Sarah se sentía débil y mareada, febril, pero tenía que verlo por sí misma. Entró en el edificio en ruinas, gimiendo un poco cada vez que ponía el pie sobre una montaña de ladrillos rotos y éstos comenzaban a deslizarse bajo sus pies. Finalmente llegó hasta la calavera. La cogió y la estampó contra un trozo de hormigón. Se partió por la mitad, y dentro sólo encontró cenizas.
Estaba tan muerta como era posible. Tendría que ser suficiente.
Mirando el cadáver, a lo que hubo que hacer para desinfectar a la
lich
, un escalofrío le recorrió las manos, las muñecas. Hasta los brazos. Tenía algo que hacer. Una obligación. Había fingido que ya había acabado, que sus responsabilidades habían concluido. Se había refugiado en el miedo. Ya no. Sabía lo que se había de hacer.
—Al Zarevich no le va a gustar esto —dijo ella, gateando de vuelta a la calle—. Creo que acabamos de declarar la guerra. ¿Qué les pasó a sus soldados?
La piedra de talco vibró bajo sus dedos.
yo desperdigaron perseguir a ellos ellos desperdigaron
Sarah asintió.
—Así que probablemente regresaron con su señor. ¿Qué pasa con esas reliquias que buscaba? ¿Has averiguado por qué las quería?
no
Sarah frunció el ceño. Podía hablar con claridad cuando quería.
Las había recogido mientras ella examinaba la calavera de la
lich
muerta. Se las entregó y ella las estudió. El trozo de cuero tenía un amasijo de pelos pegados y era asqueroso. La soga parecía que fuera a deshacerse en cualquier momento. Pero ella escudriñó la espada y algo le llamó la atención. Era antigua, verdaderamente antigua, y estaba cubierta de brillante cardenillo. La hoja se había fusionado tanto con la vaina que ni siquiera hizo ruido cuando ella la agitó. Un punto de bronce brillaba en la punta, como si alguien la hubiera usado de bastón y la hubiera golpeado repetidamente contra el suelo hasta que había saltado la pátina. La empuñadura estaba hecha con una cuerda trenzada y tenía tallado un guerrero gritando. La cogió con una mano, con la intención de blandirla en el aire y hacerse una idea de su peso. Aunque antes de que tuviera oportunidad de levantarla...
... osada, ¡te he dado una orden! Harás lo que te diga, y lo harás ahora, muchacha, porque hay muchísimo más en juego de lo que crees. Yo...
La voz de su cabeza le hizo desear tirar la espada, cubrirse las orejas, de lo alta que era. Le hizo temblar los dientes. Cuando se calló, sintió como si alguien estuviera mirando dentro de su cabeza, fuera quien fuese a quien pertenecía la espada, se había percatado de su intrusión, se había dado cuenta de que podía oírlo.
Sarah
—dijo él—.
Querida, no deberías estar aquí. Aún no.
No reconoció la voz de inmediato. Lo cual era raro, siempre que se comunicaba con los muertos de esta manera oía las voces como si fueran la suya, como si su voz interior estuviera pensando por sí misma. Esta voz no era distinta. Pero por su rabia y su condescendencia sabía exactamente quién debía ser. O al menos quien había dicho ser siempre.
—Hola, Jack —contestó ella. Unas vibraciones furiosas subieron por el metal y le aguijonearon la mano. Ella soltó la espada. Rebotó con un sonido metálico en la calle. Le temblaba la mano; tuvo que cogerse la muñeca para hacerla parar. Se sentía como si se hubiera contaminado de mala energía, pero la sensación se disipó cuando soltó la reliquia. Se volvió hacia su padre.
—¿De quién es esta espada? —le preguntó—. ¿Perteneció a Jack antes de que se convirtiera en un fantasma?
Los ojos de Dekalb se nublaron. Era evidente que tenía que repasar un montón de recuerdos de golpe.
