Adze aminora la marcha, extiende un brazo hacia Alice y hace que se detenga. Ella saca su arma. Los gemidos siguen llenando el vacío silencioso del desierto. Un rayo cruza el cielo, torna la escena en un resplandor verdoso y la roca ni siquiera se inmuta. Sigue arrastrándose, hacia el horizonte, en la misma dirección que avanzan ellos dos.
—¿Eso es una persona?
—Estoy casi seguro.
—Dios mío, deberíamos ayudarle.
—No estamos seguros de que no sea una trampa.
—Yo quiero ir a ayudarlo.
—¡Alice, no!
Alice se zafa de Adze y avanza rápidamente. Adze no se mueve, la observa con una mirada dura y desconfiada abarcando todos los flancos desde donde podría caerles una emboscada.
Alice contiene la respiración. Es un hombre, tiene la piel gris y llena de pústulas y heridas, los ojos secos y translúcidos, las uñas prácticamente desprendidas de la carne, los labios morados y agrietados y la cabeza sin un solo pelo. Hace un ruido mientras se arrastra, un quejido, apenas un suspiro de muerte. No parece haber advertido a Alice, que ha llegado hasta él y ha sacado de su mochila una petaca de agua.
—Me llamo Alice. ¿Puedes oírme?
—Te… te… te oigo. Pero no te… veo.
—¿Tienes sed?
—Hace… mucho que no bebo.
—Toma.
Alice se agacha y sostiene su cabeza. El hombre abre la boca y un olor nauseabundo sale de ella. Bebe y se atraganta, pero sigue bebiendo. Después de terminarse toda el agua, cierra los ojos. Alice le ayuda a levantarse y comprueba que es poco más que un esqueleto.
—¿Qué haces? —pregunta Adze, que se ha acercado hasta ellos.
—Tenemos que ayudar a este hombre.
—Nos retrasará. Tenemos que salir de África, Alice.
—Pero morirá si no le ayudamos. ¿Qué te ha ocurrido?
—El cáncer.
—¿Hacia dónde ibas?
—Me arrastro por aquí y por allá. No tengo otra cosa que hacer.
—¿Y de qué te alimentas?
—Antes, cuando tenía dientes, me comía a la gente que se dejaba comer.
Adze se tensa. Alice acalla su furia con una mirada.
—¿Cuánto hace que no comes?
—No lo sé.
El hombre tose y su cuerpo parece hueco. Cierra los ojos y se duerme. Su pecho se eleva poco a poco y después se desploma.
Adze se sienta junto a Alice, abre su mochila y saca un mapa.
—Estamos aquí. Según el mensaje de radio, Fox está en Johannesburgo. A menos de cincuenta kilómetros de aquí.
—¿Qué vamos a hacer?
—Fox es secundario. A estas alturas, probablemente esté muerto. Debemos salir del desierto y encontrar a los supervivientes de Bloemfontein.
—¿Qué supervivientes?
—La otra noche, poco antes del ataque, escuchamos una transmisión desde Bloemfontein, había un asentamiento. Probablemente los leales a Fox también la recibieron, pero merece la pena intentarlo.
—¿De qué estás hablando, Adze? Eso podría ser una trampa.
—¡Ya lo sé! Pero no tenemos otra opción. Las provisiones no aguantarán más que unos días, necesitamos agua, estamos agotados… Necesitamos encontrar ayuda.
—Podemos ir a por Fox.
—Alice, mañana partiremos hacia el sur, rodearemos Johannesburgo y seguiremos avanzando hacia Bloemfontein. No hay más que hablar.
El hombre medio muerto gruñe en sueños. Un rayo surca el cielo pero no se oye ningún trueno. Adze se envuelve en una manta, más lejos de Alice de lo que normalmente se acuesta. Alice se queda paralizada, en la misma postura, sujetando su diario.
