¿Ah, sí? ¿Y qué idea superior albergas?
—Necesito saber… Necesito saber cuál es tu plan para mí. Para mí y todos los no muertos como yo, los hambrientos. ¿Qué será de nosotros una vez esté hecho el trabajo y todos los supervivientes hayan sido exterminados? El druida se frotó la barbilla y regresó a su asiento mientras los
taibhsearan
vigilaban cada movimiento inquieto de Gary.
Serás recompensado, naturalmente. Te brindaré paz, la paz y la satisfacción que siente un hombre al acabar un trabajo.
—¿Paz? La única paz que conozco ahora es tener el estómago lleno —lo presionó Gary.
Oh, amigo, no seas obtuso. Sé adonde te diriges y es antinatural. Ninguna criatura debería vivir para siempre. Es una maldición. Acepta la paz que te ofrezco. Ojala fuera de otra manera, pero sólo hay dos bandos en esto: o estás conmigo o estás contra mí.
Gary rodeó lentamente el trono, los vigías de las paredes giraban el cuello siguiéndolo mientras él valoraba cuál sería su próximo paso.
—Estás hablando de la paz de la tumba. Cuando no quede gente, no tendremos comida con la que alimentarnos. Nos dejarás pasar hambre hasta que nos convirtamos en polvo. O no, no, eso te parecería despiadado. Cuando el trabajo esté hecho y el último hombre vivo haya muerto nos ejecutarás sin reparos. Absorberás toda nuestra energía oscura y nos dejarás caer donde estemos como trozos de carne.
¿Se te ocurre alguna otra opción?
—Sí —se jactó—. Comienza con esa gente, con esos vivos que están ahí fuera. Dejamos de matarlos, o al menos dejamos de matarlos a todos. Seleccionamos a algunos para comer, pero mantenemos al resto vivos y a salvo de los muertos. Es una fuente renovable, Mael, siguen haciendo bebés. No importa lo terribles que sean las circunstancias. Incluso en medio de este maldito Armagedón, siguen procreando. Puedo mantener esto tanto tiempo como quiera.
Y si haces eso, chico, mí sacrificio habrá sido en vano. Mi vida y mi muerte no habrán valido nada. ¡No! ¡No permitiré que hagas de mí algo insignificante! ¡Haz lo que se te ha ordenado!
—Se acabó, Mael. No seguiré trabajando para ti —dijo Gary, mirándose los pies.
Dos momias se acercaron a Gary con las manos en alto, era evidente que tenían órdenes de atacar. Gary esquivó los brazos de una de las momias y al agacharse vio un amuleto escondido entre los vendajes, a la altura del pecho, su escarabajo. Se lo arrancó y lo arrojó tan lejos como fue capaz.
Oía a la momia en su cabeza aullando por su amuleto mágico. Salió corriendo a buscarlo, dejando a su compañera sola para que se encargara de él. Fue bastante fácil bloquear sus brazos vendados, que trataba de utilizar como si fueran manguales
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. Gary le dio un cabezazo lo bastante fuerte para partir la vieja calavera de la momia egipcia y ésta cayó al suelo desmadejada.
Entonces, Mael entró en la batalla. La espada verde impactó contra la nuca de Gary, pero estaba preparado para el golpe y lo aprovechó para apartarse. Se echó a un lado y buscó una salida. Sabía que sólo contaba con unos segundos, después Mael pensaría en convocar refuerzos, miles de ellos. A pesar de la energía que ardía en las venas muertas de Gary no podía defenderse de un ejército de no muertos. También sabía lo fuerte que era Mael y que si le daba la oportunidad, el druida podía partirle el cuello con una mano. Necesitaba una ventaja, y rápido.
Mael se balanceó y la espada golpeó pesadamente el suelo, triturando los ladrillos; no alcanzó a Gary, que se había tirado al suelo, por escasos centímetros.
¡Acepta lo que te ha sobrevenido, chico!
