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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (10 page)

BOOK: Zombie Nation
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Para entonces ya estaban en movimiento, buscándola. Eligió una dirección y avanzó sin más, no le requería ningún esfuerzo consciente, el instinto de fuga puro la dominaba. Pero ¿hacia dónde correr? Todas las direcciones parecían igualmente llenas de peligros. Esconderse, podía esconderse. Encontró un agujero en el que meterse a gatas, una alcantarilla en el borde de una cuneta, lo suficientemente ancha para que pudiera acurrucarse dentro. Se puso a resguardo, desesperada por no ser descubierta. Frotó la cuerda de plástico contra un borde irregular de cemento hasta que se partió: el sonido la dejó petrificada. Le hizo pensar que los tendría encima en un momento.

No la encontraron.

Los perros aullaban mientras ella permanecía inmóvil hecha un ovillo. Un helicóptero zumbaba en el cielo, su foco iluminaba las malas hierbas que había fuera de la entrada de la alcantarilla, anulando su color. Los hombres pasaban de largo corriendo, con las armas tintineando, excitados por la matanza, anhelando su sangre. El hambre creció en su interior, era la única forma de medir el paso del tiempo. Quería salir a gatas y marcharse, ir en busca de algo de comer, pero no podía arriesgarse. En su lugar, se mordió las uñas, lo que sólo logró que se sintiera más hambrienta. Había perdido la cuenta de los segundos, los minutos, las horas. La noche se alejó de ella en alas de murciélago.

Llegó el alba, un azul vibrante digno de una alucinación caía sobre la hierba hasta que lentamente se convirtió en un pálido destello amarillo limón. Había silencio a su alrededor. Lo había habido durante horas. Ella había estado esperando algo, alguna señal de que era seguro salir.

Pero no hubo manifestación alguna. No obstante, no podía quedarse en la alcantarilla para siempre. Tenía que salir. Tenía que huir. No albergaba ilusiones de que los hombres se hubieran rendido. Todavía seguirían buscándola. Era un monstruo. Algo que tenía que ser apresado. Tenía que correr tan rápido y tan lejos como pudiera para evitarlos. Sin lugar a dudas, tenía que abandonar la ciudad. Pero ¿adónde podía ir? Ella debía de tener familia en alguna parte, gente que la ocultaría, pero no tenía recuerdos de nadie. No sabía ni dónde vivía ella misma.

Rígida a causa del frío y la humedad, se estiró en la alcantarilla y trepó a cuatro patas, cada centímetro le suponía descargas de dolor arriba y abajo de la columna vertebral. Una vez estuvo completamente fuera de la alcantarilla, se puso en pie con infinito cuidado y cautela. El movimiento le produjo un zumbido en la cabeza. El agotamiento y la creciente hambre hacía que todo a su alrededor le resultara inquietante y punzante. Se frotó los ojos con los nudillos y algo oscuro parpadeó en su imaginación.

Tragó saliva y ahogó un grito, manteniéndolo en su interior a duras penas. Allí, en lo alto de una colina más allá del hospital. Era sólo una silueta, una forma humana recortada contra el primer naranja borroso del sol. Aguzó la vista y vio a un hombre desnudo cuya piel estaba cubierta de florituras azuladas y arabescos. Tatuajes. No parecía uno de los muertos. Parecía totalmente sano. Tenía una poblada y gruesa barba y llevaba el pelo recogido en una coleta. No llevaba puesto nada aparte de una cuerda al cuello y un brazalete de cuero alrededor de un bíceps.

El hombre la miraba directamente y ella sabía que no sólo la percibía, estaba físicamente dentro de ella. Estaba poniéndola a prueba, estudiándola. Sintió algunas cosas sobre él, reciprocidad por lo que estaba cogiendo de ella. No eran palabras, no se trataba de nada tan complejo, sólo vibraciones, sensaciones distorsionadas, sentimientos, imágenes. Era muy, muy viejo, y estaba tan no muerto como ella y se lo hizo saber. Era un amigo.

Él le dio la espalda y señaló el sol. Ella comprendió.

En un momento todo se desvaneció. Él había desaparecido. Ella estaba de pie sobre la hierba húmeda, sola, indefensa. Acechada. Sin embargo, tenía algo. Había alguien más, allí fuera había alguien más como ella. No tenía ni idea de si podía confiar en él o no, pero ¿qué importaba eso?

Tenía una dirección. Este. «Ve al este», le había dicho el hombre desnudo. Ella tenía que ir a alguna parte. Ve al este. «Vale», pensó ella.

Vale.

Segunda parte

¡COMBUSTIBLE DIÉSEL RESERVADO EXCLUSIVAMENTE PARA USUARIOS AUTORIZADOS! Perdonen las molestias. [Cartel colgado en una estación de servicio en Petaluma, CA, 23/03/05]

Dick se despertó distinto. Simplificado.

La luz plateada de la luna iluminaba el mundo. Se derramaba por las ramas de los árboles y jugueteaba en la superficie de la nieve.