7 de enero de 2009
El fin de año fue todo lo que no me esperaba que fuese. Mamá no quiso venir a la ciudad, tenía miedo por lo que había visto por televisión. Yo tampoco me atreví a salir de casa. No sé qué demonios está pasando, pero lo de anoche fue demasiado. Hoy mismo saco unos billetes de avión para mamá y para mí y nos vamos de aquí. La gente se está volviendo loca.
Fox dijo por televisión que con lo primero que había que acabar era con el testimonio artístico de la humanidad. Y empezaron a hacerle caso. Se quemaron diversos teatros de Broadway. La gente ha empezado a hacer lo que Fox les pide. Primero fueron varios teatros. Después fueron varias centrales nucleares rusas. Rusia desapareció literalmente del mapa. Y la radiación amenazó con extenderse por toda Europa. Fox dijo por televisión que lo más noble que puede hacer el ser humano por su planeta es suicidarse, acabar con todo.
En las noticias pasan a toda prisa titulares de suicidios colectivos y atentados contra edificios históricos. El gobierno ha desplegado al ejército por las calles. No puedes dar ni un paso sin que alguna persona caiga a tus pies, aplastada por el golpe de diez pisos de altura. Se atropellan, estrellan sus coches, se tiran desde las ventanas de sus hogares o los incendian. Todo es una gran locura. Fox se encuentra en busca y captura.
En el trabajo, Ruth empezó a gritar y a destrozar todo lo que se encontraba a su paso, se desgarró la ropa y se lanzó por la ventana.
9 de enero de 2009
Mamá no coge el teléfono. Anoche oí discutir a mis vecinos. Hablaban de Fox y de su teoría suicida. Después de un rato discutiendo oí un disparo y un peso muerto cayendo al suelo, sobre mi techo. Unos minutos después, se oyó otro disparo. Ninguno de los vecinos, ninguno de nosotros, nos molestamos en llamar a la policía.
Mamá no coge el teléfono. Otra central nuclear ha volado por los aires en Alemania. En los últimos dos días se han registrado lluvias ácidas en México y California. Ya no queda nada de Japón. Una espesa nube de vapor tóxico se desplaza desde las islas japonesas hacia el interior de Asia. Hay un huracán que arrastra toda esa contaminación hacia el interior. No sé ni cómo sentirme. Se supone que debo estar aterrorizada, pero siento más lástima que otra cosa.
Anoche se escuchó otro mensaje de Fox por la radio. Está escondido para que la policía no pueda localizarle. Nos daba las gracias a todos por estar haciendo realidad su sueño.
13 de enero de 2009
Mamá no está. Estoy en su casa, tuve que venir en coche porque suspendieron todos los vuelos. En Estados Unidos se estrellaron más de diez aviones. Están haciendo exactamente lo que Fox quería. Algunos le llaman el nuevo Hitler.
Mamá no está. En este salón, solía sentarme en la alfombra para ver la tele. Solía pintar huevos con mi madre y ponerles nombre. Después les dábamos barniz y los poníamos sobre la estantería. Mi padre bromeaba, nos decía que no le gustaba pintar huevos y ponerles nombres porque después se sentía mal cuando se comía un huevo con beicon. Decía que era lo mismo que comerse a un futuro Rodolfo o Mr. Vicento.
Mamá no está y no sé adónde voy a ir ni qué voy a hacer. No hay ningún lugar seguro, no hay nadie en quien puedas confiar. Desde hace unos días, las noticias han advertido que no hablemos con nadie, que no confiemos en nadie. Ahora la gente se ha aburrido del suicidio y se dedica a matar.
16 de enero de 2009
Esta noche ha entrado un hombre en casa. Eran las doce o así y estaba en el salón, viendo la tele. Oí un ruido en la cocina y me entró el pánico. Cogí un cenicero como arma y fui a la cocina. Y vi a un hombre de espaldas, con la nevera abierta. Me estaba robando la comida. No le reconocí hasta que le di un golpe en la cabeza por la espalda, con el cenicero. Era un vecino de mis padres. Le conozco desde que tengo uso de razón.
