—Charlamos por encima —se apresuró a explicar Clara.
—Ah, ¿y no hablaste de mi vida sentimental? —preguntó con sorna Madelaine.
—Es lo primero que uno comenta si hace tiempo que no sabe del otro —replicó su tía—. ¿Te has casado, tienes hijos?
—Sí, es verdad. Es lo que hace la gente normal, y los Martínez Durango somos muy normales, ¿verdad? —Madelaine, sin esperar respuesta, se levantó y se dirigió hacia el mueble bar.
Álvaro carraspeó intentando romper la tensión entre tía y sobrina. Clara se volvió hacia Álvaro.
—¿Te apetece quedarte a cenar? —preguntó Clara—. Tienes que contarme de tu madre. Hace siglos que no coincidimos. Yo no salgo mucho, la verdad.
Madelaine se empezó a preparar otro vaso con hielo. De repente la había embargado una melancolía de lo que pudo haber sido y no fue, de encontrarse repitiendo una historia que ya había vivido. Pudo ver con claridad a su padre junto al mueble bar. Su padre, con sus pantalones de montar y su chaqueta de pana. Y los vasos de cristal de Bohemia de boca ancha. Escuchó los hielos que se deslizaban sobre el líquido tostado, girando y girando..., su mirada por un instante se perdió en el infinito recuerdo, el recuerdo que no cesa. Le afligió tanto el pensamiento que hizo un gran esfuerzo por arrancarse del pasado y regresar al presente. No podía ser más doloroso. Álvaro estaba allí y algo no terminaba de cuadrar. Algo no era natural. ¿Por qué había venido? ¿Para verla? ¿Era curiosidad? Dudaba mucho que aquel hombre apuesto, rico y seguro de sí mismo estuviera buscando esposa, y menos que acudiera a ella, después de haberle confesado de adolescente que se sentía agobiado por su intensidad.
—Me temo que tengo que marcharme a Aracena. He quedado allí para cenar con un apoderado. Está interesado en alquilar una de nuestras fincas.
—¡Qué pena que no te quedes! —exclamó la tía Clara—. Bueno, quizá otro día...
Álvaro se volvió hacia Madelaine pero esta rehuía su mirada, fija en los hielos del whisky que acababa de servirse sin invitar a nadie.
—Seguro. Quizá Madelaine quiera llevarme a dar un paseo por la finca de Los Gavilanes. He oído que se os está dando muy bien el alcornoque en esa zona.
En ese momento entró José Luis.
—Disculpen, no me he dado cuenta de que tenían visita —se excusó.
A Álvaro le apareció en la mirada un destello de preocupación que solo percibió el fiscalista y que le hizo recordar al del gallo que se ha sabido el único macho del gallinero.
—Álvaro Acosta de Mingo, José Luis García, nuestro fiscalista. I'stá intentando poner orden entre nuestros papeles y Hacienda.
—Ah, ¿y le tratan bien?
—Acabo de llegar, pero no me puedo quejar —respondió José Luis intentando mostrarse cortés. Se volvió hacia la tía Clara ignorando a Madelaine—. En realidad venía para preguntarles si mañana, a primera hora, podrían sentarse un rato conmigo para que entienda los límites de los terrenos que les pertenecen. Se me hace un poco confuso.
—Sí, por supuesto —respondió Clara—. ¿Le parece bien si empezamos a las ocho?
—Perfecto, buenas noches.
José Luis hizo un gesto de cabeza para despedirse de Clara y de Álvaro. Pero cuando se giró hacia Madelaine recibió una sorprendente oferta. Más aún en presencia de tan interesante e interesado invitado. No había que ser un lince para darse cuenta de que Álvaro Acosta estaba allí por Madelaine.
—Si espera un momento, le acompaño a la pensión —le pidió Madelaine.
La tía Clara la miró escandalizada. Tampoco a Álvaro le gustó el detalle. Ni siquiera la propia Madelaine sabía muy bien por qué lo hacía, seguramente llevada por un sentimiento de venganza pendiente.
—No es necesario —dijo José Luis, incómodo con la tensión que se estaba provocando. Se fijó en el vaso de whisky que Madelaine tenía en la mano. ¿Estaría ebria?
—Ya sé que no es necesario, pero quiero darme un paseo y así me va contando cómo va su trabajo.
—Tenemos un invitado que atender, Madelaine —le advirtió la tía Clara en un tono amenazador que Madelaine pudo ignorar, seguramente con la ayuda del
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y el whisky que ya se había terminado.
—Sí, pero todos queremos que José Luis acabe cuanto antes, ¿o no? —preguntó. La tía Clara se quedó confundida.
—Claro, pero ahora... —comenzó la tía Clara.
—No importa —dijo Álvaro adelantándose—. Yo ya me iba.
Madelaine intentó quitar importancia al asunto.
—Pues muy bien. Entonces acompañamos a Álvaro a su coche y seguimos a la pensión.
La tía Clara quiso replicar. Álvaro quiso replicar. José Luis quiso replicar. Pero ninguno lo hizo.
