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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (15 page)

BOOK: Aire de Dylan
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Harlem Pechmann Pezuña, pensé.

El taxi no llegaba y hubo que volver a llamar a la central. El telefonazo le trajo a Pechmann el recuerdo de otra llamada, ésta ya perdida en el tiempo, pero cuya memoria, dijo, yo acababa de hacerle recuperar. A la espera del taxi, me hizo entrar en la sala temible, ese despacho que al mismo tiempo era consultorio, quirófano, cuarto de estar, garito de póquer y almacén de armas de fuego y aparejos de pesca. Y allí, mientras arreciaba aún más la lluvia y yo rezaba para que no tardara mucho en llegar el coche que tenía que rescatarme, Pechmann me contó que la última vez que habló con su padre fue por teléfono, una conferencia de aquellas de antaño, conferencia heroica, dijo. Llamó a Decatur y, tras unos pequeños tropiezos iniciales con las alocadas telefonistas, oyó la voz lejana de su padre, o lo que él supuso que era su voz, porque, al no haberla oído antes nunca por teléfono, en toda su pureza y realidad, tan diferente a la voz que él había estado acostumbrado a escuchar teniendo delante la cara tan familiar de su padre (o, como diría Stephen King, «viendo la familiar partitura de su rostro»), no reconoció en aquella voz que le llegaba tan cambiada y distante la voz del Patriarca.

Era, concluyó Pechmann, una voz doliente, cuya fragilidad no quedaba mitigada ni disfrazada —como solía ocurrir cuando le veía en directo— por la máscara cuidadosamente dispuesta de sus facciones, y esa extraña voz distante y tan real decía brutalmente la verdad, delataba cuál era el grado de tristeza de su dueño y cuántos pies y manos había puesto ya en la ultratumba. Días después, el viejo de la voz brumosa murió y se convirtió él mismo también en una bruma, en este caso angustiosamente impenetrable, mientras que a su hijo le tocó comprender que a partir de entonces, siempre que quisiera recordar a su antiguamente tiránico y ahora brumoso padre, no le quedaría más remedio que evocar las últimas palabras dolorosas de aquella conversación telefónica en la que la voz del Patriarca le pareció irreconocible: «Hijo, no tengo el menor interés en volver a verte, tengo desinterés hasta por los extraterrestres.»

6

Cuando llegó el taxi, que siempre he pensado que llegó casi de forma milagrosa —aquella mansión tenía todo el aire de ser una verdadera ratonera—, el mayordomo se equivocó al cubrirme con el paraguas y quedé de golpe empapado, calado hasta los huesos, tal era la fuerza de la lluvia en aquel momento. Ya con el taxi enfilando el sendero de salida, me giré y miré, a modo de despedida, hacia la gran casa extraña, y decidí apuntar en mi libreta de notas la leyenda grandilocuente inscrita en el arco de la puerta, decidí apuntarla con la idea de más tarde pasarla a ese archivo digital que llevo sobre el fracaso. Pero al final no apunté nada y logré recordarla igualmente de memoria.

Ahora ya lo sabía: el guionista más fugaz de Hollywood, un tipo llamado Harlem, había sido el que había trazado la línea de mi vida, dibujado mi destino. El caso estaba resuelto. Caso extraño, pensé, pues terminaba con una voz al teléfono y con la voz desvaída de un Patriarca. Caso raro, pero era lo que había. Philip Marlowe habría seguido investigando, pero yo me sentía ya incapaz porque veía que, al final de todo, por mucho que siguiera buscando, no encontraría más que aquello con lo que ya había dado: una voz irreconocible, quizás la voz que me tocaría oír el día en que por fin tendría verdadero acceso a la realidad última… Por mucho que me obcecara, no cambiaría lo que parecía una evidencia: la investigación había quedado resuelta. Lo que quería saber ya lo sabía: un tipo llamado Harlem, el guionista más breve del mundo, había escrito mi destino. Las reglas del juego imponían esto: todo lo que la frase-motor me descubría, jamás debía considerarlo prescindible. Había creído que fracasaría en mi investigación y sin embargo nada de eso había sucedido. De hecho, de existir un fracaso en mi visita a la casa de Culver City, éste no era otro que el hecho de que mi objetivo de fracasar hubiera fracasado. Qué difíciles se vuelven a veces los intentos de fracasar, pensé con repentino enojo, casi rabia. Pero después me di cuenta de que no había para tanto. Además, lo importante no era no haber fracasado, sino la reafirmación de mi frase de uso privado. ¿O acaso no era formidable que con aquella frase del guionista Harlem contara yo con un motor eficaz para descifrar misterios del mundo y descubrir nuevas realidades?

