—En la vida.
—La vida está ahí fuera —le dijo Madelaine tajante—. Es más, ¿salimos? El olor a incienso me da alergia.
Y estornudó a modo de prueba definitiva.
—Psicosomático, ¿no? —preguntó José Luis divertido.
Madelaine se encogió de hombros y le regaló una sonrisa traviesa que no lucía desde hacía años. Al darse cuenta se alegró y su corazón dio un pequeño vuelco. Le gustaba la persona que empezaba a asomar dentro de ella cuando estaba con aquel hombre serio y formal. Podía sentir las pequeñas chispas que se producían cuando estaban juntos. En la penumbra de aquella iglesia, incluso le parecieron visibles.
—Seguramente. Los médicos no somos muy buenos analizándonos a nosotros mismos. Pero voy a demostrarte que como Sherlock Holmes no tengo precio.
—¿Has averiguado algo? —saltó José Luis levantando la voz con entusiasmo. Las beatas se volvieron hacia ellos y les chistaron. Sus miradas asesinas convencieron a José Luis de que era el momento de levantarse y salir con Madelaine.
Madelaine sabía hacia dónde tenían que encaminarse. El calor pesado no la detuvo y tampoco José Luis pareció acobardarse con la intensidad de la solana. No tuvo tiempo de pensar en ello, Madelaine enseguida comenzó a contarle lo que había averiguado. El hallazgo de los documentos de identidad de su madre, DNI y pasaporte, en aquel escondite se le hacía harto extraño. José Luis mencionó la posibilidad de que se los hubieran enviado tras el accidente, pero, si así hubiera sido, entonces el cadáver habría sido identificado y existiría en algún registro. Por otro lado, ¿qué significaba el hecho de que Inmaculada hubiese salido de aquella casa sin unos documentos esenciales a la hora de viajar? ¿Por qué tanta prisa? Madelaine y José Luis hablaron de todas las posibilidades. Plantearon variadas teorías sobre lo que podía haber pasado pero nada terminaba de tener sentido. De repente, Madelaine se dio cuenta de lo más importante, algo que siempre aceptó sin cuestionarse pero que era en realidad lo más extraño: su madre nunca se hubiera ido sin despedirse de ella. Y eso fue lo que pasó. De un día para otro, desapareció. Jamás una llamada, una carta..., y luego murió. No encajaba.
Cuando llegaron al cementerio empezó a dibujarse una posibilidad escalofriante. Fue José Luis el que propuso el principio de una teoría que Madelaine no se atrevía siquiera a imaginar: «¿Y si Inmaculada no hubiera dejado nunca aquella casa?». Quizá nunca se fue. Su madre desapareció la misma madrugada que ocurrió el accidente de su padre y su abuela. La niña fue apartada de la tragedia y enviada a pasar una temporada con las monjas, sin saber lo que había ocurrido con su padre y su abuela. Cuando Madelaine regresó, muchas zonas de la casa habían sido cerradas y el servicio despedido. La tía Clara le dijo que ya no lo necesitaban. Rosario y ella misma se podían encargar de las tareas domésticas ahora que eran menos. Pero, además, hubo otro cambio notable. Sus tías dejaron de hablarse. Algo tuvo que pasar. Algo tremendo. En cualquier caso, la que no quedaba muy bien parada de todo aquello empezaba a ser su tía Clara. La tía Rosario siempre había tenido una relación muy cercana, como de madre o hermana mayor, con Madelaine. Esta no la creía capaz de nada malo, y menos contra Inmaculada, pues a Madelaine le constaba que la tía Rosario había querido mucho a su madre. Si algo recordaba de su primera infancia es que la tía Rosario, Inmaculada y Madelaine pasaban mucho tiempo juntas.