Álvaro se despidió de Madelaine con dos besos y José Luis prefirió mirar para otro lado mientras hacía como que estudiaba atentamente el escudo de piedra de los Martínez Durango, que adornaba la entrada principal del edificio.
—Vengo a buscarte mañana, a media tarde, y vamos a Los Gavilanes.
—Te advierto que yo no sé nada de alcornoques.
—¿Acaso crees que yo vengo a ver alcornoques? —le susurró Álvaro con una sonrisa picara.
Madelaine no pudo evitar sonreír.
—Ya veo que no has cambiado nada. Pero yo sí.
—Mejor.
Álvaro arrancó el coche y Madelaine se quedó con una sensación agridulce, como de mala conciencia. Aquel hombre le había hecho mucho daño en el pasado. Había sido su primer amor. Aprendió con él, sobre todo del dolor que pueden causar las expectativas y de lo voluble de la naturaleza humana, masculina y femenina. Álvaro trajo a su vida ligereza, diversión, cariño, pasión, espontaneidad, vanidad. Sí, también vanidad. Con él, ella se sintió vanidosa por la conquista realizada. La ruptura fue un duro golpe a su orgullo y a su imagen ante los amigos. La opinión de los demás, tuvo que reconocer, sí le afectaba, sí le importaba, y al verse de nuevo sola comprendió mejor a su familia y la importancia que le daban a la protección del honor, por encima incluso de la felicidad. Sin embargo, esa impresión de sentirse más Martínez Durango que nunca duró poco. Pronto se rebeló contra ella. Pensó que, en el fondo, la hacía débil. Si el resto de su vida iba a regirse por lo que los demás pensaran de ella, terminaría como sus tías, y eso jamás. Por eso supo que se tenía que marchar y reconstruirse de nuevo en algún lugar donde pudiera empezar de cero.
—Así que este es su antiguo novio —comentó José Luis sacándola de su ensimismamiento.
—Algo así —admitió con desgana Madelaine—. Sí, Álvaro.
Pronto será don Álvaro. Se le nota en la seguridad y en su aspecto engolado. Bueno, y también en que empieza a tener la misma papada de su padre.
—No había notado lo de la papada.
—Igual que su padre. Murió hará quince años, alguno más, quizá. Yo acababa de marcharme a la universidad si no recuerdo mal. El mismo aire de seductor hollywoodiense. Le gustaban las americanas cruzadas y las camisas blancas, sin corbata. Siempre con el pelo perfectamente engominado. Venía por casa de vez en cuando para resolver temas con la tía Clara. Postrado en su lecho de muerte, llamó a mi tía Clara. Se armó un gran revuelo porque todo el mundo quería saber por qué. Dicen que cuchichearon durante más de veinte minutos y que al final lloró.
—¿Su tía Clara lloró?
—No, ella no. Él lloró. O eso es lo que escuché que decían en el pueblo después. Supongo que sería un trago para su mujer. Dicen que la tía Clara y Manuel habían sido novios o amantes o algo así hace mucho tiempo. Aunque yo no me lo creo porque la tía Clara siempre fue de la Santa Inquisición. También decían que había sido amante de mi abuela. Las cosas de los pueblos.
—¿Y usted por qué cree que la llamó antes de morir?
—Era de los que no creen que las mujeres pinten mucho en nada. Excepto la tía Clara. La tía Clara sí que fue su igual en temas de ganado y negocios de chacina. Se llevaban muy bien y se ayudaron mucho. Nadie entendía exactamente por qué. Supongo que se harían amigos con el paso de los años y se quería despedir. Eso es todo. El resto son chismes del pueblo que terminan por deformar la realidad. A mí Manuel nunca me gustó. Era un hombre muy atractivo pero muy egoísta también. Yo nunca sabía lo que estaba pensando. Me ponía muy nerviosa. Álvaro es un poco así también. No me fío.
—Ah, entonces le interesa.
—En absoluto —replicó Madelaine molesta—. No me interesa lo más mínimo. ¿De dónde saca eso?
—Pues de que está valorándolo, poniéndole pegas. —José I.uis sintió la necesidad de explicarse—. Verá, cuando estudiaba en la universidad, para pagarme un viaje de estudios me surgió la oportunidad de trabajar de comercial en una inmobiliaria. Pronto me di cuenta de que la gente que entraba y decía que el piso era muy bonito, amplio, luminoso y que se lo pensaría, nunca se lo quedaba. Eran los que ponían pegas y discutían los detalles los que al final terminaban comprando.
—Bien, pues yo no pienso comprar nada —protestó Madelaine, arrepintiéndose de haberle dicho que le acompañaría a la pensión. Intentó bromear y cambiar de tema—. Entre otras cosas porque dinero no tenemos, ¿verdad?
—No exactamente. Tienen bonos del tesoro, a nombre de su padre y de su madre todavía, y otros fondos que podría recuperar, una vez que consigamos arreglar los papeleos del testamento, claro. En total, una pequeña fortuna. Además pronto recogerán el corcho y eso puede significar más de dos millones de euros. Suficiente para arreglar sus problemas con Hacienda.
—Bendito corcho.