Dick era una sombra al abrigo de esa luz. Había otras sombras rodeándolo. Una se acurrucó cerca de él, su largo cabello canoso estaba teñido de sangre.

Ella se cernió sobre un tesoro que brillaba débilmente como un ascua que se extingue. Tenía un trozo de hueso sobresaliendo por un extremo. Tenía dedos en el otro. Era un brazo humano, pero Dick estaba más allá de las preocupaciones del buen gusto o el decoro. Trató de arrebatárselo y entonces descubrió que ya no tenía manos. Sus hombros acababan en bultos cubiertos de sangre. El trofeo de la sombra femenina era parte del cuerpo de Dick. Su brazo.

Las ovejas tenían el otro. Estaban muy aplicadas en triturarlo y convertirlo en pasta para poder tragarlo. Les llevaría horas acabárselo.

Esto era irrelevante para Dick. Había luces y otras sombras y él era una de estas últimas. Ya no era capaz de sentir pérdida o pesar.

Sólo hambre.

El sistema de alerta del Departamento de Seguridad Nacional del Estado hoy ha elevado el nivel de amenaza a Naranja, o Alto, en las siguientes áreas: Anaheim, Glendale y Oakland. El nivel de amenaza ha subido a Rojo, o Grave, para las siguientes regiones del área metropolitana de Los Ángeles: Atwater, Brentwood, Century City, Granada Hills, Los Feliz… [Boletín del Departamento de Seguridad Nacional para los medios de comunicación, emitido el 26/03/05]

De regreso en Colorado. Habían transcurrido cuatro días y se había logrado poco. Habían estrechado el cerco allá donde habían podido, pero el patógeno ya había salido.

Un coche oficial trasladó a Bannerman Clark y Vikram Singh Nanda fuera de Commerce City, donde el nuevo centro de detención había florecido como un hongo después de la primera tormenta de primavera. Commerce City: no tanto una ciudad como un error urbanístico, una extensa ex pradera al norte de Denver llena de depósitos de productos químicos y malas hierbas polvorientas y sedes de transportistas de larga distancia y vías de tren oxidadas.

Antiguas granjas que habían sido remodeladas con tablones de contrachapado y muros de mampostería sin pintar y las habían convertido en fábricas de industria ligera. Lo más bonito de Commerce City era una planta de extracción de petróleo, una pila de intestinos de acero que iluminaban por las noches como un carnaval.

—Los CCPEE han puesto en cuarentena manzanas enteras de Atlanta, Nueva York y Detroit —dijo Clark, revisando su correo electrónico en una Blackberry mientras el coche avanzaba dando botes—. Es difícil saber si se trata de lo mismo o es otro problema que no tiene nada que ver. La poca información que tengo es confusa en el mejor de los casos. Hay víctimas en todo Chicago. ¿De qué fuerzas terrestres disponemos en Illinois? Tenemos que dejar al CCPEE fuera de esto, hacernos con el mando. —Los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades eran un grupo civil. Los civiles carecían de la disciplina y devoción por el protocolo que caracterizaba las operaciones militares, y lo único que ofrecían a cambio de su caos era intuición, conjeturas. Éste era un momento para la acción, no para comités. Vikram asintió y anotó algo en su propia PDA.

El coche frenó suavemente en una superficie de grava que hacía un ruido como de granizo golpeando el reluciente vehículo. El capitán y el comandante descendieron e hicieron el resto del camino a pie.

—Tengo diez grupos de trabajo en California, pero nada entre aquí y Las Vegas. Quizá podríamos arrastrar a alguna gente de la zona. Establezcamos un lazo con la OMS tan pronto como podamos. Ahora tenemos que pensar en esto como algo global. Si todavía no hemos visto ningún caso en China o en Europa, lo haremos más pronto que tarde. No se puede permitir que el resto del mundo piense que esto es un problema puramente norteamericano. Necesitamos equipos de apoyo entrenados y preparados para actuar al otro lado del océano.

La prisión, con sus diez mil puertas y su sistema de control de prisioneros de última generación, era un lugar terrible para alojar a los infectados. El correccional de máxima seguridad de Florence ya estaba saturado antes de que estallara la epidemia. Obligaba a juntar a los enfermos con los sanos, los forzaba a respirar el mismo aire. El centro de detención de Commerce City, por el contrario, había sido dispuesto para llevar los infectados y mantenerlos alejados de la población general. A grandes rasgos, constaba de una alambrada doble y una letrina abierta, que hasta el momento estaba sucia e inutilizada. La Guardia Nacional llevaba nuevos casos de la misteriosa enfermedad a diario. Clark tenía equipos trabajando las veinticuatro horas, buscando maneras de mejorar las condiciones de los detenidos, pero lo principal era retenerlos.

—Es necesario que traigamos escuadrones del ejército a patrullar Los Ángeles. Debería haber un registro puerta a puerta. Es necesario obtener una declaración de emergencia en al menos cuatro estados.

Clark dejó de hablar y guardó su Blackberry en el bolsillo. Había llegado a la verja y notaba sus ojos sobre él. Estaban pálidos y parecían mal alimentados. La mayoría de ellos tenían heridas visibles. Pero no tenían el aspecto deprimido y derrotado de los refugiados. Se parecían más a yonquis esperando su próximo chute.

