20.

—¡Pero, señora, sepa que, por muy breve que sea la autobiografía, hemos tenido en cuenta todas las personalidades de Lancastre y, además, también nosotros somos buenos escribiendo, muy buenos! —dijo Débora.

18

Como no podía en modo alguno leer los folios porque allí no había nada escrito o, mejor dicho, los folios eran fotocopias de crónicas deportivas del diario
Sport
, Débora les dijo de pronto que prefería resumir de viva voz las primeras páginas de las memorias abreviadas de Lancastre. Y con toda su deslumbrante desfachatez las resumió diciendo que en ese inicio de sus memorias, tal como más o menos se había dicho o insinuado antes, el joven Vilnius descubría que, a causa de un golpe contra el suelo, había heredado los recuerdos y la experiencia personal de su padre, que acababa de morir. Por suerte, prosiguió Débora, el joven hijo del autor de la autobiografía no tardaba en comprender que tener doble mente concedía una lucidez que conducía a un hiperrealismo insoportable, antesala de la demencia. Porque contrariamente a lo que la gente ha pensado siempre, concluyó Débora, la locura es un puro exceso de realidad.

Siguió una pausa, pensada para repetir, para remarcar morosamente lo último que había dicho:

—Un puro exceso de realidad.

—¿Por qué puro y no exceso a secas? —interrumpió la socia 16 con ganas de incordiar seguramente.

Débora hizo como si no hubiera oído aquello y, recuperando el ritmo brevemente perdido, siguió contando el inicio de las memorias abreviadas de Lancastre, contando cómo el joven Vilnius sabía advertir a tiempo los riesgos de poseer una mente doble y eso le llevaba a rechazar, uno a uno, los inconstantes intentos del espectro por inocularle más memoria y experiencia, y si los rechazaba con tanta decisión era por considerar que ya tenía suficiente con el peso de su memoria personal y no quería ampliarla con la de ningún antepasado, por mucho que éste fuera su padre.

Luego se nos narraba, siguió diciendo Débora, cómo una noche Vilnius visitaba por sorpresa a su madre y descubría que ella y su amante habían provocado el ataque cardiaco letal de su padre, lo habían asesinado entre los dos. Le habían producido tal sobresalto por sorpresa que el pobre Lancastre había quedado fulminado en la terraza de su casa. Un crimen perfecto, porque no dejó huellas.

—Y hasta aquí, resumido, lo que había pensado hoy leerles —dijo Débora.

Siguiendo el plan previsto, acababa ella de arrojar la suave bomba tan bien planeada. Ya estaba dicho. Todo el mundo había podido enterarse de lo que había insinuado, o afirmado. A partir de aquel momento, las sospechas de asesinato caerían sobre Laura Verás y su amante y circularían por los ambientes literarios y a la larga por toda la ciudad. Podría ser incluso —de hecho, era deseable, aunque quizás sólo tibiamente— que la madre de Vilnius fuera inocente con respecto a la muerte de su marido, lo que en todo caso no quitaría que la repugnante destrucción del manuscrito merecería siempre ser vengada, algo que con
La ratonera
ya había empezado a suceder.

Como no tenían Vilnius y Débora prueba alguna del crimen, aquélla había sido la mejor forma de propagar el rumor, de lanzar el infundio que tal vez acabaría no teniendo nada de calumnia.

—Habéis escogido el mejor lugar del mundo para difundir esta sospecha —interrumpió la socia 2, que parecía la más rápida en reflejos de todos los socios.

—¿Le asesinaron? ¿Es eso lo que estás diciendo, Débora? ¿O es sólo algo que se inventó Lancastre para sus memorias? —preguntó Vilnius siguiendo el plan establecido.

—Eso iban a decir sus memorias narradas y eso dicen las que estoy restaurando yo y desde no hace mucho lo dice también el espectro —dijo Débora.

—¿Qué espectro? —interrumpió el socio 4.

—¿Qué espectro? —preguntó Montse.

—Y bueno, por favor, ¿no han visto ustedes nunca
Hamlet
? ¡Y qué espectro va a ser! —dijo Débora.

—Perdona, pero no acabo de entender nada, aunque si algo comprendo perfectamente es que este arranque de las memorias es difícil que sea el que había escrito o estaba escribiendo Lancastre —dijo Montse.

—¿Por qué no? Inventó que ya había muerto para crear, según me dijo, «unas memorias de ultratumba» que resultaran heterodoxas —respondió Débora.

—Parece extraño.

