Ayaan no perdió el tiempo. Se agachó en una posición de francotirador y agitó las manos en amplios arcos. La energía salía de su interior y crepitaba al cortar el aire. El mago se dio media vuelta, demasiado deprisa, y levantó su brazo de madera. La corteza crujió y se partió y la madera de debajo se agrietó y gimió. El mago se llevó la mano al bolsillo de atrás de su pantalón y sacó una navaja. Ayaan vio que la palma de la mano que le quedaba era un único callo de la muñeca a los dedos. Cortó el callo con su navaja y luego apretó el puño hasta que la sangre cayó en el césped seco del corral.
La puerta del establo tembló sobre sus bisagras. Ayaan lanzó otra descarga de energía muerta contra el mago, pero él la interceptó fácilmente con su brazo de madera. Absorbió la oscuridad en su propio cuerpo con un ostensible estremecimiento de placer. Ayaan levantó las manos para atacar una tercera vez, pero entonces la puerta del establo se abrió de golpe.
Los muertos salieron caminando encorvados. Estaban delgados, esqueléticamente delgados. Les faltaban partes. Muy pocos de ellos conservaban las cuatro extremidades. A unos cuantos les faltaba toda la carne de la cabeza excepto los tendones de la nuca. Todos tenían trozos del torso y el abdomen extirpados. Las costillas sobresalían de costados descarnados o que habían sido arrancados por completo, dejándolos horriblemente descompensados. Ninguno de ellos tenía vello corporal de ningún tipo. Ninguno tenía ojos. Ninguno tenía demasiada piel.
Ayaan había visto muchos cuerpos en descomposición en su época. Había visto roer, arrancar, quemar, cortar carne humana, cómo la consumía la enfermedad. Pero nunca había contemplado una carnicería sistemática de cuerpos humanos. No que los despojaran de su carne.
—Exactamente igual que carne de vacuno de primera calidad —se rió entre dientes el mago—. Si los adobas bien, cambia tanto que cuesta notar la diferencia. —Entornó los ojos en dirección a Ayaan—. Bueno, supongo que me podría apañar con un buen filete de falda para desayunar.
Los muertos desollados arrastraron los pies hacia ella, con las caras inmóviles, las manos en alto para coger y clavar y arrancar.
Sarah pasó un dedo sobre el calentador de agua y miró el polvo que salió, una capa de polvo que parecía de felpa de tiempos inmemoriales.
Hizo ademán de coger la piedra de talco que estaba en su bolsillo y se detuvo. Lo que fuera que Ptolemy tenía que decirle, sabía que no quería oírlo. A fin de cuentas lo había usado para salvar su propia piel. Él era lo bastante educado para no tenérselo en cuenta.
Ayaan estaba muerta. Nada importaba.
Sabía lo que estaba haciendo, y lo mal que estaba. Pero no podía parar. O, mejor dicho, no quería parar. Abandonar el sótano significaría entregarse al horror de allí fuera. Significaría la posibilidad de morir. Le habían enseñado cómo sobrevivir, le habían enseñado tan bien, de hecho, que su cuerpo seguiría haciendo lo que fuera necesario para mantenerse con vida aun cuando dejara de pensar por completo. Requeriría verdadera fuerza de voluntad ir contra ese entrenamiento, lanzarse a sí misma a la refriega.
En la parte de atrás del sótano, el encargado del edificio, muerto mucho tiempo atrás, se había montado su propia sala de descanso: una silla reclinable con los muelles rotos, una mesita de café con un cenicero lleno de colillas viejas, un tocadiscos y un par de altavoces. Todo muerto, descompuesto por el tiempo, cubierto de polvo. Encontró una pila de cajas de plástico llenas de discos viejos. Sacó algunos y examinó las cubiertas de los álbumes. Intentó ignorar las sirenas aéreas o los gritos o los sonidos de la violencia de fuera. Si hubiera habido electricidad en el sótano, habría puesto música para encubrir los ruidos. Para fingir que toda su vida no había sucedido aún, que era treinta años antes. Sería tan bonito…
Dejó caer el disco que estaba sujetando y éste cayó sobre el suelo de hormigón desnudo sin romperse. Un pelo blanco había brotado en el interior del cuadernillo desplegable de la cubierta. Creció mientras lo observaba, tendones de aspecto suave que se alargaban en busca del aire húmedo.
Tuvo que darse media vuelta y mirar a la puerta, asegurarse de que estaba cerrada. Necesitaba asegurarse de que estaba cerrada porque si no lo estaba, todavía tenía tiempo de ir y cerrar. El miedo se apoderó de ella. Era como un foco encendiéndose en medio de una noche oscura y silenciosa. No podía moverse, estaba atontada por el miedo. Entonces la adrenalina entró en su sistema circulatorio y encendió todos sus interruptores.
En la esquina del sótano un diminuto grupo de setas crecía en una zona húmeda del suelo. Se estaban haciendo más grandes. Corrió. No, fue más un salto, como un antílope huyendo de un guepardo.
