Authors: Kerstin Gier
Lord Brompton se perdió unos segundos en la contemplación de mi escote y luego dijo:
—Oh, para ella también será un gran placer conoceros. Venid, el resto de los invitados ya han llegado. —Me tendió el brazo—. ¿Miss Gray?
—Mylord.
Lancé una mirada a Gideon, que me dirigió una sonrisa de ánimo y nos siguió hacia el salón, al que se accedía directamente desde el vestíbulo por una puerta arqueada de doble batiente.
La palabra «salón» me había sugerido la idea de una especia de sala de estar, pero el recinto en el que entramos casi podía compararse con nuestra sala de baile. En una gran chimenea en una de las paredes más largas ardía un fuego, y ante las ventanas con pesados cortinajes vi que habían colocado una espineta. Mi mirada se deslizó luego por las elegantes mesitas con patas salientes, los sofás tapizados de colores vivos y las sillas con brazos dorados. Todo el espacio estaba iluminado con cientos de velas, distribuidas por toda la habitación, que proporcionaban al recinto un brillo mágico, y el efecto era tan magnífico que por un momento me quedé muda de admiración. Por desgracia, las velas iluminaban además a un montón de personas desconocidas, y eso hizo que sintiera que, en medio del asombro (recordando las recomendaciones de Gideon habría apretado firmemente los labios para que no se me quedara la boca abierta por descuido), volvía a surgir el miedo. ¿Se suponía que eso era una pequeña reunión íntima?
¿Cómo sería el baile entonces?
No tuve tiempo de hacerme una idea más precisa del lugar donde me encontraba porque Gideon ya me arrastraba implacablemente hacia la multitud. Un montón de pares de ojos nos examinaron con curiosidad, y un instante después una mujer pequeña y gordita, que resultó ser lady Brompton, se dirigió apresuradamente hacia nosotros.
La señora de la casa llevaba un vestido con ornamentos de terciopelo marrón claro, y su cabello estaba oculto por una voluminosa peluca que, en medio de todas esas velas, parecía peligrosamente inflamable. Nuestra anfitriona tenía una sonrisa simpática y nos saludó con cordialidad.
Automáticamente yo me incliné haciendo una reverencia, mientras Gideon aprovechaba la oportunidad para dejarme sola —o se dejaba arrastrar por lord Brompton, lo que viene a ser lo mismo—. Y antes de que tuviera tiempo para decidir si tenía que enfadarme por aquello, lady Brompton ya me había enzarzado en una conversación sobre mi persona. Afortunadamente, volví a recordar el momento oportuno el nombre del lugar en donde yo —o Penelope Gray— vivía, y animada por su entusiasmada señal de asentimiento, aseguré a lady Brompton que, si bien era un sitio muy pacífico y tranquilo muy pocas distracciones, y en ese sentido estaba convencida de que iba a disfrutar enormemente de mi estancia en Londres.
—Seguro que dejaréis de pensar eso cuando Genoveva Fairfax vuelva a ofrecernos su repertorio completo al pianoforte. —Una mujer con un vestido amarillo prímula se acercó a nosotras—. Al contrario, estoy bastante segura de que entonces echaréis de menos las distracciones de la vida del campo.
—¡Chissst! ¡Eso es muy poco educado, Georgina! —exclamó lady Brompton, pero al hacerlo rió entre dientes.
Mientras me miraba radiante, con aire conspirativo, de pronto me di cuenta de que en realidad era bastante joven. ¿Cómo podía haberse casado con ese viejo saco de grasa?
—¡Tal vez sea poco educado, pero es cierto!
La mujer de amarillo (¡Incluso a la luz de la velas, un color tan poco favorecedor!) me comunicó, bajando la voz, que su marido se había dormido en la última
soirée
y hacía empezado a roncar ruidosamente.