El pobre señor Hoffman había perdido a su mujer en un accidente de coche hacía algunos años. Recuerdo haber ido al funeral. Le dije cuánto lo sentía. Y ahora está en mi cocina, con un hilo de sangre bañando el suelo. Me he sentado de nuevo en el sofá, sin saber qué hacer.
16 de enero de 2009. Una hora más tarde
El señor Hoffman se ha levantado. He intentado hablar con él. He intentado razonar. Me ha tirado al suelo y me ha golpeado en el hombro. Ha cogido un cuchillo y se ha echado sobre mí. No sé ni cómo me he dado la vuelta y el cuchillo ha acabado clavado en su cuello.
20 de febrero de 2009
Ha pasado mucho tiempo desde que escribí aquí por última vez. De hecho, casi ni recordaba que llevaba el diario encima. Supongo que he aprendido a no ir a ninguna parte sin él por si necesito echar mano de los errores del pasado. Eso es lo que siempre me decía mi padre.
Una vez, cuando era pequeña, abrí una carta que iba dirigida a mi padre. Tenía un matasellos extranjero. La abrí y la leí. Era de su amante, una mujer que vivía en Europa. Le decía que le quería y que echaba de menos acostarse con él. No le dije nada a mi padre, nunca. La dejé en el buzón exactamente igual que había llegado y fingí que no había ocurrido nada.
Y entonces un día mi madre tuvo un infarto. Recuerdo la sala de urgencias y el olor a suero y a lejía. Ese día, cuando el médico nos dijo que mi madre estaba estable y que ya no corría peligro, mi padre se sentó en la sala de espera conmigo. Lo único que dijo fue:
—Te lo prometo, se acabó. Nunca más. Tu madre lo es todo para mí.
Se estaba refiriendo a su amante.
Han pasado tantas cosas en este último mes, que ni siquiera encuentro las palabras para plasmarlo aquí. La televisión dejó de emitir. Las últimas noticias hablaban de que Europa se estaba reduciendo a cenizas. Fox ha desaparecido y hay gente que mata en su nombre, se hacen llamar los Leales a Fox.
Yo creo que Fox no tuvo toda la culpa. Fox sólo encendió la mecha. El mundo necesitaba una excusa para destruirlo todo. Pero yo creo que había cosas que merecían ser salvadas.
Adze da un grito de dolor, se agarra el brazo con fuerza y lanza una patada al aire. El antebrazo le sangra a chorros. Alice se despierta sobresaltada, todavía tiene el diario entre sus piernas. Adze se lanza a por el hombre. Alice oye pasos sobre la arena y un grito ahogado de Adze. Se lanza a por su mochila y saca su arma.
El hombre medio muerto surge de la nada y golpea a Alice en el brazo, el arma se le resbala de entre los dedos y cae a la arena sin ruido. Alice siente unas manos huesudas sobre su cuerpo, intenta zafarse del hombre, pero no tiene fuerza suficiente. No hay ni rastro de Adze. Alice se siente estúpida por haber confiado en aquel bastardo.
—¿Dónde estás? ¡La mataré y después os comeré a los dos!
Alice mira a su alrededor e intenta relajar su cuerpo. Cuando alguien te tiene agarrado durante mucho rato lo mejor es aflojar el peso de tus extremidades para que el agresor afloje inconscientemente la presión que ejerce sobre ti. Entonces, sin pensarlo, das un golpe brusco. Alice tira de su brazo y consigue soltarse del hombre. Le da una patada entre las piernas y se tira al suelo. La pistola no está donde debería estar.
—¡Maldita puta!
Se oye un disparo y el hombre cae al suelo. Adze enciende la luz de una linterna, un reguero de sangre baja por su rostro desde la ceja y le llega al pecho.
—Puto psicópata —dice Adze—. Ha intentado comerme.
