Visiones Peligrosas I (15 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas I
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Bela está ahora sobre su espalda en el suelo del salón, con la cabeza metida entre las faldas del sofá.

Chib se levanta despacio y se para en pie por un momento, mirando a su alrededor, con las rodillas dobladas, dispuesto a huir de un salto del peligro pero esperando no tener que hacerlo, ya que sus pies volarían indudablemente bajo él.

—¡Espera, podrido hijo de puta! —ruge Papá—. ¡Voy a matarte! ¡No puedes hacerle esto a mi hija!

Chib le ve darse la vuelta como una ballena en un mar pesado e intentar ponerse en pie. Cae abajo de nuevo, bramando como herido por un arpón. Mamá no tiene más éxito que él.

Viendo que el camino está libre —ha desaparecido Benedictine en algún sitio—, Chib patina a través del salón hasta alcanzar una zona sin espuma cerca de la salida. Con la ropa al brazo, aún sosteniendo el disolvente, se dirige hacia la puerta, pavoneándose.

En ese momento le llama Benedictine. Se vuelve para verla deslizarse hacia él desde la cocina. Lleva un vaso alto en la mano. Chib se pregunta qué va a hacer con él. Seguramente, no le está ofreciendo la hospitalidad de un trago.

Entonces ella tropieza en la zona seca del suelo y cae de bruces con un grito. Sin embargo, lanza el contenido del vaso certeramente.

Chib chilla al sentir el agua hirviendo, dolorido como si le hubieran circuncidado sin anestesia.

Benedictine, en el suelo, ríe. Chib, después de saltar y aullar, frasco y ropa caídos, sujetándose las partes escaldadas, se las arregla para controlarse, se detiene en sus cabriolas, agarra la mano derecha de Benedictine y la arrastra a las calles de Beverly Hills. Hay mucha gente fuera esa noche, y les siguen. Chib no se detiene hasta llegar al lago, y allí entra en el agua para refrescar las quemaduras, y con él Benedictine.

La gente tiene mucho de que hablar después, cuando Benedictine y Chib ya han salido del lago y se han ido a casa. Comenta y ríe un buen rato viendo a los del Departamento de Sanidad limpiar la espuma de la superficie del lago y de las calles.

—¡Quedé tan dolorida que no pude andar en un mes! —chilla Benedictine.

—Te lo mereciste —dice Chib—. No tienes de qué quejarte. Dijiste que querías tener un hijo mío, y hablaste como si lo dijeras en serio.

—¡Debo de haber estado loca! —dice Benedictine—. ¡No, no lo estaba! ¡Nunca dije tal cosa! ¡Me mentiste! ¡Me forzaste!

—Yo nunca forzaría a nadie —dice Chib—. Lo sabes. Deja de ladrar. Eres libre, y consentiste libremente. Tienes libre albedrío.

Omar Runic, el poeta, se levanta de la silla. Es un alto y delgado joven piel roja, bronceado, de nariz aquilina y labios rojos muy gruesos. Su ensortijado cabello es largo y está cortado con la forma del Pequod, el navío de fábula que condujo al loco capitán Ahab, a su lunática tripulación y al que sería el único superviviente, Ishmel en pos de la Ballena Blanca. El peinado tiene un bauprés, un casco, tres mástiles, vergas e incluso un bote colgado de pescantes.

Omar Runic aplaude y grita:

—¡Bravo! ¡Un filósofo! ¡Libre albedrío, eso es; libre albedrío para buscar las Verdades eternas, si las hay, o la Muerte y la Condenación! ¡Un brindis, caballeros! ¡En pie, Jóvenes Rábanos, un brindis por nuestro líder!

Y así comienza

La loca fiesta de S.

Madame Trismegista llama:

—¿Te digo la buenaventura, Chib? ¡Veo lo que dicen las estrellas por medio de las cartas!

Chib se sienta ante la mesa de ella mientras sus amigos se agrupan alrededor.