—Benditas propiedades. No tienen por qué dejar de producir. Es un problema de gestión, y su tía ya está muy mayor. Lo que sí le puedo adelantar es que, de no ser por la recogida de corcho, tendríamos un problema serio de liquidez.
La hora mágica se derramó por la calle que les conduciría a la plaza, y pronto fue acompañada por el almizcle de jazmines, que solo saben de juventud y amores de verano. Los tonos rojizos inundaron el pueblo y el limpio cielo desplegó los mil y un colores que guardaba para el momento más efímero del día. Detrás del ayuntamiento se encontraba la pensión en la que se alojaba el fiscalista. A lo lejos se escuchó el tronar de varias motos; adolescentes de camino al único bar del pueblo, que contaba con dos futbolines. Los vecinos empezaban a sacar las sillas a la puerta de sus casas para aprovechar la fresca, dejando la ventana abierta y la televisión encendida para poder escucharla, si no verla, desde la calle. En la entrada de la casa de Berni no había nadie. Dos ancianas vestidas de negro, sentadas en sillas de madera y esparto y tejiendo ganchillo, se volvieron hacia ellos con el rostro inquisitivo.
—Buenas tardes —las saludó Madelaine sin detenerse.
Ambas le respondieron con la cabeza y una de ellas correspondió al saludo con un «Buenas tardes tenga usted».
—La gente de este pueblo está a todo —comentó Madelaine sintiendo cierta vergüenza por el descaro con el que los estudiaban.
—A mí no me disgusta. Me hace sentir seguro.
—¿Seguro? —repitió Madelaine intentando entender qué quería decir—. ¿Se refiere a acompañado?
—Supongo.
—¿No tiene familia en Madrid?
—Sí, somos varios hermanos. Pero el día a día es diferente. Me gustaría poder saludar a la gente por la calle y que me saludaran a mí. La impunidad de las grandes ciudades no existe en el pueblo, donde todos se conocen, y eso, al final del día, te hace sentir tranquilo. En un lugar como San Gabriel te lo tienes que pensar mucho para causar mal a alguien sin que nadie se entere.
—Sin embargo, pasan cosas.
—Ah, claro. Seguro que muchas, material dramático de primera para cualquier novelista. En una pequeña y aislada villa, los crímenes pasionales tienen un caldo de cultivo mucho más estimulante. El amor, los celos o la envidia pueden convertirse en una auténtica bomba de relojería. Si algo bueno tiene la ciudad es la cantidad de opciones que ofrece para poder canalizar las pasiones humanas, para relativizar. La moralidad suele ser diferente en un pueblo. Más estricta. Más controlable por unos pocos. Es más fácil imponer, decidir sobre el bien y el mal, lo bueno y lo malo. Los vínculos de sangre y los intereses personales marcan las reglas del juego.
—Suena fascinante, pero siento comunicarle que yo siempre he tenido la sensación de que en San Gabriel no pasaba nada. Es más, en mis años de adolescente, cuando todavía no era lo suficientemente mayor para hacer mi vida, me aburría mortalmente. —Madelaine dijo esto a sabiendas de que su vida no había sido la de cualquier otra niña del pueblo. Sus tías se habían encargado de aislarla oportunamente, en teoría para que no se contaminara.
—Resulta difícil considerar la vida de uno fascinante —respondió José Luis encogiéndose de hombros—. Son los otros los que ven lo que nosotros no vemos.
Madelaine pensó que aquel hombre estaba resultando más interesante de lo que había creído a primera vista.
—Ahora, seguramente, le estoy pareciendo yo mismo más interesante que cuando me conoció —continuó José Luis—. Y solo es debido a que esta charla no tiene nada que ver con mi trabajo, ¿verdad? Puede que yo mismo sea algo más que un hombre que organiza las cuentas.
Madelaine se sobresaltó. ¡Le había vuelto a leer el pensamiento! ¡Otra vez!
—No. Yo...
—Disculpe. No quiero sonar pretencioso. En realidad, todos somos más interesantes cuando expresamos la verdad de lo que llevamos en nuestro interior.
—¿Usted cree? Supongo que depende de la edad. Hasta hace poco los chicos más interesantes siempre me parecían los más callados. Serios y callados... y de pantalones apretados, claro —admitió Madelaine con una sonrisa—. Los chicos de pocas palabras parecían tener un gran mundo interior. Con los años, he aprendido que en realidad solo estaban callados porque no tenían nada que decir.
—Tiene razón. Hasta que me casé yo solo era el clásico mejor amigo de las chicas, el que hablaba con todas. Nunca supe poner esa mirada dura e interesante que tantos éxitos cosechaba. Si lo llego a saber, me enfundo unos jeans ajustados y no abro la boca —bromeó José Luis.
Madelaine soltó una carcajada pero el sonido de su risa retumbó en su cabeza y le hizo sentir desorientada, fuera del momento y del lugar. José Luis, el aire, el pueblo parecían densos junto a su piel, como producto de una alucinación que podía palpar.
—Creo que estoy un poco mareada.
—Borracha, diría yo. ¿Cuánto ha bebido?
Llamarla borracha y de usted en una misma frase aumentó la sensación de irrealidad. Pero eran dos desconocidos, gente educada.