Gary se tapó la cara con los brazos, pero sabía que si Mael lograba alcanzarlo con la espada, el impacto le destrozaría los huesos.
Otro tajo, Gary se apartó de su camino y notó como su espalda chocaba contra un muro de piedra. No había donde resguardarse. Mael fue tras él, mirándolo desde arriba, a través de los ojos de los
taibhsearan.
¡En nombre de Bator! —gritó el druida—. ¡Todo está oscuro como la noche! ¿Qué has hecho, amigo?
Gary se tapó el rostro con las manos mientras manipulaba el
eididh.
Su voz sonó más suave de lo que quería cuando tomó la palabra.
—Le he dicho a los demonios del parque que cierren los ojos —dijo él.
Mael dejó caer la espada. El druida extendió las manos para palparse las órbitas vacías. Comenzó a gemir, era un sonido bajo, un lamento que hizo vibrar los dientes de Gary de tal forma que estuvo a punto de perder el control sobre los muertos. Notaba cómo Mael trataba de anular su orden, sus gritos trataban de llegar a los
taibhsearan
colgados de la pared, profería alaridos desesperados a los trabajadores que estaban fuera para que entraran y le brindaran el servicio de sus ojos a su amo. Pero Gary se había hecho demasiado fuerte. Había devorado muchos vivos.
Gary se puso lentamente de pie, con cuidado de no hacer ruido, y avanzó hasta quedar detrás del que había sido su benefactor. No resultaba sencillo con los ojos cerrados, pero se había adelantado al obstáculo memorizando la posición del druida.
—Tengo derecho a existir, Mael —susurró.
Oh, amigo, te has convertido en algo asombrosamente inteligente.
Gary notaba la emoción que irradiaba el druida en forma de calor. Había temor, algo de odio y también un poco de orgullo por su pupilo apóstata. Pero predominaba la tristeza, una tristeza genuina porque su trabajo había terminado.
Gary alargó las manos entre temblores y cogió la cabeza de Mael por detrás de las orejas. Colgaba de su cuello roto, que era poco más que un jirón de piel correosa. Con un movimiento ágil, Gary se la arrancó. El cuerpo esquelético de Mael se derrumbó sobre el suelo, tan muerto como cuando se hundió en las frías aguas de la ciénaga de turba escocesa. La cabeza vibraba entre las manos de Gary como si fuera un explosivo. Estaba caliente y fría, húmeda y seca, todo a la vez; sentía verdadera urgencia por arrojarla lejos de sí, pero eso hubiera sido una auténtica locura. Mael todavía no estaba muerto del todo. Inseguro sobre si lo que planeaba a continuación funcionaría, se llevó la cabeza a los labios y, como si se tratara de una calabaza, la mordió con fiereza. La vieja calavera se fragmentó entre sus dientes y, después— una oscura oleada de gritos, de un flujo que echaba chispas se liberó a través del mundo, arrastrando la conciencia de Gary en su implacable corriente.
No encontramos ningún obstáculo para regresar al río. Parecía como si todos los muertos de esa zona de Manhattan se hubieran unido al ejército de Gary. Las chicas estaban emocionadas por volver a ver a Ayaan. Reían, lloraban y se abrazaban a ella. Tenían muchísimas preguntas que hacerle, de las cuales yo sólo comprendí
«See
tahay?»
y
«Ma nabad baa?»,
las fórmulas de saludo habituales. Las respuestas de Ayaan fueron recibidas con embelesamiento y verdadero placer.
En cuanto a mí, Osman echó un vistazo a mi ropa destrozada y mi rostro demacrado y sacudió la cabeza.
—Al menos esta vez no ha muerto nadie —dijo.
Cogió una vieja taza de plástico llena de un líquido verde para el sistema hidráulico y bajó a la sala de máquinas del barco para disponerlo todo para navegar.