—¿Jack? No... No, nunca tuvo una espada. Y Jack no es ningún fantasma, cariño.
—¿Cómo? —preguntó ella. Todavía estaba atando cabos en su cabeza.
—Escucha, conocí a Jack bastante bien. Trabajamos juntos, luchamos juntos. A fin de cuentas, incluso me mató. Pero ahora no es más que otro necrófago. Estaba encadenado a un muro en la parte alta de la ciudad la última vez que lo vi, con el cuello roto, incapaz de moverse, caminar o cazar. Era tan descerebrado como cualquiera de ellos. En cualquier caso, Jack nunca fue del tipo que se convertiría en fantasma. Se habría borrado de la red antes de permitir que sucediera.
—Nunca lo he cuestionado... Nunca dudé de que fuera exactamente quien decía ser. Dios, soy tan imbécil. Escucha —dijo Sarah—. Tengo la capacidad para hablar con... con fantasmas, y necrófagos, y muertos que no pueden hablar por sí mismos, pero sólo si tengo algo que sea importante para ellos. Como el diente de Gary o el escarabajo de Ptolemy. ¿A quién pertenece esta espada? Era alguien con quien el Zarevich quería hablar, lo llamaban, como era... ¿el celta? —Ella miró de reojo a Ptolemy, que asintió dándole la razón.
—Estaba aquel tipo —le explicó su padre—. Era un fantasma, seguro. Gary lo conocía mejor que yo, pero era de las Orkney Island, Escocia. Era un druida. —Dekalb levantó la espada y la miró, luego se la enseñó a Gary. La pequeña calavera-insecto saltó arriba y abajo de excitación sobre sus seis puntiagudos pies—. Gary dice que sí, que era su espada. Su nombre era Mael algo, ahora me acuerdo. Me ayudó al final, intercedió en mi favor ante las momias. Mael Mag Och. ¿Por qué, cariño? ¿Qué tiene él que ver con nada de esto?
—Bueno, me ha mentido, para empezar. Me ha mentido durante años. Me dijo que era otra persona. De hecho, se hizo pasar por Jack.
Dekalb movió la cabeza confundido.
—¿Tú puedes hacer qué?
Estaba demasiado enfadada para repetirse.
—Este druida me ha traído aquí, ha estado jugando conmigo. Quién sabe qué más habrá urdido. —Frunció el ceño mirando la espada verde que su padre tenía en la mano—. Ahora mismo, estoy dispuesta a creer —continuó— que Mael Mag Och ha estado jugando con todos nosotros, como piezas de ajedrez en un tablero.
La calavera-insecto hizo un pequeño baile de lo emocionado que estaba.
—Sí —asintió Dekalb—, Gary dice que suena exactamente a Mael.
El espectro de verde sonrió, tensando sus maltrechos rasgos.
—¿Estás cómoda? ¿Es de tu agrado el tentempié?
Habían encontrado ropa para su invitada rubia, un vestido blanco de encaje con voluminosas mangas y un par de zapatos planos de cuero que parecían cómodos. Nilla se apoyó en el diván y levantó su copa en un brindis silencioso. Podría haber sido zumo de tomate en un vaso, pero Ayaan lo dudaba. El espectro de verde hizo una profunda reverencia apoyándose en su cetro de fémures y regresó a una esquina de la habitación. En su silla, Ayaan se cruzó de piernas y se preguntó cuánto tiempo llevaría aquello.
Todos estaban, excepto Amanita, que había salido a una misión, reunidos dentro de mad-o-rama, donde el Zarevich haría una aparición en cualquier momento. Erasmus estaba detrás de ella en una incómoda postura, no se le permitía tomar asiento porque había estado a punto de comprometer la misión. Iba a tener que disculparse. A Ayaan le habían dado una enorme y mullida butaca, un poco mohosa pero que se tenía por el sitio de honor. Semyon Iurevich estaba sentado en una silla de tres patas cerca del fondo, con los ojos muy abiertos, como si esperara presenciar algo monumental y no quisiera parpadear para no perdérselo. Las quincuagésima momia estaba en pie sujetando el cerebro metido en el bote. Nilla hizo un esfuerzo deliberado para no mirarlo. Cicatrix estaba con su señor, los dos escondidos en el coche-trono, que todavía estaba girado hacia la pared.
