Zafiro (26 page)

Read Zafiro Online

Authors: Kerstin Gier

BOOK: Zafiro
9.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

Luego tuve que estrechar la mano sucesivamente a cada uno de los caballeros desconocidos, que fueron pronunciando sus nombres (que me entraron por un oído y me salieron por el otro; Charlotte tenía toda la razón en lo referente a mi capacidad cerebral), a lo que yo fui murmurando algo así como «Encantada de conocerle» o «Buenas tardes, sir» en respuesta. En conjunto, podía decirse que eran unos contemporáneos francamente serios. Solo uno de ellos sonrió, y los otros me miraron como si estuvieran esperando a que les amputaran una perna. El que había sonreído sin duda era el ministro del Interior; los políticos son más generosos con las sonrisas, forma parte del oficio.

Giordano me examinó de arriba abajo y esperé que hiciera algún comentario, pero en lugar de eso se limitó a lanzar un ruidoso suspiro. Falk de Villiers tampoco sonrió, pero al menos dijo:

—El vestido te sienta maravillosamente bien, Gwendolyn. Seguro que a la auténtica Penelope Gray le habría encantado tener este aspecto. Madame Rossini ha hecho un trabajo magnífico.

—¡Es verdad! He visto un retrato de la auténtica Penelope Gray y no me extraña que no se casara nunca y viviera retirada en un rincón apartado de Derbyshire —se le escapó a mister Marley, que inmediatamente se pudo rojo como un tomate y se quedó mirando al suelo, avergonzado.

Mister Whitman citó a Shakespeare, o al menos eso supuse yo. (Mister Whitman estaba francamente obsesionado con Shakespeare).

—«Decidme, pues, ¿cómo debería apreciar los encantos que un cielo para mí en un infierno transformaron?» Oh… ese no es motivo para sonrojarse, Gwendolyn.

Le miré irritada. ¡Estúpido Ardilla! Ya estaba roja antes, y desde luego no por él. Aparte de eso, no había entendido en absoluto la cita; para mí podía ser tanto un cumplido como una ofensa.

Inesperadamente recibí apoyo de Gideon.

—«El soberbio se valora en exceso en relación con su propia valía» —le dijo afablemente a mister Whitman—. Aristóteles.

La sonrisa de mister Whitman cedió un poco.

—En realidad mister Whitman solo quería expresar lo fantástica que estás —me dijo Gideon, y volví a sonrojarme.

Gideon hizo como si no se hubiera fijado, pero cuando unos segundos más tarde miré de nuevo hacia él, sonreía para sí satisfecho. Mister Whitman, en cambio, parecía hacer grandes esfuerzos para no soltar otra cita de Shakespeare.

El doctor White —Robert se ocultaba tras las perneras de sus pantalones y me miraba con los ojos muy abiertos— miró su reloj.

—Deberíamos ir saliendo. El párroco tiene que oficiar un bautizo a las seis.

¿El párroco?

—Hoy no saltaréis al pasado desde el sótano, sino desde una iglesia de North Audley Street —me explicó mister George—. Para que no perdáis tanto tiempo en llegar a casa de lord Brompton.

—De este modo reducimos también el peligro de un ataque en el camino de ida o de vuelta —dijo uno de los desconocidos, lo que le valió una mirada irritada de Falk de Villiers.

—El cronógrafo ya está preparado —observó, y señaló un arca con asas de plata que estaba colocada sobre la m esa—. Fuera esperan dos limusinas, Caballeros. ..

—Os deseo mucho éxito —dijo el que yo imaginaba que era el ministro del Iinterior.

Giordano volvió a suspirar con fuerza.

El doctor White, con un maletín de médico (¿para qué?) en la mano, mantuvo la puerta abierta mientras mister Marley y mister Whitman cogían cada uno un asa del arca y la llevaban fuera con tanta solemnidad como si se tratara del Arca de la Alianza.

Gideon se colocó a mi lado y me ofreció su brazo.

—Bien, pequeña Penelope, vamos a presentarte a la gran sociedad londinense—dijo. ¿Estás preparada?

