Yo soy Dios (19 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Yo soy Dios
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Caminó despacio hacia la izquierda por un lado de la casa, respirando un aire un poco salobre.

Pensando.

El sol ya estaba en el cenit y la vegetación comenzaba a explotar, con ese fragor verde y silencioso que siempre sorprendía a la vista y el corazón, a la vez que abatía las grises y frías murallas del invierno. Llegó al frente de la casa y se metió en los senderos del jardín, sintiendo cómo la grava crujía bajo la suela de los zapatos. Llegó a un punto más allá del cual sólo tenía delante la superficie brillante del mar y el verde del parque al otro lado del canal. Se detuvo, las manos en los bolsillos y la ligera brisa en el rostro. Olía a agua y a esa sensación aparentemente estática que transmitía la primavera.

Se dio la vuelta para mirar la casa.

Ladrillos y maderas.

Vidrio y cemento.

Técnica y trabajo manual.

Todas cosas humanas.

Lo que guardaban esas paredes de ladrillo y madera tenía su propio significado. Y, por primera vez en su vida, John se sentía partícipe de algo, prescindiendo de los puntos de partida y llegada y de los inevitables accidentes de viaje.

John Kortighan no era creyente. Nunca había podido albergar ninguna fe, ni en Dios ni en los hombres. Y, en consecuencia, tampoco en sí mismo. De algún modo Michael McKean había logrado abrir una grieta en el muro. Un muro que, en apariencia, la gente había construido alrededor de John y que él, como revancha, había reforzado. Dios quedaba como un concepto vago y lejano, escondido detrás de la diáfana humanidad de su representante. Y de cualquier modo, aunque John no se lo hubiera dicho, el sacerdote estaba salvando su vida tanto como la de los chicos.

En la planta alta, detrás de los cristales que reflejaban el cielo, entrevió figuras que se movían. Claro, eran chavales que se dirigían a sus dormitorios. Cada uno tenía su experiencia, su desgarro de vida. Puestos todos juntos y sin orden como los cristales de un calidoscopio, constituían una imagen vivida y frágil. Como todo lo inestable, el conjunto no era fácil de descifrar, pero sorprendía por sus colores.

Volvió sobre sus pasos y entró en el edificio por la puerta principal. Se dirigió a la escalera que llevaba a la planta alta. Mientras subía, paso a paso, escalón a escalón, dio libertad a sus pensamientos.

La historia de Joy era muy simple y al mismo tiempo muy complicada. Y como suele suceder en estos casos, la fundación cargaba en sus espaldas un suceso trágico, como si algunas propuestas necesitaran nacer del dolor para encontrar la fuerza de convertirse en reales.

En aquel entonces John aún no había llegado al barrio, pero había oído hablar de Michael, cuyo recuerdo conciso estaba integrado en un par de conversaciones con el párroco de Saint Benedict.

Era...

... viernes y se estaba celebrando un funeral. Robin Wheaters, un chico de diecisiete años, había sido encontrado muerto por sobre dosis en un rincón del parque, del otro lado del puente en el cruce de la calle Shore con City Island Road. Una pareja que hacía
jogging
vio a través del follaje un cuerpo caído, medio cubierto por un matorral Se acercaron y vieron que estaba inconsciente, agonizante. La ambulancia y el traslado al hospital fueron inútiles. Robin murió poco después en brazos de su madre, que había llegado al lugar en un coche de la policía, a quienes había llamado porque su hijo faltaba de casa desde la noche anterior. En su familia nadie había albergado nunca la menor sospecha de que tomase drogas. Las causas de la muerte acarrearon un nuevo horror sobre el fin, ya de por sí escalofriante, del muchacho. La autopsia y la falta de marcas en el cuerpo revelaban que quizá para él se había tratado de la primera vez. En su destino estaba escrito que no habría una segunda
.

La madre era la hermana viuda de Barry Lovito, un abogado que ejercía en Manhattan pero que seguía viviendo en Country Club, en el Bronx. Era un hombre rico, muy ocupado y soltero, que había luchado duramente para llegar a ocupar un lugar en la cima de la pirámide. Y había llegado a tal punto que ahora la pirámide casi le pertenecía
.

Cuando lo requirieron las circunstancias había acogido en su casa al sobrino y su madre, con ese sentido de la familia que distingue a los italianos. La mujer tenía una salud frágil y un carácter inclinado a somatizar, y la pérdida de su marido no había sido un buen remedio para sus problemas físicos y psíquicos. Por su parte, Robin era un chico sensible, melancólico y sugestionable. Cuando se sintió abandonado a su suerte, las malas compañías volaron hacia él como cuervos. Suele ocurrir cuando la soledad no es algo buscado
.

