Howard Rodman nació en el Bronx, y a los diez años decidió ser escritor. Tomó esta decisión seriamente a la edad de quince años, y desde los quince hasta los dieciséis leyó como mínimo un volumen de relatos cortos al día; de los dieciséis a los diecisiete leyó únicamente obras de teatro, cinco o seis al día; y de los diecisiete a los veintiuno escribió tres mil palabras al día: relatos cortos, escenas de teatro, poemas, secuencias narrativas, etc. Se graduó en el Brooklyn College, y luego prosiguió su educación en la Universidad de Iowa. A los veintiún años entró en el ejército (donde entre sus obligaciones se le requirió que inspeccionara los burdeles de Lille como sargento de contrainteligencia). Ha publicado más de ciento cincuenta relatos cortos, varios cientos de poemas, cuarenta obras teatrales en un acto, cuatro en tres actos (y ha sido incluido en volúmenes de las mejores obras teatrales del año). Durante los pasados diez años ha trabajado activamente en radio, televisión y cine. A los cuarenta y siete años, Howard Rodman —alto, jovial, increíblemente ingenioso y erudito Howard Rodman—, el apasionado al cine, se ha casado, divorciado y vuelto a casar con la encantadora actriz llena de talento Norma Connolly. Tienen cuatro hijos, varios de los cuales pueden ser alineados entre los genios según los criterios más exigentes.
Me siento particularmente complacido de que Howard pueda aparecer en esta antología, no solamente debido a que su historia es algo realmente muy distinto y muy especial con relación a las demás de este libro, sino por un número de razones secundarias, que relaciono a continuación: mucho antes de que yo llegara a Hollywood, era un admirador de los guiones de Rodman. Me parecía que encarnaban los ideales que un guionista debía mantener en un medio dedicado a vender a toda costa desodorantes para el pelo, la boca, las axilas y los espacios entre los dedos de los pies. Me hice el firme propósito de conocer a Rodman, a los primeros meses de mi estancia en la Ciudad de los Payasos, y de él aprendí una importante lección. Una lección que cualquier escritor puede utilizar. No se asusten. Es sencilla; no dejen que les abrume. Ellos no pueden hacerle nada. Si los patean fuera del mundo cinematográfico, hagan televisión. Si los patean fuera de la televisión, escriban novelas. Si no quieren comprar sus novelas, vendan relatos cortos. Si no pueden hacer esto, entonces mejor dedíquense al negocio de la construcción. Un escritor escribe siempre. Para eso ha sido hecho. Y si no le dejan escribir un tipo determinado de cosa, si le echan de un mercado determinado, entonces búsquense otro mercado. Y si les cierran todos los bazares, entonces, por el amor de Dios, trabajen con sus manos hasta que puedan escribir de nuevo, porque el talento estará siempre ahí. Pero la primera vez que digan: «¡Oh, Cristo, me están matando!» están perdidos. Porque lo primero que tiene un escritor para vender es su valor. Y si no lo tiene, entonces simplemente es un cobarde. Es un traidor y un esquirol y un herético, porque escribir es un trabajo sagrado. Eso es lo que aprendí de Howard Rodman.
Otra razón de mi alegría por la inclusión de Rodman entre estas páginas es el trasfondo de la historia que ha contado. Es una historia tierna, aparentemente común y no muy «peligrosa». Sin embargo, cuando la leí por primera vez, y se me ocurrieron estos pensamientos, hice una pausa con una advertencia parpadeando dentro de mí: Léela de nuevo. Rodman es tortuoso. Así que la leí de nuevo, y además de comprender muchas cosas que en una primera lectura no había comprendido, el dolor de la concepción misma de la historia me sobrecogió. Rodman ha intentado algo muy difícil y en cierto modo desconcertante. Ha hecho un sabio comentario sobre el mismo tema que yo he comentado un poco antes, en el segundo párrafo de esta introducción (la parte que está entre paréntesis). Este es el tipo de historia que Heinlein acostumbraba a escribir, y que Vonnegut ha hecho varias veces, pero que la mayoría de los escritores especulativos nunca tomarían en consideración. Están demasiado lejos en el espacio. Rodman mantiene sustanciales lazos con el aquí y el ahora. Y es esta preocupación (e inclinación) hacia la tragedia del aquí y ahora lo que ha inspirado la historia del hombre que fue a la Luna… dos veces.
Una razón final por la que me regocijo de la presencia de Rodman aquí. Es un luchador, no simplemente un liberal de salón. Su advertencia de que nunca me asustara fue seguida por una orden de luchar por lo que había escrito. He intentado hacerlo, algunas veces con éxito. Es difícil en Hollywood. Pero mi mentor, Howard Rodman, es el hombre que en una ocasión no dudó en arrojar un pesado cenicero al hombre que había abortado uno de sus guiones, y que tuvo que ser firmemente sujetado para que no le arrancara a ese hombre la cabeza de sobre sus hombros. En otra ocasión envió a un poderoso productor, que había hecho una carnicería con uno de sus guiones, un enorme paquete envuelto con un crespón negro. Dentro había unas tijeras con una nota que decía: Requiescat in pace, y el título del guión. Hay una leyenda que corre por los estudios: si no consigue un dolor de cabeza con Ellison trabajando con usted, entonces contrate a Rodman, y trabajará con el original.
