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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (18 page)

BOOK: Aire de Dylan
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—Quizás nunca se oyeron palabras más injustas o absurdas que ésas —dijo Vilnius—. Y me imagino que estáis ahora pensando que hablar del modo que lo estoy haciendo aquí de mi padre y criticarle su tendencia a la multiplicidad es hablar como un pobre reaccionario, como alguien opuesto a la intuición contemporánea de que somos muchas personas en una…

Se armó en ese momento un barullo providencial para Vilnius, un alboroto en la puerta y en el activo bar que hay a la entrada de la librería y Vilnius creyó que era Débora que por fin había llegado y que, según lo pactado, estaba iniciando la puesta en escena del teatro que previamente habían ensayado entre los dos.

—¡Pero sí que lo eres, eres un completo reaccionario! —le pareció que le gritaba ella desde el bar.

Pero la miopía y el oído le habían jugado simplemente una mala pasada, porque nadie gritaba allí nada de todo eso. Vilnius se dio cuenta de que aún tendría que esperar para que arrancara el teatro con el que Débora y él se proponían, a través de un texto de ficción que iría acompañado de una calculada puesta en escena, decir la verdad, o aquello que más pudiera aproximarse a esa verdad.

Pero, ¿qué verdad? Es lo que Vilnius se preguntó durante unos momentos, al tiempo que notaba perfectamente que le invadía un leve pero agudo dolor de cabeza que le fue llevando a una deriva mental y también a una imaginación de errancia dolorosa por un mundo que parecía creado por la aguja que manejaba un muerto de ánimo tan punzante —su propio padre, todavía bullicioso— que se dedicaba exclusivamente a pincharle el lado izquierdo de su cerebro.

Tal vez había perdido empuje el fantasma y capacidad de infiltración mental, pero mantenía un alto espíritu puñetero. Pasó Vilnius por momentos críticos, pero luego pudo recuperarse y pudo pensar en aquella verdad que quería introducir en la Bernat esa tarde a través de un texto de ficción que deseaba representar allí mismo, como si fuera aquello un escenario: la verdad que pensaba filtrar de un modo sutil, valiéndose de esa idea del teatro dentro del teatro que Shakespeare utilizó en
Hamlet
, idea consistente en hacer que una compañía de teatro presentara hechos similares a los que habían ocurrido en la vida real, para así dar a entender a todo el mundo (personajes y auditorio) su versión de los mismos y comprobar, por las reacciones de algunos, si su versión era la acertada.

En
Hamlet
, el príncipe aprovechaba la visita de una compañía de actores a la corte para dedicarse a ver si el mensaje del espectro —el mensaje que le decía que habían matado a su padre— había de tomárselo en serio. Para ello disponía que se representara en la obra
La ratonera
la escena del asesinato de su padre y estudiaba las reacciones del rey Claudio, el probable asesino, y al ver que éste se sentía ligeramente alterado confirmaba que el espectro, al señalarle quién le había matado, le había dicho la verdad.

La idea de Vilnius, pactada de antemano con Débora, era la de insinuar el crimen y, aunque no estuvieran allí entre el público ni su madre ni Claudio Arístides Maxwell, comenzar a divulgar la sospecha de que Lancastre había sido en realidad asesinado. No parecía tan descabellado que le hubieran matado. El fantasma de su padre, llamándole Hamlet, se lo repetía en cuanto podía y no había que olvidar que instintivamente ese fantasma le había conducido de algún modo, guiándole o empujándole a visitar las casas de su madre y de Max, hacia realidades que desconocía. Pero es que, además, nada extraño tendría —conociendo la catadura moral de su madre y de su amante, que encima se llamaba Claudio— que le hubieran liquidado gracias, por ejemplo, a un sutil envenenamiento que, por el motivo que fuera, la autopsia no había podido detectar.

Tenían pensado entre los dos, aunque al final no lo habían escrito, un texto de unos diez folios, un supuesto comienzo de esas memorias abreviadas de Lancastre, un texto que sirviera de sutil arma para poner en marcha el rumor de asesinato entre los socios interrumpidores. Y así, de las reacciones de los posibles culpables en las horas que seguirían —contaban con que algún socio del club Lancastre informara a los sospechosos— podría empezar a deducirse si Débora y él habían andado equivocados o no al dejar caer, a través de su
Ratonera
particular, las graves acusaciones contra la viuda y el horrible Claudio Arístides Maxwell.

Cabía, claro, la posibilidad de que Laura Verás y su socio fueran inocentes, pero tal eventualidad no les iba a hacer cambiar de planes a Vilnius y Débora porque a fin de cuentas y muy por encima de todo, más allá de si había un crimen que vengar o no, algo se había vuelto urgente y necesario: castigar a la horrible señora que había lanzado al fuego el manuscrito.

