La tropa se detuvo horrorizada y Alonso de Molina aprovechó para cargar de nuevo el arma, pero a la vista de que nadie osaba dar siquiera un nuevo paso, giró sobre sí mismo y continuó apresuradamente su camino hacia Túmbez.
Marchó todo lo aprisa que le permitían sus piernas hasta que dos horas más tarde el aire enrarecido de una altura a la que no estaba acostumbrado amenazó con hacer que le estallara el pecho, y aun contra su voluntad tuvo que hacer un alto en el camino y tomar asiento en una roca porque la cabeza comenzaba a darle vueltas y sentía una incontenible necesidad de vomitar. El oxígeno parecía no llegar con facilidad a sus pulmones, y los brazos le pesaban como si en lugar de un arcabuz cargara un cañón.
Pocos minutos después Chabcha Pusí hizo su aparición en el recodo del camino, pero se detuvo en cuanto advirtió que le apuntaba con el «Tubo de Truenos».
—¡No voy armado! —gritó alzando los brazos—. ¡No voy armado! Soy hombre de paz y tan sólo deseo hablar contigo.
—No tengo nada que hablar hasta que acabe con ese hijo de puta, y si no quieres salir mal parado mantente al margen de este asunto.
—¡No puedo! —se lamentó el otro—. Comprendo que tienes razón, pero no puedo. Si no te llevo al Cuzco me costará la vida. La mía y la de mi familia. Así es la ley aquí.
—Pues yo no la hice. Aguántate con ella, ya que lo aceptas.
—¡Escucha…! —suplicó el indígena—. Antes de que hayas recorrido la mitad del camino, Chili Rimac sabrá que vas en su busca y escapará de Túmbez. El país es grande, jamás lo encontrarás, y lo único que conseguirás es que sus soldados te maten… Pero si vienes conmigo al Cuzco y le pides justicia a Huáscar haciéndole ver que uno de sus parientes puso en peligro la seguridad del Imperio y provocó las iras de los dioses asesinando sin razón a un amigo de «Viracocha», yo te garantizo…, ¡te garantizo por mi honor!, que mi Señor hará que despellejen vivo a Chili Rimac y puedas beber «chicha» en el interior de su cabeza.
Alonso de Molina le observó largamente, meditó a fondo sobre cuanto acababa de decirle, y al fin bajó el arma apoyándola en la roca.
—Eres un zorro astuto… —masculló—. Un sucio enredador condenadamente listo, aunque en este caso creo que tienes razón, maldita sea. Pero te garantizo que si tu amo no me entrega la piel de ese cerdo, le arrancaré la suya a cachos… Y ahora déjame en paz porque estoy agotado. Caminar por estas putas montañas mata a cualquiera.
El indígena no obedeció sino que continuó aproximándose al tiempo que de una bolsa de piel que llevaba colgando del cinturón extraía un puñado de pequeñas hojas verdes y una piedrecita de cal.
—¡Toma! —dijo—. Te quitará el cansancio.
—¿Es que intentas envenenarme?
Por toda respuesta el otro se echó las hojas a la boca y comenzó a masticarlas con fruición al tiempo que replicaba:
—La coca es el regalo que nos hizo «Viracocha» para combatir el hambre, la sed, el frío y la fatiga. Crece al otro lado de la cordillera, y sin su ayuda tal vez nuestros ejércitos no hubieran conseguido vencer en tantas batallas… —Le ofreció de nuevo—. ¡Toma! —suplicó—. No rechaces el alimento de los dioses, o me obligarás a creer que nada en común tienes con ellos.
El sabor era amargo y provocaba por tanto escupir de inmediato, pero el andaluz se esforzó, dado el interés que el indígena mostraba, y al poco advirtió que una confusa sensación de euforia y alivio le invadían, respiraba a pleno pulmón, y el cansancio parecía escapar de sus músculos como si una suave brisa lo arrastrara muy lejos.
