—Un cóctel y un whisky. No acostumbro a beber más que vino y cerveza. No sé por qué lo he tomado. De repente me he sentido otra persona. ¿No le pasa a usted eso de sentirse a veces otra persona? —le preguntó con un cierto tono de desesperación en la voz, como buscando confirmación de que las cosas que le estaban pasando eran normales, o casi normales—. ¿Sabe a qué me refiero? A esa sensación de salir de uno mismo, de poder observarse y sorprenderse.
Entonces, Madelaine se detuvo y se tocó las sienes, que empezaban a dolerle. Palideció.
—Tiene mala cara —dijo José Luis preocupado. Y la sostuvo del brazo por miedo a que realmente perdiera el conocimiento.
—Habrá sido la crema de casis del
cosmopolitan,
que por cierto no sé ni lo que es ni por qué se la he echado. Dios sabe cuánto tiempo llevaría en el mueble bar. Ya solo faltaba que me desmayara y que me tuviera que llevar usted en brazos a casa —dijo Madelaine sonriendo ante la escena que pronto correría por el pueblo de boca en boca.
José Luis estudió rápidamente los alrededores. Estaban muy cerca de la plaza, y de los bancos de forja. La cogió del brazo y la condujo hacia el que tenían más cerca. Ella se dejó llevar.
—Será solo un momento —dijo Madelaine cuando se sentaron en el banco—. Se me pasará enseguida.
Cerró los ojos y echó la cabeza para atrás. El pueblo estaba despertando para vivir la noche. Se escuchaba correr el agua en un edificio cercano y a una madre que llamaba a su hijo desde la ventana para que fuera a cenar. Hasta allí llegaba el olor de freiduría.
1971, San Gabriel
—¿Qué haces aquí? —le pregunta malhumorado Rodrigo a Inmaculada, que se encuentra sentada en el banco de la plaza, sola. La noche está fría.
—Necesitaba salir a respirar aire fresco —responde su esposa.
Rodrigo la coge del brazo con fuerza y tira de ella para que se levante. Clara se ha quedado un par de metros más allá.
—Siempre dando la nota. Quieres convertirme en el hazmerreír del pueblo, ¿verdad?
Inmaculada siente su aliento. Ha bebido mucho, como viene siendo habitual en los últimos meses.
—Por favor, Rodrigo, no montes una escena. Aquí no —dice Clara.
Rodrigo suelta a Inmaculada y esta se frota el brazo. Su marido le ha hecho daño. No es la primera vez. En el mismo sitio, siente el moretón del día anterior, y del otro. Parece que le alivia zarandearla, de un lado para otro, como si de un árbol se tratara, esperando que de allí caiga el fruto que él desea: la sumisión. La sumisión a sus caprichos y a su estilo de vida. Ella no puede. No le sale. Lo está intentando, pero siempre parece meter la pata.
—No te aguanto —le dice Rodrigo con desprecio—. Vives como una reina y me estás haciendo la vida imposible. ¿Se puede saber qué más quieres?
A Inmaculada se le llenan los ojos de lágrimas. Sabe a qué se refiere. Ella no está cumpliendo. No lo recibe en el lecho. Cada vez le resulta más insoportable su contacto. Y él lo nota. En el fondo, sabe que le está haciendo daño. ¿Por qué no soporta el contacto de su piel? Baja la cabeza avergonzada. Siente que tiene razón. Se siente maldita.
Rodrigo se vuelve hacia su hermana.
—¿Ves? Es inútil. Por mi parte no ha quedado. ¿Y ahora qué? —le pregunta enfadado, impotente ante una esposa que sabe que no le ama.
Clara mantiene el gesto adusto, preocupado.
—¿Por qué no te adelantas? Don José María ya debe de estar esperándonos —le invita Clara a Rodrigo. Y tiene malas pulgas. Solo faltaba que se les estropeara el negocio de las vacas por culpa de Inmaculada—. Tú sabes lo que hay que decirle. Yo voy a acompañar a Inmaculada a casa.