Rodearon el cementerio y se dirigieron hacia una colina por un camino de tierra bordeado por olivos. Anduvieron casi un cuarto de hora divagando entre las decenas de posibilidades que se les ocurrían en relación con la desaparición de Inmaculada, su muerte, sus documentos... Y así, llegaron a una roca alta. Madelaine escaló por ella. José Luis la siguió. Pronto estuvieron sentados en la parte superior, con los olivos y el cementerio a sus pies, y más allá, las casas blancas de San Gabriel. Madelaine no lograba entenderse a sí misma. Siempre le había interesado el mundo, pensaba que todo estaba por descubrir allá fuera. En el exterior de uno mismo. Ahora se daba cuenta de que las puertas no se abren solo hacia delante, sino también hacia atrás, y el paisaje al otro lado empezaba a resultar inquietante. «¿Y si tu madre nunca hubiera abandonado la casa?» Esas palabras retumbaban en su mente. José Luis se quedó mirándola, intentando meterse en sus pensamientos.
—¿Qué piensas?
—Que el curso del tiempo está perdiendo la lógica.
—¿Cómo la lógica?
—Ya no va hacia delante. A menudo he sentido que en la vida cabalgamos encima de un segundero. No tenemos tiempo para nada porque vamos disparados, a veces incluso en un avión supersónico hacia no se sabe dónde, hacia delante, hacia las metas que nos hayamos propuesto, o nos hayan propuesto, según el caso. Pero no es verdad. Ahora ya no siento que el tiempo sea algo lineal. Hacia atrás también pasan cosas, o han pasado cosas que se pueden descubrir y así cambiar nuestro presente. Al menos aquí, en San Gabriel.
—Claro, pero eso no es algo sobrenatural o mágico. Te refieres simplemente a que puedes descubrir algo que sucedió en el pasado y que puede cambiar tu forma de ver el presente, o de percibir a una persona.
—Va más allá. No se trata simplemente de una esposa inocente que se entera de que su marido la engaña y a partir de ahí le percibe bajo otra luz. O dos amigos que se creen íntimos pero uno descubre que el otro, en el pasado, le traicionó. Va mucho más allá porque las puertas que se están abriendo lo cambian todo, trasladan a las personas hacia el presente. A las personas o a sus vivencias. Puede que solo sea mi madre intentando que la rescate, que repare una injusticia.
—¿Tu madre?
—Mi madre —repitió Madelaine pensativa—. Mi madre, que no ha salido de la casa y que ahora me manda señales. Estoy loca de remate, ¿verdad? Cualquiera diría que soy médica, una persona con estudios científicos y racionales.
José Luis sonrió. Madelaine era consciente de que debía de sonar como una iluminada, una vez más.
—Mira, no sé si son señales del más allá, o algo mucho más extraño y más real a la vez porque casi lo puedo palpar... —Madelaine guardó silencio unos instantes y después cambió bruscamente de tema—. Por cierto, no me has dicho qué hacías en la iglesia. Lo del fresquito no me lo creo.
—Hoy hace cinco años que murió mi mujer. Ella era muy creyente, así que pensé que le hubiera gustado que fuera a acordarme de ella a una iglesia.
Lo dijo con serenidad y a Madelaine le pareció un pensamiento hermoso, un homenaje sincero. Instintivamente puso su mano sobre la de José Luis y la piel de aquel hombre, que ya no estaba tan triste, hizo que todo su cuerpo se estremeciese.
1972, afueras de San Gabriel
Rosario pone su mano sobre la de Inmaculada. Quiere que sepa que conoce su infelicidad con su hermano y que puede contar con ella. Pero al posar su mano sobre la de Inmaculada, la piel dice mucho más. Confiesa que la quiere, que está enamorada de ella, que nunca había conocido a nadie así, ni soñó encontrarlo. Y tiene miedo de la fuerza de sus sentimientos, y de lo que Inmaculada pueda abrigar en su corazón.
—Estoy embarazada —prorrumpe Inmaculada intentando que no le tiemble la voz.
A Rosario le cuesta asimilar la información. Mira a Inmaculada a los ojos intentando entender qué le quiere decir exactamente, porque las palabras la abandonan.
—Tu hermano supongo que estará satisfecho. Bueno, tu hermano y tu madre, y (Jara —continúa Inmaculada con cierto resentimiento—. Eso es lo que todos esperaban, ¿verdad? Ahora ya he cumplido. Bueno, y él también, claro.
—No estás contenta —nota Rosario con tristeza.