Se dejó resbalar por la roca hasta quedar sentado, y experimentó unos incontenibles deseos de echarse a reír pese a que no se encontrase de humor para bromas.
—¡Rayos! —exclamó. ¡Qué cosa tan curiosa…! Me siento alegre, lo veo todo con mayor claridad, los colores parecen más vivos, y se me ha pasado el agotamiento. ¡Es como un milagro…! ¿Cómo dices que se llama?
—Coca.
—¡Coca…! —repitió meditabundo—. ¿Y qué es: un árbol, una yerba, un matojo…?
—Un arbusto de los valles calientes… Se da espontáneamente aunque también puede cultivarse en grandes plantaciones pero únicamente con un permiso especial del «Inca».
—Veo que el «Inca» lo controla todo. No me extraña; si en España se conociera la coca seguro que el emperador tendría la exclusiva. ¡Virgen santa! No quiero ni imaginar la fortuna que amasaría plantando todo Jaén de patatas y coca… —Lanzó un hondo suspiro de satisfacción y sonrió abiertamente—. ¡Dios, qué bien me siento!
—Me alegra —replicó Chabcha Pusí intencionadamente—. Me alegra que te sientas a gusto y descansado porque tengo que decirte algo importante: la muerte de tu amigo no fue la única noticia que trajo el «chasqui».
Alonso de Molina se encogió de hombros.
—Me tiene sin cuidado —señaló—. Después de lo Ginesillo todo lo que me puedas decir carece de importancia. Yo quería a ese jodido negro —se lamentó—. Le quería como he querido a poca gente en este mundo, y aún no comprendo cómo permití que ese maldito «Orejón» «Cara de Flauta» me convenciera para que le dejara en Túmbez. Está claro que pensaba asesinarle en cuanto me alejara con el «Tubo de Truenos» que es lo que en verdad le asusta.
—¿Pero por qué ese interés en matarle? —quiso saber el otro visiblemente desconcertado.
—No tengo ni idea. Ginesillo era incapaz de hacer daño a nadie. Lo único que le interesaba era el vino, los naipes y las mujeres.
—¿Se acostó con alguna de las de Chili Rimac?
—¿Quién puede saberlo? Desde que desembarcamos aquello era un desfile y ese negro, que me consta que estaba especialmente bien dotado, debió beneficiarse treinta o cuarenta mozas. Si además no hablaba vuestro idioma, ¿cómo podía saber si alguna de ellas pertenecía al «Orejón»?
El «curaca» rumió meditabundo su bola de coca, y tras escupir a un lado el líquido verde y espeso que producía pareció darse por vencido.
—¡Está bien! —admitió—. Ésa es una cuestión que únicamente mi Señor podrá averiguar en su momento. Ahora lo que importa es la otra noticia…: Atahualpa ha ordenado a su gente que te capture.
—¿Por qué?
—Porque lo seas o no, todos aseguran que eres «Viracocha» o uno de sus hijos y Atahualpa debe creer que si estás a su lado sus posibilidades de derrocar a Huáscar son mayores que si te tiene enfrente. Cuando el Imperio atraviesa por un trance tan delicado, contar con la ayuda de un dios… —hizo un significativo gesto hacia el arcabuz— y su «Tubo de Truenos», podría romper definitivamente el equilibrio.
—¿Pretendes insinuar que puedo convertirme en un elemento desestabilizador?
—En estos momentos, sí… —admitió el «curaca»—. Por primera vez en nuestra historia alguien se atreve a poner en entredicho la autoridad del «Inca», y eso lo cambia todo. Con Huayna Capac no hubieras sido más que un huésped, pero ahora significas un peligro, teniendo en cuenta que nos encontramos muchísimo más cerca de Quito, donde gobierna Atahualpa, que del Cuzco, donde reside Huáscar.
—¿Cuánto de cerca?
—Tres veces más cerca. Forzando la marcha se podría llegar a Quito en poco más de una semana y eso hace que en estos momentos atravesemos territorios supuestamente bajo influencia de Atahualpa.
