Authors: Monica Lavin
—Aquí pondremos las trancas y de este lado las gradas —explicó a la chica.
En seguida se volvió y llamó a voces al secretario particular de su marido. El hombre debía acompañarlas y algo lo había entretenido en el patio de las oficinas; pero ya venía presuroso y tomaba nota de lo que la virreina deseaba.
—Quiero sorprenderlo —insistió.
Bernarda miró entonces, poseída por una oscura curiosidad, hacia las ventanas diminutas que vestían un flanco del patio. No encontró los ojos pero sí las manos aferradas a los barrotes. Manos ansiosas que delataban a los que la oscuridad de las mazmorras no permitía distinguir. Manos negras y morenas; alguna más blanca, empuñando los barrotes. Imaginó esos cuerpos de hombres capaces de robar o matar, cuerpos fuertes y decididos, emergiendo como animales en una cueva, como tiburones bajo el agua para devorarla; un estremecimiento recorrió su espalda. Se apretó la chalina al talle y miró a la virreina que estaba varios pasos atrás. Hubiera querido que Juana Inés las acompañara. La virreina también tenía esa intención, pero cuando se acercaron a invitarla la descubrieron charlando con el padre Antonio, y su conversación se veía tan enrielada que la virreina no osó interrumpir. Al bajar las escaleras dijo que se alegraba de que el confesor Núñez tomara en cuenta a Juana Inés, que incluso había propuesto pagar las clases de latín que el maestro Oliva podría darle allí mismo en Palacio. Tal vez Bernarda estuviese interesada también. Se dirigía a ella por cortesía y Bernarda sólo inclinó la cabeza.
—Sí, ya sé —dijo con cariño Leonor—; quisieras las clases de zarabanda con el Manolo Vargas.
Bernarda se atrevió a decir que también le harían bien a Juana Inés, que así podría bailar en el salón como otras de las chicas. Bernarda estaba confundida respecto a lo que sentía por la sobrina de su amante; por un lado le parecía afable y divertida, porque era capaz de decir cosas muy ingeniosas jugando con las palabras en los almuerzos con los pajes y con las otras damas; pero también tenía envidia de las conversaciones que sostenía con Leonor, con el virrey y con algunos caballeros. Lo que no le envidiaba ni tantito era su cercanía con el padre Núñez. Por otro lado, dificultaba su idea de que la chica fuera la favorita de algún señor.
—Volvamos —la apresuró la virreina, y Bernarda la siguió presintiendo el ansia de las manos en los barrotes, en sus caderas. Sonrió ante la libertad de andar de patio en patio.
Al volver a las habitaciones, Bernarda insistió en que la dejara la virreina asistir a la academia de baile de Vargas.
—Veremos, veremos —contestó ella, maternal.
No encontraron a las chicas ni a las damas a la vista, pero escucharon la música que venía de la calle y supusieron que estarían en el balcón de la virreina. Bernarda corrió como una chiquilla hacia la esquina protegida por la celosía y allí las encontró apelotonadas con sus vestidos crujientes y vaporosos. Por un instante las imaginó presas en esa casa y con los ojos devorando lo que ocurría en la Plaza Mayor. Se colocó al lado de Juana Inés y escuchó a alguien explicar que la procesión que veían era la de las huérfanas de la Cofradía del Rosario. Un grupo de muchachas vestidas con gran adorno caminaba sosteniendo enormes cirios encendidos. Las acompañaba un tañedor de laúd y un hombre que entonaba unos cantos. Ellas contestaban algo mientras seguían en la procesión que, le pareció a Bernarda, tenía algo de religioso y de festivo. Al frente una de las muchachas llevaba el estandarte de la Virgen. Cuando dieron vuelta otra vez hacia el Palacio, Bernarda pudo mirarles las caras. No eran indias ni mulatas. Se parecían en las pieles y en las facciones al manojo de mujeres que desde el balcón contemplaba. Bernarda se agarró de la celosía para mirar mejor lo que allí sucedía y descubrió a los hombres que habían formado un círculo y que miraban a las cofrades. Pensó en la corrida de toros y en las gradas. Ellas hacían su faena: se lucían. De pronto un hombre dio un paso adelante y tomó del brazo a una de las chicas que se desprendió del grupo. Parecía haber roto el ritual pero nadie protestó; unos pasos más adelante otro hizo lo mismo. Fue una de las damas de compañía quien explicó que como las huérfanas no tenían dote buscaban marido de esa manera. La cofradía pagaría la dote de las elegidas para el casorio. Bernarda miró a Juana Inés a su lado que seguía absorta la escena, como si algo intenso estuviese bullendo en sus pensamientos. Recordó entonces que Juana Inés era huérfana de padre, que su abuelo había muerto, como ella le contó, y que su madre vivía con el padrastro y con otros hermanos, pero que Juana Inés no podía contar con la dote que ella sí tenía esperando en casa al mejor postor para que nunca dejara de usar sus vestidos de muselina, sus perlas al cuello, sus medias de seda, sus guantes de cabretilla, y siempre la asistieran esclavas e indias en una buena casa.
