El sacerdote se quedó en silencio, analizando la propuesta como si Vivien le estuviera ofreciendo la manzana prohibida.
—No lo sé, Vivien. No sé nada.
Ella le cogió los brazos y apretó con fuerza.
—Michael, yo no soy nadie para hacerte prédicas. Durante toda mi vida he ido a la iglesia poco y mal. Pero hay una cosa de la que estoy segura: tú estás salvando de la muerte a muchas vidas humanas... y el Cristo que murió en la cruz para salvar el mundo seguro que te perdonará.
La respuesta llegó tras un instante largo como la eternidad en la que el sacerdote enseñaba a creer.
—Está bien. Lo haré.
Vivien sintió gratitud y la liberación, y apenas si se contuvo de abrazar a McKean, que nunca como en aquel instante había estado tan cerca de los hombres, en un momento en que él creía que su alma se había alejado de Dios.
—Bien, salgamos al jardín. Tengo muchas ganas de ver a mi sobrina.
—Los chicos están por ir a comer. ¿Quieres quedarte con nosotros?
Vivien se dio cuenta de que tenía hambre. El optimismo le había abierto el apetito.
—Perfecto, Michael. La cocina de la señora Carraro nunca defrauda.
Salieron del dispensario y cerraron la puerta a sus espaldas.
Después de un momento la figura de John Cortighan salió de detrás del biombo. Se quedó mirando la puerta con los ojos hundidos y húmedos. Luego se sentó en la camilla y, como si ese gesto le costase un esfuerzo terrible, ocultó la cara entre las manos.
Russell esperaba sentado en un cómodo sillón rojo.
Estaba acostumbrado a hacerlo. Durante años había esperado sin siquiera saber qué esperaba. Acaso sin saber que estaba a la espera. En aquellos tiempos miraba el mundo como un espectador atemorizado que escondía su miedo detrás del sarcasmo, tan aturdido por una vida frenética como para ignorar que el único modo de olvidar los problemas es resolverlos. Por fin, el haberlo entendido le había proporcionado una seguridad nueva y, en consecuencia, una calma inusual. Y ahora, cuando la impaciencia podría llegar a alterarle la respiración, estaba tranquilo, sentado, observando con indiferencia cuanto lo rodeaba.
Estaba en la sala de espera de unas oficinas ultramodernas, proyectadas y decoradas por Philippe Starck, que ocupaban una planta entera en un elegante rascacielos en la calle Cincuenta. Cristales, cuero, dorados, una pizca de
kitsch
razonado y de locura voluntaria. En el aire, un aroma sutil a menta y cedro. Secretarias de aspecto agradable y ejecutivos con la pinta adecuada. Todo estaba colocado allí para acoger y sorprender al visitante.
Eran las oficinas de la Wade Enterprise, la empresa de su padre. Una compañía con sede central en Boston y con diferentes oficinas de representación en las más grandes ciudades de Estados Unidos y en algunas capitales del mundo. Los intereses de la corporación se ramificaban en múltiples direcciones, desde la fabricación y suministro de tecnología militar hasta las finanzas y el comercio de materias primas, en particular el petróleo.
Se entretuvo en mirar una moqueta color tabaco, con el logotipo de la sociedad, que seguramente había costado un ojo de la cara. O quizá sólo el coste de fabricación porque había sido confeccionada en alguna empresa del grupo. Alrededor de Russell todo era una silenciosa ceremonia de homenaje al dios dinero y sus adoradores. Los conocía bien, y sabía cuán fieles podían ser a su credo.
En cambio, a Russell nunca le había interesado mucho el dinero. Y ahora menos que nunca. Lo único que quería era no sentirse nunca más como un fracasado.
Nunca más.
Desde siempre, ésa había sido su vida. En todas partes se había encontrado a la sombra. De su padre, de su hermano, de su apellido, del gran edificio que servía de sede central de la empresa en Boston. Del ala protectora de su madre, que algunas veces había logrado superar el desagrado y la vergüenza que no pocas actitudes del hijo le habían provocado. Ahora había llegado el momento de salir de esa sombra y correr riesgos propios. No se había preguntado qué hubiera hecho Robert en esas circunstancias. Ya lo sabía. El único modo de contarle al mundo la historia que tenía entre manos era llegar hasta el final y después empezar por el principio.
Él sólo.
Cuando por fin había empezado a hacerlo, el recuerdo de su hermano había cambiado. Lo había idealizado tanto que le costaba verlo como una persona, con todas sus cualidades y unos defectos que durante años se había obstinado en no ver. Ahora no era más un mito, sino sólo un amigo cuyo recuerdo caminaba a su lado, un punto de referencia y no un ídolo encaramado en un pedestal demasiado alto.
Un hombre calvo con gafas y un impecable traje azul entró y se dirigió a la recepción. Russell vio que la secretaria que lo había recibido se levantaba para acompañarlo hasta la sala de espera.