—¿Supuestamente…? —repitió el español con ironía—. ¡Vamos, no trates de engañarme! Cuéntame la verdad.
—¿La verdad? —repitió el inca lanzando un corto resoplido—. La verdad es que en estos momentos te andan buscando los soldados de Atahualpa, y como le conozco, imagino que sus órdenes habrán sido tajantes: o te llevan vivo, o le llevan tu cabeza.
—Aproximadamente lo mismo que te ordenó su hermano, ¿no es cierto?, ¡Menuda familia…! ¿Por qué diablos la han tomado conmigo?
—Porque eres la piedra que inclina la balanza. Atahualpa es bastardo, pero ambicioso y tiene a su lado a los príncipes de la familia de su madre, gente tradicionalmente rebelde y belicosa. Huáscar es el primogénito, controla un territorio mayor, y la ley está de su parte, pero es amigo de la paz y sus generales se han vuelto decadentes y cómodos… Por eso Rumiñahui está de parte de Atahualpa.
—¿Quién es Rumiñahui?
—«Ojo de Piedra», un general tuerto, pero tan arriesgado e inteligente que ante su solo nombre cunde el pánico. Sí Atahualpa ocupara el trono, iniciaría un largo período de guerras de expansión. Con Huáscar la paz y la consolidación de lo que ya se ha obtenido quedarían aseguradas.
—¿Y tú te inclinas por la paz?
—Yo acepto lo que el «Inca» ordene, pero personalmente prefiero la paz.
—Empiezo a entender: con Rumiñahui y conmigo Atahualpa caería sobre su hermano, le arrebataría el trono se lanzaría a la conquista de las tribus vecinas. Dime ¿Qué piensa hacer Huáscar cuando lleguemos al Cuzco?
—Enfrentarte a su tío Yana Puma, el Sumo Sacerdote, para que decida si eres o no «Viracocha».
—¿Y con respecto a Atahualpa?
—Confirmarle como gobernador de Quito, aunque obligándole a que licencie a sus ejércitos y le jure fidelidad.
—¿Sin castigarle por su actual desobediencia?
—Lo quiera o no, sigue siendo sangre de hijo de Huayna Capac, y descendiente por tanto del Sol… El único castigo que Atahualpa aceptaría sin sufrir humillación sería la muerte, pero nadie osaría nunca matar a un «Hijo del Sol».
—Entiendo… Y entiendo también que se escude en tal inmunidad.
—La situación como ves es delicada, y mi deber por tanto conducirte sano y salvo ante el Sumo Sacerdote… —Hizo una significativa pausa—. O impedir que te pases al bando de Atahualpa.
—No me dejas mucho donde elegir —admitió el español—. ¿Y qué ocurrirá si el Sumo Sacerdote opina que no tengo nada que ver con «Viracocha»?
—No lo sé.
—¿Seguro que no lo sabes? ¿Seguro que no harán un tambor con mi piel como acaban de hacer con Ginesillo?
—Un extranjero ilustre, aunque no sea necesariamente un dios, puede vivir en paz en el «Incario» sin necesidad de que nadie lo convierta en «runantinya». No todos somos tan salvajes como Chili Rimac.
—Supongo que ése es un riesgo que tendré que correr —admitió el español resignadamente—. Al fin y al cabo, ya el capitán Pizarro me advirtió que nos jugábamos el pellejo al quedarnos en Túmbez, aunque nunca pude imaginar que su predicción fuera a cumplirse tan al pie de la letra.
Se puso en pie, recogió su arcabuz y ensayó una animosa sonrisa.
—¡En marcha! —añadió—. Cuzco espera…
E
l río, frío, oscuro e impetuoso, se abría paso por entre los riscos que causaban vértigo, golpeando rocas, arrastrando piedras, desgajando ramas y provocando un estruendo ensordecedor que se percibía desde que se coronaba a montaña, y que iba ganando intensidad a medida que el empinado y serpenteante sendero descendía hacia su cauce, tan perfectamente empedrado de pulidas lajas, que hubiera constituido una magnífica vía de circulación de no haber sido porque de tanto en tanto media docena de escalones salvaban bruscamente pequeñas diferencias de altura.