Rodrigo asiente a regañadientes, en el fondo aliviado, y se va, sin mirar siquiera a su esposa. Clara suspira con resignación. Coge a Inmaculada del brazo para conducirla a casa. Su cuñada se deja llevar, «como un cordero al matadero», piensa para sí.
—Yo sabía que este matrimonio era un error desde el momento en el que te vi entrar en el salón, ¿sabes? Una intelectual no es lo que mi hermano necesitaba. Y tú no le quieres.
—No es verdad, yo...
—No hace falta que te excuses —la corta Clara con pragmatismo—. Eso es lo de menos, ¿para qué engañarnos? Pero tienes que darnos descendencia. Un matrimonio sin descendencia no es un matrimonio.
Inmaculada baja la cabeza avergonzada. ¿A eso se resumía la razón de su existencia, a convertirse en un mero recipiente del heredero de aquella familia? Escucha los tacones de sus zapatos y los de Clara sobre la calle empedrada. La noche empieza a caer sobre San Gabriel, pero el alumbrado público aún no ha encendido. El silencio se le hace insoportable. Clara sabe cuáles son los resortes que convierten el silencio en un roedor que mordisquea sin tregua una conciencia ya de por sí arruinada.
—No me siento bien —susurra Inmaculada—. Estoy muy nerviosa.
—Sí, ya lo veo. Pero salir por el pueblo a tomar el fresco no es una buena idea. Tenemos una hermosa casa con patios, fincas por los alrededores, en fin, que no hay necesidad de mezclarse con nadie y mucho menos de dar que hablar. ¿Por qué no te vas unos días con Rosario a Las Cumbres? Ella va a hacerse cargo de la recogida del corcho en esa finca. El cambio de aires te hará bien.
Inmaculada no necesita pensárselo dos veces. Bastante complicada es su vida. El proyecto de la biblioteca infantil con las monjas no va a salir. Y ella necesita aire. Solo su amigo Rafa podría ayudarla.
—No.
—¿No? —pregunta Clara sorprendida. Sabe que Rosario e Inmaculada se llevan bien. Se nota; pero ella no conoce a Inmaculada.
—No, yo tengo mucho que hacer aquí. Las monjas cuentan con mi ayuda para poner en marcha la biblioteca infantil.
—Ah, ya veo. ¿Y con qué dinero?
Inmaculada la mira desesperada.
—Me dijiste que sí. Rodrigo aprobó el que yo colaborara con las monjas.
—No digo que no, Inmaculada, pero lo primero es lo primero. Y quizá ese amigo tuyo que ahora vive en Sevilla...
—Rafael.
—Ese mismo —asiente Clara evitando pronunciar el nombre, como si así pudiera evitar el contagio con esos plebeyos del norte—. Pues ese Rafael es la causa de que mi hermano no te esté resultando agradable.
Inmaculada la mira confundida.
—El pobre Rodrigo te quiere con locura y está celoso, ¿no te das cuenta? Es muy de hombres. Ellos son así de tontos —dice Clara con suavidad, o con toda la que es capaz. Si no fuera porque el vínculo del matrimonio es sagrado y esa mujer estará en su familia hasta el día que se muera, no sería tan paciente. Su hermano fue un estúpido casándose con ella.
—No tiene por qué preocuparse. Entre nosotros no hay nada sentimental —replica Inmaculada segura de sí misma—. Rafael es un antiguo amigo, un compañero de facultad. Solo quiere ayudarme, y porque yo se lo he pedido.
—Quizá, si le pidieras más ayuda a tu marido y menos a extraños, las cosas irían mejor.
