XXI (14 page)

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Authors: Francisco Miguel Espinosa

Tags: #Histórico

BOOK: XXI
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Pero no se pone dura.

—Cabrón…

El hijo de puta del Chamán está vivo. Pero no será por mucho tiempo.

—Ahora te mato, cabrón. Espera a que termine de cagar.

Es duro hacerse viejo.

4

Es el día de mi sesenta cumpleaños y estoy en medio de mi celebración.

Llueve. Llueve mucho, tengo la ropa calada y me duele la garganta, pero lo peor es que llueve tanto que hay mucho barro y estoy sucio y huelo mal. Quiero decir, estoy casi seguro de que huelo mal. Si miro el cielo, todo está gris, pero no un gris triste, más bien un gris claro, casi esperanzador. Como si la lluvia fuese la esperanza de que todo vaya a ir a mejor. No me han invitado al entierro, pero estoy igualmente, porque no se me ocurre una manera mejor de celebrar un día de mierda como hoy. Me siento solo, más solo de lo que me he sentido en mi vida, y echo de menos a Mary y a mi viejo padre y a mi madre. Recuerdo cada rasgo de la cara del señor Tony, y que me encantaría haber conocido a Al Capone.

Me he adelantado a mi tiempo.

Tengo frío. La ropa que visto es la única que tengo, y cuando la única ropa que tienes se moja, estás jodido. Estás muy jodido. El frío es duro y cruel en la calle, el invierno es como una prueba, una especie de purga que elimina la debilidad del mundo. El invierno está diseñado para mermar el carácter y las ganas de pelea del ser humano. Cuando pienso en la palabra «humano» me sobreviene una carcajada, pero lucho por mantenerla escondida, por respeto a los presentes. Imagina que no tienes con quién hablar, y que la persona con quien más cosas tienes en común, en este lugar, en este momento, es el pobre bastardo que se pudre dentro del ataúd. Imagina que has aceptado la muerte, como algo inevitable. Desde pequeños sabemos que la muerte existe, que todos morimos algún día, pero no lo aceptas, no del todo. Piensas que la muerte es algo que sólo les pasa a los demás, que es algo perdido en un tiempo muy lejano, donde aún no has llegado, y donde nunca llegarás. Cumplir sesenta años te hace pensar en la muerte. En que, tal vez, el momento no esté tan lejos como esperabas. Una muerte rápida y natural, pero muerte a fin de cuentas. Y te da miedo pensar en ello. Por si la muerte está escuchando y se te lleva en este mismo instante, parado sobre un montón de tierra removida y empapada, asistiendo a un entierro anónimo para ti. Y todo lo que queda de nosotros es esto. Una piedra con nuestro nombre grabado, un ataúd y un traje. Las funerarias, para ahorrar dinero, entierran al muerto desnudo, o sin pantalones. Los familiares pagan por un traje completo, pero el muerto no se va a quejar si le entierran sin pantalones.

Los asistentes al funeral se marchan en sus lujosos coches negros, con tapicería de cuero y navegador GPS, con aire acondicionado y todo eso. Me acerco a la tumba y Leo: «Bernard Shepard, 1932-2000.» Celebro mi cumpleaños junto a una lápida. Huelo mal y estoy sucio porque duermo en la calle desde hace un par de años, y todo el dinero que gano mendigando lo gasto en drogas. Me estoy haciendo viejo y ya no sirvo para nada.

Imagina que pierdes el autobús.

Y corres detrás de él.

Y cuando has dado un par de pasos, tienes que parar. Tienes que respirar. Y no puedes seguir corriendo, y te duelen las piernas y sientes que el corazón se te va a salir del pecho. Tienes que sentarte durante unos minutos, recuperar aire, beber un poco de agua de una fuente pública y pasar el resto del día sentado. Todo por un par de pasos a la carrera. Y sabes, perfectamente, que te estás haciendo viejo. Que ya no vales para mucho, y sabes que levantarte y seguir respirando es un reto. Hoy es un día perfecto para pensar en la muerte, porque celebro mi cumpleaños junto a una lápida. Huelo mal y estoy sucio porque duermo en la calle desde hace un par de años, y todo el dinero que gano mendigando lo gasto en drogas. Porque hace mucho tiempo que lo perdí todo y ahora me estoy haciendo viejo y ya no sirvo para nada, ya no se me levanta y ni siquiera tengo un cagadero que pueda llamar mío. Hoy es el día perfecto porque sabes que todos tus sueños no se van a hacer realidad, porque sabes que has entrado en la dolorosa cuenta atrás y te resignas ante la evidencia: que estás solo y que morirás solo.

Hoy es un día perfecto para pensar en la muerte.

Me rugen las tripas al salir del cementerio, pero no tengo ni una sola moneda para comer algo. Ha dejado de llover. Me pregunto si volveré a cometer los mismos errores que en el pasado. Y la respuesta, inevitablemente, es que sí. Camino un par de manzanas desde el cementerio hasta una cafetería del centro en que a veces tiran bollos duros a la basura.

—¡Largo de aquí, viejo!

—Que te jodan.

—Si no te largas, llamaré a la poli.

