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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (25 page)

BOOK: Aire de Dylan
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¿No sería que, por una vez, la vida real quería obsequiarme por fin con una historia que parecía interesante y, justo cuando quería no publicar más novelas y hasta quedarme incluso mudo, darme la oportunidad de vivir algo digno de ser narrado?

Fue quizás por eso por lo que en aquella tarde lluviosa miré de una forma muy especial (en el fondo con una ilusión desbordante) a Débora y Vilnius cuando los encontré en Tempus Fugit. Les interrogué, eso sí, con disimulo, aunque es posible que notaran mi ansiedad. De entre todo lo que me contaron, me impresionó especialmente la descripción fría y obscena de la gran humillación recibida en la casa de Laura Verás y su sensación de impotencia cuando denunciaron a los monstruos por asesinato y la policía archivó pronto el caso «por absoluta falta de pruebas». Naturalmente, todo esto no me lo contaron en Tempus Fugit, local de reducidas dimensiones y donde el relojero habría tenido forzosamente que enterarse de todo, sino en la cafetería Pepper’s, situada frente a la relojería y lugar mucho más propicio para hablar de estas cosas, y más si, encima, como empezamos a hacer nosotros, enloquecidamente se le encargaban tequilas al camarero de la barra.

Qué felicidad. Mientras me contaban sus alegrías, el crecimiento (con mi ayuda) de su sociedad aérea e infraleve y otras escaramuzas —tardaron en coger confianza y abordar el relato de sus desgracias—, me dedicaba yo a preguntarme si lo que a ellos les pasaba no estaba misteriosamente relacionado con mi destino. Y para mí esto era como preguntarme si, desde el día del inesperado teatro de mi mujer con la carta suiza en la terraza de casa, no se habría puesto en marcha en algún lugar del universo la representación de una obra dramática particularmente apegada, adherida a la verdad más oculta de mi realidad.

3

Fuimos al Pepper’s, pero no crean que fue fácil salir de Tempus Fugit. No sabría explicar por qué, pero lo cierto es que me pareció que en aquel local el tiempo se detenía literalmente, como los relojes parados que llevaba la gente a reparar allí.

De ese tiempo parado que transcurrió en la quietud de la relojería me ha quedado el recuerdo de mi alegría secreta al sentirme ante la perspectiva de quizás poder averiguar pronto cómo había evolucionado aquel raro psicodrama de Elsinor en el que los dos jóvenes parecían tan involucrados, aquel enredo en el que tan a fondo se había metido la voluble y joven, enferma y algo desquiciada, quizás chiflada, maravillosa pareja. Y recuerdo que no conseguía apartar de mi cabeza la frase que Vilnius había visto inscrita en la viga del techo de aquel despacho raro del señor Pechmann de Culver City, y que si no la estaba evocando mal decía así: «A nadie le gusta salir de Elsinor con tanto viento fuera.»

Quise impedir que entrevieran que estaba contento de haberlos localizado, pero conseguí el efecto contrario, se me notaba la alegría por aquel encuentro. Días antes, incluso había ido a comprarle libros a Montse en la Bernat y, aun a costa de que pensara de mí que era un perfecto chismoso, había aprovechado para preguntarle —Montse confirmaba siempre que era el latido y corazón auténtico del barrio, de aquel barrio nuevo al que ella muy particularmente me había facilitado la integración— si sabía algo de la desquiciada pareja del Littré.

Nada sabía de ellos, me había dicho Montse, nada absolutamente porque desde aquella noche hamletiana no había vuelto a verlos, ni siquiera lograba —era extraño, dijo— verles salir del Littré, tal vez porque elegían las horas de comer para salir a la calle, o porque salían disfrazados para no ser reconocidos, o porque quizás se habían ido «con la música a otra parte»… No les había vuelto a ver, me dijo Montse, pero sabía que la policía había tenido que investigar una agresión a un cliente del Littré y todo se había enrarecido mucho en el hotel de enfrente de su librería, también incluso en el local de al lado de la librería, en la peluquería de Harry Chong, donde al parecer, como si de una nueva moda se tratara, habían empezado a ir a cortarse allí el pelo individuos con aspecto de asesinos a sueldo.

