—Puedes venir a la cena, si no tienes un plan mejor.
A José Luis le dolió la frialdad con la que hizo su propuesta, intentando que sonara como por cumplir, claramente para que no se apuntara. El fiscalista abrió la boca dispuesto a decir no, gracias.
—Estupendo. ¿A qué hora es? —preguntó con naturalidad.
Madelaine parpadeó. Esa no era la respuesta que esperaba, pero rápidamente se repuso.
—A las nueve y media.
José Luis asintió y Madelaine salió corriendo colina abajo. Tenía muchas cosas que hacer y solo disponía de hora y media.
Madelaine se apresuró hacia su casa con sentimientos encontrados. Por un lado, lo que estaba viviendo con José Luis era una novedad por su profundidad, por la conexión y por aquella magia que parecía abrazarles cada vez que estaban juntos. Sin embargo, le apetecía el encuentro organizado con Álvaro. De repente sentía que había entre ellos una cuenta pendiente que había esperado agazapada entre los recuerdos. Y ese estado también la emocionaba. En esa velada no estaba segura de querer tener presente a José Luis, pero tampoco estaba convencida de que sobrara. En resumidas cuentas, algo importante estaba a punto de suceder. Su parte de quinceañera estaba disfrutando. Lo más excitante era que, en teoría, todo era secundario, un aderezo de lo verdaderamente importante: descubrir qué había pasado con su madre.
José Luis no tuvo que correr. Le sobraba tiempo para pasar por la pensión, ducharse e incluso comprar un vino. En el bar de Paco esperaba conseguir algo decente. Ya se había dado cuenta de que el tal Paco era un sibarita de la buena mesa y que no se conformaba con los vinos de pitarra ni, mucho menos, con los escasos blancos de la zona.
El fiscalista estaba molesto. Una desazón le recorría el cuerpo. Madelaine era una mujer muy compleja y no terminaba de entenderla. Más bien, ni siquiera empezaba a entenderla. Además había en ella algo frívolo, ligero y desconcertante que le hacía sentir inseguro. Desde luego nunca había conocido a nadie igual. Pensaba en definirla y los calificativos se escurrían una y otra vez por su piel. ¿Cómo podía ser que le besara de esa forma para luego hacer como si nada pasara entre ellos? Y si era una frívola, una niñata que había tenido una vida muy fácil, ¿por qué él se prestaba al juego? ¿Por qué se había comportado como nunca lo había hecho antes? Espontáneo, apasionado, directo... Una extraña congoja le embargó. Ella había sacado de él lo mejor, pero no parecía tener intención de hacer aprecio y llegar más allá. Pues no pensaba dejar que se saliera con la suya. Con este pensamiento entró en la pensión, sin tener una idea muy clara de qué significaba exactamente, y olvidando cuál era la razón que le había traído a San Gabriel.
José Luis fue el último en llegar. Llamó al timbre y esperó en el zaguán. En la casa sonaban voces y música de jazz suave. Debía de haber ventanas abiertas porque sintió correr el aire entre los barrotes de la cancela. Aquella quietud estática que emanaba el zaguán de mármol rojizo contrastaba con la animación que provenía del interior de la casa. José Luis se sintió muy solo, fuera de lugar. Examinó mentalmente su indumentaria. Su maleta no ofrecía muchas opciones. Por fortuna había tenido la precaución de meter unos chinos claros, casi blancos, que tenían ya más de diez años —los había comprado con su mujer en unas rebajas de agosto—, y un par de camisas de verano al margen de los trajes. Se atusó el pelo nervioso y se subió las gafas. Dudó en quitárselas. Al final, decidió dejarlas. No veía bien sin ellas y aquella noche no quería perderse ningún detalle. En medio de estas cavilaciones reparó en que nadie venía a abrirle. ¿Sería posible? ¿Por qué demonios estaba llegando tarde? Había sido culpa de Mariquita, la dueña de la pensión, empeñada en presentarle a un comerciante de vinos de Valdepeñas que iba a pasar unos días con ellos, seguramente para que se diera cuenta de que su pensión era la mejor del pueblo, de que tenía la clientela más distinguida.