—Bien, señor Klee, si tiene la bondad de aguardar un momento, el señor Roberts lo recibirá enseguida.
El hombre hizo un gesto de asentimiento y con la mirada buscó un lugar donde sentarse. Cuando vio a Russell, echó un vistazo reprobador a su ropa arrugada y se sentó en la butaca más alejada. Russell sabía que su presencia en esas oficinas desentonaba en aquel reino de armonía y buen gusto. Tuvo ganas de sonreír. Parecía que su mayor talento era, y siempre había sido, el de desentonar en todas partes.
De pronto le vinieron a la mente las palabras de Vivien la noche que él la había besado: «Lo único que sé es que no quiero complicaciones.» Él había dicho lo mismo, pero a sabiendas de que mentía. Sentía que Vivien era una historia nueva. Un puente que exigía ser cruzado para descubrir quién estaba del otro lado. Por primera vez en su vida no había escapado. Y había pagado en su propia carne lo que a menudo había hecho sufrir a otras mujeres. Con el amargo sabor de la ironía en la boca, había oído unas palabras que también él había pronunciado algunas veces, antes de darse la vuelta e irse. Ni siquiera había dejado que Vivien terminara de explicarse. Para no ser herido, había preferido herir. Después, en el coche, se había dedicado a mirar por la ventanilla sintiéndose solo e inútil, combatiendo con la única verdad: esa noche podía haber sido gloriosa, pero al final todo se había complicado.
Al menos para él.
Cuando ante sus ojos Vivien se transformó en otra, una persona a la que no conocía, se marchó del apartamento presa de la desilusión y el rencor. Después fue a un bar de mala muerte con la intención de beber algo, algo fuerte que disolviese esa piedra fría que sentía en el estómago. Todos sus propósitos naufragaron en el tiempo que el camarero tardó en acercarse a él. Pidió un café y empezó a pensar en qué pasos dar. No tenía ninguna intención de renunciar a su investigación, pero era consciente de las dificultades que tendría si quería llevarla adelante por sí solo. De mala gana, había tenido que admitir que la única vía posible era recurrir a su familia.
Su teléfono móvil estaba descargado, tanto de batería como de crédito, pero en el fondo del bar había un teléfono público. Había pagado el café y se había hecho dar un puñado de monedas de cuarto de dólar. Después se había dirigido a hacer una de las llamadas más difíciles de su vida.
Las monedas habían caído en la ranura con el tintineo de la esperanza y había marcado el número de su familia, su casa en Boston, apretando las teclas como un telegrafista que desde una nave en peligro lanza al éter un desesperado SOS.
Como era de esperar, había respondido la voz impersonal de un sirviente.
—Mansión Wade, buenos días.
—Buenos días, soy Russell.
—Buenos días, señor Russell, soy Henry. ¿Qué puedo hacer por usted?
El rostro circunspecto del mayordomo se había superpuesto a los carteles publicitarios que tenía delante. De estatura mediana, preciso, intachable. La persona perfecta para dirigir una casa complicada como la residencia Wade.
—Quisiera hablar con mi madre.
Un previsible momento de vacilación. La servidumbre, como su madre se obstinaba en llamarla, estaba dotada de una oficina de informaciones muy eficiente. Todos conocían los problemas de relación que tenía con sus padres.
—Veré si la señora está en casa.
Russell sonrió ante aquella demostración de diplomacia. En realidad, su educada respuesta debía traducirse como «veré si la señora quiere hablar contigo».
Después de un tiempo que le pareció interminable, otro par de cuartos de dólar
tilín tilín
tragados por el teléfono, le llegó la voz amable pero reticente de su madre.
—Hola, Russell.
—Hola, mamá. Me alegra oírte.
—A mí también. ¿Qué sucede?
—Mamá, necesito tu ayuda.
Silencio. Un silencio comprensible.
—Sé que en el pasado he abusado de tu apoyo. Y lo he pagado con creces. Pero esta vez no es dinero lo que quiero, ni asistencia legal, no estoy metido en ningún lío.
Una nota de curiosidad asomó a la distinguida voz de su madre.
—Entonces ¿qué necesitas?
—Necesito hablar con papá. Si lo llamo al despacho, apenas oyen mi nombre me dicen que no está o que está reunido o en la Luna.
tilín
La curiosidad de la mujer, de golpe se había transformado en aprensión.
—¿Qué quieres de tu padre, Russell?
—Necesito su ayuda. Es para algo serio, la primera cosa seria de mi vida.
—No sé, Russell. Me temo que no sea una buena idea.
Había entendido la vacilación de su madre, y también la había disculpado. La mujer estaba entre el yunque del marido virtuoso y el martillo del hijo descarriado. Pero no podía darse por vencido, aun a costa de implorar.
—Sé que nunca he hecho nada para merecerlo, pero necesito que confíes en mí.