El vendedor saca una escoba y trata de apartarme de los cubos de basura. Me pega con ella en la espalda.

—Oye, amigo, sólo quiero algo de comer. Lo has tirado a la basura. ¿Qué más te da?

—¡Largo de aquí, búscate un puto trabajo!

Se me acaba la paciencia. Agarro el mango de la escoba y se lo arranco de las manos. El niñato trata de salir corriendo, pero le atizo en la espalda, salto sobre él y le pongo el palo en el cuello. Me duele tanto la espalda que me parece que me voy a romper. El niñato forcejea, pero le tengo bien agarrado.

—Apártate de mi camino y déjame comer un puto bollo de la basura.

—Sí, sí…

—No te oigo.

—Sí, coja lo que quiera.

—Gracias, muy amable.

Le suelto y se mete corriendo en la tienda. Y sigo rebuscando en la basura. Un par de horas después mi orgullo está hecho trizas, pero mi estómago está lleno. ¿Y quién necesita el orgullo? Mataría por una pastilla, algún ansiolítico o una de esas drogas de diseño. Una Viagra no me vendría mal. Whisky y speed. Pienso en Mary, casi siempre pienso en ella, porque fue la primera mujer con la que me acosté y porque creo que se ha convertido en mi ideal de la mujer perfecta, de la belleza suprema. Creo que todas las mujeres que han pasado por mi vida, o por mi cama, incluso las que he tenido que pagar, se parecían en algo a Mary. No eran como ella, claro, ella era única, pero tenían alguno de sus rasgos. Debí haberme casado con ella. Tendría que haber seguido yendo a verla, trabajar duro para comprarle un anillo de diamantes y casarme con ella, convencerla para dejar el cine porno y huir juntos a San Francisco. Allí, el señor Tony me daría un trabajo. Y ella podría cantar en el club o algo así. Habría sido la vida perfecta, habríamos envejecido juntos y tendríamos un par de niños. A estas alturas, ya tendría nietos, y aunque Mary habría envejecido estaría tan hermosa como siempre, seguiría siendo tan increíble en la cama como lo era antes y yo no viviría en la calle y no comería de la basura. Si me hubiera casado con Mary, no habría probado nunca las drogas y no me habría metido en tantos líos. No estaría pensando en la muerte.

Pero Mary no está. Probablemente esté muerta. Debí casarme con ella, pero no lo hice. En lugar de eso, no volví a verla jamás. Después de aquella primera vez, nunca volví a su casa, ni supe nada de ella. Hace casi cuarenta y seis años y no he vuelto a verla, a oír su voz ni a dormir con ella. Tampoco he vuelto a ver ninguna de sus películas. Nada. Ni una sola vez, en casi medio siglo. Probablemente esté muerta, pero me alegra un poco pensar que podríamos haber tenido una vida hermosa. Unos críos, una casa, un coche. Seguramente a ella le gustaría cocinar, y a mí comerme todo lo que cocinase. Yo arreglaría las cosas del hogar y los domingos iríamos al cine.

En mi vida hice todo lo que no debía haber hecho.

Camino por la calle, arrastrando los pies y veo un gran círculo de personas en mitad de la calle. El semáforo está verde y algunos coches pitan, pero la mayoría de los conductores se han bajado del vehículo y se han unido al corro. Me acerco y me abro camino a codazos, mientras sigo escuchando una voz que grita con un acento extraño. Es un hombre con barba, de mediana edad, lleva un cartel de cartón donde se puede leer: «Mi hijo murió por un error médico.»

La gente le mira atónita, lo graban en vídeo, le hacen fotografías. Algunos se ríen de él. El hombre parece tan hecho polvo como yo y lleva una mochila colgada de la espalda y va gritando:

—Mi hijo murió por un error médico. Le hicieron una operación rutinaria y el cirujano que le operó estaba borracho.

Algunas personas se llevan la mano a la boca, otras asienten. Estoy en primera fila, contemplando a aquel pobre hombre que saca algo de su bolsillo trasero. Es un papel arrugado que nos enseña:

—Éste era mi hijo.

No sé cómo, pero la fotografía acaba en mis manos. Veo a un niño de unos ocho años, con los ojos azules, una sonrisa muy grande y los dientes algo torcidos. Detrás se puede distinguir un columpio y a la madre del niño, en segundo plano en la fotografía. Ese niño está muerto. Igual que Bernard Shepard. Igual que lo estaré yo e igual que lo estarás tú. Y la gente se aleja del hombre y algunos dicen que está loco. Y el hombre está desesperado y dice que ya ha demandado al hospital, que les ha pedido explicaciones, pero que no se las han dado. Que la justicia se ha quedado muda desde que su hijo murió, hace dos años. Que su mujer se suicidó porque no podía soportar el dolor. Y yo miro de nuevo la foto del niño y la figura borrosa de la mujer y pienso que ellos dos ya están bajo tierra, pudriéndose, con sólo una piedra y un nombre para recordarles. Y en el dorso de la foto pone: Michael. Y miro al hombre de nuevo y sé que su pequeño Michael y su mujer no volverán nunca. Y miro hacia atrás y me doy cuenta de que estamos frente a un hospital y que todo esto es una protesta. Pero la gente no se da cuenta. Sólo un loco más haciendo el loco en mitad de la calle. Sólo media hora de retraso en el tráfico. Una historia más, que a nadie le importa. Y el hombre dice que no puede más y que, ahora, el hospital tendrá que hacerle caso. Y saca un bidón rojo de su mochila y abre el tapón, la gente se aleja, asustada, y el hombre se echa el contenido del bidón por todo su cuerpo. El olor a gasolina es como un puñetazo en el estómago.