Inmaculada está enfadada. ¿Qué sabrá ella? Lo ha intentado cientos de veces. Rodrigo no escucha. Solo demanda. Maldito sea el día que le conoció. Pero Clara puede que tenga razón. Si tuviera un hijo, su vida cambiaría, tendría nuevas metas, alguien a quien querer y educar, en quien volcar su cariño. Ella no cree en Dios, así que ¿a quién puede pedir ayuda? De nuevo, está ella, sola, como siempre.
—Un hijo. Un hijo es un misterio, ¿verdad? —comentó Madelaine abriendo los ojos de repente—. ¿De dónde vienen? ¿Por qué nacen al margen de nuestros deseos? ¿Cree usted en Dios?
José Luis se volvió hacia ella desconcertado. A Madelaine le brillaban los ojos, pero no parecía borracha sino transportada. Recién llegada de algún lugar lejano e imposible de imaginar.
—No, no creo en Dios.
—¡Qué pena! —exclamó Madelaine con tristeza—. Creer es un alivio.
—Depende de cómo te vayan las cosas. Creer también puede volverte un amargado. A veces, la fe ciega puede transformar tu corazón en puro odio.
—No sé. Leí un argumento de Pascal y me convenció. Él planteaba creer en Dios como si de una apuesta se tratara.
—¿Y cómo es eso? —preguntó José Luis intrigado con el giro que había dado la conversación.
—¿Qué es mejor para nuestras vidas, creer que Dios existe o no creer?
—Pues para la mayoría de la gente es mejor creer, según parece. Ya sabe que yo no opino lo mismo.
—No, me refiero a largo plazo, después de la muerte. ¿Morimos y vamos a un lugar mejor o se acaba todo? Bien, si uno decide creer y resulta que Dios existe, consigue la salvación, va al paraíso o lo que sea, mientras que si estaba equivocado, tampoco pasa nada.
—Ya veo. Entonces los ateos como yo tenemos todas las de perder, porque si Dios existe, estamos condenados por no creer y, si no existe, tampoco sacamos ningún beneficio de nuestro acierto.
—Así es.
—Yo le veo dos problemas a esa teoría. El primero es que dudo que a Dios le haga gracia que uno crea en él empleando un argumento tan interesado. Y, por otra parte, ¿es que basta con tener fe para ir al paraíso?
—Eso dicen, yo también me lo planteo a menudo; pero creo que al final lo único cierto de lo que te cuentan en la iglesia es que la misericordia de Dios es infinita.
—Si así fuera, el famoso infierno estará vacío. Al menos vacío de creyentes.
—Pues no sé. A mí me resulta muy difícil aceptar que pueda existir un infierno.
—Entonces, ¿no le parece que los creyentes terminarán siendo las personas más inmorales del mundo? ¿Basta con creer para conseguir un pasaje celestial?
—Bueno, la teoría tiene unos cuantos años... Y, además, los creyentes sí que suelen creer en el infierno, que es un disuasorio de demostrada eficiencia contra el pecado. —Madelaine sonrió a José Luis—. ¿A qué venía todo esto? —le preguntó entonces un tanto confundida.
—El hijo. Habías dicho que un hijo es un milagro —respondió el fiscalista, tuteando a Madelaine por primera vez.
—Sí, ¿tú tienes hijos? —preguntó Madelaine, devolviendo el tuteo con comodidad.
El rostro de José Luis se ensombreció, pero se descubrió a sí mismo encontrando fuerzas para responder desde un lugar más sereno. No quería seguir siendo, y menos ante Madelaine, el protagonista de una historia triste. La pena, la lástima debía quedar al margen de su relación. Sin repudiar sus sentimientos, él empezaba a ser un hombre entero otra vez, gracias a ella, por más que aún no fuera consciente de ello.
—Tuve dos. Murieron en un accidente con su madre.
Madelaine se estremeció y puso la mano sobre la suya, en un acto reflejo por aliviar el peso de un dolor tan inmenso.
—Lo siento... La verdad es que eso lo tenemos en común. Los accidentes nos han arrebatado a las personas más importantes de nuestra vida.