Después de un instante, la voz refinada de Margareth Taylor Wade le comunicó su rendición a través del teléfono.
tilín
—Tu padre estará en las oficinas de Nueva York durante un par de días. Ahora le hablo y te llamo.
Russell sintió que la euforia lo invadía con un efecto más eficaz que cualquier bebida alcohólica. Aquél era un inesperado golpe de suerte.
—Tengo el móvil descargado. Sólo dile que iré al despacho y que espero que me reciba. No me iré hasta que lo haga, aunque tenga que esperar todo el día. —Hizo una pausa y después dijo algo que no había dicho en años—: Gracias, mamá.
tilín
No tuvo tiempo de oír la respuesta porque con la última moneda se cortó la comunicación.
Salió a la calle e invirtió sus últimos dólares en un taxi que lo llevó hasta la calle Cincuenta. Y ahora estaba allí desde hacía dos horas, bajo la mirada de personas como el señor Klee, a la espera de que su padre le concediese audiencia. Sabía que no lo haría enseguida, que no dejaría escapar la ocasión de infligirle una nueva humillación, en la modalidad de espera. Pero él no se sentía humillado, sólo impaciente.
Y esperó.
Una secretaria alta y elegante apareció ante él. La moqueta había amortiguado el ruido de sus tacones en el pasillo. Era guapa, muy adecuada al lugar. Y si la habían elegido para ese trabajo, seguramente también era eficaz.
—Señor Russell, sígame, por favor. El señor Wade lo está esperando.
Mientras su padre viviera habría un solo y único «señor Wade», pero él tenía la posibilidad de cambiar eso. Y lo deseaba con todas sus fuerzas.
Se levantó de la butaca y siguió a la secretaria por un largo corredor. Mientras miraba cómo el trasero de la muchacha se movía con gracia bajo la falda, le salió una sonrisa. Pocos días antes, con seguridad, se habría exhibido con un comentario de mal gusto, cosa de poner en dificultades a la joven y así mortificar a su padre. Pero a continuación recordó que hasta pocos días antes ni siquiera habría soñado con entrar en ese despacho para encontrarse con Jenson Wade.
La secretaria se detuvo ante la puerta de noble madera oscura. Llamó con suavidad y, sin esperar respuesta, abrió y le indicó a Russell que entrara. Él lo hizo y oyó a sus espaldas el suave sonido de la puerta al cerrarse.
El monarca de ese imperio económico estaba sentado detrás de un gran escritorio puesto en diagonal; a sus espaldas, dos ventanales esquineros mostraban un panorama de la ciudad como para quitar el aliento. El contraluz se compensaba con lámparas estratégicamente distribuidas en aquel puesto de mando supremo. Hacía mucho tiempo que no se veían. Su padre estaba en forma, aunque había envejecido un poco. Russell lo observó mientras seguía leyendo unos documentos, ignorando su presencia. Jenson Wade era el vivo retrato de su hijo menor. Mejor dicho, era Russell quien guardaba un parecido con su progenitor que en el pasado se había revelado como algo que incomodaba a los dos.
Quien era el único señor Wade levantó la cabeza y lo miró con ojos sin concesiones.
—¿Qué quieres?
A su padre no le gustaban los preámbulos. Y Russell no usó ninguno.
—Necesito ayuda. Y tú eres la única persona que conozco que me la puede dar.
—De mí no obtendrás ni un céntimo.
Russell sacudió la cabeza. Nadie lo había invitado a sentarse, pero él eligió un sillón y lo hizo, con calma.
—No necesito ni siquiera uno de esos céntimos.
Aquel hombre sin afecto lo miró a los ojos. Sin duda se estaba preguntado qué había pergeñado su hijo esta vez. Pero se encontró con algo inesperado. En ocasiones anteriores, su hijo nunca había tenido fuerza para sostenerle la mirada.
—Entonces ¿qué quieres?
—Estoy siguiendo una pista para un reportaje periodístico. Algo realmente grande.
—¿Tú?
En ese monosílabo de incredulidad había años de fotos en la prensa amarilla, honorarios de abogados, confianza traicionada, dinero tirado a la basura. Años pasados llorando a dos hijos: a uno porque había muerto, a otro porque se empeñaba en que se lo considerase difunto. Y, al fin, había logrado superar el duelo.
—Sí. Puedo agregar que morirán muchas personas si no obtengo tu ayuda.
—¿En qué problemas te has metido esta vez?
—No estoy metido en ningún lío. Pero hay mucha gente que sí lo está y no lo sabe.
La curiosidad había comenzado a aflorar en los ojos recelosos de Jenson Wade. Su tono se ablandó un poco. Quizás intuía que aquel Russell poseía una firmeza diferente de la de aquel que él conocía. En cualquier caso, las muchas desilusiones del pasado lo obligaban a moverse con extrema cautela.