Villancico por los muertos (23 page)

Read Villancico por los muertos Online

Authors: Patrick Dunne

Tags: #Intriga

BOOK: Villancico por los muertos
2.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando terminé de limpiarlo, pude contar unas diez marcas paralelas que rodeaban el hueso hasta un único surco que iba desde la base hasta el pulido extremo cónico, parecido a la cabeza de un champiñón. El objeto tenía un diseño tan familiar que ni siquiera tuve que volver a mirarlo, aunque me quedé más satisfecha cuando, unos minutos más tarde, lo comparé con el dibujo de un libro sobre el valle del Boyne. Entre los objetos ceremoniales encontrados dentro de los corredores de las tumbas había una piedra esculpida en forma de falo de unos veinticinco centímetros de longitud, y lo que Mona llevaba consigo era una réplica en miniatura de éste.

Me quedé atónita. Finalmente tenía una prueba evidente que relacionaba Monashee y Brú na Bóinne, al otro lado del río, con Mona y los pobladores neolíticos que habían construido Newgrange. Algo que, una vez más, suscitaba la cuestión de su antigüedad, lo que casi había olvidado.

Al poner la talla boca abajo observé una perforación bajo su base, vaciada hasta dejar un fino arco de hueso. Tomé la cinta y comprobé que pasaba fácilmente por el agujero.

Mona había sido estrangulada con su propio collar, del cual estaría colgando el objeto hasta que la cinta se partió. En sus últimos momentos antes de morir, consiguió, de alguna manera, conservar el colgante en su mano. Pero ¿sería éste el último acto reflejo de una mujer desesperada tratando de arrancarse la cuerda del cuello? ¿O más bien Mona había querido llevarse la talla del falo a la tumba con ella?

Mucho más tarde de lo que hubiera deseado me encontré buceando en mi armario para elegir lo que iba a llevar a la fiesta de los Carew. Mi gusto por la ropa suele ser bastante ecléctico, por decirlo de alguna forma: un día voy estilo gitana de
Carmen
, otro de ejecutiva agresiva. Un poco camaleónica, me gusta amoldarme al humor del día, o al entorno. Aunque algunas veces lo hago a propósito (como el efecto de galleta de Navidad), en general me sale sin pensarlo (como en mi visita a la abadía, en la que hubiera podido hermanarme con la abadesa Campion).

Me pregunté si la señorita Marie Maguire se habría sentido nerviosa por su aspecto aquella noche un siglo atrás en Castleboyne. Aunque mucha culpa de nuestra indecisión está causada hoy en día por la gran variedad entre la que podemos elegir, en su caso, seguramente, sólo sería cuestión de esperar que su único traje bueno fuera el apropiado. ¿Y qué pasaba con mi tatarabuelo? ¿Cuáles serían sus preocupaciones? No creo que fuera qué ponerse, salvo que su traje estuviera destrozado. Probablemente soñaría con poder acompañar a la señorita Maguire a su casa, o quizá no, porque vivía en Celbridge, que está al menos a dos horas de viaje en coche de caballos. Debió de quedarse a pasar la noche en Castleboyne, no con él, por supuesto, sino con algunos amigos de la familia. ¿La llevó a casa y se abrazaron en la puerta mientras todos dormían? Un abrazo, un beso… ¿qué más? ¿Se atraerían mutuamente? ¿Tuvieron entonces que controlar su pasión, diciéndose que sería una falta de respeto y que deberían permanecer vírgenes hasta la noche de bodas?

¿Acaso era eso tan mala idea? Me pregunté mientras revolvía entre las perchas del armario. En un sentido estricto, eso te hacía entregarte totalmente al otro, y serle más fiel que nunca. Pero por otro lado, no ofrecía garantías adicionales.

Escogí un par de prendas y las dejé sobre la cama. Una era una blusa de satén color marfil con el cuello alto que se abrochaba en el lateral. No. La otra era un vestido de punto rojo con el cuerpo plisado y cuello Mao muy ajustado, de tacto muy suave, muy propio de estas fechas, y sexy. Pero ¿con qué zapatos? Cerré la puerta de espejo y abrí otra.

La idea de pasar la noche con Finian empezó a preocuparme. Se me habían despertado deseos dormidos durante mucho tiempo. ¿Acaso estaba concentrando en él mis necesidades sexuales sólo porque era el único hombre atractivo que tenía cerca, o había algo más? Y si era así, ¿por qué ahora?