Tras cuatro agotadores días de marcha trepando riscos, bordeando gargantas o cruzando enfangados páramos, Alonso de Molina comenzaba a entender las razones por las que aquella civilización desconocía —o al menos jamás había prestado la más mínima atención— el uso de la rueda, ya que por semejantes caminos de continuos desniveles cualquier vehículo rodante se convertiría a los pocos minutos en un engorroso estorbo.
Desde que el mar había quedado definitivamente a sus espaldas, el paisaje se había convertido en un universo de roca y nieve a la vez dantesco y fascinante; un mundo tan insólito, que incluso el andaluz, que creía haberlo visto ya todo en este mundo, se sentía profundamente impresionado.
Grandiosidad era la palabra más acertada para intentar definir de algún modo los sentimientos que le asaltaban al alzar los ojos y enfrentarse a un risco cortado a pico que se elevaba a más de mil metros sobre su cabeza, o contemplar desde un altozano la intensidad de una montaña cuya base no cabría probablemente en media provincia de Jaén. Las distancias, y sobre todo las alturas y los volúmenes, nada tenían que ver con cuanto conociera hasta el momento, pues si bien era cierto que había tardado más de un mes en cruzar el océano, en él cada día el paisaje amanecía idéntico a sí mismo, la plana extensión de agua apenas variaba, y no ofrecía puntos de referencia que permitieran hacerse una clara idea de los auténticos tamaños.
En aquella inaudita cordillera, comparable tan sólo a la que Marco Polo describiera en sus viajes a China, las dimensiones y las distancias cobraban sin embargo vida y relieve gracias a una luz cambiante que especialmente en las horas tempranas acentuaba al máximo los contornos y las sombras.
El aire, de tan limpio, a menudo daba la sensación de no existir, y cuando hacían un alto y dejaban de escucharse las pisadas, el silencio era tan hondo y tan profundo que el español tenía la impresión de que se encontraban en mitad de la nada.
A mediodía, cuando el sol caía a plomo casi sobre la línea misma del ecuador, a más de tres mil metros de altitud, se diría que sus rayos se transformaban en fuego derretido que se derramara inclemente sobre los hombres arrancándole la piel a tiras, aunque de improviso, cuando se interponía una nube, la temperatura descendía bruscamente treinta grados para dispararse de nuevo en un instante en cuanto había pasado.
Si ni tan siquiera las piedras soportaban semejante suplicio y estallaban, cuánto menos conseguiría resistirlo la cabeza de un hombre nacido en tierras bajas cuyos pulmones aún no habían logrado habituarse a una atmósfera pobre en oxígeno que le obligaba a detenerse de continuo a tomar aliento retrasando desesperadamente el ágil ritmo de sus compañeros de viaje.
—¡Sube a la litera! —insistía Chabcha—. Deja que mis hombres te lleven o no llegaremos nunca.
—No.
Ni la coca le bastaba ya para vencer la pesadez de las piernas o la angustiosa sensación de asfixia que experimentaba cuando los altiplanos superaban los cuatro mil metros de altitud, y el peto de acero al calentarse se iba transformando en un tormento, el arcabuz parecía que recibiera una perentoria llamada de lo más profundo de la tierra aumentando de peso por minutos, y hasta la espada se permutaba en yunque que tuviera que arrastrar cansinamente por todo un Continente.
Alonso de Molina siempre se había considerado un hombre fuerte y no obstante, pese a encontrarse perfectamente alimentado y bien de salud, empezaba a creer que las largas hambrunas y las enfermedades y miserias de los meses de abandono con Pizarro y sus compañeros en la isla del Gallo, nada significaban frente al martirio de aquel continuo subir y bajar por los infinitos caminos del Imperio.