—De acuerdo, Madame. ¿Cómo salgo de este lío?

Ella baraja y levanta la primera carta.

—¡Jesús! ¡El as de espadas! ¡Vas a hacer un largo viaje!

—¡Egipto! —grita Halcón Rojo Rousseau—. ¡Oh, no, no quieres ir allí, Chib! Ven conmigo a donde brama el búfalo y…

Se alza otra carta.

—Pronto encontrarás a una maravillosa chica de piel oscura.

—¡Una condenada mora! ¡Oh, no, Chib, dime que no es verdad! —Pronto ganarás grandes honores.

—¡Chib va a ganar el premio!

—Si gano el premio, no tengo que ir a Egipto —dice Chib—. Madame Trismegista, con el debido respeto, no hace más que decir pijadas.

—No te burles, joven. No soy un ordenador. Estoy sintonizada con el espectro de las vibraciones psíquicas.

Flip.

—Correrás un grave peligro, física y moralmente.

—Eso ocurre al menos una vez al día —dice Chib.

Flip.

—Un hombre muy querido por ti morirá dos veces.

Chib palidece, se recupera y dice:

—Un cobarde muere mil muertes.

—Viajarás en el tiempo, volverás al pasado.

—¡Eh! —dice Halcón Rojo—. ¡Cuidado, Madame, se está pasando! ¡Va a herniarse psíquicamente, tendrá que llevar un braguero ortopédico de ectoplasma!

—Burlaos si queréis, jóvenes mierdas —dice Madame—. Hay más de un mundo. Las cartas no mienten, no cuando yo las manejo.

—¡Gobrinus! —llama Chib—. ¡Otra caña para Madame!

Los Jóvenes Rábanos vuelven a su mesa, un disco sin patas suspendido en el aire por un campo gravitónico. Benedictine les mira con odio y se mezcla con el grupo de las otras adolescoiteantes. En una mesa cercana está Pinkerton Legrand, un agente del Gomierdo, dándoles la cara para que el fido que lleva bajo la ventana polarizada de su chaqueta les enfoque. Ellos saben que lo está haciendo. Él sabe que lo saben y así lo ha informado a sus superiores. Frunce el ceño al ver entrar a Falco Accipiter. A Legrand no le gusta que un agente de otro departamento se meta en su caso. Accipiter ni siquiera le mira. Pide una taza de té y finge echar en ella una píldora de esas que se combinan con el ácido tánico para producir S.

Halcón Rojo Rousseau le hace un guiño a Chib y dice:

—¿Crees realmente que es posible paralizar toda LA con una sola bomba?

—¡Tres bombas! —dice Chib, en voz alta para que el fido de Legrand capte las palabras—. Una para la consola de control de la planta de desalinización, otra para la consola alternativa de seguridad, la tercera para la conexión de la gran tubería que lleva el agua al depósito del nivel 20.

Pinkerton Legrand palidece. Se bebe de un trago el güisqui que le queda y pide otro, aunque ya ha tomado demasiados. Aprieta una tecla en su fido para transmitir «prioridad máxima triple». Centellean luces rojas en el Cuartel General; una campana suena repetidamente; el jefe se despierta tan de repente que se cae de la silla.

Accipiter también lo oye, pero sigue sentado impasible, oscuro pensativo como la imagen de diorita del halcón de un faraón. Monómano, no va a ser distraído por charlas sobre inundar todo LA, aunque éstas lleguen a realizarse. Sobre la pista del Abuelo, está aquí ahora porque espera usar a Chib como llave de la casa. Un «ratón» —como él llama a todos los criminales— correrá a la guarida de otro.

—¿Cuándo crees que podemos entrar en acción? —dice Huga Wells-Erb Heinsturbury, la escritora de ciencia ficción.

—Aproximadamente dentro de tres semanas —dice Chib.

En el Cuartel General el jefe maldice a Legrand por molestarle. Hay miles de jóvenes echando vapor con estas conjuras de destrucción, asesinato y revolución. No entiende por qué los jóvenes idiotas hablan así, ya que tienen de todo. Si pudiera hacer las cosas a su manera, los metería en la cárcel y los correría a patadas.