Bendito Harlem.

7

Me pareció que Vilnius quedaba extenuado después de aquel «Bendito Harlem», pero fue una impresión falsa. Unas buenas gafas contra mi miopía —las mismas que llevo tanto tiempo resistiéndome a llevar— me habrían hecho ver que Vilnius seguía conservando toda su energía y lo único que pretendía era realizar una estratégica pausa que le sirviera para separar la historia del guionista Harlem de aquel
Teatro de ratonera
del que me había hablado en la confluencia entre Calvet y Diagonal y que se disponía, en breves momentos, a poner en escena.

Recuerdo que en el instante mínimo que duró aquella pausa me dediqué a imaginarme convertido ya en un escritor que no escribía, en un ser completamente feliz, liberado del yugo de mi profesión y de la oda a la rectitud literaria que había sido toda mi vida. Me imaginé yendo por una calle brumosa. Al ir a doblar una esquina, alguien me preguntaba a qué me dedicaba si ya no pertenecía al gremio de los chupatintas y yo le contestaba lo que Diaghilev respondió un día cuando le preguntaron qué era exactamente lo que hacía en los ballets rusos, ya que ni componía, ni tocaba, ni bailaba:

—No hago nada, pero soy indispensable.

V
TEATRO DE RATONERA

1

Bendito Harlem, repitió Vilnius. Y, llegado a este punto, se interrumpió, se relajó por momentos, inició una pausa que no pretendía que fuera larga, pero que acabó escapándosele de las manos, pues creó una brecha mínima por la que se coló el mundo de su padre, especialista en el tema precisamente de las interrupciones. Tardó algo en reaccionar y cuando lo hizo se dio cuenta del error que había cometido con su intervalo, pues éste había permitido a Juan Lancastre encontrar un hueco por el que revolotear e intentar de nuevo inyectarle más memoria y experiencia, aunque cada vez con menos método, como si anduviera ya con las fuerzas mermadas y él sólo se desorientara a veces. Últimamente, la comunicación con el padre le llegaba de forma muy escasa y débil y, cuando llegaba, casi siempre lo hacía en forma ya de ovillo ilegible. Aun así, Vilnius detectó que le resultaría difícil salir de la pausa. Quizás el público no notara nada, pero él se sentía como atrapado en la estación de Portbou, como un pájaro obturado, interrumpido. Toda una ironía del destino si caía en la cuenta de que era hijo de quien había sido famoso especialmente por
La interrupción
, tratado muy completo acerca del arte de obstaculizar el flujo de lo que pretende continuar sin trabas; un tratado con un tema en el fondo muy contemporáneo y en el que siempre aspiró a ser su padre un especialista, aunque luego escribió
La fluidez
, libro que rebatía con gracia, una por una, todas las tesis de su libro más famoso.

Su padre fue realmente un especialista en transformarse en cada libro. Cambiaba de piel en cada uno de ellos. No mucho antes de su muerte, un periodista le preguntó quién era él realmente, y Lancastre contestó como si fuera Bob Dylan en su papel de Alias, en la película sobre Pat Garret.

—¿Quién soy? Ésa es una buena pregunta.