¿Botas? No con este conjunto. Quizá con la falda negra de volantes por debajo de la rodilla que raramente me ponía, y con la blusa que había descartado antes completándola con otra chaqueta de cuero que tenía, más holgada que la que había llevado el domingo. Me probé la chaqueta y sujeté la blusa y la falda contra mí para mirarme en el espejo. Quedaba bien.

¿Qué peinado? En el espejo podía ver mi pelo medio mojado dividido en dos mitades. Encajaba perfectamente con el toque romano que necesitaba para rematar mi aspecto; bastaría con un poco de gomina para mantenerlo. No me haría falta ir a la peluquería. Y si el resultado final no me convencía, siempre podría volver al traje de punto, o quizá no; para cuando terminara de arreglarme seguramente parecería un adorno que Jocelyn Carew podría colgar de su árbol de Navidad.

Me senté en el borde de la cama. Si Marie y Peter se habían casado, entonces eran de algún modo responsables de mi presencia en el mundo. Pero nadie en el futuro me debería su existencia. Y de repente eso parecía muy importante. «Porque el tiempo se te acaba, querida, por eso». La réplica perversa de la voz de mi madre atacaba de nuevo.

Me estaba poniendo muy melancólica, aunque eso era fácil de controlar. Sólo tuve que pensar en el impresionante experimento genético que la naturaleza había llevado a cabo con el bebé enterrado en Monashee.

Capítulo 17

La noche era fría pero seca. Cogidos del brazo —Finian llevaba un largo abrigo negro—, caminamos hacia la esquina de la plaza de Fitzwilliam y la calle Lesson, cuyas vistas sobre las elegantes fachadas de terrazas georgianas guiaban nuestros ojos hasta la distante silueta del Hospital Nacional de la Maternidad.

—La última vez que estuve allí fue cuando Jennifer nació —comentó Finian—. Jennifer era uno de los tres hijos de su hermana Maeve.

El tema de los niños parecía estar siempre presente estos días. Habíamos estado hablando de cómo las relaciones familiares podrían ser engañosas durante esta época del año. Maeve opinaba que su padre estaría mejor si le ingresaban en una residencia, y Finian había interpretado su decisión como una justificación para no invitarlos a su casa en Galway por Navidad, como venía siendo costumbre desde que su madre murió hacía ya diez años. A Finian le daba igual, pero sabía que Arthur echaría de menos ver a sus nietos ese día. De algún modo los dos nos habíamos sentido presionados, aunque por distintos motivos, por los miembros de nuestras familias que vivían fuera de casa.

—Mi consejo es que hagas como si te hubieran invitado. Llama mañana a Maeve y pregúntale a qué hora se os espera para la cena de Nochebuena.

—Uf, a veces me das miedo —confesó abrazándome más fuerte—. Lo intentaré. Pero volviendo al tema de las «casas de reposo», como las solían llamar… —dijo señalando en dirección a la maternidad—. Partiendo del hecho de que una parte considerable de la historia de Irlanda se perdió en el incendio de la oficina del Registro Civil en 1922, me ha sido imposible encontrar cualquier rastro de una maternidad dirigida por la orden hospitalaria en ningún lugar del país. Y eso vale desde la Edad Media hasta la fundación del Estado.

—Tengo la intuición de que estaba dentro o muy cerca de Dublín.

—No puede ser —manifestó Finian moviendo la cabeza con firmeza—. Se estima que en 1700 no había ninguna monja en la ciudad de Dublín. Así de duras fueron las leyes penales. Y en el siglo siguiente sólo hay constancia de dos comunidades en toda la isla, y las hospitalarias no eran ninguna de ellas. La mayoría de las órdenes religiosas femeninas, aquellas que nosotros conocemos, fueron fundadas en el siglo XIX, después de la emancipación de los católicos.

—Cada vez más raro, ¿no?

—Pero ni siquiera entonces la abadía de Grange existía oficialmente.

—No me sorprende. Continúa.

—La propiedad de los latifundios medievales a orillas del Boyne está relativamente bien documentada, pero tus monjas no aparecen en ninguna escritura ni documento. Como seguramente sabrás, la mayoría de las tierras de por allí pertenecían a los cistercienses hasta que los anglo-normandos llegaron.

Asentí. La abadía de Mellifont fue fundada por la orden cisterciense, que fue la que introdujo la idea de granjas que se explotaban dentro de sus tierras, una de las cuales era Newgrange.