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«La vida es una ratonera, lo real es sólo teatro, y nada somos sin la memoria que siempre inventa.» (Juan Lancastre)

13

Con su
Teatro de ratonera
les guiaba a los dos, a Débora y Vilnius, el convencimiento de que la ficción siempre servirá mucho mejor para decir o insinuar la verdad que otros medios que se han revelado ineficaces. Y les guiaba también otra convicción: la de que a la historia del género épico le viene faltando desde hace años un nuevo capítulo, quizás el último, uno que sería verdaderamente épico y que incluiría a todos aquellos narradores que lucharon con un esfuerzo titánico contra toda forma de fingimiento o de impostura y cuya lucha tuvo siempre un evidente acento paradójico, pues quienes así combatieron fueron escritores que vivieron anegados hasta el cuello en el mundo de la ficción: artistas que buscaron el modo de decir o de aproximarse a la verdad a través de ella, a través de la ficción, logrando que al menos de esa tensión estilística surgieran las mayores aproximaciones a la verdad que se conocen hasta ahora.

14

Se acordaba muy bien, dijo Vilnius, de cómo a la generación de su padre se le enseñó que la autenticidad no tenía sentido. Pero cuando pensaba en eso siempre se preguntaba cómo habría reaccionado su padre, observador escéptico de la autenticidad, si alguien le hubiera un día preguntado cómo asumir el hecho de que quizás para un artista el fracaso más profundo,
el más auténtico
, fuera el de la traición a uno mismo.

—¿Tiene o no tiene sentido la autenticidad? —preguntó de pronto Vilnius a los socios interrumpidores.

No hubo respuesta, sólo ciertos murmullos. Los lancastreianos quizás no estaban preparados para según qué preguntas y, ante esto, Vilnius hizo que derivara lentamente su discurso hacia
El Leviatán
, de Joseph Roth, su libro preferido y un relato que alguna vez había pensado incluir entero en su largometraje sobre el fracaso.

Les contó la historia que contaba Roth, ese cuento ejemplar en torno a Piczenik, comerciante de corales de la ciudad de Progrody que amaba los corales auténticos, criaturas del pez original Leviatán, y que sin embargo no sabía resistir el falso engaño de los falsos corales de celuloide. Sólo una nostalgia ocupaba su corazón: la nostalgia de la patria de los corales, del mar. Cuando apareció el diabólico Lakatos, un vendedor de corales falsos, Piczenik se avino a comprar algunos, mezclándolos con los suyos; entonces el destino le volvió la espalda. Todo el relato tenía la ejemplaridad de la parábola: Quien traiciona lo más auténtico de él mismo, está perdido.

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Concentrado en
El Leviatán
, no vio cómo Débora entraba en la librería a través del cada vez más animado bar y se iba acercando a la sala del fondo, a esa sala donde antes estaban las cabinas del antiguo
sex shop
y donde ahora había una especie de sala aparte en la que aquella tarde tenía lugar la reunión del club.

Cuando por fin Vilnius la vio, se la encontró ya prácticamente encima y maldijo su miopía y todo lo que se puso a su alcance a pesar del poco alcance de su visión cegata. Sorprendido, reaccionó de forma no prevista en el guión teatral que a lo largo de algunas horas habían estudiado y ensayado. Nervioso de golpe y para no quedarse mudo, le preguntó lo primero que le vino a la mente.

—¿Me ves retrógrado esta tarde, verdad?

—Te veo retrógrado, sí, pero es que de hecho creo que lo eres bastante, así que no es tan extraño que te vea de esa forma —contestó Débora con un ligero brillo azul en la mirada—. Lo eres, aunque voy aquí a perdonarte la vida y a decir que no siempre. Sólo a veces eres reaccionario, único, inmóvil, picatoste, hiperegoísta, o joven viejo con voluntad de ser radicalmente hiperegoísta. Generalmente eres voluble, móvil, inventivo, osado, inestable, geométrico, indolente, errabundo, leve, volátil, miope, feo, y siempre, pero es que siempre, picatoste. Y auténtico, eso sí. De una pieza. ¡Muy auténtico, sí señor! ¡Te amo, Vilnius! Nadie es tan verdadero como tú.

—Yo también te amo —dijo Vilnius, embelesado. Los socios se quedaron helados y quizás ahora sería difícil enumerar los tan diferentes motivos por los que sintieron cierta perplejidad ante lo que sucedía. Yo mismo me sentí desconcertado. Si en Vilnius el amor se veía auténtico (quizás porque era un amor casi idiota), en Débora parecía difícil saber lo que en verdad pensaba y sentía.

—Picatoste, esta palabra, pertenece a nuestra jerga de amor —aclaró Vilnius.

Su cursilería al proclamar su pasión confirmaba que había quedado atrapado por completo por la belleza, la enfermedad, la locura y las buenas y malas —porque cabía suponer que también las había malas— artes de la muchacha, que a mí no me recordaba para nada a Veronica Lake, sino más bien a Scarlett Johansson. Porque Débora no era la muchacha con un toque anticuado de la que Vilnius había hablado en su intervención en San Gallen.

—Llevamos unos días trabajando, sobre todo yo, en un libro del que tenemos ya bastantes páginas y que puede que os interese —proclamó Débora.

