Sopla un aire denso y húmedo y se oyen tenues y dulces tintineos procedentes de las sombras y los árboles, de puertas y ventanas que no alcanza a ver, se oyen tintineos procedentes de todas partes porque su abuela está convencida de que las campanillas deben sonar en todo momento para mantener a raya a los malos espíritus, y él nunca le ha dicho: «Bueno, si de veras da resultado, ¿cómo explicas lo de nuestras vidas?». Saca una llave del bolsillo, la introduce en la cerradura y abre la puerta.
—¿Nana? Soy yo —dice a voz en grito.
En el vestíbulo siguen las mismas fotografías de familia y cuadros de Jesucristo y crucifijos arracimados sobre el enyesado de crin de caballo, todos cubiertos de polvo. Cierra la puerta, echa la llave y deja el llavero encima de una vieja mesa de roble que lleva viendo la mayor parte de su vida.
—¿Nana?
La tele está en la sala, a todo volumen, resuenan las sirenas: Nana y sus series de polis. El volumen parece más alto que la última vez que estuvo allí, tal vez porque se ha acostumbrado al silencio. Empieza a acusar la ansiedad a medida que sigue el sonido hasta la sala donde nada ha cambiado desde que era un crío, salvo que Nana sigue acumulando cristales y piedras, estatuillas de gatos y dragones y del arcángel san Miguel, coronas mágicas y haces de hierbas e incienso, a cientos, por todas partes.
—¡Oh! —exclama ella cuando sus pasos la distraen de súbito de la reposición de algún capítulo de
Canción triste de Hill Street
.
—No quería asustarte. —Win sonríe, se acerca al sofá y le da un beso en la mejilla.
—Cariño mío —dice la anciana mientras le aprieta las manos.
Él coge el mando a distancia de una mesa cubierta con más piezas de vidrio y baratijas mágicas, piedras y una baraja de cartas del tarot, apaga la tele y hace su valoración habitual. Nana parece encontrarse bien, sus ojos oscuros se ven despiertos y brillantes en su rostro de rasgos afilados, un rostro muy terso para su edad, antaño hermoso, con el largo cabello canoso recogido en la coronilla. Lleva las joyas de plata de siempre, pulseras prácticamente hasta los codos, anillos y collares, y la sudadera naranja intenso del equipo de fútbol americano de la Universidad de Tennessee que le envió él hace escasas semanas. Nunca olvida ponerse algún regalo suyo cuando sabe que lo verá. Siempre parece saberlo; no es necesario que él se lo diga.
—No tenías la alarma conectada —le recuerda, y mientras, abre la bolsa de deporte y deja sobre la mesita de centro tarros de miel, salsa barbacoa y pepinillos en vinagre.
—Ya tengo mis campanillas, cariño.
Se le pasa por la cabeza que ha dejado la botella de bourbon en el guardarropa del Club de Profesores. No se ha acordado y Lamont no se ha dado cuenta de que no la llevaba cuando se han marchado. «No es de extrañar», piensa él.
—¿Qué me has traído? —pregunta Nana.
—No pago a la empresa de alarmas todo ese dinero por móviles de campanillas. Unas cosillas locales, hechas allí en Tennessee. Si prefieres licor de contrabando, ya te lo traeré la próxima vez —añade en tono burlón mientras se sienta en un viejo sillón cubierto con una funda de color púrpura que una de sus clientas tejió a ganchillo hace años.
Ella coge las cartas y pregunta:
—¿Qué es todo ese asunto de «money»?
—¿Money? —Win frunce el ceño—. No utilices conmigo tus artes de brujería, Nana.
—Algo relacionado con «money». Estabas haciendo algo que tenía que ver con «money».
Win piensa en Monique Lamont, alias
Money
.
—Esa jefa tuya, supongo. —Nana baraja lentamente las cartas, que es su manera de mantener una conversación, y deja una carta de la luna en el sofá, a su lado—. Ten cuidado con ésa. Ilusiones y locura o poesía y visiones. Tú eliges.
—¿Qué tal te encuentras? —pregunta él—. ¿Ya comes algo aparte de lo que te trae la gente?
La gente le trae comida a cambio de que les eche las cartas, le dan toda clase de cosas, lo que pueden permitirse.
Deja otra carta boca arriba en el sofá, ésta con un hombre vestido de túnica con un farol. La lluvia ha vuelto a arreciar, tanto es así que suena como un redoble; las ramas de los árboles golpean el cristal de la ventana y el viento provoca un estruendo lejano y frenético.
—¿Qué quería de ti? —pregunta su abuela—. Esta noche estabas con ella.
—Nada que deba preocuparte. Lo bueno es que así tengo oportunidad de verte.
—Guarda cosas ocultas tras una cortina, cosas muy penosas, esa suma sacerdotisa de tu vida.
La anciana vuelve boca arriba otra carta, ésta con una llamativa imagen de un hombre colgado de un árbol por un pie y al que le caen monedas de los bolsillos.