José Luis volvió a llamar al timbre fastidiado. Esta vez con insistencia. Realmente era muy extraño que en una casa palacio de aquellas características no hubiera servicio. Incluso resultaba impresionante que estuviera en tan buen estado de conservación habiendo sido cuidada solo por dos ancianas que más bien hubieran necesitado cuidados ellas mismas. Por un instante se imaginó a sí mismo, convertido en esqueleto. Lo encontrarían allí con el dedo sobre el timbre. Un esqueleto vestido con chinos y camisa de algodón muy fino, azul cielo. Ah, y las gafas. ¿Le dejarían esperando toda la noche? ¿Sería posible que no le echaran de menos después de haberle invitado? Miró el reloj. Eran las 9.45. Por fin escuchó unos tacones sobre el suelo de mármol que se aproximaban con ritmo lento y marcial enfundados en la silueta consumida de la tía Clara.
—Llega tarde.
—En realidad, no tanto. Llevo un rato aquí esperando —se quejó José Luis muy seco.
—Es que Madelaine se ha empeñado en poner unos discos de su padre y allí dentro no se oye nada.
—Sí, ya me he dado cuenta.
—Álvaro ha sido muy puntual. Se nota que es un caballero, y que tiene interés. —La tía Clara lo dijo con un tono de voz hosco, mostrando a las claras que pretendía importunarle.
—Lógico —comentó José Luis sin saber muy bien por qué.
—No me importa que esté usted aquí. Dos gallos en un gallinero no hacen sino aumentar la ambición por la gallina. Pero, por favor, no olvide que usted es solo mi fiscalista y que pronto se irá.
A José Luis le hirvió la sangre. Aquella anciana era realmente odiosa. No le vendría mal que le dijeran cuatro verdades a la cara. Era evidente que ella no temía a nada ni a nadie. Pero se contuvo. Quizá fue por la risa de Madelaine que sonaba en el salón, liviana como la de un ángel, o porque sabía que si discutía con la anciana no podría entrar en aquel salón ni sentarse a la mesa. Sea por lo que fuese, lo importante es que se contuvo y siguió a Clara en marcha solemne.
El salón lucía todas sus galas para la ocasión. Habían encendido los espléndidos candelabros de plata y su luz se duplicaba en los espejos barrocos que adornaban las paredes. Madelaine estaba tomando una copa de champán, sentada sobre el sofá amarillo. Vestía un traje de noche de seda verde que dejaba uno de sus hombros al descubierto, y llevaba el pelo suelto sobre los hombros. José Luis pensó que era la mujer más hermosa que había visto en su vida. Álvaro, sentado en la butaca más cercana a Madelaine, adivinó el significado del gesto congestionado de José Luis y levantó su copa de champán hacia él.
—Por fin. Ya pensábamos que nos abandonabas.
—Siento el retraso —balbuceó José Luis intentando ocultar su incomodidad—. La dueña de la pensión me entretuvo.
Álvaro se echó a reír.
—Entonces entiendo que eres soltero. Pues ándate con cuidado. En especial si tiene alguna hija casadera. Las comadres de este pueblo no pierden ocasión de arreglarle la vida a sus polluelos.
La tía Clara se apresuró a intervenir.
—Afortunadamente, nuestro fiscalista no estará aquí mucho tiempo y le tenemos muy ocupado. Será difícil que le cacen.
—Uff, de eso nada. No te ofendas, pero tienes aspecto de buena persona y esos son los preferidos de las madres. En fin, si quieres un consejo, pase lo que pase, no te sientas comprometido.
Madelaine, que seguía la conversación divertida, le extendió a José Luis una copa de champán.
—Eso. Tú no te sientas comprometido. Al fin y al cabo, el sexo no es más que un intercambio de fluidos necesario para liberar tensión y satisfacer la débil carne. No significa nada más allá, excepto para las personas estrechas de mente.
—¡Madelaine! —saltó la tía Clara escandalizada.
—Tía, es la pura verdad. En este pueblo, como en la vida, las mujeres inteligentes utilizan el sexo para conseguir lo que quieren. Nada más. Y las tontas y mojigatas terminan solas y amargadas, incluso aunque estén casadas.