—He estado pensando —interrumpió la socia 11 en la que fue una verdadera interrupción en toda regla— que tú, Vilnius, quieres ser retrógrado porque eso en arte te asegura fracasar plenamente, que es lo único que en el fondo buscas, porque lo que más te interesa del mundo es fracasar y así evitas parecerte a tu padre y tener su éxito y de paso te salvas de tener que superar a Tolstoi.

—Oh, no es así exactamente —respondió Vilnius.

—Claro que no lo es —dijo la socia 11.

A esa socia parecía gustarle Vilnius, o el peinado de Vilnius. Como eso no le ocurría a él cada día, se dijo para sí mismo en ese momento: no hay como gustar a una mujer para que enseguida haya otra a la que también le gustes; lo difícil es gustar a la primera.

—Bueno, os explico —prosiguió Débora, agitando unos folios—, hemos reconstruido unas páginas, las diez primeras de las memorias abreviadas de Juan Lancastre. Creemos que no son muy distintas de las primeras de esa autobiografía premeditadamente sesgada que él escribía y que su viuda ha tenido la mala idea de destruir. Y lo creemos porque tuve la oportunidad de leer casi toda su autobiografía en marcha y me veo capaz de reconstruirla bastante bien. Bueno, de hecho ya he empezado a hacerla, aunque para la tarea general cuento con la ayuda que habrá de prestarme Vilnius cuando se la pida.

—¿Y si la viuda no ha destruido esas memorias? —preguntó Montse.

—No hay nada en el mundo que la viuda no haya ya destruido, pero si algún día —contestó Débora— resulta que el manuscrito no fue quemado y reaparecen las memorias originales, podrá todo el mundo cotejar y comprobar ese parecido entre el manuscrito de Lancastre y el apócrifo. Mucha diferencia no va a haber entre nuestra versión y el original. Y si la hubiere, tampoco sería grave. Estoy segura de que a Juan Lancastre le encantaría una autobiografía apócrifa, quizás más rota incluso que la que él estaba haciendo.

En ese momento, Vilnius empezó a notar que «algo» se apoderaba de su voluntad y observó con pánico que el fenómeno iba en aumento. Sin poder evitarlo, a pesar de haber opuesto gran resistencia, terminó adentrándose mentalmente en la piel de un adolescente tan idéntico a su padre que éste no podía ser más que su padre, es decir que Vilnius estaba volviendo a tener un recuerdo que no era para nada suyo, sino de su maldito padre.

El jovencito que aparecía en el recuerdo, es decir, su padre a los dieciocho años, jugaba con una pelota de tenis que de pronto descubrió que era tanto su vida como su muerte. ¿Una pelota podía serlo todo? Sí. ¿Podía ser la muerte? En efecto, podía serlo. Cuando la dejó caer, no pudo moverse hasta que volvió a cogerla, pero a la vez tuvo la sensación de que la pelota lo iba a matar, era una asesina fría, glacial, terrible. Veía que peligraba tanto su vida que había que escapar como fuera. Y escapaba, escapaba como sólo lo hacemos en algunas pesadillas.

Podría tratarse de un recuerdo de su padre, pensó Vilnius, o bien de una pesadilla que su padre estaba padeciendo en aquel preciso y mismo instante en algún universo paralelo. Pero su padre estaba muerto y no podía tener pesadillas. Suficiente pesadilla era ser un difunto. Por tanto, quien realmente tenía que escapar de la pesadilla era sólo él, Vilnius, algo que al final consiguió cuando huyó casi literalmente por piernas y fue dejando atrás la pelota y el mal momento; huyó, justo para regresar al mundo real y oír que Montse en ese momento le estaba pidiendo a Débora más detalles acerca de cómo había sido que Lancastre le había permitido leer las memorias en las que trabajaba.

—El viejo —le explicó Débora— me daba a leer los fragmentos a medida que los iba escribiendo y lo más interesante era la estructura que le estaba dando al recuento de su vida. El comienzo, por ejemplo, era de lo más sorprendente. Puedo leerlo, si queréis. Lo he reconstruido para vosotros. Es un inicio un tanto innovador para el género de las memorias.

Montse sonrió y con esa sonrisa quiso seguramente indicarle que le asombraba que tuviera escrito el comienzo de aquel manuscrito destruido por la viuda, pero, puesto que allí estaban los folios, haría bien en leerlos.

16

Antes de comenzar a leerles aquellas líneas, quería volver a advertirles a todos, dijo Débora, que la autobiografía que escribía Lancastre era muy atípica y la prueba estaba en que empezaba cuando el autor ya había muerto y no encontraba mejor diversión —llámese ocupación en su mundo de noches pseudoeternas— que dedicarse a molestar a su hijo para hacerle ver que, aun estando en el más allá, no pensaba dejarle en paz. ¿Y qué forma específica tenía de molestarle? Tampoco era tan difícil imaginarla. Se infiltraba en su mente y le obligaba a heredar su memoria e intentaba transmitirle su experiencia. Y para semejante osadía se hacía acompañar de frases raras, le decía, por ejemplo: «Estoy siempre de pie sobre el Cabo Pensamiento, con los ojos desmesuradamente abiertos hacia los límites de lo visible y lo imposible.»

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