Encontró una escalera en la esquina del sótano más alejada de las setas. Subió los escalones de dos en dos. En el primer descansillo, finalmente se las arregló para darse media vuelta y mirar atrás. Una amplia mancha marrón reptaba por el suelo de hormigón. El pasamanos de madera de la escalera estaba partido. Unas setas trompeta asomaban por la grieta. Sarah echó a correr de nuevo, hacia arriba, lejos del sótano. Podía oír crujidos allí abajo. El sonido de la putrefacción y la plaga y las inmundicias creciendo a ritmo horriblemente acelerado.
Si la tocaba, si algo se posaba en ella, devoraría su piel. Se le metería en la boca, la nariz, los pulmones. Llenaría su interior y estallaría como una calabaza correosa y llena de agua. Corrió. Primer piso. La puerta del descansillo daba a otra escalera más ancha que iba hacia la oscuridad. Estaba rodeada de oficinas por todas partes, algunas estaban vacías, otras llenas de muebles abandonados. Todas esas oficinas eran callejones sin salida. Cruzó una puerta de cristal y llegó al vestíbulo del edificio. Un denso cieno azul cubría la puerta principal, tiñendo la luz que entraba a través del cristal esmerilado.
Vuelta a la escalera. Sólo tenía una dirección en la que ir. Arriba. Arriba y lejos, lejos del monstruo. Subió. Su respiración ya eran dolorosos jadeos.
Un estallido de moho se expande por una pared, la persigue por la escalera. Se exige, se exige más. A cada paso le crujen las rodillas, le arden los gemelos.
Venga. Venga. Venga.
El estribillo suena estúpido incluso en su cabeza, pero sigue repitiéndolo. Segundo piso: más oficinas, una pequeña luz en una ventana al fondo. Nada que pueda utilizar. El tercer piso idéntico al segundo, salvo porque empieza a ver estrellas. ¿En tan mala forma estaba? Había hecho mucho ejercicio mientras vivía con Ayaan. ¿De verdad cuatro pisos de escaleras podrían hacer que se sintiera desesperada por una bocanada de aire?
No.
No, no podrían. El moho ya estaba dentro de ella. El polvo que había inhalado en el sótano ya debía de estar plagado de esporas. Y ahora la
freak
Fúngica las estaba haciendo florecer en su interior.
Un portazo en el sótano. Se había olvidado de cerrar y ahora el monstruo estaba dentro. Venga venga venga. Sarah jadeaba en un intento de inhalar y ascendía pesadamente; estuvo a punto de chocar contra una puerta de apertura manual que tenía una barra de metal a la altura de la cadera. Presionó la barra y la puerta se abrió dando paso a un cielo azul. Sarah extendió los brazos para mantener el equilibrio, pero la puerta no se abría al vacío. Había llegado al tejado. Miró más allá del cartón alquitranado y la gravilla, estudió las salidas de ventilación obstruidas que parecían pequeños minaretes. El tejado. Última parada.
No tenía adonde ir. Los edificios a ambos lados quedaban demasiado bajos para saltar. Si lo intentaba, se rompería las piernas. La escalera de incendios no llegaba al tejado.
Última parada. Sarah miró atrás y vio algo húmedo en la escalera que tenía debajo. Salió a la luz del sol y tropezó con un escalón oculto.
Cayó hacia delante, con las manos estiradas para protegerse, pero patinaron sobre la grava. Su barbilla golpeó el cartón alquitranado y se hizo sangre. Unas manchas negras bailotearon en su vista. Parecía que no podía recuperar el aliento, que no podía mover los brazos, las piernas, se sentía como una araña muerta con las extremidades suspendidas en el aire.
Muy lentamente, relajó el cuerpo, las extremidades rígidas. Muy lentamente, inhaló por uno de sus conductos nasales. Cerró los ojos y vio destellos verdes. Los abrió de nuevo y descubrió que sus uñas se habían puesto amarillas. Flotaban unas débiles manchas negras en la carne de debajo. Mientras observaba, la uña del pulgar se agrietó por la mitad: el hongo de debajo estaba empujando. La uña se puso blanca y empezó a levantarse. Dolía una barbaridad.
Oyó unos pesados pasos en la escalera. Alguien estaba subiendo, alguien la perseguía.
Se concentró en el dolor de su pulgar. Lo utilizó. Lo vio como un destello blanco, un estallido de luz en su mano. Esto no era su visión especial, era pura visualización, pero funcionaba. Utilizó esa energía para ponerse de nuevo en pie. Sacó la Makarov, retiró el seguro, se colocó en posición de disparo, con un brazo estirado, y apuntó a la puerta por la que acababa de salir. Forzó una inhalación en sus pulmones encharcados, obligó a su cuerpo a permanecer erguido el tiempo suficiente para meterle una bala a quien fuera que atravesara esa puerta.
El cartón alquitranado comenzó a vibrar. Tenía que ser una alucinación, decidió. No le llegaba suficiente oxígeno al cerebro y estaba empezando a perder la conciencia, pero no podía permitir que eso afectara a su mano, no podía…
No era una alucinación. Si lo era, era la más convincente que había tenido en su vida. Todo el tejado se sacudía, el edificio entero. Se concentró en el rectángulo negro de la puerta, en las manchas verdes que estaban apareciendo en su sudadera, en cualquier cosa que mantuviera su mente centrada.