El tío y la madre estaban en la iglesia. El abogado vestía un traje impecable que lo diferenciaba del resto de los fieles como una persona pudiente. Tenía los dientes apretados y la mirada fija, quizá tanto por el dolor como por la culpa. Para él ese muchacho era el hijo que no había tenido, y del cual, después de una vida encaminada al éxito, empezaba a sentir la ausencia. Tras la muerte de su cuñado se había ilusionado por tomar su lugar, sin saber que el primer deber de un padre es el de estar siempre presente, sin excusas
.

La mujer tenía un rostro enjuto y demacrado por la pena. Sus ojos, hundidos y enrojecidos, pregonaban que ya no tenían lágrimas. Su expresión decía que en la sepultura del hijo también caerían todos sus deseos de vivir. Salió detrás del féretro apoyándose en su hermano, con su cuerpo delgado cubierto por un vestido negro que parecía dos tallas más grandes que la suya
.

El padre McKean estaba en el fondo de la iglesia rodeado por un grupo de adolescentes, mucho de los cuales eran amigos de Robin. Había asistido a la ceremonia con la perplejidad que siempre sentía ante la muerte sin motivo de una vida joven. Llevaba consigo un concepto luminoso que pertenecía más al ser humano que era que al religioso en quien se había transformado. Esa vida truncada era la derrota de todos, también de él, porque no se podía sustituir lo que faltaba con algo del mismo valor
.

Y alrededor de él, el mundo estaba lleno de ramas espinosas y serpientes
.

Mientras salía de la iglesia, Barry Lovito se volvió hacia el sacerdote y lo vio junto a los chicos. Y la mirada del abogado se detuvo un instante más de lo normal en la figura del reverendo Michael McKean. Después se dio la vuelta y, sosteniendo a la hermana, siguió su triste recorrido hasta el coche y el cementerio
.

Al cabo de tres días, el sacerdote se lo cruzó otra vez; iba en compañía del párroco. Después de las presentaciones, Paul los dejó solos. Era evidente que el letrado había ido para hablar con él, pero Michael ignoraba el motivo. McKean estaba en Saint Benedict desde hacía menos de un año y hasta entonces sólo había intercambiado algunos saludos con Lovito. Como si le leyera el pensamiento, o hubiera advertido su curiosidad, el abogado no se entretuvo en preámbulos
.


Sé que se pregunta por qué he venido. Y sobre todo qué quiero decirle. Sólo le robaré unos minutos
.

Con paso lento comenzó a dirigirse hacia la vicaría
.


Acabo de escriturar una propiedad, abajo, hacia el parque. Es una casa grande, con un buen trozo de terreno, más o menos dos hectáreas y media. El tipo de casa que puede alojar hasta treinta personas. Vista al mar y la costa
.

El padre McKean debió de esbozar una expresión pasmada, y una media sonrisa apareció en los labios de su interlocutor
.


No tema. No estoy tratando de vendérsela
.

Lovito reflexionó un momento, indeciso sobre si extenderse en el preámbulo. Decidió que no era necesario
.


Me gustaría que esa casa se convirtiera en la sede de una comunidad donde chicos con los mismos problemas que mi sobrino encuentren consuelo y reciban ayuda. No es fácil, pero al menos querría probarlo. Sé que esto no me devolverá a Robin, pero quizá me dé algunas horas de sueño sin pesadillas
.

Lovito se dio la vuelta y miró hacia otro lado
.


En fin, ése problema es sólo mío
.

El abogado salió de una pausa quitándose las gafas de sol. Se puso frente a Michael, con el gesto decidido de quien no tiene miedo de decir lo que piensa
.

Ni de admitir las propias culpas
.


Padre McKean, soy un hombre práctico y sea cual fuere mi motivación lo que contará es el resultado y si perdura o no con el tiempo. Mi deseo es que esta comunidad no se quede en hipótesis y se vuelva realidad. Y aspiro a que sea usted quien se ocupe de ella
.


¿Yo? ¿Por qué yo?


Me he informado sobre usted. Y los informes me han confirmado lo que había intuido apenas lo vi con esos chicos. Además de sus calificaciones, sé que usted tiene ascendiente y una gran capacidad de comunicación con los jóvenes
.

El sacerdote lo miró como si ya tuviese la vista puesta en otra parte. El abogado, que había aprendido a conocer a las personas, lo entendió. Según la lógica dictada por su profesión, quiso prevenirse contra las posibles objeciones
.


La mayor parte del dinero lo proveeré yo. También puedo conseguir una contribución estatal a fondo perdido
.

Le concedió un momento para que asimilara lo que le decía
.


Por si la cosa le interesara, ya he hablado con personas de la archidiócesis. No pondrán ningún tipo de objeción. Si no me cree puede llamar al arzobispo
.

Después de una larga conversación con el cardenal Logan, Michael aceptó y la aventura se puso en marcha. La casa fue reestructurada y se constituyó un fondo para garantizar a Joy una cifra mensual para afrontar los gastos. Gracias a la influencia del abogado Lovito, se corrió la voz y con ella llegaron los primeros muchachos. Y el padre McKean estaba allí y los esperaba
.