—Nana —dice él con un suspiro—. Es fiscal de distrito, se dedica a la política. No es una suma sacerdotisa y no creo que forme parte de mi vida.
—Ay, desde luego que forma parte de tu vida —replica su abuela dirigiéndole una mirada intensa—. También hay alguien más. Veo a un hombre vestido de escarlata. ¡Ah! ¡Ése se va al congelador ahora mismo!
La manera que tiene su abuela de librarse de las personas destructivas consiste en escribir sus nombres o descripciones en pedazos de papel y meter éstos en la nevera. Sus clientes le pagan sumas respetables para que encierre a sus enemigos en su viejo Frigidaire, y la última vez que Win echó un vistazo, su congelador parecía el interior de una trituradora de papel.
Win advierte que su móvil comienza a vibrar; se lo saca del bolsillo de la chaqueta y mira la pantalla: es un número particular.
—Perdona —dice, y se levanta para acercarse a la ventana.
La lluvia sigue golpeando el cristal.
—¿Winston Garano? —pregunta una voz de hombre, a todas luces impostada, con un acento sumamente falso que casi parece británico.
—¿Quién lo pregunta?
—Creo que le convendría tomarse un café conmigo, en Davis Square, el Café Diesel, donde van todos los bichos raros y los maricones. Abre hasta tarde.
—Empiece por decirme quién es usted.
Observa a su abuela barajar más cartas del tarot y colocarlas boca arriba en la mesa, con esmero y al mismo tiempo con absoluta tranquilidad, como si fuesen viejas amigas.
—Por teléfono, no —responde el individuo.
De pronto a Win le viene a la cabeza la anciana asesinada. Imagina su rostro hinchado y amoratado, los inmensos coágulos oscuros en la parte inferior de su cuero cabelludo y los agujeros abiertos en el cráneo, con astillas de hueso incrustadas en el cerebro. Imagina su cadáver lastimoso y maltratado sobre una mesa de autopsia de acero frío; no sabe por qué se acuerda de ella de repente, e intenta apartarla de sus pensamientos.
—No suelo ir a tomarme un café con desconocidos cuando no me dicen quiénes son o qué quieren —dice al auricular.
—¿Le suena de algo Vivían Finlay? Estoy seguro de que le conviene hablar conmigo.
—No veo ninguna razón para hablar con usted —insiste Win mientras su abuela permanece tranquilamente sentada en el sofá, pasando las cartas para luego colocar otra boca arriba, ésta roja y blanca con una estrella de cinco puntas y una espada.
—A medianoche. No falle. —El individuo pone fin a la llamada.
—Nana, tengo que salir un rato —anuncia Win al tiempo que se guarda el móvil, vacilante junto a la ventana contra la que repiquetea la lluvia.
Tiene una corazonada, el viento provoca un tañido discordante.
—Cuidado con ése —dice ella, y escoge otra carta.
—¿Va bien tu coche?
A veces se le olvida ponerle gasolina, y ni siquiera la intervención divina impide que el motor deje de funcionar.
—Iba bien la última vez que lo conduje. ¿Quién es el hombre de escarlata? Cuando lo averigües, házmelo saber. Y presta atención a los números.
—¿Qué números?
—Los que están en camino. Presta atención.
—Cierra las puertas, Nana —le aconseja—. Voy a conectar la alarma.
Su Buick de 1989 con raído techo de vinilo, pegatinas en el parachoques y un amuleto de plumas y cuentas para atrapar las pesadillas, colgado del espejo retrovisor, está aparcado detrás de la casa, bajo la canasta de baloncesto que lleva oxidándose en su poste desde que era niño. El motor se resiste, cede al cabo y Win sale marcha atrás hasta la carretera porque no hay sitio para dar media vuelta. Los faros relucen en los ojos de un perro que merodea por la cuneta.
—Por el amor de Dios… —dice Win en voz alta antes de detener el coche y bajarse.
—
Miss Perra
, ¿qué haces aquí fuera? —le dice al pobre animal empapado—. Ven aquí. Soy yo, venga, venga, buena chica.
Miss Perra
, medio sabueso, medio perro pastor, medio sorda, medio ciega, con un nombre tan estúpido como su dueña, avanza a paso inseguro, olisquea la mano de Win, lo recuerda y menea el rabo. Él le acaricia el pelaje sucio y mojado, la coge en brazos y la deja en el asiento delantero acariciándole el cuello mientras la acerca hasta una casa destartalada dos manzanas más allá. La lleva en brazos hasta la puerta y llama con los nudillos un buen rato.
Al cabo, se oye una voz de mujer al otro lado de la puerta:
—¿Quién es?
—¡Le traigo otra vez a
Miss Perra
! —contesta él en el mismo tono de voz.
Se abre la puerta y aparece una mujerona gorda y fea vestida con una bata rosa sin forma. Le faltan los dientes de abajo y apesta a tabaco. Enciende la luz del porche, parpadea deslumbrada y desvía la mirada hacia el Buick de Nana aparcado en la calle. Nunca parece acordarse del coche ni de él. Win deja suavemente a
Miss Perra
, que entra en la casa como una exhalación, huyendo de la desagradecida holgazana tan rápido como puede.