El testimonio más visible de la calidad de su obra es que Howard Rodman es uno de los escritores más ocupados de Hollywood.
* * *
La primera vez que Marshall Kiss fue a la Luna tenía nueve años, y el viaje fue accidental. Un globo cautivo se soltó en la feria campestre y alzó el vuelo, con Marshall dentro.
No regresó hasta doce horas más tarde.
—¿Dónde has estado? —le preguntó su papá a Marshall.
—Arriba, en la Luna —respondió Marshall.
—No me digas —dijo su papá, con la boca ligeramente abierta y la mandíbula colgante.
Y se fue a decírselo a sus vecinos.
La mamá de Marshall, que tenía una mente más práctica, se limitó a poner delante de él un humeante tazón lleno de cereales recién cocidos.
—Tendrás mucha hambre después de un viaje como ese. Será mejor que comas algo antes de irte a la cama.
—Creo que eso es lo que voy a hacer —dijo Marshall, dedicándose con ahínco a vaciar el tazón.
Estaba afanándose en ello cuando llegaron los periodistas… un hombre grande con un bigote pequeño y un joven delgado que trabajaba en el periódico para pagarse sus estudios en la Escuela de Formación Profesional de Pompas Fúnebres.
—Bien —dijo el bigote—, así que has estado en la Luna.
Marshall se sintió un poco intimidado y asintió sin hablar.
El aspirante a pompas fúnebres hizo una mueca con los labios, pero lo dejó correr cuando la mamá de Marshall lo fulminó con una mirada.
—¿A qué se parecía? —preguntó el bigote.
—Era algo encantador —respondió Marshall educadamente—. Fresco y suave y lleno de cantos.
—¿Qué tipo de cantos?
—Simplemente cantos. Canciones hermosas.
El aspirante a pompas fúnebres dejó escapar una risita, pero la interrumpió inmediatamente cuando la mamá de Marshall depositó el vaso de leche sobre la mesa con un ruido seco y un fruncir de ceño.
—Canciones hermosas —repitió Marshall—. Como los himnos de la iglesia.
Llegaron tres vecinos para echarle una mirada a Marshall. Se mantuvieron algo apartados de la mesa, contemplando con un ligero asombro al chico que había estado en la Luna.
—¿Quién lo hubiera creído? —susurró uno de ellos—. Se le ve tan joven.
Marshall enrojeció, orgulloso, e inclinó la cabeza hacia su tazón de cereales.
Precisamente entonces, cuatro compañeros del colegio se deslizaron en la cocina y metieron sus rostros entre los intersticios dejados por los vecinos.
—¡Pregúntaselo! —dijo el más pequeño de ellos.
—Hey, Marshall —dijo el más valiente en voz alta—, ¿vas a jugar a pelota mañana?
—Claro que sí —respondió Marshall.
—Entonces estupendo —dijo el más valiente a los demás—. No ha cambiado en absoluto.
El papá de Marshall volvió con otros dos vecinos, y una mujer trajo a su esposo y sus ocho hijos desde su casa a cuatro kilómetros de distancia carretera abajo. Un caballo asomó la cabeza por la ventana de la cocina, y una gallina entró a saltitos y se escondió bajo la estufa.
La maestra de Marshall tocó la campanilla de la puerta delantera, cruzó la casa hasta la cocina y entró en ella por propia voluntad, ya que nadie acudió a abrirla.
Todo el mundo miraba a Marshall de una forma alegre y orgullosa, pero nadie parecía ser capaz de pensar en nada que decir. Incluso cuando llegó el alcalde, recién afeitado y deseando pronunciar un discurso, ocurrió algo, y cerró la boca sin haber dicho ni una palabra.
Empezaba a hacer calor en la cocina, con tanta gente apretujándose, pero era un calor agradable… alegre y feliz, y nadie empujaba a nadie. La mamá de Marshall simplemente sonreía y radiaba felicidad, y su papá daba largas chupadas a su pipa de maíz, sentado sobre una caja vuelta boca abajo junto a la estufa.
El periodista que estudiaba para la profesión de pompas fúnebres empezó a preguntarle a Marshall:
—¿Cómo sabías tú que aquello era la Luna?
Pero no pudo ir más lejos, y sin saber cómo se encontró en la parte de atrás del grupo, mirando por encima de la cabeza de los demás alzándose sobre la punta de sus pies.
Finalmente la gallina cacareó, y todo el mundo encontró aquello muy divertido, y se echaron a reír fuerte y claramente.
Marshall terminó su tazón de cereales y su leche, y alzó la vista para ver, a través de la ventana, que el patio exterior estaba también lleno de gente: habían venido desde kilómetros y kilómetros de distancia, a caballo o en carro, a pie o de cualquier otro modo. Se dio cuenta de que esperaban algunas palabras suyas, de modo que se puso en pie e hizo un discurso.