Poco tiempo después había llegado él, y lo había encontrado todo perfecto en su cotidiano devenir. Aun cuando la perfección no fuera de este mundo y Joy no fuese una isla lo suficientemente lejana como para ser la excepción a la regla.

Pocos meses después de la inauguración, la madre de Robin se había apagado como un fuego abandonado en una playa, devorada por el dolor. El abogado murió al año siguiente, derribado por un infarto mientras trabajaba catorce horas por día para apoderarse de la pirámide en su totalidad. Como suele suceder, dejó tras de sí mucho dinero y también mucha avidez. Algunos parientes lejanos surgieron de la niebla de la indiferencia e impugnaron el testamento que dejaba a Joy todo el patrimonio. Las motivaciones de la causa legal eran múltiples y diferentes entre ellas, pero todas tenían la misma intención: otorgar a los iniciadores de la causa el don de meter las manos en el dinero. Y, a la espera del veredicto, todos los emolumentos de la comunidad habían sido suspendidos. En el momento presente, la supervivencia de Joy era difícil de pronosticar. Pero, no obstante la amargura que eso producía, también era un motivo para luchar.

Y habrían luchado juntos, él y Michael.

Para siempre.

Casi sin darse cuenta, John se encontró en la última planta, frente al dormitorio del sacerdote. Vigiló que nadie estuviese subiendo por las escaleras. Con la ligera ansiedad que preside lo prohibido, empujó la puerta y entró. Ya lo había hecho otras veces, sintiendo sólo una extraña excitación sin culpa por estar violando la intimidad de una persona. Cerró la puerta a sus espaldas y dio unos pasos inseguros en el interior del cuarto.

Sus ojos eran como una filmadora que registrara por enésima vez cada detalle, cada particularidad. Cada color. Rozó con los dedos una Biblia que había en el escritorio, cogió un jersey del respaldo de una silla y, finalmente, abrió el armario. La totalidad del escaso vestuario de Michael estaba ante sus ojos, en perchas y estantes. Se quedó allí, mirando la ropa y respirando el aroma del hombre que lo había fascinado desde el primer momento y por quien se sentía extasiado. Tanto que en cierto momento tuvo que alejarse para que no se leyese en su expresión lo que sentía. Cerró el armario y se acercó a la cama. Pasó los dedos sobre el cubrecama y después se acostó, boca abajo, pegando la cara al punto de la almohada donde se apoyaba la cabeza de Michael McKean. Respiró profundamente. Cuando estaba solo y pensaba en Michael, había veces que deseaba estar con él. Y otras veces, como ésta, en que deseaba... ser Michael. Y estaba convencido de que si se quedaba allí, tarde o temprano lo conseguiría...

El móvil empezó a sonar en uno de sus bolsillos. Bajó de la cama a toda prisa, con el corazón en la boca, como si ese sonido fuera la señal de que el mundo lo había descubierto. Con mano temblorosa cogió el aparato y respondió.

—John, soy Michael. Estoy llegando. La misa la dirá Paul en mi lugar.

Quedó turbado, como si el hombre con que hablaba pudiera verlo y supiera dónde se encontraba. A pesar de que la voz llegaba filtrada por el propio embarazo, captó que no era la que él estaba acostumbrado a asociar con su cara. Parecía entrecortada o angustiada, quizá las dos cosas.

—Mike, ¿qué pasa? ¿Estás bien? ¿Ha ocurrido algo?

—No te preocupes, dentro de poco estaré allí. No ha ocurrido nada.

—Bien. Hasta luego.

John cortó y se quedó mirando el teléfono como si por el hecho de hacerlo pudiese descifrar las palabras que acababa de oír. Conocía lo suficiente a Michael McKean como para entender que cuando algo le pasaba se volvía una persona irreconocible.

Y ésta era una de esas veces.

Cuando le preguntó si había ocurrido algo, Michael respondió que no. Pero no obstante la respuesta, su voz revelaba a una persona a la que le había ocurrido de todo. Dejó el dormitorio, que de golpe había vuelto a ser como cualquier otro lugar, y cerró la puerta. Durante todo el tiempo que tardó en llegar a la planta baja no consiguió dejar de sentirse inútil y solo.

16

El tenedor atrapó dos espaguetis de la olla hirviente.

Vivien puso atención en no quemarse, se los llevó a la boca y los probó. Les faltaba media cocción. Coló la pasta y la puso en la sartén donde se hacía la salsa. La salteó a fuego fuerte pocos minutos, hasta que el agua sobrante se evaporó y la pasta llegó al punto justo de consistencia. Lo hizo como le había enseñado su abuela cuando era pequeña. Su abuela... Al contrario que el resto de la familia, no se había resignado al hecho de que su apellido, en el curso del tiempo, de Luce se hubiese transformado en Light. Apoyó la sartén sobre un posafuentes y con una pinza comenzó a distribuir la pasta en dos platos sobre el banco de cocina.

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