En otra ocasión, ante la misma cuestión, reaccionó de una forma no muy distinta, aunque quizás más sorprendente.

—¿Quién soy? Me llamo Pedro Páramo como todo el mundo. Mi familia es aire y yo soy mezcla de las voces y recuerdos de distintos vivos y muertos.

2

Invadido por el espectro y por el ovillo ilegible que se había ido adueñando de su ingenua pausa, Vilnius, sentado aquella noche frente a los socios del club Lancastre, hizo verdaderos esfuerzos por salir del difícil
impasse
.

—¿Hamlet?

Esa pregunta fue lo único que entendió del confuso lenguaje de las infiltraciones paternas. La situación, estando como estaba él sentado ante los socios del club, fue volviéndose incómoda, aunque éstos no parecían notar ni siquiera que se había quedado tan encallado; hablaban entre ellos, como si no pasara nada; quizás se relajaban también después del monólogo hollywoodiense del atribulado hijo de su ídolo.

La pausa para muchos no era en realidad ni pausa, pero para Vilnius, en cambio, era un drama, pues, a medida que iban transcurriendo los segundos, a medida que iban cayendo uno tras otro esos segunderos de reloj que creía que penetraban en su mente, cada vez acertaba menos a vislumbrar cómo haría para recuperar la palabra.

Hasta que se hundió en un segundero —una experiencia por la que seguro que no había pasado ni su padre— y creyó que ya no saldría nunca. En su atolladero, en su profundo
impasse
, el joven Vilnius llegó a creer que los socios interrumpidores hablaban entre ellos de Lancastre y decían que le pedía a su hijo venganza por su asesinato. De hecho, ¿no era aquello lo que le solicitaba el fantasma de su padre? Pero no era lógico que los socios del club Lancastre pensaran en una cosa así.

Se calmó cuando vio que los interrumpidores no hablaban ni mucho menos de eso, más bien de todo menos de eso; escuchó varias conversaciones que se producían al mismo tiempo, y paró el oído especialmente en una de ellas, que giraba en torno a si se podía considerar que Dios se llamaba Harlem y era el guionista más fugaz del universo, un hombre de barba blanca que un día escribió una primera frase y después se olvidó de todo, o lo que era lo mismo: permitió que le relevaran infinitos dioses, todos más fecundos que él a la hora de crear historias.

—Yo diría que Harlem decidió echarse una siesta y jamás volvió de la misma —le oyó decir Vilnius a una socia interrumpidora.

—El día que se despierte —le contestó otra— se quedará impresionado al ver lo que el mundo ha sabido construir con su primera frase.

Como si estuviera a punto de derrumbarse de sueño porque la pausa lo hubiera dejado atontado, Vilnius dio una cabezada hacia adelante y creyó observar que el espectro, como si quisiera desmentir su supuesta debilidad, lograba por momentos infiltrarse en él con una tenacidad que parecía haber olvidado y le hablaba de un cráneo grande que era frágil como un huevo bajo sus dedos, que lo masajeaban. Pero no tardó también en percibir que se trataba de una fuerza sólo pasajera y que no habría seguramente de regresar nunca más el brioso empuje de los primeros días.

Aun así, algunos intentos de infiltración alcanzaban su objetivo. Me gustaría saber, le pareció que le decía el autor de sus días, de dónde has sacado eso de que quiero adosarme, así que deja de pensar idioteces, sólo es necesario que sepas que se acerca la hora en que he de entregarme al tormento de las llamas sulfúreas, pero que por el momento estoy condenado a vagar en la noche y a pedirte que lideres mi venganza.

¡Llamas sulfúreas! Eso sí que sonaba a puro Shakespeare y que las frases eran hamletianas. ¡Y ese cráneo que era un huevo!

Vilnius dio una segunda cabezada hacia delante, como si estuviera a punto de ser dominado ya por una fuerza hosca. Últimamente, todo el mundo quiere hipnotizarme, pensó no sin humor.