La tía Clara la fulminó con la mirada, pero Madelaine no se amedrentó. Sabía que con el «incluso aunque estén casadas» le había concedido a la anciana una vía honorable para que no se sintiera directamente agredida.
—Así es, Madi —asintió Álvaro—. Mi abuela materna siempre contaba que en Los Cabrachos, la finca de recreo que heredó mi tío Alberto, servía una chica joven. A mi tío las mujeres no le interesaban en absoluto, ya sabéis a qué me refiero, pero tenía unos amigos de Madrid, de la época en la que trabajó como apoderado, que le visitaban una vez al año y organizaban sonadas cacerías que luego seguro relatarían hasta la saciedad en Madrid. En el grupo había un poco de todo: solteros, casados, algún viudo... Para ellos, que no sospecharon jamás de las inclinaciones reales de mi tío, su amigo era su héroe, un Dios que vivía como ellos hubieran querido vivir. Cada vez que visitaban Los Cabrachos, se encontraban a la chica de servicio limpiando la escalera con una minifalda minúscula y unas bragas negras de encaje. Imaginaos la escena. Todos mirando hacia arriba, babeando. Mi tío realmente adoraba a aquella sirvienta, pero, en contra de lo que pensaban sus amigos, jamás la tocó ni permitió que ninguno de ellos la tocase, a menos que ella lo buscase, claro. Y por lo que contaban, lo buscaba a menudo.
Madelaine y José Luis sonrieron ante la procaz historia. Sin embargo, José Luis se empezó a preocupar seriamente. Aquel tipo no solo era un rico heredero, guapo y soltero. También dominaba la conversación ligera, la charla trivial y entretenida. Solo la tía Clara se mostró escandalizada.
—¡Por Dios, qué desfachatez! Así se labran algunas el porvenir.
—Bueno, tía, y ¿por qué no? Seguramente la chica, aislada durante todo el año en aquella finca, necesitaba un poco de calor humano —dijo Madelaine con cierta sorna.
La tía Clara refunfuñó pero no quería crear mal ambiente. Se conformaba con que se cambiara de tema. Y así consiguió que se dirigieran hacia el comedor.
Durante toda la cena y como José Luis ya había anticipado, Álvaro dio muestras de ser un conversador excelente, un hombre de mundo, seguro de sí mismo, que reconocía sus errores del pasado y se encontraba embarcado en una aventura formidable: engrandecer la herencia que su padre le había dejado. Le apasionaba el campo, los caballos, sus vacas y cerdos. No prescindía tampoco de la vida social. De su conversación se deducía que tenía amigos por doquier y durante la Feria era invitado habitual en las casetas más selectas. Madelaine reconoció que Álvaro había mejorado desde su recuerdo. Escuchándole hablar tuvo que admitir que aquel hombre no parecía tener defecto alguno y se preguntó por qué no se habría casado de nuevo. Él dijo que no había encontrado a la mujer adecuada, mirando a Madelaine fijamente, y, en otro momento de la conversación, dejó caer que no la supo retener por inmadurez. Madelaine encontró muy elegante el uso de «retener» en vez de «abandonar», que fue en realidad lo que sucedió, y agradeció el cortejo. La tía Clara sonreía como nunca mientras José Luis daba su batalla por perdida. La aureola de eterno ganador brillaba con fuerza alrededor del terrateniente.
El fiscalista tuvo una sensación nueva. Hasta aquel preciso instante siempre se había sentido muy sólido. Sólido en la felicidad y en la desgracia. Incluso en la sensación de vacío que le acompañaba tras la tragedia. De alguna forma, su pasado, lo que él era y había experimentado, le hacía sentirse permanentemente acompañado. Pero ahora, bajo la luz de las velas y los brillos de la plata y los cristales de Bohemia sobre el impoluto mantel de hilo blanco, admitió que estaba completamente solo, y que así sería si aquella mujer con ojos de canción francesa no se volvía hacia él. Más aún. Supo que, aunque consiguiera poner a los hados de su parte y unirse a ella, jamás volvería a sentirse sólido. La solidez era una farsa, como la seguridad de los necios. Y él había abierto los ojos. Una corriente de aire circuló por debajo de la mesa. José Luis la sintió levemente, pues llevaba, como siempre, calcetines. Pensó que era una lástima perderse la frescura inesperada de la noche y decidió que, en verano, vestido informal, nunca más llevaría calcetines. Seguro que Álvaro no llevaba calcetines..., seguro que a él no le importaba resfriarse.