—Eso no pasará hoy —me aseguró lady Brompton—. Esta noche tenemos aquí al fascinante y misterioso conde de Saint Germain, que luego nos solazará con su violín. Y Lavinia espera con ansia a que llegue el momento de cantar para nosotros a dúo con nuestro mister Merchant.
—Pero para eso tendrás que suministrarle ante una buena ración de vino — dijo la dama de amarillo dirigiéndome una gran sonrisa y enseñando los dientes sin ningún problema al hacerlo.
Automáticamente le devolví la sonrisa del mismo modo. ¡Ajá, lo sabía!
¡Giordano no era más que un lamentable fanfarrón! La verdad es que esa gente era mucho más relajada de lo que había imaginado.
—Es pura cuestión de equilibrio —suspiró lady Brompton, y su peluca tembló un poco—. Demasiado poco vino y no cantará, demasiado vino y se pondrá a cantar canciones indecentes de taberna. ¿Conocéis al conde de Saint Germain, querida?
Inmediatamente volví a ponerme seria y miré instintivamente alrededor.
—Hace unos días nos presentaron, sí —dije, y traté de dominar el castañeo de mis dientes—. Mi hermano adoptivo… le conoce.
Mi mirada se detuvo en Gideon, que estaba cerca de la chimenea y en ese momento hablaba con una esbelta joven que llevaba un fabuloso vestido verde. Daba la sensación de que se conocían desde hacía tiempo. También ella reía de modo que se le podían ver los dientes. Y eran unos dientes bonitos, y no unos raigones medio podridos, como Giordano había querido hacerme creer.
—¿No os parece que el conde es sencillamente increíble? Podría escuchar sus relatos durante horas —dijo la dama de amarillo, después de haberme explicado que era la prima de lady Brompton—. ¡Sobre todo me encantan sus historias de Francia!
—Sí, las picantes —respondió lady Brompton—. Pero, naturalmente, esas historias no están hechas para los inocentes oídos de una debutante.
Paseé la mirada por la habitación buscando al conde de Saint Germain y lo descubrí sentado en un rincón, hablando con otros dos hombres. Desde lejos, tenía un aspecto elegante e intemporal. Y entonces, como si hubiera percibido mi mirada, el conde apuntó hacía mí sus ojos oscuros. Aunque iba vestido de una forma parecida a los demás hombres que había en la sala —llevaba peluca y una levita, unos pantalones de media pierna bastantes sosos y unos curiosos zapatos con hebillas—, al contrario que los otros, no producía la sensación de haber salido directamente de una película de época, y en ese momento por primera vez fui consciente de dónde había aterrizado en realidad.
Sus labios se fruncieron en una sonrisa, y yo incliné cortésmente la cabeza mientras sentía cómo se me ponía la carne de gallina. Tuve que hacer un esfuerzo para reprimir el acto reflejo de llevarme la mano a la garganta.
Sería mejor que no le diera ideas.
—Por cierto, querida, vuestro hermano adoptivo es un joven muy bien parecido —dijo lady Brompton.
Aparté la mirada del conde de Saint Germain y volví a mirar a Gideon.
—Es cierto. Es muy… bien parecido. —La dama de verde parecía coincidir conmigo. En ese momento se estaba arreglando el pañuelo del cuello con una sonrisa coqueta. Seguramente Giordano me habría matado si yo habría hecho algo parecido—. ¿Quién es la dama con la que está tonte… hum…con la que habla?
—Lavinia Rutland. La viuda más hermosa de Londres.
—Pero no la compadezcáis, por favor —soltó la prima—. Ya hace mucho que se deja consolar por el duque de Lancashire, para desagrado de la duquesa, y paralelamente ha desarrollado una especial afición por los políticos ambiciosos. ¿Le interesa la política a vuestro hermano?
—Creo que eso carece de importancia ahora —dijo lady Brompton—. Lavinia se comporta como si acabara de recibir un regalo y se dispusiera a desenvolverlo. —De nuevo examinó a Gideon de arriba abajo—. Vaya, los rumores hablaban de una constitución débil y carnes fofas. Me alegro enormemente de que sean falsos. —De pronto una expresión horrorizada apareció en su cara—. ¡Oh, pero si no tenéis nada de beber!