—¿Hamlet?

¡Pero bueno! ¿Y esa insistencia? No había ya duda alguna de que su padre, por muy débiles que anduvieran sus fuerzas, gozaba interrumpiéndole incluso los momentos divertidos.

3

«Uno nunca sabe quién es. Son los demás los que le dicen a uno quién y qué es. Te explican tantas veces quién eres y de formas tan distintas, que al final uno acaba por no saber en absoluto quién es. Todos dicen de ti algo diferente. Incluso uno mismo está siempre cambiando de opiniones. Si a eso añadimos que uno se esfuerza por sorprender a los otros siendo varias personas al mismo tiempo, lo que en verdad acaba sucediendo es que terminamos no teniendo ni la menor noción de quién somos o podríamos haber sido.» (Juan Lancastre,
La interrupción
.)

4

—Perdona que te interrumpa, pero es ya toda una evidencia que estás boicoteando el tiempo que pensábamos dedicarle esta noche a tu padre. En todo caso, por nosotros, puedes seguir en las ramas de Hollywood. Porque es ahí dónde estabas ahora, ¿verdad Vilnius? —intervino Montse muy cauta y con una sonrisa amable.

—Bueno, lamento el coloquio que le he robado a mi padre en el tiempo —Vilnius se hizo un lío al decir esto, quizás porque aún conservaba señales del ovillo mental que se le había infiltrado durante la pausa—. Perdón, quiero decir que lamento haberle robado tiempo a Lancastre en este coloquio. Pero quiero que sepáis que de algún modo, lo digo en varios sentidos, él no ha dejado ni un segundo de estar presente en lo que os he contado. En el fondo, a mi padre ahora lo conocéis más que cuando entrasteis aquí. Y es que estoy seguro de que se le ve mejor cuando se le observa desde un punto de vista no central, preferiblemente lateral…

—¿Lateral? —sonrió Montse.

—Sesgado, esquinado. Su familia era el aire, lo dijo él en alguna ocasión. Mi padre siempre fue una mezcla de muchas voces y recuerdos, de muchas personas muertas y de algunas también vivas… Y en cuanto a eso de que yo estaba en las ramas de Hollywood…

—Ha sido un decir.

—Claro, Montse. Pero no estaba allí en Hollywood exactamente. Pero es verdad que lo paso bien recordando ese viaje tan reciente, recuerdo tantas cosas que hasta me acabo de acordar ahora mismo de que conocí allí a un tipo que hace años que prepara una biografía exhaustiva de Mankiewicz. Es alguien que me gustó conocer. Me recordó a mi abuelo paterno, no sé por qué. Hablando con él caí en la cuenta de que alguien podría hacer una buena tesis acerca de la importancia de la obra de Mankiewicz en el mundo de mi padre. ¿Veis cómo no le niego al gran Lancastre el protagonismo de esta reunión?

—No hay duda de que los aquí presentes tomarán buena nota de esto. ¿Algún interrumpidor se ha planteado ya ese tema de la influencia de Mankiewicz en la obra de Lancastre? —preguntó Montse sabiendo perfectamente que nadie se había planteado algo así.

Nadie allí se había preguntado nada de todo eso.

—Puedo deciros —prosiguió Vilnius— que mi padre se acordaba hasta del cine de Barcelona, el Astoria, en el que de niño había visto un tráiler de
Julio César
, película de Mankiewicz en la que actuaba Marlon Brando. A mi padre le quedaron grabados aquellos minutos medio entrevistos de la tragedia de Shakespeare. Un año después, en el mismo cine, desde el mismo butacón de uno de los palcos de la primera planta del Astoria, le quedaría grabado otro tráiler, el de
La condesa descalza
, la siguiente película de Mankiewicz. Los dos resúmenes de estos films despertaron tanto su interés que esperó como un loco a crecer para poder ver íntegras esas dos películas no aptas para menores.

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