El viaje hasta Governors Island no era muy largo, pero nos llevó nuestro tiempo. La isla con forma de lágrima está al sur de la antigua batería de cañones de Manhattan, cerca de Ellis Island y Liberty Island. Durante la mayor parte de mi vida había sido una base de la Guardia Costera, pero en 1997 el gobierno la desmanteló. No tenía ni idea de qué quería hacer Jack en aquel lugar. Aunque tampoco me importaba ir. Nueva York. Era tan agradable estar otra vez en el agua, allí no se estaba continuamente en peligro. Uno dejaba de percatarse de lo nervioso que estaba en una situación ininterrumpida de combate. Uno empezaba a pensar que era normal tener calambres musculares sin razón aparente o sentir que algo se movía con sigilo detrás de ti, aun teniendo la espalda pegada a la pared. Sólo cuando volvías a estar a salvo te dabas cuenta de lo loco que te estabas volviendo.
Lo que quizá explica por qué le pedí a Osman que diera un gran rodeo. Puso el
Arawelo
a prueba, navegando a medio vapor y rodeando la diminuta isla mientras yo observaba su línea de costa arbolada. La mayor parte rodeada de muelles y embarcaderos, mientras que en otras zonas habían construido paseos para contemplar la bahía. Las troneras del muro circular de Castle Williams estaban vacías y a través de ellas se podía ver un patio abandonado que brillaba con el sol. Las chicas se quedaron fascinadas con la estructura más grande de la isla, una torre dentada de acero construida sobre el agua, al lado de la costa, y que parecía el esqueleto de una elevada torre. Era la fuente de ventilación del túnel de la batería de artillería de Brooklyn. Yo lo ignoré y seguí escudriñando la costa. Finalmente, Ayaan vino hasta la barandilla y, tras colocarse a mi lado, me preguntó qué estaba buscando.
—A los muertos —le dije.
—¿Los has visto?
Negué con la cabeza. Parecía imposible que algún lugar del mundo pudiera haber quedado pacíficamente exento de la Epidemia, pero Governors Island no sólo parecía desierto, sino también próspero. El follaje que rozaba la superficie del agua se agitaba con la calidez del día, y las amables brisas que soplaban en la bahía no apestaban a muertos en absoluto. El sol se reflejaba en las ventanas intactas y le daba a todo un antinatural y saludable destello.
Al parecer, Jack nos había enviado a un lugar seguro. Un lugar tranquilo en el que pudiéramos hacer planes. Le hice una señal a Osman para que nos llevara al amarre del ferry. Era el único lo suficientemente grande para el
Arawelo.
Atracamos entre dos diques protegidos con ruedas viejas y notamos cómo el barco se sacudía y chirriaba al detenerse por completo. Fathia y yo echamos los cabos al muelle mientras dos de las chicas los sujetaban a unos enormes pivotes de hormigón cubiertos de plantas. Teníamos la plancha de metal preparada cuando el ruido de un disparo nos hizo estremecernos.
Un hombre con un chubasquero azul y una gorra de béisbol subió por la rampa de carga del muelle de ferrys y nos miró. A esas alturas no debería haberme sorprendido ver a un superviviente, no tras mi experiencia en Times Square, pero este tipo me llamó la atención. Por un lado, lucía una insignia de metal en la parte de delante del abrigo y las letras DHS
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en la espalda; por otro, llevaba una carabina M4A1 con visor nocturno que parecía un teleobjetivo gigante y un lanzagranadas M203 acoplado al cañón. No era demasiado alto y parecía que ese exceso de armamento le iba a hacer caer, pero no me reí. El arma me apuntaba a la frente. Veía delante de mí la bocacha apagallamas. —Estamos vivos —dije—. Esto no es necesario. El rifle se balanceó a mi izquierda y yo me agaché por reflejo. —Quédate quieta, cabeza de trapo —dijo el superviviente. Estaba cubriendo a Ayaan, que había comenzado a estirar el brazo para coger su Kalashnikov. Genial, pensé, justo lo que nos hacía falta. La geopolítica nos la estaba jugando en el peor momento posible.