—¿Y cómo se sabe que un cliente es un asesino a sueldo?

—Se sabe si poco después uno de ellos entra en el Littré y le da una paliza a un cliente del hotel. ¿Me comprendes? ¿O no has oído hablar del bastoneador del barrio?

—¿Del qué?

—Del bastoneador. Al pobre Chong, que por lo visto le cortó el pelo a ese matón y podía convertirse en testigo contra él, intentaron el otro día darle un gran susto. Para que no testificara, se supone. Así andan las cosas ahora por este barrio, antes tan sosegado, y ahora mucho menos desde que llegaste tú.

—¿Cómo? ¿Yo? ¿Y qué culpa puedo tener de esto? ¿De qué me culpas?

—De nada. Pero a mí no me engañas —sonrió—. Preguntas como las tuyas sólo las pueden hacer los culpables.

4

Humor, perdición y poesía. En ese triángulo parecía apoyarse la desactividad diaria de la joven pareja, que pronto adoptó la frase que me oyeron decirles al poco de encontrarnos allí en Tempus Fugit.

—No hacemos nada, pero somos indispensables —dijeron de pronto los dos casi al unísono.

—Es más, sois una sociedad de Oblomovs —añadí.

Rieron entonces como descosidos y hubo un momento en que hasta me pareció que no pararían de reír ya nunca.

Nada más apoyarnos en la barra del Pepper’s, Vilnius, más serio ya, se interesó por saber cómo iban mis cosas con el horóscopo. También si andaba tan desocupado todavía. Y si me estaba adaptando bien al barrio. ¿Y su mujer?, preguntó. Quería saber también si mi señora estaba conectando sin dificultades con el nuevo entorno. No la llames señora que suena antiguo, le dije. Tiene razón, contestó, hábleme pues sólo del horóscopo. Le dije cuál era mi oráculo del día: «Tienden a agilizarse problemas que afectan a la familia. No tome decisiones personales.»

Leído hoy, con mi perspectiva actual, descubro que la familia a la que se refería no era exactamente la mía, sino la que estaba engendrando el duelo por la muerte del padre de Vilnius, la comitiva digamos fúnebre que en aquel momento, algunas semanas después de su muerte, habían empezado a componer ya su hijo, Débora, el propio fantasma del difunto, y pronto yo mismo.

Lo desconocía casi todo sobre Vilnius y Débora y quería saber sobre ellos, y por eso les pregunté, aun a riesgo de parecer entrometido, qué habían estado haciendo inmediatamente antes de ir a Tempus Fugit. Enseguida me di cuenta de que empezaba a demostrar excesivo interés por saber todo lo que hacían y que semejante ansia oscilaba entre lo ridículo y lo sospechoso.

¿Qué habían hecho antes de entrar en la relojería?

Nada, contestó de inmediato Débora. Porque no había nada, añadió, que les gustara más que no hacer nada. Ah, muy bien, dije por seguirle la corriente. Pedimos más tequilas y aproveché para bromear, pero sin duda con muy poco acierto, al preguntarle a Vilnius cuándo pensaba «cortarse el cuello» en Harry Chong. De nada sirvió que rectificara y dijera que lo que había querido decirle era «cortarse el pelo». Eso aún sonaba peor, me hizo saber Vilnius, porque le recordaba la manía que tenía su padre de querer llevarle a aquella barbería para que dejara de una vez por todas de parecerse a Bob Dylan.