Sin previo aviso, la imagen del Zarevich apareció en el centro de la habitación, de cara a ellos. Hizo una profunda reverencia en dirección a Nilla y habló en su inglés quebrado, la única lengua que Nilla conocía.
—Mi señora. Qué honor me brindas. Hace años que te busco, sólo para honrarte. Qué amable por tu parte venir. Permíteme que me presente como Adrik Pavlovich Padchenko, quienes algunos llaman cariñosamente Zarevich.
—Encantada de conocerte —respondió Nilla. Parecía bastante sincera—. No soy nadie.
El chico
lich
sonrió ampliamente, como si ella hubiera dicho lo más gracioso que había oído en su vida. Luego, se volvió para mirar a sus generales.
—Con esta nadie y su graciosa presencia, estamos preparados. La mayoría sabéis qué significa. Hemos trabajo tanto y tanto tiempo… ¡Mañana comenzamos! —Salvo Ayaan y la momia con el cerebro, toda la habitación estalló en vítores.
»Aunque quizá hay alguien que no sabe por qué lo celebramos hoy. —La imagen se acercó para coger la barbilla de Ayaan con sus dos pequeñas y pálidas manos. Ella le dedicó su mejor sonrisa a pesar de que le hubiera gustado apartarlo de un golpe—. Vaya, ella no me conoce de verdad en absoluto. —Eso provocó unas risitas.
»Mi historia comenzó como una tragedia —le explicó, caminando hacia el trono en el que ocultaba su verdadero cuerpo—. Comienza siendo atropellado por un coche a la tierna edad de nueve años. Muchos pensaban que moriría. Y morí, aunque no de inmediato. —Más risas.
La historia que le contó después era o estremecedora o sangrienta, Ayaan no lograba decidirse. El niño que se convertiría en el
lich
había sido de dotes moderadas, buenas notas, un futuro prometedor y la oportunidad de convertirse en alguien. Luego tuvo lugar el accidente. La mayoría de sus diminutos huesos se fracturaron, muchos de sus órganos se herniaron o atrofiaron. Fue llevado de inmediato a un hospital donde descubrieron que no podía respirar por sí mismo y que su corazón apenas latía. Tras docenas de operaciones durante el plazo de dos semanas, finalmente lo estabilizaron, vivo, pero incapaz de recuperar la consciencia.
En un país donde los avances médicos eran más escasos que el oro, su familia había contado con la riqueza, o al menos la desesperación suficiente para contratar especialistas que intentaran todas las soluciones posibles. La mayoría llevaban a cabo interminables pruebas y lo calificaron de acuerdo a varias escalas: DRS, el índice el Rancho los Amigos, la escala Glasgow Coma. Intentaron hacerlo parpadear, mover los dedos de los pies. Lo pincharon con agujas, le hicieron oler cosas desagradables; una enfermera movió la mano del chico sobre un teclado de ordenador y ayudó a sus dedos a moverse y teclear palabras sin sentido.
Al final los médicos presentaron sus resultados. El chico no estaba en coma, les aseguraron a sus padres. Las víctimas en coma no reaccionan a los estímulos desagradables. Él no estaba en el más oscuro de los espacios cerrados, el estado vegetativo permanente, porque su cerebro estaba ileso, al menos físicamente. No estaba en estupor, ni sufría cataplexia o narcolepsia ni centenares de otras cosas.
Él estaba, susurraron los médicos, «encerrado». Por la razón que fuera, su cerebro seguía funcionando y su cuerpo vivía, pero ya no se hablaban.