—Debe ser horrible ser huérfana —soltó provocadora mirando de soslayo a Juana Inés.
—Pues las chicas de la plaza lo tienen solucionado.
—¿A ti te gustaría desfilar así y ser escogida?
Juana Inés fue contundente.
—A mí no me gustaría casarme.
Bernarda se sorprendió con aquella respuesta. Había visto a Juana Inés pasarla bien en las charlas con los chicos que la rodeaban; había visto su piel sonrojarse ante la mirada atenta de Cristóbal Pocilio.
—¿Por qué? ¿No te gustan las lisonjas de los hombres?
—No bastan.
Juana Inés era una chica rara, sin duda. Todas las demás damas de la virreina se morían por ser pretendidas, requeridas, y cada una se soñaba de la mano de un señor de su condición. Ella misma, Bernarda Linares, estaba segura de que ése era su destino. ¿Había otro? No sería monja por ningún motivo. Y de tantas pláticas que Juana Inés tenía con el padre Núñez quién sabe si aquello le rondara en su mente.
—Y entonces ¿qué te gustaría hacer? —preguntó.
—Ir a la universidad.
La respuesta, aunque desconcertante, consoló a Bernarda; no imaginaba a una chica como Juana Inés, a quien animaba tanto la conversación con los virreyes y sus invitados, decidiéndose por el encierro.
El círculo de chicas seguía dando vueltas cada vez más disminuido. Bernarda miró a las que charlaban con los hombres que, como frutas en un puesto, habían sido escogidas por el color, la turgencia y el deseo de comerlas. Le pareció aterrador que a ella le ocurriera aquello; claro que se quería casar, pero no sería con Juan Mata. Ni quién lo quisiera viejo y achacoso al rato; sería con un lindo español de figura esbelta y de buenas maneras. Pero ¿sería un amante delicioso y atrevido como Juan? ¿Tendría ella que disimular sus conocimientos? Su mano apresó la celosía con más ansia. Había visto a Juana Inés charlar con Leopoldo Arenas, con Cristóbal Pocilio, hombres de distinción y mundo, y sus ojos se habían avispado pensando que a ese gusto por su compañía sucedería lo que a ella con Juan Mata: la intimidad. Pero Juana Inés no se acercaba a sus cuerpos en el baile, y la mayor parte de las veces se negaba a bailar aludiendo a su ignorancia. Prefería acomodarse donde el maestro que tocaba la música y seguir los placeres de la charla antes que los de la mirada y el cuerpo. También era cierto que desde que recibía las lecciones de latín y permiso para entrar a la biblioteca del virrey, le estorbaba menos para encontrarse con Juan en el aposento. Ni siquiera parecía ocuparse de los deslices de Palacio. Le daba ira su tranquilidad, a pesar de que Bernarda tenía campo abierto para los ritos de alcoba. También le daba ira lo que se murmuraba en los pasillos: Juana Inés era la preferida de la virreina. Leonor estaba pendiente de sus estudios, de su ropa, de sus deseos, de sus palabras. Con Bernarda era cordial y la trataba como a una pequeña, como a alguien sin importancia. A Juana Inés la admiraba. De haber estado en el balcón, aplaudiría sus deseos de hacer una vida diferente. Juana Inés era distinta y eso es lo que irritaba a Bernarda, que alguien pudiese ser mujer de otra manera, que alguien supiese del mundo de los libros y que escribiese comedias para entretener en Palacio y que hablara con gracia y acopio de palabras que deslumbraban a todos, y que encima fuese bonita. Bernarda miró su perfil, los ojos pardos y las cejas rotundas, la boca suave y la nariz acoplada a la intensidad del rostro. ¿Y de qué le serviría aquella cara si no la iba a colocar en la almohada junto a un hombre?, ¿de qué tanto saber para no tener la protección de un caballero? ¿Sería por huérfana que aquellas cosas pensaba? La procesión llegó a su fin cuando el grupo menguado de muchachas ya no regresó a la plaza y desapareció por la calle del Empedrado. Bernarda se soltó de la celosía que permitía que miraran sin ser vistas. Juana Inés seguía con la vista la desbandada de la plaza donde se inauguraba un nuevo orden de familias y convenios.