No. No estaba preparada en absoluto. Y penelope era un nombre horrible.

Pero supongo que no tenía elección. Miré a Gideon con tanta calma como pude.

—Estoy preparada si tú lo estás.

… y hago voto de honorabilidad y cortesía,

de oposición contra la injusticia,

ayuda al débil

y fidelidad a la ley,

de conservación de los secretos

y respeto de las reglas de oro,

desde ahora hasta el día de mi muerte.

(Texto del juramento de los adeptos)

Crónicas de los vigilantes
, tomo I

Los protectores del Secreto.

10

Lo que más temía era encontrarme de nuevo frente al conde de Saint Germain. En nuestro último encuentro había oído su voz en mi cabeza y su mano me había apretado la garganta, pese a que estaba a más de cuatro metros de mí. «No sé exactamente qué papel desempeñas en esto, muchacha, o si eres realmente importante, pero no tolero que nadie infrinja las reglas.» De hecho, era muy posible que en el intervalo yo hubiera infringido algunas de sus normas; aunque en mi favor había que decir que no sabía siquiera que existiera. Aquello me insufló coraje: dado que nadie se había tomado el trabajo de explicarme ninguna regla, ni siquiera de mencionármelas, no podían extrañarse de que no me atuviera a ellas.

Pero también me asustaba todo lo demás; en el fondo estaba convencida de que Giordano y Charlotte tenían razón: seguro que haría un ridículo espantoso en el papel de Penelope Gray y todo el mundo se daría cuenta de que allí había algo que no encajaba, Por un momento se me olvidó incluso el nombre del lugar de Derbyshire de donde procedía. Algo con B. O con P. O con D. O….

—¿Te has aprendido de memoria la lista de invitados?

Mister Whitman, a mi lado, tampoco contribuía a tranquilizarme.

¿Por qué demonios tenía que aprenderme la lista de invitados de memoria?

El profesor respondió a mi gesto de negación con un ligero suspiro.

—Yo tampoco me los sé de memoria —dijo Gideon, que estaba sentado frente a mí en la limusina—. Una fiesta pierde toda la gracia cuando ya sabes por adelantado con quién te vas a encontrar.

Me hubiera gustado saber si estaba tan nervioso como yo. Si le sudaban las manos y su corazón palpitaba tan rápido como el mío. ¿O había viajado tantas veces al siglo XVIII que aquello ya se había convertido en algo rutinario para él?

—Te estás haciendo sangre en el labio —me dijo.

—Es que estoy un poco…. Nerviosa.

—Se nota. ¿Te ayudaría que te diera la mano?

Sacudí la cabeza con vehemencia.

« !No, eso lo empeoraría, idiota! ¡Aparte de que cada vez entiendo menos tu forma de comportarte conmigo! ¡Por no hablar de nuestra relación en general! ¡Y, además, mister Whitman ya está mirando con cara de ardilla sabelotodo!» Estuve a punto de lanzar un gemido. ¿No me sentiría mejor si soltaba en voz alta algunas de esas exclamaciones? Reflexioné un momento, pero al final lo dejé correr.

Por fin habíamos llegado. Cuando Gideon me ayudó a bajar del coche ante la iglesia (con un vestido como el que llevaba, para ese tipo de maniobras necesitabas que te echaran una mano o incluso dos), me fijé en que esta vez no llevaba ninguna espada. ¡Vaya insensate!

Algunos transeúntes nos miraron intrigados, y mister Whitman mantuvo el portal de la iglesia para que pasáramos.

—¡Un poco más rápido, por favor —dijo—. No nos interesa llamar demasiado la atención.

Sí, claro, no llamaba demasiado la atención que dos limusinas negras aparcaran en pleno día en North Audley Street y unos hombres trajeados sacaran el Arca de la Alianza del maletero y la llevaran por la acera hasta la iglesia. Aunque de lejos el arca también podía pasar por un féretro pequeño… Se me puso la carne de gallina.