—Para mí —explicó el Zarevich—, no estaba tan mal. Tenía sueños, sueños bonitos. Un ángel estaba a mi lado y me enseñaba imágenes del mundo. En realidad era un televisor, ja, ja. Cada día venían hermosas ninfas y lavaban mi cuerpo, era bastante estimulante. Eran enfermeras, naturalmente. Más hermosas dentro de mi cabeza que fuera. Vivía en un país de hadas donde yo era el príncipe Iván. ¿Conoces la historia del príncipe Iván? Es raptado por un lobo gris y llevado a una fabulosa tierra mágica donde vive una gran aventura. Incluso lucha contra Koschei
el Inmortal
y ¡gana! Nadie contaba nunca que el príncipe Iván crece para derrotar a Koschei. Jamás.
Las causas que provocan el síndrome de encierro siempre han escapado a la profesión médica. No había tratamiento, les dijeron los médicos a sus padres, sólo terapias con pocas expectativas de verdadera mejoría. Había pocas esperanzas de que saliera solo de esto, aunque aquí los médicos no eran unánimes. Algunos sugerían que podía pasar, que los niños eran resistentes, que siempre había cabida para un milagro. La mayoría de los médicos sugerían en voz baja quitarle el tubo que le daba de comer y acabar con lo que prometía ser una breve y extremadamente desagradable vida.
Se contactó con médicos norteamericanos y curas ortodoxos y se les pidió consejo. Se tomaron decisiones. Se pagaron las máquinas que mantenían su cuerpo con vida. Su habitación se mantenía esterilizada y libre de intrusos. Todo se mantenía con generadores porque la red eléctrica local no era fiable. Todos los suministros —comida líquida, piezas de repuesto para la administración de oxígeno, medicación paliativa— se pidieron en grandes cantidades y se dispusieron en sistemas automáticos. Cuando estalló la Epidemia, las enfermeras abandonaron el hospital, pero la vida del chico apenas cambió.
Al menos hasta que se acabó la comida en la máquina que lo abastecía automáticamente. Languideció durante días, su cuerpo se devoraba a sí mismo en silencio. Muerte y vida combinadas, probándose sus velos.
En ese mal momento, el Zarevich dijo:
—Mi ángel cerró su ojo, sí. No vi más.
En la oscuridad estaba ciego y solo. Su mundo se encontró en un estrecho espacio, entre la manta y el colchón, un suave universo de respiración no más grande que una cama. Y entonces, sin previo aviso, no estaba solo.
—Muchacho —dijo alguien, llamándolo desde muy lejos—, muchacho, has conocido tan poco la vida. Es hora de que aprendas lo otro.
En la oscuridad, la voz le habló de lo que había sucedido. No escatimó recursos ni le ahorró detalles explicándole las cosas. El chico nunca había aprendido tantos conceptos básicos: para él la muerte era una verdad abstracta, para, quizá el único en Rusia, la muerte era un blanco completo.
No había descubierto, por ejemplo, que había sido creado para supervisar la destrucción del mundo entero. No había descubierto que Dios lo había ordenado ángel de la muerte.
La voz que hablaba en la oscuridad lo ayudó a comprender. Y luego lo ayudó a abrir los ojos. En la habitación escasamente iluminada, con poco más que un haz de luz colándose entre las cortinas cerradas, el chico vio a su benefactor por primera vez. Un hombre peludo cubierto de tatuajes azules. Llevaba una soga alrededor del cuello y un trozo de cuero alrededor del brazo.
Ayaan jadeó un poco cuando el Zarevich describió a su misterioso benefactor. Naturalmente había tenido la misma visión. Echó un vistazo al cerebro del frasco. Luego apartó la mirada apresuradamente, temerosa de que alguien la hubiera descubierto. Nadie había interrumpido, o al menos nadie quería hacerlo, la historia del Zarevich.