—Lo es. Pero es que deseaba que esas memorias resultaran raras. Lo deseaba tanto que en uno de los capítulos describía, de una forma extremadamente minuciosa, su vida privada, es decir, la vida que llevaba conmigo, especialmente las conversaciones que teníamos en la cama él y yo, conversaciones en torno a su carácter, siempre sobre él, después de todo era muy egocéntrico, era como esta reunión de hoy que gira en torno a su personalidad, seguro que le habría gustado estar aquí hoy con vosotros.

Murmullos, algún rostro atónito, aumento del desconcierto.

—Pero creo —dijo Montse— que lo más imposible de todo es que hubiera previsto lo que el propio Vilnius nos ha estado antes diciendo o insinuando, no sé, acerca de lo que su padre, después de muerto, está haciendo con él en estos últimos días.

—¿Y qué hace? —interrumpió la socia 10, que parecía en permanente inopia.

—¿Molestarle desde el más allá? ¿Es eso lo que hace? —interrumpió la socia 6.

—Adentrarse en su mente —interrumpió la socia 18—. ¿No lo oíste antes?

—Dices que es imposible, Montse —volvió a tomar la palabra Débora—, pero la verdad es que Lancastre sabía que su hijo estaba muy obsesionado con él y no debió costarle tanto intuir que esa obsesión, a su muerte, traería como consecuencia un duelo muy largo en su heredero.

—Bueno —interrumpió el socio 7—, es ridículo que discutamos no sé qué cuando lo realmente importante y grave es que hay una sospecha de asesinato y algo tendríamos que hacer al respecto. Y si no hay sospecha, en ese caso hay calumnia.

—¿Es usted policía? —interrumpió la socia 10.

Más cuchicheos, rostros intrigados, agobios mentales. Entre los agobios, los del propio Vilnius que empezó a recibir, cada dos por tres, el inoportuno embate repentino de la memoria paterna y resistió como pudo lo que ésta trataba de comunicarle con educada y contenida, pero notable gran irritación.

—Muy pocas cosas resisten un examen a esta hora —dijo Vilnius y nadie sabía si estaba dirigiéndose a los interrumpidores, a él mismo, o a su sombra.

En realidad la frase del joven Vilnius había sido sólo un guiño de cara a Débora y funcionaba exclusivamente como contraseña previamente pactada; sólo significaba que deberían ir ya bajando el imaginario telón.

—Lo siento, pero terminó todo esto —dijo Débora.

—¿Terminó qué? —interrumpió el socio 25.


La ratonera
—precisó Vilnius.

—¿Qué ratonera? —preguntó Montse.

Vilnius fue en busca de su gabardina. Débora recogió sus folios procurando que no se viera que contenían fotocopias de artículos del periódico
Sport
. Cuanto antes pisaran la calle, mejor. Aunque de forma muy veloz y a todas luces abrupta, se despidieron lo más educadamente posible de los socios, también de Montse.

Vilnius vino a estrecharme la mano y me dijo apresuradamente que lo comprendiera, pero que el asunto había terminado siendo tan teatral que andaba de pronto necesitado de un camerino, es decir, de un lugar para esconderse del público. Me pareció descubrir en él en ese momento una secreta satisfacción por haber cumplido con el objetivo que se había propuesto. Y también una necesidad de inmediata huida. Me sonrió y dijo que esperaba verme otro día. No llegó a presentarme a Débora, lo cual lamenté porque, por encima de todo, la había encontrado atractiva y sentía la necesidad de investigar sobre su encanto y misterio. Me parecía —hoy en día no encuentro motivos para pensar algo distinto— una mujer con un rostro verdaderamente interesante, pues emanaba de él una energía realmente mágica —no puedo decirlo con otras palabras—, quizás porque en ese rostro conjugaba de tal modo la dureza con la dulzura que uno tendía a imaginar que la primera era hermana de la segunda. Mirar a Débora equivalía para mí a estar oyendo una canción. Sí, era como si no la estuviera viendo únicamente, sino escuchando algo muy bello, extraño, nunca oído y, sin embargo, sumamente familiar.

Se fueron los dos, seguramente pensando: ahí queda esa acusación de asesinato en la corte de Elsinor, a ver qué pasa ahora. Sería formidable que los asesinos picaran en el anzuelo. Aunque cabía preguntarse si realmente tenía sentido creer que eran asesinos.

Justo cuando iba a salir de la Bernat, captó un mensaje (como una voz que en él fuera de adentro hacia afuera, aunque quizás fue al revés) que venía a decirle que era del todo insuficiente lo que ella y él habían puesto en escena. Vilnius llegó incluso a molestarse. ¿Qué se le pedía desde los vagos aires del más allá? ¿La venganza mediante espada? ¿No era más razonable dejarle dudar y que tuviera que elegir entre saber que su padre fue asesinado (y no poder hacer nada) o menospreciar el saber en favor de una rutinaria actividad moral: la venganza?

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