—Espero que al menos te hayas acordado de traer la pistola —le susurré a Gideon.

—Te has hecho una curiosa idea de esta
soirée
—replicó él sin inmutarse, y me colocó el chal sobre los hombros—. Y ahora que lo pienso, ¿alguien ha revisado el contenido de tu bolso? Espero que no te suene el móvil en mitad de una actuación.

Se me escapó una risita al pensarlo, porque el tono de mi móvil en aquel momento era el croar de una rana.

—Aparte de ti, allí no hay nadie que pueda llamarme —dije.

—Y yo ni siquiera tengo tu número. De todos modos, ¿Te importa que eche un vistazo a tu bolso?

—Se llama «ridículo» —contesté, y le pasé el bolso encogiéndome de hombros.

—Sales de olor, pañuelo, perfume, polvos…ejemplar —dijo Gideon—. Como corresponde a una dama. Ven.

Me devolvió el ridículo, me cogió de la mano y me condujo al portal de la iglesia, que mister Whitman cerró con llave en cuanto entramos.

Una vez dentro, Gideon olvidó soltarme la mano, lo que de hecho resultó muy oportuno, porque de otro modo en el último instante me habría entrado el pánico y habría salido corriendo.

En el espacio libre ante el altar, Falk de Villiers y mister Marley, bajo la mirada escéptica del párroco (ya vestido para la misa), estaban sacando el cronógrafo del Arca de la Ali…quiero decir, del arca.

El doctor White cruzó el recinto caminando a grandes zancadas y dijo:

—Desde la cuarta columna, once pasos a la izquierda así iréis sobre seguro.

—No sé si puedo garantizar que a las seis y media la iglesia esté vacía —dijo el párroco nervioso—. Al organista le gusta quedarse un rato más, y hay algunos miembros de la comunidad que a veces se quedan charlando en la puerta, y me es difícil… —No se preocupe— le interrumpió Falk de Villiers. Ahora el cronógrafo estaba sobre el altar. La luz del sol de la tarde entraba a través de las vidrieras de colores de la iglesia y hacía que las piedras preciosas parecieran enormes—. Nosotros estaremos aquí y le ayudaremos a librarse de sus ovejas después del servicio. —Miró hacia nosotros—. ¿Estáis listos?

Por fin Gideon me soltó la mano.

—Yo saltaré primero —dijo.

El párroco se quedó con la boca abierta cuando vio cómo Gideon desaparecía sin más en un torbellino de luz resplandeciente.

—Gwendolyn —mientras me cogía la mano y me colgaba el dedo en el cronógrafo, Falk me dirigió una sonrisa de ánimo—. Volveremos a vernos exactamente dentro de cuatro horas.

—Eso espero —murmuré, y entonces la aguja penetró en mi carne, una luz roja invadió la habitación y cerré los ojos.

Cuando los volví a abrir, me tambaleé un poco y alguien me sujetó por el hombro.

—Todo va bien —susurró la voz de Gideon en mi oído.

No se podía ver gran cosa. Una única vela iluminaba el presbiterio, y el resto de la iglesia estaba sumergido en una oscuridad fantasmal.

—Bienvenue —dijo una voz ronca en mitad de la oscuridad, y, aunque había contado con ello, me estremecí instintivamente.

Una silueta se destacó de la sombra de una columna, y a la luz de la vela reconocí el rostro pálido de Rakoczy, el amigo del conde. Como en nuestro primer encuentro, me recordó a un vampiro; sus ojos oscuros no tenían ningún brillo, y con esa luz mortecina de nuevo tuve la sensación de que eran solo unos siniestros agujeros negros.

—Monsieur Rakoczy —dijo Gideon en francés, y se inclinó cortésmente—. Me alegro de veros. Creo que ya conocéis a mi acompañante.

—Cierto. Mademoiselle Gray, por esta noche. Es un placer.

Rakoczy hizo una reverencia.

—Ah,
très
… —murmuré—. El gusto es mío —dije luego pasándome al inglés. Nunca se sabía qué se podía soltar así de sopetón en una lengua extranjera, sobre todo cuando, como en mi caso, se estaba en pie de guerra con ella.