—Ya le he dicho más de una vez que acabará atropellándola un coche —le advierte Win—. ¿Qué le ocurre? ¿Sabe cuántas veces he tenido que traerla a casa porque la encuentro vagando por las calles?
—¿Qué voy a hacerle yo? La dejo salir a hacer sus necesidades y no vuelve. Además, él ha venido esta noche y ha dejado la puerta abierta, y eso que no debería acercarse por aquí. Échaselo en cara a él. La muele a patadas, más malo que una víbora, y deja la puerta abierta a propósito para que se marche, porque si esa estúpida perra se muere le partirá el corazón a Suzy.
—¿De quién habla?
—De mi maldito yerno, ese al que la policía detiene una y otra vez.
A Win le parece que ya sabe de quién está hablando; lo ha visto por el vecindario, al volante de una furgoneta blanca.
—¿Y le deja entrar en su casa? —le pregunta Win con tono severo.
—¿Cómo iba a impedírselo? No tiene miedo de nada ni de nadie. No soy yo la que pidió la orden de alejamiento.
—¿Ha llamado a la policía cuando ha venido?
—¿Para qué?
Por la puerta abierta, Win ve a
Miss Perra
tumbada en el suelo, encogida de miedo bajo una silla.
—¿Y si se la compro? —se ofrece.
—No hay dinero suficiente —responde ella—. Adoro a esa perra.
—Le doy cincuenta dólares.
—No se puede poner precio al amor —responde ella, no sin vacilar.
—Sesenta —insiste él, subiendo la oferta; es cuanto lleva encima; se ha dejado el talonario en Knoxville.
—No, señor —contesta ella, que se lo está planteando seriamente—. Mi amor por esa perra vale mucho más.
D
os muchachos de la Universidad de Tufts con el pelo verde y tatuajes juegan al billar no muy lejos de la mesa de Win, que los observa con desdén.
Tal vez él no sea de familia adinerada, ni haya alcanzado una puntuación de seiscientos en los exámenes de acceso a la universidad, ni haya compuesto una sinfonía o fabricado un robot, pero al menos cuando solicitó ingresar en los centros de enseñanza de sus sueños, fue lo bastante respetuoso como para comprarse un traje (de rebajas) y zapatos (también de rebajas), además de cortarse el pelo (tenía un cupón de descuento de cinco dólares) por si el encargado de las entrevistas de admisión le invitaba a dar una vuelta por el campus para hablar de sus aspiraciones en la vida, que consistían en llegar a ser erudito y poeta como su padre, o quizás abogado. A Win nunca le llamaron para dar un paseo por el campus ni para una entrevista. Lo único que recibió fueron cartas estándar que lamentaban informarle…
Observa todo y a todo el mundo en el interior del Café Diesel en busca de un hombre con quien debe reunirse para hablar de un asesinato que aconteció veinte años atrás en Tennessee. Es casi medianoche, sigue lloviendo y Win está sentado a su mesita, toma sorbos de capuchino, mira a los estudiantes desarrapados con sus peinados horrendos y sus ropas cutres, cafés y ordenadores portátiles y vigila la puerta principal mosqueándose por momentos. A las doce y cuarto se levanta de la mesa con gesto cabreado mientras un gilipollas con espinillas que se cree todo un Einstein coloca torpemente las bolas de billar mientras habla con su novia en tono acelerado y gritón, ambos ajenos a lo que ocurre a su alrededor, ensimismados, colocados con algo, tal vez efedrina.
—No existe —está diciendo la chica—. La palabra «sodomítico» no existe.
—
El cuadro de Dorian Gray
fue calificado de libro sodomítico en algunas críticas publicadas por aquel entonces.
Se oye un chasquido y una bola a rayas va bamboleándose hasta una de las troneras.
—Se titula
El retrato
, genio, y no
El cuadro
—le dice al pedante gilipollas cubierto de
piercings
, que ahora hace girar el taco de billar como un bastón de mando—. Y fue calificado de libro sodomítico durante el juicio contra Oscar Wilde, no en las críticas.
—Lo que tú digas.
Win echa a andar hacia la puerta y alcanza a oír «mariconazo mulato».
Regresa, le arranca de las manos el taco de billar al gilipollas y dice:
—Ahora me toca a mí. —Parte el taco en dos contra la rodilla—: Vamos a ver, ¿me decías algo?
—¡Yo no he dicho nada! —exclama el mamón con los ojos vidriosos abiertos de par en par.
Win lanza las dos mitades rotas del taco encima de la mesa y se larga haciendo caso omiso de la chica que hay detrás del mostrador, que no le quita ojo desde que ha entrado. Está echando vapor a presión en una taza grande de café y le dice «perdone» al ver que se dirige hacia la puerta.
—¡Eh! —le grita para hacerse oír por encima del ruido de la máquina de café.