—¿Eres del Departamento de Seguridad Nacional, verdad? —grité.
El superviviente no se volvió, pero se rascó la barba descuidada con la mano izquierda.
—Soy el agente especial Kreutzer de la DHS, sí, y voy a decomisar vuestro transporte de acuerdo con las disposiciones de emergencia de la. Ley Patriótica. Ahora podéis comenzar a moveros y depositar vuestras armas a un lado. No las vais a necesitar.
Tomé aire. —Escucha, me llamo Dekalb. Pertenezco a la Unidad Móvil de Inspección y Desarme de Naciones Unidas. Creo que todos deberíamos calmarnos. —No acepto órdenes de ningún jodido idealista que quiere unir el mundo, muchísimas gracias. Ahora comenzad a obedecer mis putas órdenes. ¡Tengo un objetivo que cumplir!
—¿Y cuál es tu objetivo? —traté de mantener la línea de diálogo. Ese tipo iba a disparar a alguien si no lograba tranquilizarlo.
El agente levantó los brazos al cielo como si estuviera suplicando al cielo un destino más tentador.
—¡Sacar mi culo peludo y canoso de aquí! ¡Ahora, dejad las armas, hijos de puta!
Era la oportunidad que Mariam necesitaba. Sin que yo me hubiera percatado (y, afortunadamente, Kreutzer tampoco) la francotiradora había trepado al techo de la timonera y tenía un ángulo de disparo perfecto. Cuando Kreutzer levantó los brazos y dejó de apuntar a las personas del barco, ella aguantó la respiración y apretó el gatillo de su Dragunov. Su pesada carabina M4 cayó sobre el hormigón mientras Kreutzer se agarraba lo que quedaba del dedo índice derecho.
—¡Dios! —gritó—, ¡Me ha volado el dedo! —Bajó la vista a su mano ensangrentada con los ojos abiertos como platos y, después, me miró otra vez—. ¡Dios!
Un segundo después yo había saltado por la borda. Recogí el arma que había dejado caer, con la intención de reducirlo mientras las chicas aseguraban el perímetro. Ayaan tuvo una idea parecida, pero más sencilla. Básicamente consistía en darle un culatazo en la cara al superviviente con su AK-47. Kreutzer se tiró al suelo y se puso en posición fetal.
—¡Maldita sea, Ayaan, eso no hacía falta! —grité—. Y además es peligroso. ¿Y si tiene un compañero o toda una escuadrilla escondida detrás de los árboles?
Ayaan asintió pensativa. Después, le hundió el cañón del rifle a Kreutzer en la tripa.
—Esta cabeza de trapo quiere información,
futo delo.
¿Hay una escuadrilla de idiotas como tú escondidos por aquí?
—Oh, cielos, no, oh, Señor, soy el único, Jesús protégeme en esta hora miserable. Lo juro, lo juro.
Ella me miró, sonriendo, y se encogió de hombros.
Ordené a las chicas que volvieran y vendaran el dedo del pobre desgraciado (Mariam no le había volado el dedo, tan sólo le había hecho una herida suficiente para que soltara el arma) y empecé a buscar un lugar seguro para montar nuestra base de operaciones. Parecía que podíamos tomar Governors Island. Examiné el arma que Kreutzer había tirado y le puse el seguro, después se la entregué a Ayaan.
—¿Alguna vez has pensado en una mejora?
Examinó durante un segundo el arma, observó el exagerado cuerpo del rifle y valoró su considerable peso. Extrajo la culata extensible y luego la volvió a meter. Después, comparó los chismes electrónicos y de plástico del M4A1 con la madera de cerezo barnizada y el sólido acero de su rifle. El arma de Kreutzer parecía un juguete del futuro, las suya, un arma salida de la Edad Media.