—Mis hombres y yo os acompañaremos a casa de lord Brompton —dijo Rakoczy.

No se veía a sus hombres por ninguna parte, lo que resultaba bastante tétrico, pero pude oírles respirar y moverse en la oscuridad mientras atravesábamos, detrás de Rakoczy, la nave de la iglesia para dirigirnos al portal. Tampoco fuera, en la calle, pude distinguir a nadie, aunque miré varias veces alrededor. Hacía frío y llovía, y si había farolas, esa noche, en esa calle, estaba todas averiadas. Estaba tan oscuro que ni siquiera podía distinguir bien la cara de Gideon, que estaba a mi lado, y en torno a nosotros las sombras parecían cobrar vida, respirar y tintinear suavemente. Me aferré con fuerza a la mano de Gideon. ¡Más valía que no se le ocurriera soltarme ahora!

—Todos son de los míos —susurró Rakoczy—. Hombres experimentados en el combate de los kurucz. También nos encargaremos de garantizar vuestra seguridad a la vuelta.

Qué tranquilizador.

La casa de lord Brompton no se encontraba muy lejos, y a medida que nos acercábamos, el entorno se iba haciendo menos sombrío. Cuando finalmente llegamos a la mansión de Wigmore Street, vimos que el edificio estaba brillantemente iluminado y tenía un aspecto realmente acogedor. Los hombres de Rakoczy se quedaron atrás, ocultos entre las sombras, y él nos acompañó hasta la casa, en cuyo gran vestíbulo de entrada, desde donde una pomposa escalera con barandillas arqueadas conducía al primer piso, nos estaba esperando lord Brompton en persona. El lord seguía estando tan gordo como lo recordaba, y a la luz de todas esas velas su cara tenía un brillo grasiento.

A expectación del lord y cuatro lacayos, que aguardaban en una ordenada fila junto a la puerta a que les dieran nuevas instrucciones, el vestíbulo estaba vacío. De la reunión anunciada no se veía ni rastro, aunque pude escuchar un vago rumor de voces y el sonido amortiguado de una melodía.

Después de que Rakoczy se retirara con una reverencia, comprendí por qué lord Brompton nos había recibido personalmente en la entrada antes de que nadie nos viera. El hombre nos aseguró que nuestra visita le complacía extraordinariamente y que había disfrutado muchísimo con nuestro primer encuentro, pero también nos dijo que—ejem, ejem—tal vez sería conveniente que no mencionáramos el referido encuentro ante su mujer.

—Solo para evitar malentendidos —dijo, y al hacerlo no dejó de parpadear como si se le hubiera metido algo en el ojo y me besó la mano al menos tres veces—. El conde me ha asegurado que procedéis de una de las mejores familias de Inglaterra; espero que perdonéis mi descaro en nuestra divertida conversación sobre el siglo XXI y mi absurda idea de que podíais ser actores.

Volvió a parpadear nerviosamente.

—Seguro que también fue culpa nuestra —respondió Gideon quitándole importancia—. De hecho, el conde lo hizo todo para confundiros y guiaros por ese camino. Y ahora, entre nosotros, ¿no os parece que el anciano caballero es un hombre realmente singular? Mi hermana adoptiva y yo ya estamos acostumbrados a sus bromas, pero cuando no se le conoce tan bien, su conversación a menudo resulta un poco chocante. —Me cogió el chal y se lo tendió a un lacayo—. En fin, dejemos eso. Hemos oído que vuestro salón dispone de un magnífico pianoforte y una maravillosa acústica. En cualquier caso, nos ha alegrado mucho la invitación de lady Brompton.

Other books

The Reality Conspiracy by Joseph A. Citro
Stolen Heart by Bennett, Sawyer
Blinding Fear by Roland, Bruce
Lightning by Bonnie S. Calhoun
Mr Lynch’s Holiday by Catherine O’Flynn
Train Man by Nakano Hitori
Evil Eternal by Hunter Shea