—Después de hacerlo, tendremos que dirigirnos a las grandes puertas del exterior —dice Halcón Rojo. Sus ojos brillan—. Lo que os digo, muchachos, ser un hombre libre en el bosque es lo más grande. Eres un individuo genuino, no simplemente uno de los de la raza sin rostro.

Halcón Rojo cree en el complot para destruir LA. Es feliz porque, aunque no lo ha dicho, echó de menos la compañía intelectual cuando estaba en el regazo de la Madre Naturaleza. Los otros salvajes pueden oír un ciervo a cincuenta metros y ver una serpiente de cascabel en los arbustos, pero son sordos a las pisadas de la filosofía al bramido de Nietzsche, al cascabel de Russell, a los graznidos de Hegel.

—¡El cerdo analfabeto! —dice en voz alta.

—¿Qué? —dicen los otros.

—Nada. Oíd, chicos, vosotros debéis de saber qué maravilloso es. Estuvisteis en el CRCNM.

—Yo era granjero de cuarta —dice Omar Runic—. Cogí la fiebre del heno.

—Yo estaba trabajando en mi segunda licenciatura en Artes —dice Gibbon Tacitus.

—Yo estaba en la banda del CRCNM —dice Sibelius Amadeus Yehudi—. Sólo salíamos para tocar en los campamentos, y eso era pocas veces.

—Chib, tú estuviste en el Cuerpo. Te gustaba, ¿no?

Chib asiente, pero dice:

—Ser un Neo-Amerindio requiere todo tu tiempo sólo para sobrevivir. ¿Cuándo podría pintar? ¿Y quién vería los cuadros, si tuviera tiempo para pintarlos? De todas formas, no es vida para una mujer o un niño.

Halcón Rojo parece dolido y pide un güisqui con S.

Pinkerton Legrand no quiere interrumpir su transmisión, pero no puede aguantar la presión de su vejiga. Camina hacia el cuarto utilizado como lavabo por los clientes. Halcón Rojo, de mal humor por la negativa recibida, extiende una pierna. Legrand tropieza, se agarra el vientre y avanza dando traspiés. Benedictine estira una pierna. Legrand cae de bruces. Ya no necesita ir al urinario, a no ser para lavarse.

Todos, excepto Legrand y Accipiter, ríen. Legrand se pone en pie de un salto, con los puños cerrados. Benedictine lo ignora y se encamina hacia Chib, con sus amigas detrás. Chib se envara. Ella dice:

—¡Bastardo perverso! ¡Me dijiste que sólo ibas a usar el dedo!

—Te estás repitiendo —dice Chib—. Lo importante es: ¿qué va a pasar con el niño?

—¿Qué te importa? —dice Benedictine—. ¡Por lo que sabes, podría no ser tuyo siquiera!

—Sería un alivio. Aun siendo así, el niño debería opinar en esto. Podría querer vivir…, incluso contigo por madre.

—¿En esta vida miserable? —grita ella—. Voy a hacerle un favor. Voy a ir al hospital y librarme de él. ¡Por tu culpa voy a perder mi gran oportunidad en el Festival del Pueblo! ¡Allí habrá representantes de todas partes, y yo no tendré ocasión de cantar para ellos!

—Eres una mentirosa —dice Chib—. Vas vestida para cantar.

La cara de Benedictine está roja; sus ojos, muy abiertos; las ventanas de la nariz le palpitan.

—¡Me has aguado la fiesta! —dice. Luego se vuelve y grita—: ¡Eh, escuchad todos, fijaos qué fallo! A este gran artista, a este gran pedazo de virilidad, a Chib el divino, ¡no se le levanta a menos que se la chupen antes!

Los amigos de Chib intercambian miradas.

—¿De qué va esta puta ahora? ¿Qué tiene eso de nuevo?