—Nunca pretendí deliberadamente ir a la Luna —empezó Marshall—. Simplemente las cosas ocurrieron así. El globo empezó a subir, y yo subía con él. Muy pronto estaba mirando hacia abajo a las cimas de las montañas, y aquello era algo. Pero seguía subiendo cada vez más y más. Por el camino vi a un águila enfadada. Estaba intentando volar tan alto como yo, pero simplemente no podía. Se estaba volviendo loca de rabia, aquella águila. Chillaba hasta hacer estallar su cabeza.
Toda la gente en la cocina, y fuera en el patio, asintieron comprensivamente.
—Al final —continuó Marshall—, llegué a la Luna. Como ya he dicho, era muy bonita.
Dejó de hablar, porque ya había dicho todo lo que tenía que decir.
—¿Estabas asustado? —preguntó alguien.
—Un poco —respondió Marshall—. Pero el aire era reconfortante, y lo superé.
—Bien —dijo el alcalde, sintiéndose obligado a pronunciar unas palabras—, nos alegramos de que estés de vuelta.
Y tendió su mano para estrechar la de Marshall.
Tras lo cual, Marshall estrechó las manos de todos los que estaban allí, y todo el mundo regresó a sus casas. El caballo sacó su cabeza de la ventana y regresó a mordisquear la hierba del patio. Y la gallina salió a saltitos por la puerta, dejando un huevo bajo la estufa. La casa quedó vacía pero aún alegre. Era como si todo el mundo hubiera venido y se hubiera ido dejando tras ellos su felicidad como un regalo, del mismo modo que la gallina había dejado el huevo.
—Ha sido un gran día para ti —dijo el papá de Marshall.
—Creo que será mejor que te vayas ahora a la cama —dijo la mamá de Marshall.
—Puede… —continuó el papá de Marshall, pensando en voz alta—, puede que algún día te conviertas en un gran explorador.
Marshall miró a su mamá, vio su miedo a que su muchacho se convirtiera en un vagabundo. Respondió, para su madre:
—Te diré, papá. Lo más probable es que me quede simplemente aquí sin ir a ningún sitio. —Por supuesto, le guiñó un ojo a su padre para indicarle que quizás él tuviera razón después de todo—. Buenas noches, papá. Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, hijo.
Su mamá le dio el beso de buenas noches.
Entonces Marshall se fue a su habitación, cerró la puerta, se desvistió, y se puso el pijama. Se arrodilló al lado de su cama y cruzó sus dedos para rezar.
—Ha sido un día muy feliz, oh, Señor. Todo lo que puedo recordar es felicidad. Gracias.
Se metió en la cama y se durmió.
Bien, ya saben como pasa el tiempo. Marshall se hizo un hombre, se casó y se estableció. Tuvo hijos, y sus hijos tuvieron hijos. Sus hijos crecieron y de una forma muy natural se marcharon para seguir sus propios caminos, y su esposa murió de muerte natural. Y aquí hallamos de nuevo a Marshall Kiss viviendo solo en el mundo, en su granja, y trabajando únicamente en lo que le gustaba.
Algunas veces iba a la ciudad y se sentaba junto a la estufa en el almacén general y hablaba, y algunas veces se quedaba en casa y escuchaba la lluvia hablar en los cristales de las ventanas. Llegó el momento en que Marshall rondó los noventa años. La mayor parte de la gente que había vivido cuando él era un muchacho ya había muerto.
La gente de la ciudad era una nueva generación, y aunque no era desagradable, tampoco era demasiado amistosa. El problema con las nuevas generaciones es que no miran hacia atrás, mantienen la vista siempre fija hacia delante.
Llegó el momento en que Marshall podía cruzar toda la ciudad de extremo a extremo sin ver ningún rostro conocido ni a nadie que le conociera a él. Saludaba con una inclinación de cabeza y le respondían al saludo, pero no era un gesto realmente humano…, sólo una fórmula de cortesía. Y todos sabemos cómo terminan estas cosas. Cuando un hombre tiene que vivir así, llega a sentirse solitario.
Eso es precisamente lo que le ocurrió a Marshall. Se sintió solitario.
Primero pensó que podía olvidar su soledad quedándose simplemente en casa. Y pasó todo un mes sin que Marshall se mostrara por ningún lado, esperando que alguien sintiera una cierta curiosidad y quizás acudiera a ver cómo se encontraba. Pero nadie lo hizo. De modo que Marshall regresó a la ciudad.
El dependiente del almacén pareció recordar algo acerca de que no había visto a Marshall desde hacía mucho, pero no parecía estar demasiado seguro.
—Hace un par o tres de días que no viene usted por aquí, ¿verdad? —preguntó a Marshall.
—Más bien hace un mes —dijo Marshall.
—No me diga —murmuró el dependiente, mientras hacía la cuenta de las compras de Marshall.
—He estado fuera —dijo Marshall.
—¿Viendo a su familia? —preguntó el dependiente.