—Pero la universidad es para hombres —dijo Bernarda, encajando la muletilla, y sin esperar respuesta abandonó el balcón.
Cumplir cincuenta y cinco años no era poca cosa. La marquesa de Mancera se había esmerado en hacer de la celebración de Antonio Sebastián de Toledo, su marido, un festejo memorable. La tarde había caído y el ruedo del patio donde lucieron las novilladas quedaba atrás. El propio Cristóbal Pocilio hizo lucimiento de gracia, o de su origen, pues su padre era criador de los mejores toros de lidia en Huamantla. Válgame el cielo, y todo por la chiquilla, por la joyita de Palacio, la huérfana, la descastada, su muy querida Juana Inés. Con razón Bernarda Linares se le había acercado días antes para decirle que si no había notado que el chico se fijaba en la sobrina de los Mata. Pero ella no había dado importancia sintiendo a Juana Inés tan en lo suyo. En las clases de latín con el bachiller Olivas, que el padre Núñez había costeado generosamente. O en sus lecturas, o viendo los mapas de la biblioteca de Palacio.
Luego habían pasado al patio de las oficinas, cerrado ese día por razones naturales, porque las órdenes eran que siempre estuviera abierto para atender a los súbditos del rey, fuesen de cualquier color, género y a la hora que su disputa o asunto los llevase allí, pues su marido se aplicaba en ser gobernante cuidadoso; no tenía malos tratos con los de abajo ni con los poderosos del cabildo o del comercio, mucho menos con las autoridades de la universidad cuyos estudiosos siempre eran bienvenidos a las tertulias de Palacio porque tanto él como ella gozaban de la enjundia de sus conversaciones, de sus saberes, de sus dudas. La afición les venía desde que siendo ella dama de la corte de la reina Mariana de Austria se invitaba a legistas, doctores, músicos y pintores, ingenieros y toda índole de especialistas para discutir los asuntos serios y mundanos y se recitaban versos en varias lenguas. Atravesaron el patio donde se dio el banquete para agasajar a Antonio, con las perdices en pipián que eran sus muy favoritas, los lechones asados, el estofado de buey cubierto de setas y pimientos, las gallinitas portuguesas y para rematar la dulcería de los conventos de la que tanto gustaba ella, más que él, con sus bienmesabes, sus sevillanas, las naranjas cristalizadas y aquellos dulces de coco que venían desde el puerto. No faltó el vino de la tierra cuya dotación fue obsequio de Juan Mata, que era uno de los importadores más hábiles; de otro modo había que abastecerse del aguardiente del que gustaban los naturales o del pulque al que los españoles de campo se iban haciendo afectos, como los escuchó decir en las casas de los dueños de fincas de trigo y huertas a las que eran invitados. Decían que les gustaba el sabor espeso y ácido, dulzón cuando lo curaban con las frutas; que les ponía las mejillas muy rojas y con eso sentían fuerzas para recorrer el campo y resolver asuntos de plagas y falta de lluvia, de muertes de esclavos, de incorporación de indios.