Inmaculada suspira. Siente tal confusión de sentimientos arremolinados dentro de su pecho, incapaces de desenredarse por sí mismos, que duda de su respuesta.
—No lo sé —reconoce finalmente—. Pensé que si esta vez me quedaba embarazada, lo odiaría o incluso abortaría. Por favor, no me preguntes más.
Rosario, desgraciadamente, entiende. Desearía no entender, no saber, no ver más allá, porque el dolor de Inmaculada es su dolor, pero también sabe más que ella. Rosario pone la mano sobre su vientre. El calor de su mano hace que se le inunden los ojos de lágrimas.
—Será una niña —le informa Rosario.
Inmaculada se asombra de su seguridad pero la cree.
—Entonces será Madelaine —decide la futura madre.
—¿Por qué Madelaine?
—Porque yo quisiera que no olvide que solo el pasado es real. El futuro no existe todavía y en el presente no tenemos conciencia temporal. El presente es solo algo accidental, como para Proust fue comer una magdalena, el presente puede llevarnos al pasado y así darnos cuenta de que solo el tiempo pasado, que ya es un tiempo perdido, tiene valor.
—Pasado y perdido no es lo mismo.
—No, y sí. Para mí ahora todo el pasado ha sido perdido. Y yo pensaba que mi pasado estaba vacío, era olvidable. Que no había nada en él que echaría de menos —dice Inmaculada suspirando—. Ahora siento que entonces era libre para disfrutar, para sentir e incluso para penar, y qué poco lo aproveché.
A Rosario le cuesta entenderla. Inmaculada posee, por educación y forma de ser, una mente llena de ideas sofisticadas que a Rosario le fascinan y que, a la vez, siente muy lejanas. Ella se guía por el instinto y es este el que le ayuda a entender el inundo. Donde Rosario siente, Inmaculada piensa. Donde Rosario sabe con certeza, Inmaculada duda. Donde Rosario se resigna, Inmaculada lucha.
—Es una visión muy pesimista. ¿Seguro que quieres cargar a la niña con ese nombre?
—Sí. Mi hija tiene que saber de dónde viene y eso a menudo no queda dicho en estatuas ni en la grandeza de un palacio, ni en los cuadros de los antepasados, ni siquiera en los libros. Muchas veces, saber de dónde venimos y quiénes somos queda en los olores, en los sabores, en los detalles minúsculos cotidianos casi imperceptibles para la mayoría de la gente. Yo quiero que mi hija no lea la historia que le cuenten, quiero que sea capaz de encontrar la historia real porque sé que ella va a estar marcada por la familia a la que pertenece y será mejor que lo sepa, que no se engañe. Quizá así pueda liberarse y ser ella misma.
Rosario de eso sí que sabe. Ella está atada por las convenciones pero sobre todo por ella misma. No culpabiliza a nadie de la vida que tiene. Podrían acusarla de cobardía pero no es así. Ella tomó la decisión de quedarse porque sabe que allí está su lugar. Lo que tiene que vivir, lo vivirá en San Gabriel, siendo quien es. Ahora el amor está a punto de entrar en su vida. Disfrutará de él y luego tendrá que dejarlo ir.
Inmaculada mira ahora a Rosario con intensidad. Siente que es la única persona que la escucha, y su boca, grande y bien dibujada, ejerce una atracción prohibida e insoportable. Quiere besarla. Ella es la persona que necesita, la mitad que la va a completar. Una mujer. Una inclinación incontrolable de la que Inmaculada pretendía huir con el casamiento, sin imaginar que Rodrigo solo había sido un vehículo para llevarla directa al abismo.
—Rosario, yo, yo quisiera explicarte algo...
Pero Rosario no necesita palabras. Le pone el dedo sobre los labios para que no siga y, entonces, se aproxima muy lentamente, por un espacio de tiempo eterno en el que ambas saborean la anticipación de un beso inolvidable, que quedará allí prendido, sobre aquella roca, sobre los olivos y el cementerio, y las casitas blancas de San Gabriel, para siempre jamás.