La tía Clara se levantó de la mesa para dirigirse a una mesita auxiliar y Madelaine la secundó. La anciana se disculpó por la falta de servicio diciendo que ella se las apañaba sola y que hacía mucho tiempo que no se daba de cenar en aquella casa. Esperaba que a partir de entonces las cosas cambiaran. Madelaine preguntó qué tipo de postre querían. Había melón, piononos y tarta de queso. Álvaro se decantó por el melón. José Luis, después de dudar, pidió piononos. Madelaine y su tía se decidieron por la tarta de queso. La tía además sirvió unas copas de moscatel dorado.
Mientras cortaba las dos porciones de la magnífica tarta que, al igual que los piononos, había sido preparada por las monjas, Madelaine tuvo una intuición. Sintió un aviso. Sin voltear la cabeza, por el rabillo del ojo, observó a Álvaro. Una mirada de aquel hombre tan sumamente perfecto y deseable bastó para romper el cuasi hechizo ante Madelaine. El instante, de apenas unas milésimas de segundo, se produjo cuando los ojos del terrateniente se posaron sobre el tenedor para comprobar que el cubierto estaba limpio. Se abrió entonces una rendija estrecha en el pozo de su alma. Madelaine, en un rápido vistazo, pudo comprobar que había mucho más de lo que aparecía a simple vista, y no todo era tan brillante y reluciente. Al descubrir esa inclinación maniática, desconfianza, o lo que fuera, por parte de Álvaro, Madelaine suspiró. Fue un suspiro sordo, una minúscula aspiración que rompió la rítmica y silenciosa escucha del último minuto y que solo fue percibido por José Luis, atento a cada posible señal de lo que el futuro podría deparar. Pero el fiscalista no entendió el significado del suspiro. En otras circunstancias lo hubiera comprendido porque ambos, sin todavía darse cuenta, eran almas complementarias, que no gemelas, y él habría sabido interpretar con una resta el número escondido tras la ecuación. Ahora, José Luis todo lo percibía a través del tamiz de sus celos, y por ese tamiz Álvaro aparecía como el hombre más perfecto, deseable y atractivo sobre la faz de la tierra, y él no podía evitar la comparación continua. Sí, él no estaba mal, para su edad y su estilo de vida, pero Álvaro era un Adonis de cuerpo esculpido a golpe de gimnasio. Sí, él no era tonto, pero tampoco Álvaro. El terrateniente estaba licenciado en Económicas y había realizado un máster en Oxford. Sí, él podría llegar a ser divertido, pero hacía mucho tiempo que no empleaba su sentido del humor, y Álvaro lo tenía al día y en pleno ejercicio de facultades. Y luego llegaban las faltas del fiscalista y pluses del pretendiente: José Luis poco sabía de la farándula y de los famosos con los que todos querían codearse. A él nunca le habían interesado. Sin embargo, reconocía que aquel mundo tenía un brillo especial, y a Álvaro sus glamurosas amistades le volvían un hombre de mundo, que no frívolo. También en este apartado supo granjearse la simpatía de la mesa haciéndoles saber que colaboraba con Cruz Roja y que tenía tres niños apadrinados en Ecuador y uno en Perú. Si no fuera porque Álvaro orquestaba cual Von Karajan la sinfonía romántica de su vida y el público no era el adecuado, José Luis no se hubiera resistido a hacer algún chiste sobre esta combinación modélica de aristócrata y santo, que criaba toros y manejaba fincas y que en su tiempo libre se codeaba con los famosos en eventos caritativos. Así que el fiscalista prefirió quedarse en un segundo plano durante toda la velada, impregnándose del poderoso influjo que emanaba Madelaine, su perfume, su piel, su cabello... Cuando pasaron al salón de nuevo para tomar el café y la copa, José Luis, enfermo de celos como jamás antes se había sentido, se prometió a sí mismo que terminaría cuanto antes aquel trabajo y volvería a casa. Allí recuperaría su solidez.