—No hacemos ya nada —insistió Débora tomándose un vaso de tequila de golpe—, aunque eso sí, no paramos de tener proyectos y por tanto somos imprescindibles. Hoy, por ejemplo, esta mañana hemos organizado un congreso entre los dos, con ponencias de todo tipo, hemos imaginado diez o doce ponencias cada uno. ¿Y de qué hablábamos en ellas? ¿No se está preguntando usted eso? En todas de lo mismo, como corresponde a un congreso. En todas hemos hablado de «la fecundidad de cancelar», que es un bonito tema de discusión central para un congreso.

—¿De cancelar?

—Sí, eso es lo que usted ha oído. Hemos meditado acerca de lo que se inscribe y de lo que se oculta, de lo que es ilegible y de la creatividad de borrar… ¿Le interesa?

—Claro. ¡Un congreso entero en una sola mañana! Eso sí que es bueno. Pero para eso hay que tener mucha capacidad de trabajo —ironicé suavemente.

—Mire —dijo Débora cayendo en tópicos que la afeaban ligeramente—, todo es bueno si detrás hay una idea y hay creación, y usted, si quiere, ya puede reírse ahora de lo que le digo, porque yo voy a seguir igual de tranquila. Hacer no hacemos nada, pero hacemos mucho. Y eso que, créame, no sabemos casi nada del mundo y cada día nos gusta más dormir y no enterarnos demasiado de lo que ocurre por ahí. Nada queremos saber de corrupción, finanzas, poder, abusos. Y al mismo tiempo todo lo sabemos sobre eso. Jamás el mundo había alcanzado tanta estupidez como en nuestros días. Nosotros, ante esto, tratamos de sobrevivir con nuestra idea secreta de cada día.

—Hacéis bien —dije, y me arrepentí enseguida porque me salió voz de flauta, no sé por qué, quizás porque quería aligerar demasiado mi voz y parecer más joven.

—Pero eso no quita que no podamos evitar tener proyectos nuevos cada mañana y que vayamos casi todos los días al cine. Vivir en este barrio y tener tan cerca la Filmoteca es una de nuestras bendiciones. Y luego está el amor. Nos queremos. No sabemos. Nada sabemos, tampoco de amor. Pero nos queremos.

Esos últimos tópicos no la afearon. Fue curioso. Hablando de amor y a pesar de las cursiladas que decía, parecía que creciera su figura, su innegable encanto. Por otra parte, no supe qué decir, pues jamás hasta entonces había visto a una persona oscilar tanto entre su esfuerzo por parecer indolente y genial y la confesión casi explícita de que la dominaba a veces plenamente la tontería más descomunal. Pero Débora era tan atractiva, que podía perdonársele todo. No es que hubiera caído enamorado, pero no quiero negar —después de todo, ella ya lo sabe, nunca se lo he ocultado— que andaba bastante encandilado con su manera de hablar y de moverse, anduve encandilado sobre todo en aquellos días; no paraba de apreciar en sus rasgos principales lo que todavía hoy sigo valorando tanto: el aire infraleve de su carácter, por ejemplo, y esa mezcla perfecta de dureza con dulzura. Era formidable, además, mirarla y creer a veces estar oyendo una canción, una melodía que me era enigmáticamente familiar, como si todos mis antepasados estuvieran relacionados con ella. Un fenómeno extraño, pero muy bello. Esa especie de parentesco misterioso no sólo la convertía a ella en una persona aún más cercana y arrebatadora, sino que agrandaba mis deseos de estar a su lado, consciente como empezaba a ser yo de que valía la pena hasta encontrar interesantes aquellos congresos de un solo día de los que ella hablaba: aquellos congresos sobre lo ilegible y la creatividad de borrar, todos aquellos ensayos de poesía enferma.

La recuerdo aquella tarde en el Pepper’s moviéndose todo el rato como si estuviera a punto de perder el equilibrio, exhibiendo una fragilidad incesante, siempre encogiéndose de hombros y al borde de caerse encima de la persona que tenía enfrente, aunque luego supe que eran sólo deseos de abalanzarse sobre un nuevo integrante de su sociedad de aire, yo mismo sin ir más lejos.