—Lo siento. Todo ha sido por mi culpa, no debí fiarme…
—Olvídalo.
Alice le abraza.
—Antes, tenía miedo de salir a la calle.
—¿Cómo?
—Antes de todo esto, antes del fin del mundo, me daba miedo salir a la calle.
—¿Por qué te daba miedo?
—No lo sabía. Simplemente, no podía salir. Me daba pánico. Ahora ceo que ya sé de qué tenía miedo. Tenía miedo de la gente.
Alice sonríe.
—¿Recuerdas cuando nos conocimos, Adze?
—Sí.
—Ellos me trajeron presa a África. Tú y todos los demás me salvasteis.
—Ojalá hubiera llegado antes.
—No sé qué significa, que yo no tenga cáncer.
—Significa que eres pura, que nada puede acabar contigo.
—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Irás a Bloemfontein?
—Sí. Algo me dice que allí hay gente. Que podremos empezar de nuevo. No vas a venir conmigo, ¿verdad?
—No puedo, Adze. Tengo que encontrar a Fox. Necesito algunas respuestas, necesito saber por qué.
—Leí tu diario, Alice. Lo siento. Fue algo irrespetuoso, pero lo hice. Y sé que lo que leí te empuja a cuestionarte si Fox hizo algo malo. Sé que te has estado preguntando hasta qué punto no merecemos morir. Sigues creyendo en la muerte, Alice. Sigues en el pasado.
—Y tú vives en el futuro. Te admiro, Adze. Sé que algún día tú nos harás llegar a ese futuro. Pero para entender mi futuro, tengo que encontrar a Fox.
Alice saca de la mochila su diario.
—Llévate esto, por favor. Si alguien sabe leer mi idioma, dáselo. Es el testimonio de todo lo que pasó. La única forma de arreglar el futuro es no cometer los errores del pasado.
Se abrazan y un rayo cruza el cielo. Los dos saben que no oirán el ruido del trueno.
Johannesburgo era la ciudad de oro. Pero ahora es gris. Alice sube por las piedras sin hacer apenas ruido. Finalmente puede ver las ruinas de la ciudad al escalar las rocas de una colina. Johannesburgo fue la ciudad más castigada por los leales a Fox. Apenas quedan sus cimientos. No queda nada. Nada, salvo el edificio de la embajada americana. A lo lejos, detrás de toda la destrucción y la oscuridad, como un atrezo esperando detrás del telón, se puede ver el edificio de la embajada, casi en perfecto estado.
Alice avanza con su arma en alto, Johannesburgo es el testimonio más claro de lo que ha ocurrido. Alice se detiene un instante para recuperar fuerzas. Está a sólo unos minutos del edificio donde se encuentra el hombre que acabó con el mundo. Se sienta en el suelo y saca de su mochila un trozo de algo parecido a pan. Lo come con ansia y bebe las últimas gotas de su cantimplora. Piensa en Adze, espera que esté bien. Espera que haya encontrado la ciudad y a la gente. El futuro parece mucho más esperanzador. Fox va a morir. Y hay gente dispuesta a reconstruir el mundo. Éste es el último minuto antes de que todo termine.
Fox está dentro de ese edificio. Alice piensa en lo que va a preguntarle antes de matarlo. En la explicación que Fox le dará. Y en si ella va a creerle. Estos diez años no han sido tan terribles. Pese al hambre, a la enfermedad, al miedo. Por lo menos el ser humano ha tenido un objetivo. Por lo menos han disfrutado de una cierta libertad. Pero ella no quiere morir. Ahora, en el último minuto, sabe que no quiere morir. Y si la diferencia está entre morir y matar, entonces matará.
Se oye un ruido. Alice se da la vuelta con el arma en alto y se encuentra cara a cara con alguien. Es un hombre de aspecto andrajoso, lleva una mochila a cuestas y el pelo largo, lacio y gris. Mira a Alice suplicante y camina cojeando.