El hombre, en su desesperación, saca un mechero de su bolsillo. Un mechero plateado y resplandeciente, que abre. Miro a todas y cada una de las personas que se encuentran allí y el hombre empieza a llorar. Nadie más lo ve, porque está empapado en gasolina, pero tú ves claramente cómo el hombre empieza a llorar. Imagina haber perdido a las dos personas que más has querido en tu vida. Imagina visitar sus tumbas. Y que nadie pueda darte ni siquiera el consuelo de la justicia. Imagina que ése es el mundo en el que vives. Un mundo donde alguien se rocía de gasolina frente a un hospital porque ya no tiene nada por lo que vivir, porque lo único que le queda en este mundo es luchar por una causa perdida. Imagina que la gente se aparta porque no quieren saber nada del asunto. Algunos graban, otros se alejan todo lo que pueden. Imagina que, en mitad de todo esto, todavía hay algunos conductores pitando porque llegan tarde a casa. O al gimnasio. O al bar. Ese hombre se echa a llorar y mira a su alrededor, buscando con la mirada a la persona que le detenga, que le diga que todo va a ir bien, que aún hay esperanza para este mundo. Que el pequeño Michael, esté donde esté, estará orgulloso de él. Y nadie acude a su rescate. La gente, simplemente, se aleja.

Así que me lanzo hacia él cuando enciende el mechero y consigo sujetarle el brazo antes de que lo deje caer. Está pringoso y el olor de la gasolina es muy fuerte. Me dice:

—¿Cómo se llama? —me pregunta.

—Fox.

—Fox. No me olvide.

Y deja caer el encendedor y empieza a arder y alguien me agarra y me separa de él mientras se convierte en una masa de fuego que se retuerce sobre sí misma. A mí me dejan en el suelo. Sigo teniendo la fotografía del pequeño Michael arrugada en mi puño.

Imagina que vives en un mundo así.

Historia del mundo (IV)

[SILENCIO]

Fantasmas del siglo XXI
0

Ha terminado la cuenta atrás. Ya lo sabes todo.

Alice y Luis entran en el edificio de la embajada. Ven una flecha dibujada en el suelo que señala hacia las escaleras y la siguen. El edificio está inundado por un silencio penetrante. Alice y Luis se mantienen en tensión mientras suben las escaleras. Cuando llegan arriba, otra flecha les indica el camino. Todo parece una broma. O una trampa. Pero siguen andando por el pasillo hasta llegar hasta una puerta. Luis se detiene apenas unos milímetros antes de llegar a tocar el picaporte con la mano. Una gota de sudor cae por su frente. Cualquier cosa es posible en este momento. Abre la puerta de golpe y ven una sala de techo bajo, llena de estanterías metálicas con botes de comida. Luis contiene la respiración y frunce el ceño:

—Alice, debemos seguir adelante. Cuando acabemos, puedes recoger todo esto y llevártelo.

Continúan caminando, siguiendo la dirección que una flecha pintada en el techo les indica. Al doblar una esquina una débil ráfaga de luz llega hasta ellos. Al final del pasillo hay otra puerta, lo único que les separa de Fox. La luz sale de la cerradura. En el interior, alguien se mueve al otro lado y la luz parpadea un momento.

Alice se detiene, la pistola le tiembla en la mano y en su cabeza se agolpan las imágenes de Adze, de su madre, de la gente de Bloemfontein, de los Leales a Fox y de la voz de la radio. Tiembla de pies a cabeza y Luis abre la puerta de un golpe.

Alice le sigue y mantiene en alto la pistola, con el dedo en el gatillo. En la habitación hay dos personas, una de pie y otra sentada. Y una ventana.

Luis trata de atacar, pero es inmovilizado por alguien que no habían visto. Alice dispara, pero la bala impacta contra la pared.

—Nate, ya es suficiente.

Es la voz de Fox.

—Son nuestros invitados. Déjales que nos expliquen a qué han venido.

Fox está postrado en una silla de ruedas, conectado a una máquina que le ayuda a respirar. Gira la cabeza muy lentamente y mira a través de la ventana hacia el desierto. Nate deja libre a Luis. Alice traga saliva y dice:

—Fox.

—Sí, querida.

—Me llamo Alice.

—Encantado, Alice. Te estaba esperando.

—¿A mí?

—A cualquiera que viniese a matarme.

Nate da un paso al frente, pero Fox levanta su decrépita mano y le indica que se detenga.

—Tranquilo, Nate, tranquilo. Lo que tenga que pasar pasará. Antes o después.

—Te oí decir eso mismo por la televisión hace mucho tiempo —dice Alice.

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