Recuerdo también el silencio que se hizo allí de pronto en el Pepper’s, como si una pausa fuera necesaria para empezar a entrar en lo que acabó convirtiéndose en una conversación sobre la vida de Lancastre después de la muerte. Sin saberlo, yo mismo propicié que entráramos en esas cuestiones al preguntarle algo a Vilnius, que le permitió contar que la herencia mental paterna estaba dejando de ser tan liosa, pues el gran Lancastre cada día parecía estar más lejos de la Tierra y cada vez se mostraba más extraño y más poseído por su propia risa.

Todo indica, me dijo Vilnius, que a medida que se va distanciando de las pequeñas tragedias de este mundo, le brota una risa cada vez más intensa. Y al decirme esto, el propio Vilnius rió de una forma extraña, como si quisiera imitar al muerto. Se notaba ya mucho el efecto de los tequilas y Débora, con mucho brillo y luz en sus ojos, transformándose para mí de vez en cuando en una canción, nos miraba a los dos de forma muy divertida, quizás porque Vilnius hablaba de la pérdida de intensidad de las interferencias mentales paternas con una sorprendente naturalidad arrolladora, como si sus relaciones con el difunto fueran ya el hecho más normal del mundo.

—Sobre herencias quería hablar —intervino Débora a punto de perder totalmente su posición vertical sobre la barra—. Ayer le estuve dando vueltas a todo eso. Cada generación espera que la siguiente tenga más suerte que ella y consiga que todo sea mejor y hasta parezca que puede existir una segunda oportunidad. Lo que ocurre es que, desde hace ya unos días, Vilnius y yo no estamos interesados en esa segunda oportunidad.

—Comprendo —dije sin saber de qué me hablaba—, aunque no sé si comprendo bien. ¿Estáis quizás interesados en la tercera oportunidad?

—No. Más bien en la tercera edad —terció Vilnius con muy mal gusto porque no había duda de que se estaba refiriendo a mí.

Entonces, herido mi orgullo y más molesto de lo que hubiera querido estarlo, me decidí a preguntarle por su cara magullada, por su mentón morado y por el maldito esparadrapo de la mejilla. Son restos de un desastre, dijo. Y fue cuando me relató la alucinante visita a la casa de los Monster y me explicó, con meticulosidad casi obscena, hasta qué punto habían sido allí los dos tan duramente humillados, sobre todo cuando, con una desvergüenza inenarrable, les fue relatado el asesinato de Lancastre.

Me dejó pasmado oír todo aquello y varias veces traté de escapar del horror, traté de huir del espanto pensando en cosas que fueran más agradables, pero sin lograrlo en momento alguno, tal vez sólo escapé algo cuando me dediqué a imaginar a la mujer de Shekhar (a la que no había visto nunca) diciendo repetidas veces algo que, sacado de contexto, era difícil de comprender y con contexto también; decía la hindú, una y otra vez: los neuróticos van mejorando, pero los psicóticos empeoran… ¿Serían esos psicóticos la familia Monster? ¿O era yo el verdadero Monster? También a mí los tequilas me estaban haciendo efecto. Y mucho, yo creo, porque me parecía que mis dos jóvenes amigos se habían acostado en el suelo del local y decían que no pensaban hacer nada más y ni tan siquiera levantarse hasta el día siguiente…

Cuando regresé a la realidad más absoluta, volví a encontrarme con la risa extraña de Vilnius, lo que me llevó a corroborar que, con tequila o sin él, la realidad tiene, por lo general, carácter circular y estructura de pesadilla.

Luego, me di cuenta de que Débora y Vilnius —los Oblomov— parecían llevar ya cierto tiempo queriendo decirme algo. ¿Decirme algo aún más tremendo de lo que acababan de contarme y que había traído incluso incorporado un crimen? No, tan tremendo no. De hecho, habían comenzado ya a decírmelo. Hacía días que deseaban hablar conmigo porque habían pensado proponerme que escribiera las memorias abreviadas de Juan Lancastre.

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