La prima de lady Brompton miró alrededor y dio un empujoncito a un joven que estaba cerca.
—¿Mister Merchant? ¿Por qué no hacéis algo de provecho y nos traéis unos vasos del ponche especial de lady Brompton? Y traed también uno para vos. Nos gustaría oíros cantar esta noche.
—Por cierto, mister Merchant, esta es la encantadora miss Penelope Gray, la pupila del vizconde de Batten —dijo lady Brompton—. Os haría una presentación más completa, pero ella carece de patrimonio y vos sois un cazador de fortunas de modo que en esta ocasión no vale la pena que ceda a mi pasión por el alcahueteo.
Mister Merchant, que era un palmo más bajo que yo —de hecho, podía decirse lo mismo de muchas de las personas que se encontraban en la sala—, no pareció particularmente ofendido. Se inclinó en una elegante reverencia y dijo, dirigiendo una mirada intensa a mi escote:
—Eso significa que éste ciego a los atractivos de una joven dama tan encantadora como miss Gray.
—Me alegro por vos —dije un poco desconcertada, lo que hizo que lady Brompton y su prima estallaran en una sonora carcajada.
—¡Oh, no, lord Brompton y miss Fairfax se acercan al pianoforme! —exclamó mister Merchant, y puso los ojos en blanco—. Me temo lo peor.
—¡Rápido! ¡Nuestras bebidas! —ordenó lady Brompton—. Nadie puede soportar algo así estando sobrio.
El ponche, al que primero solo di unos sorbitos tímidos, estaba delicioso.
Sabía mucho a fruta, con un poco de canela y alguna cosa más. Al probarlo noté un agradable calorcito en el estómago, y por un momento me sentí totalmente relajada y empecé a disfrutar de es a habitación soberbiamente iluminada con todas esas personas bien vestidas. Pero entonces mister Merchant me puso la mano en el escote desde atrás y estuve a punto de tirar el ponche.
—Una de las encantadoras rositas se había salido de su sitio —afirmó mientras me dirigía una sonrisa bastante atrevida.
Le miré indecisa. Giordano no me había preparado para ese tipo de situaciones, de modo que tampoco sabía qué preveía la etiqueta para el caso de sobones del rococó. Miré hacía Gideon en busca de ayuda, pero estaba tan concentrado en la conversación con la joven viuda que no se enteró de nada. Si hubiéramos estado en mi siglo, le habría dicho a mister Merchant que hiciera el favor de mantener sus sucias patas alejadas de mí, o sería otra cosa la que se saldría de su sitio en lugar de la rosita; pero en las actuales circunstancias esa reacción me parecía un poco…descortés. De modo que le sonreí y dije:
—Oh, muchas gracias, muy amable. No me había dado cuenta.
Mister Merchant se inclinó.
—Siempre a vuestro servicio, madame.
Increíble lo descarado que era ese tipo, pero en una época en que las mujeres no tenían derecho a voto no había que extrañarse de que no fueran demasiado respetuosos con ellas.
El rumor de conversaciones y risas se fue apagando poco a poco mientras miss Fairfax, un personaje de nariz fina con un vestido verde junco, se acercaba al pianoforte, se sentaba, se arreglaba la falda y colocaba las manos sobre las teclas. No podía decirse que la mujer tocara mal. Lo único que molestaba un poco era su forma de cantar. Tenía una voz increíblemente… alta. Si hubiera sido solo un poquito más alta, se habría podido tomar un silbato para perros.
—Refrescante, ¿no es verdad?