De las Eyaculaciones Privadas del Abuelo:
Algunas de las características de la religión Panamorita
,
tan vilipendiadas y odiadas en el siglo XXI
,
han llegado a ser cosa de todos los días en los tiempos modernos
. ¡
Amor
,
amor
,
amor
,
físico y espiritual
!
No basta con besar y abrazar a los hijos
.
Pero la estimulación bucal de los genitales de los niños por los padres y parientes ha producido algunos curiosos reflejos condicionados
.
Podría escribir un libro sobre este aspecto de la vida del siglo XX y probablemente lo haga
.

Legrand sale del lavabo. Benedictine abofetea a Chib. Éste le devuelve la bofetada. Gobrinus levanta una sección del mostrador y sale por la abertura, gritando: «¡Veneno! ¡Veneno!»

Choca con Legrand, que choca con Bela, que chilla, se vuelve y abofetea a Legrand, quien le contesta. Benedictine vacía un vaso de S en la cara de Chib. Aullando, él se levanta y le lanza un puñetazo. Benedictine se agacha, y el puño pasa sobre su hombro para darle a una amiga en el pecho.

Halcón Rojo se sube a la mesa y grita:

—Soy un oso-gato regular, medio caimán, medio…

La mesa, sostenida por un campo gravitónico, no puede soportar mucho peso. Se inclina y le catapulta entre las chicas, y todos caen. Ellas le muerden y le arañan, y Benedictine le aprieta los testículos. El chilla, se retuerce y lanza con los pies a Benedictine encima de la mesa. Esta ha recuperado su peso y altura normales pero ahora se inclina de nuevo, lanzándola al otro lado. Legrand, que atraviesa de puntillas el gentío hacia la salida, es derribado. Pierde algunos de los dientes frontales contra la rodilla doblada de alguien. Escupiendo sangre y dientes, se pone en pie de un salto y aporrea a un espectador.

Gobrinus dispara una pistola que lanza una pequeña bengala. Se supone que debe cegar a los camorristas y así devolverles el sentido común mientras recuperan la vista. Se cierne en el aire y brilla como

Una estrella sobre el manicomio.

El jefe de policía habla por el fido con un hombre que llama desde una cabina pública. El hombre ha desconectado el video y disimula su voz.

—Se están dando de leches en «El Universo Privado».

El jefe gruñe. El Festival acaba de empezar, y ellos ya están al tanto.

—Gracias. Los muchachos ya estarán de camino. ¿Cuál es su nombre? Me gustaría proponerle para una Medalla al Civismo.

—¡Ya! ¡Y zurrarme a mí también! No tengo ningún interés; sólo cumplo con mi deber. Además, no me gusta Gobrinus ni sus clientes. Son un puñado de chulos.

El jefe da órdenes a la División de Disturbios, se reclina y bebe una cerveza viendo la operación por el fido. De todas formas, ¿qué le pasa a esa gente? Siempre están armando bulla por algo.

Las sirenas ululan. Aunque los policías conducen silenciosos triciclos de impulsión eléctrica; aún se aferran a la tradición secular de avisar a los criminales de su llegada.

Cinco triciclos se detienen ante la puerta abierta de «El Universo Privado». Los policías desmontan y cambian impresiones. Sus cascos cilíndricos de dos pisos son negros y tienen unos escudos escarlata. Por algún motivo llevan gafas, aunque sus vehículos no pueden superar los 25 kilómetros hora. Sus guerreras son negras y peludas como la piel de un oso de peluche, y grandes hombreras doradas decoran sus hombros. Los pantalones, cortos, también son de piel, de un azul eléctrico; las botas, altas, de un negro lustroso. Llevan estoques de choque eléctrico y pistolas que disparan ampollas de gas lacrimógeno.

Gobrinus bloquea la entrada. El sargento O'Hara dice:

—Vamos, entremos. No, no tengo orden judicial de entrada. Pero conseguiré una.

—Si lo hace le demandaré —dice Gobrinus.

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