Habían llegado por fin al salón, desde donde, sentada en los cojines apilados en su sillón predilecto, ahora miraba. Allí se daban las reuniones pequeñas y allí se habían recogido los que quedaban, todavía enfiestados, todavía alrededor de su marido, de su humor fino, de su placer por escucharlos. Aunque desde donde la virreina miraba, notó divertida que Antonio disimulaba el sueño, que ya lo empezaban a abatir los excesos del vino, la comida, los oles en las corridas, los sobresaltos con los novatos, y el baile luego en el salón.
"Este hombre tiene más de medio siglo", pensó la virreina; a sus cuarenta también estaba fatigada. Claro que ella había dispuesto la celebración durante los días anteriores y todo ello era agobio puro: mil detalles que contemplar, desde quiénes serían los invitados, que no faltara un principal, o un criollo adinerado y que había sido su anfitrión, ninguna familia de las chicas que eran sus damas, la gente del cabildo, del ayuntamiento, los actores del Coliseo, el padre Núñez y el arzobispo si gustaba, los comerciantes y los militares, todos y cada uno de los que hacían posible la labor del virrey, o que lo colmaban de afectos tal vez no desinteresados del todo. Miraba la escena final de la fiesta, como el foro desde el palco del Coliseo, a su marido departiendo y fingiendo atención, a la hija despedirse y retirarse a su habitación, aburrida con las charlas de los mayores, aunque a sus doce años el baile le empezaba a interesar y Bernarda se había encargado de enseñarle unos pasitos. Para preocupación de la virreina, la pequeña la seguía todo el día pues se había granjeado su admiración, y esa muchacha jubilosa, con aquellos rizos rubios, no era el ejemplo de sensatez ni de virtud. Aunque claro, no todas podían ser Juana Inés, lo sabía la virreina que ahora, mirando hacia la derecha de su marido, la descubría rodeada de algunos caballeros. Entre ellos Cristóbal Pocilio, con la levita rasgada y con el pantalón empolvado por la faena con que se había lucido, se inclinaba hacia el perfil de la joven, que esgrimía una sonrisa delicada. No había en ella los gestos exagerados de Bernarda, la risa descompuesta, la bobería infantil que desentonaba con su cuerpo florido. Esperaba Leonor que Bernarda pronto fuese requerida por un joven; quería advertir a la familia que se dieran prisa, que arreglaran el matrimonio con un muchacho de bien antes de que la chica se volviese una cortesana adulta, incapaz de renunciar a los placeres de los galanteos de Palacio. La virreina sentía ganas de quitarse las zapatillas pero no era apropiado hacerlo en público; los pies le latían como si tuviese cada uno un corazón. Volvió la cabeza hacia su marido intentando que al mirarla él entendiera que era hora de disolver el ágape. Pero allá en el lado opuesto del salón él escuchaba cabeceando, apoyado en la columna; ella sabía que en su cumpleaños tocaba a los otros retirarse y no a él decidir la hora en que debían desaparecer. Alguna vez Leonor fingió un desmayo para que los comensales se fueran de una vez por todas; aquella vez su cabeza estaba hinchada de preocupación; había tenido un sangrado ese día y eso no era bueno el tercer mes de embarazo. Por fortuna el malestar fue pasajero y el embarazo había seguido su curso. Salvo en situaciones extremas era incapaz de hacer un sainete. Se arrellanó en los cojines y de nuevo se concentró en el grupo de muchachos que rodeaba a Juana Inés.