Ninguno hacía ruido alguno. Alargaron las manos hacia él, hambrientos, a través del alambre, los dedos fundidos con el enrejado, sus caras apretadas contra la alambrada como si pudieran atravesarla empujando.

Uno de ellos golpeó la verja con la palma de una mano rota y ésta traqueteó, con un sonido acuático, agitándose de arriba abajo por toda su extensión. El centro se había construido para quinientos detenidos. Ya doblaba su capacidad y a diario se añadían nuevas dependencias.

—Tenemos que… —Clark se calló, incapaz de pensar por un momento. Se pellizcó el puente de la nariz—. Necesitamos a esa chica, Vikram. La rubia. Ella podía hablar.

El comandante sij levantó la vista de su PDA; había estado eludiendo las miradas que lo apuntaban a través de la verja. Apretó los labios como si estuviera a punto de decir algo.

—La necesitamos. Ella es la respuesta. —Ya lo tenía. Los soldados, rumió Bannerman Clark, a veces también hacían gala de intuición.

A las veintitrés horas de la noche de hoy en la zona horaria UTC-8, partes de tres autopistas de California serán cerradas al tráfico civil. El gobernador ha hecho un llamamiento solicitando la colaboración de los ciudadanos en este paso necesario para preservar la salud pública. Las autopistas afectadas son la Ruta Estatal 1 (Autopista de la Costa del Pacífico), la Autopista Estatal 27 y la 74. [Comunicado de prensa de CalTrans, Departamento de Transporte de California, 28/03/05]

Los muertos no pueden conducir. Al menos Nilla era incapaz. Había intentado robar un coche para dirigirse al este y lo había abandonado antes de salir del aparcamiento. Cuando trataba de coger el volante, sentía las manos como si llevara puestas unas gruesas manoplas. El volante se alejaba de ella, y cuando intentó pisar el freno descubrió que su pierna no podía hacer ese tipo de movimientos precisos. Si hubiera alcanzado algo de velocidad, seguramente se habría roto el cuello.

Así que recurrió a hacer autoestop, porque no se le ocurría nada mejor.

Nilla se quedó en el arcén de la Ruta 46, cubriéndose los ojos con una mano mientras observaba como se aproximaba hacia ella una columna de polvo desde el oeste. Sería su primer viaje del día si es que conseguía que la cogieran. Estaba preparada para salir a la carrera a la mínima señal de que el coche fuera verde, y a punto estuvo de hacerlo, pero no era el verde del ejército, era el verde botella de un coche civil. Parecía un pequeño Toyota. Estaba casi segura de que la policía sólo conducía coches fabricados en Estados Unidos.

Se detuvo cerca de ella, pero la ventanilla no bajó al principio. Lo comprendía. Había estado alimentándose de basura durante una semana, durmiendo donde podía. Había cogido algo de ropa de un contenedor, una camiseta rosa chicle de una talla menos que la suya y unos chinos andrajosos muy pasados de moda. Las dos prendas juntas le daban el aspecto de una prostituta. Su pelo sucio y la palidez antinatural de su piel la hacían parecer una yonqui. La gente no recogía autoestopistas que tenían su aspecto. Normalmente, no.

De todas maneras, sonrió al otro lado de la ventanilla, agachándose para establecer contacto visual. Había dos personas en el coche: dos chavales. Adolescentes blancos de las afueras a juzgar por su apariencia. Él tenía algo de vello facial y una gorra de los Oakland Raiders calada hasta los ojos. Ella llevaba una cruz de oro alrededor del cuello. Ambos llevaban camisetas negras, camisetas de grupos musicales.

La ventanilla descendió, accionada por una manivela manual. Éste debía de ser el primer coche del chico. Probablemente había ahorrado y se había privado de muchas cosas para comprarlo de segunda mano. Seguramente había puesto el alerón de atrás él mismo, la pintura no era exactamente igual. Nilla sabía que tenía que ser cuidadosa con lo que decía, con lo que pedía.

—Me dirijo al este, a Barstow —dijo tímidamente. Se acordó de sonreír y puso una mano en el hueco de la ventanilla. Había menos posibilidades de que se largaran si ella ya estaba en contacto con el coche. Esas cosas se aprendían después de una semana en la carretera.

El chico la miró de arriba abajo, estudiando su vestimenta. Sus pechos y sus caderas.

—No sé, Charles —susurró la chica, como si Nilla no pudiera oírla—. Mírala. —Nilla le dedicó al chico su mejor sonrisa.

—¡Maldita sea, Shar! —replicó el muchacho—. ¡Cállate! Creo que tenemos sitio para uno más —decidió él. No estaba seguro, no más de lo que lo estaba su novia, pero tenía hormonas adolescentes con las que luchar.

Nilla abrió la puerta de atrás y se subió.

Límitación: a causa de la emergencia, sólo dos galones de agua por persona, por favor. [Cartel escrito a mano colgado en una farmacia CVS, Carefree, California, 28/03/05]

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