Mister Merchant se encargó de rellenarme el vaso, y para mi sorpresa (y de algún modo también para mi alivio) toqueteó igualmente con todo descaro los pechos de lady Brompton con la excusa de que tenía un cabello enganchado. Lady Brompton no pareció preocuparse demasiado por eso; simplemente dijo que era un libertino y le dio un golpecito en los dedos con el abanico. (¡Ajá, para eso estaban en realidad los abanicos!) Luego ella y su prima se sentaron en un sofá azul con un motivo floral que se hallaba cerca de la ventana y me instalaron a mí en medio.
—Aquí estaréis protegida de los dedos pegajosos —dijo lady Brompton, y me palmeó maternalmente la rodilla—. Ahora solo están en peligro vuestros oídos.
—¡Bebed! —me aconsejó su prima en voz baja—. ¡Lo necesitaréis! Miss Fairfax no ha hecho más que empezar.
El sofá me pareció desacostumbradamente duro, y el respaldo estaba tan inclinado hacia atrás que no podía apoyarme si no quería hundirme en sus profundidades con todas mis faldas. Estaba claro que en el siglo XVIII los sofás no se construían para que uno pudiera apoltronarse en ellos.
—No sé. No estoy acostumbrada a beber —dije vacilando.
Mi única experiencia con el alcohol se remontaba a dos años atrás. Había sido en una fiesta del pijama en casa de Cynthia. Una fiesta de lo más inocente. Sin chicos, pero con patatas fritas y DVD de
High School Musical
.
Y con una ensaladera llena de helado de vainilla, zumo de naranja y vodka… Lo malo del vodka era que, con todo ese helado de vainilla, no se notaba nada, y como pudimos comprobar, aquel brebaje producía efectos diferentes dependiendo de la persona. Mientras que Cynthia, después de tres vasos, había abierto la ventana de par en par y había empezado a bramar «!Zac Efron, te amo!» a todo Chelsea, Leslie se había inclinado sobre la taza del váter y se había puesto a vomitar, Peggy se había declarado a Sara («Edes tan uapa, gásate gonmigo»), y a Sara, sin saber por qué, le había dado un ataque de llorera. En mi caso aún había sido peor: me había puesto a saltar sobre la cama de Cynthia mientras cantaba a pleno pulmón como un disco rayado «Breaking Free», y cuando el padre de Cynthia entró en la habitación, le coloqué el cepillo del pelo de su hija ante la boca como si fuera un micro y grité: «!Canta conmigo, calvete!
Venga, mueve las caderas»; aunque al día siguiente no podía explicarme de ninguna manera cómo había sido capaz de algo así.
Después de esta historia más bien penosa, Leslie y yo habíamos decidido mantenernos alejadas del alcohol (y durante unos meses también del padre de Cynthia), y desde entonces habíamos cumplido nuestra promesa. A pesar de que a veces era un poco raro verse como la única persona sobria entre un montón de borrachines. Como, por ejemplo ahora.
Desde el otro extremo de la habitación percibí la mirada del conde de Saint Germain posada en mí y sentí un desagradable cosquilleo en la nuca.
—Se dice que conoce el arte de leer el pensamiento —susurró lady Brompton a mi lado, y en ese momento decidí olvidarme de mi promesa provisionalmente. Solo por esa noche. Y solo un par de tragos. Para olvidar mi miedo al conde de Saint Germain. Y a todos los demás.
El ponche especial de lady Brompton producía efecto con una rapidez pasmosa, y no solo en mi caso. Después del segundo vaso, todos empezaron a encontrar el canto mucho menos espantoso que al principio, y después del tercero empezaron a acompañar el ritmo con el pie y yo llegué a la conclusión de que nunca había asistido a una fiesta tan simpática. La gente era mucho más agradable y animada de lo que había esperado. Y la iluminación era realmente grandiosa. ¿Por qué no me había fijado hasta ese momento en que esos cientos de velas hacían que la tez de todo el mundo en la habitación pareciera recubierta de una pátina de oro? Incluido el conde, que me dirigía una sonrisa de vez en cuando desde el otro extremo de la habitación.