José Luis y Madelaine separaron sus labios. Fue tan dulce, tan extraño, tan hermoso, tan distinto del apasionado encuentro que vivieron en la antigua cocina de la casa palacio, que los dos se quedaron sin palabras, todavía manteniendo las manos entrelazadas. Ninguno de los dos se animó a deshacer el contacto. José Luis, esta vez, no quería echarse atrás. Quería más de Madelaine. Y, por eso, la volvió a besar. El beso fue más apasionado e igualmente sincero, el encuentro de dos personas que podían amarse, si se lo permitían a sí mismas. Madelaine estaba muy confusa. La imagen de su madre y de la tía Rosario se había quedado grabada en su retina. Y resultaba desconcertante. Pero allí podía estar la clave de su desaparición, aunque pareciera una locura.
—¿Tú crees que mi tía Clara sería capaz de matar a alguien?
—Yo no la conozco tanto —dijo José Luis con cautela—. Es una anciana con mucho carácter, eso seguro; pero no sé. Supongo que bajo ciertas circunstancias todos seríamos capaces de matar, ¿no?
—Sí, pero no se trata de eso. Bueno, o quizá sí. Mi madre no hacía mal a nadie, que yo sepa.
—Solemos saber muy poco.
—¿Y si fue un accidente? No, no hablaron con la policía. ¿Por qué no aparece el cuerpo? Alguien está ocultando lo que pasó. Ay, Dios mío, ¿qué hora es? —preguntó Madelaine sobresaltada de repente.
José Luis consultó su reloj. Casi las ocho. Madelaine se levantó de un salto.
—Me tengo que ir. Viene Álvaro a cenar.
—¿Tu pretendiente? —preguntó José Luis desconcertado.
—Eso quisiera mi tía. Lo ha invitado ella —le explicó Madelaine.
—Pero tú sabes cuáles son sus planes —insistió José Luis.
—Ya soy mayorcita. Te aseguro que no pienso casarme con nadie que yo no haya elegido.
José Luis no estaba tan seguro. Empezaba a darse cuenta de que Clara era mucho más que una anciana menuda y antipática. Poseía una fuerza interior a la que debía de ser muy difícil enfrentarse.
—Entonces, ¿por qué aceptas que te organice la vida?
—Porque no quiero discutir, porque Álvaro es un antiguo amigo, porque llevándonos bien nuestros negocios son más fáciles... —respondió Madelaine sin estar realmente muy segura de cuál era la verdadera razón. José Luis entendió.
—Pues entonces, como la persona que habéis contratado para que vele por vuestros intereses, ahora mismo te debo aconsejar que te dejes de historias y te centres en tener todos los documentos en regla, porque no sé de dónde vas a sacar los más de dos millones de euros que te va a reclamar el Estado.
—¡Dos millones de euros! —repitió Madelaine impresionada—. ¿Y a qué esperabas para contármelo?
—Es que en estos casos suele ser mejor no presionar. Además, creo que en dos meses podéis tener los beneficios del corcho y, con un poco de suerte, aunque os quedéis sin metálico, podréis negociar el pago con Hacienda.
José Luis no supo qué más decir. Solo le restaba añadir que sentía celos, pero ¿con qué derecho? Madelaine, aún con el susto en el cuerpo por tener que enfrentarse a un pago tan exorbitante, comprendió que el fiscalista estaba disgustado, y no era solo porque no estuviera centrada en su problema. Había algo personal en juego. No quería molestarlo, pero en el fondo le gustaba y se sentía halagada, aunque, por supuesto, nunca lo hubiera reconocido. Lo que sí tenía claro es que aquella química no podía tener desarrollo. Era imposible. Además, José Luis estaba de paso. Pensándolo fríamente no quería nada con él, ni quería tampoco dar lugar a chismorreos. Sí, había algo especial que surgía cuando estaban juntos, algo que no podía controlar del todo, pero José Luis no era su tipo. Un hombre de números, de apariencia amable, que a veces parecía un seminarista. Demasiado buena persona. A ella le atraían otro tipo de hombres. Más mundanos, más atractivos, más seguros, más... ¿Más qué?, ¿Álvaro?, se preguntó enfadada consigo misma por andar besándose con el fiscalista. ¿En qué demonios estaría pensando? ¿Y por qué demonios le gustaría volver a hacerlo?