—Sin querer hacerme el mártir, lo de un hijo no tiene punto de comparación. Ojalá nunca tengas que experimentarlo —dijo José Luis—. Una pérdida así es contra natura.
—Tiene que ser lo peor... —reconoció Madelaine. El destello de una bengala se iluminó de repente en su retina, un náufrago en una isla que pide ayuda—. José Luis..., me está pasando algo muy raro.
José Luis la observó interesado y la propia Madelaine se desconcertó al escucharse a si misma.
—Desde que he vuelto a casa, siento que no estoy sola. No sabría explicarlo muy bien.
Madelaine se detuvo y le miró a los ojos. José Luis la escuchaba con atención.
—Verás —continuó—. Es que siento como si en la casa estuvieran todavía mi madre, mi abuela, mi tía, mi padre incluso. No sé si en la casa o dentro de mí. También los he sentido en el pueblo, en esta plaza. Debo sonarte como una loca.
—No. ¿Sabes que en algunos países europeos se heredan las hipotecas de las casas de padres a hijos?
Madelaine le miró confusa.
—¿Por qué no entonces heredar un juramento de sangre, por ejemplo? —continuó José Luis—. Sócrates decía que todo aprendizaje es recuerdo. Y en eso se basa la mayéutica. El maestro preguntaba al aprendiz para que este encontrara las respuestas en el archivo de su inconsciente, en las profundidades de su alma. Allí se encontraba todo el conocimiento, acumulado durante vidas pasadas. Yo siempre he pensado que si se heredan los rasgos físicos y de carácter, ¿por qué no los recuerdos, o los afectos, las pasiones y, tal vez, incluso las presencias?
—¿Lo dices en serio o solo me sigues el juego porque crees que me falta un tornillo? —le preguntó Madelaine elevando el tono.
José Luis le devolvió una mirada molesta que obligó a Madelaine a disculparse rápidamente.
—Perdona, es que no pensaba que nadie pudiera creerme.
—No digo que crea en lo que dices, solo que desde mi punto de vista se deberían poder recordar otras vidas. Supongo que es lo que algunos llaman reencarnación, otros, regresión gracias a la hipnosis. Sería la explicación más sencilla y la única que no requeriría la presencia ni de fantasmas ni de dioses de ningún tipo. Simplemente ciencia.
Madelaine reflexionó un momento sobre estas palabras. El murmullo de un grupo de mujeres vestidas de negro que salían de misa de ocho le devolvió al momento presente. Le gustaba aquel hombre. Era curioso. Sensible. Diferente, a pesar de las apariencias.
—No sé, yo no soy atea. No puedo serlo. Sé que hay algo más.
Puede que tengas razón, pero las presencias que yo estoy sintiendo no están dentro de mí. No puedo creer que estén dentro de mí. Yo necesito ser yo, y eso en cierta forma me desposeería de mi persona.
—¿Y qué? Quiero decir, ¿qué importancia tendría? ¿Por qué necesitas tanto ser tú? ¿Es por orgullo?
—¡No! ¡En absoluto! —exclamó Madelaine—. Es por una cuestión de salud mental. Si estoy marcada, si no solo mi cuerpo, sino mi alma y mi mente son de otros, ¿qué espacio me queda para ser feliz? La verdad es que quizá, si viniera de otro tipo de familia, me importaría menos. Pero yo siento que nadie en nuestra casa ha tenido jamás amor. No quiero que conmigo se repita la historia. Y yo no creo en la mala suerte. No al menos de forma persistente. Si todos ellos han sido unos desgraciados, ha sido por su culpa, porque lo han hecho mal. Me niego a pensar que exista ninguna otra razón. Ellos fueron responsables como yo lo soy de mi vida.
—Bueno, si crees en fantasmas y presencias, quizá puedas creer también en maldiciones. En la pensión escuché que las mujeres de tu familia están malditas.
Madelaine ahora soltó una carcajada.