La puerta del rellano se hizo pedazos y desapareció en un creciente abismo de espacio vacío. La mitad del edificio se derrumbó con un súbito estruendo, como si la espalda del mundo se estuviera partiendo, un prolongado chasquido y chirrido y rugido a medida que la piedra y el ladrillo y el acero formaban una espiral sobre sí mismos y caían en cascada. Las vigas de madera que soportaban los pisos superiores cedieron a la putrefacción fúngica y la mitad del tejado se hundió sin más, y Sarah se quedó suspendida en el aire, sus pies no tocaban nada, y algo le pinchó el brazo, miró y la mitad del tejado desapareció, la mitad del edificio y la mitad del tejado habían desaparecido.
Sarah estaba un poco sorprendida de no haber caído también. Estaba en la parte del tejado que resistía, ligeramente inclinada, pero estable por el momento. Estaba tumbada sobre el costado, bajo una montaña de escombros, y tenía el codo derecho destrozado. Sangraba y un fragmento de hueso asomaba a través de la piel. «Oh, no», pensó, pero sin mucha preocupación. Estaba demasiado aturdida. Se le infectaría, lo sabía, las heridas como aquélla siempre se infectaban. Contraería una infección secundaria y ya no quedaban antibióticos en el mundo. Iba a morir.
El demonio, el
lich
, el monstruo, puso una mano sobre la parte del tejado que quedaba y se impulsó para cernirse sobre Sarah. No tenía boca. El monstruo no tenía boca. ¿Iba a devorarla? O tal vez la convertirían en uno de esos necrófagos sin manos que había visto.
El monstruo se inclinó hacia delante. Le caían trozos de moho y setas, desechos vegetales que rebotaban sobre el pecho y la cara de Sarah. No podía respirar. Tan cerca… tan cerca el monstruo la mataría por defecto. Los pulmones de Sarah estaban obstruidos, su pecho seguía subiendo como si quisiera vomitar algo, pero estaba llena de algo suave y húmedo y asfixiante. Se sentía como si alguien le hubiera metido relleno de algodón por la garganta hasta que ya no le cupo más.
El monstruo alargó el brazo y le tocó la cara con una enorme mano. Los dedos se adhirieron a la mejilla de Sarah allí donde hicieron contacto, produciendo un sonido de vacío.
Me puedes oír, ¿verdad?
—dijo el monstruo dentro de la cabeza de Sarah—.
Tienes el don
.
Sarah intentó asentir. No podía mover los músculos del cuello, estaban demasiado agarrotados por el esfuerzo de intentar llevar algo de oxígeno a sus pulmones.
Puedes oírme… No te imaginas cuánto necesito a alguien como tú. Alguien con quien hablar. Ya no puedo salvarte la vida. Es demasiado tarde. Pero puedo devolverte a la vida conmigo. No permitiré que te cambien. ¿Te… te gustaría eso, ser mi… amiga?
Sarah levantó el brazo izquierdo. Era difícil. El brazo cayó de nuevo sobre el cartón alquitranado. «Esfuérzate más», se dijo a sí misma.
Levantó el brazo izquierdo, con el increíble peso de la Makarov en su agarrotada mano, e introdujo el cañón en la densa capa de moho y setas que había sobre la frente del monstruo. Apretó el gatillo, esperó a que se completara el ciclo del arma, y apretó el gatillo de nuevo. Ciclo. De nuevo. Ciclo. De nuevo.
Ayaan lanzó una descarga de energía oscura a las piernas de una necrófaga que se acercaba y se le saltó la carne de los huesos. Los tendones y cartílagos se chamuscaron y partieron, y cayó de bruces sobre el barro apisonado del corral. El mago se limitó a reír.
—Hay más de donde ha venido, muchacha. Y ésa ni siquiera estaba terminada. —Era cierto. La necrófaga, ahora sin piernas, siguió abalanzándose sobre Ayaan, sus manos desolladas se hundían en la tierra lentamente, pero con una determinación absoluta.
Ayaan se dio media vuelta y le voló la cabeza a un necrófago de gran estatura que reptaba a su espalda. La carne se despegó de su cráneo en tiras y cayó al suelo, su lengua carbonizada aterrizó al lado en una pieza. Ése había caído para siempre, pero mientras lo miraba morir, otros la rodearon, como tenía que haber sabido que sucedería.
Las manos desolladas se cerraron sobre la piel de Ayaan, pellizcándola sin piedad. Los muertos sin ojos la envolvieron con sus brazos y la levantaron del suelo. Ella dio patadas y se revolvió, pero cada vez que se escapaba de sus brazos grises y secos, otro llegaba para agarrarla del pelo o de las muñecas. Se las arregló para descerrajar un ataque que chamuscó mortalmente a un necrófago en el sitio; los músculos al aire de su pecho y de su cuello se abrasaban visiblemente, cada una de las fibras de los tejidos se partía y se levantaba y salía volando como el polen de una flor. Pero no era suficiente.