—Después de que los normandos se hicieran con el control de la zona, transfirieron algunas propiedades bajo el canon agustiniano a un monasterio de Welsh llamado Llanthony. Pero no he podido encontrar ninguna referencia sobre que la orden de las hospitalarias de Santa Margarita fuera obsequiada con alguna propiedad.

—De acuerdo con la abadesa, fue concedida directamente por Enrique II. Quizá eso lo explique.

—Hum… eso hace que su inexistencia en los registros sea todavía más misteriosa. Especialmente porque todas las dependencias monásticas fueron inventariadas durante las confiscaciones de Enrique VIII.

—Quizá las ignoraron a propósito, por algún motivo relacionado con su origen real. Además, la hermana Campion me contó que ellas eran técnicamente una institución piadosa. Quizá eso las salvó de la quema.

—La gente que implantó las leyes penales contra los católicos no se hubiera dejado impresionar por tecnicismos. No, las monjas de la abadía de Grange eran una excepción a la regla. Una gran excepción…

Nos habíamos parado frente a un pequeño escaparate que exhibía joyas de oro inspiradas en antiguos diseños celtas.

—Podemos preguntárselo al doctor Carew —propuse—. Sabe mucho sobre la historia de la medicina en Irlanda, y al fin y al cabo ellas son una orden asistencial… ¡Oh, es precioso! —exclamé señalando un torques, una gargantilla formada por una tira amartillada de oro, retorcida en espiral—. ¡Es tan sencillo y a la vez tan bonito!

—¿No preferirías un colgante de hueso? —bromeó Finian maliciosamente, aprovechándose de lo que le había contado sobre mi descubrimiento durante el trayecto hasta Dublín.

—¿Y acabar en una turbera? No, gracias —contesté dándole un codazo en las costillas mientras continuábamos.

—Bromas aparte, me pregunto si esa talla tuvo algo que ver con su muerte. Y si es así, ¿crees que es prudente tenerla en tu poder?

—¿No te estarás volviendo supersticioso?

—No, sólo trato de ser precavido, teniendo en cuenta la amenaza que has recibido esta mañana.

—Pero quienquiera que me mandara la felicitación no sabía que la talla existía.

—¿El mismo desconocimiento que el asesino de Traynor tenía de la clase de heridas que presentaba el cuerpo del pantano? Y de alguna manera él o ella las imitaron. No sé con quién o con qué te estás enfrentando, pero creo que deberías asumir que seguramente saben muchas más cosas que tú sobre esa mujer y por qué murió.

Todas las habitaciones en la casa, incluyendo las escaleras y los rellanos, estaban plagadas de escritores, periodistas, artistas y, sobre todo, ecologistas, muchos de los cuales habían trabajado en las campañas electorales de Jocelyn Carew. Algunos invitados se congregaban en pequeños grupos hablando y riendo; otros, solos o en parejas, con la copa de vino en la mano, merodeaban por la casa admirando los cuadros y grabados que cubrían las paredes, y las esculturas que parecían estar por todas partes.

Al final conseguimos llegar hasta el salón de la segunda planta, donde encontramos un rincón tranquilo entre un piano de media cola y una de las ventanas georgianas que daban a la calle. Finian vestía una corbata de lazo color ciruela —extrañamente colorista para su gusto— y una chaqueta de seda gris oscura. Estuvimos charlando durante un rato y entonces dijo que se iba a buscar a Jocelyn para presentármelo. Nuestro anfitrión estaba abajo, inmerso en una intensa conversación con el fiscal general del Estado cuando llegamos.

—Antes de que te vayas, ¿quién es ella?

—Había estado observando a una mujer vestida de marrón que se movía entre la gente como Pedro por su casa. Tras varios vistazos pude advertir que llevaba el pelo en un moño y que la chaqueta y la falda que vestía eran más o menos de estilo eduardiano.

—Es Edith, la mujer de Jocelyn —me respondió Finian discretamente.

—Voy a servirme una copa de vino —apunté—. Nos encontraremos aquí.

Logré abrirme paso entre la gente y los muebles, pero tuve que detenerme cuando la multitud se apartó para dejar pasar a un grupo de cuatro jóvenes, dos de cada sexo, que llevaban unas partituras y fueron a instalarse en una esquina cerca de la chimenea. Decidí quedarme a escuchar. No hacía falta ir a la otra habitación a por bebidas, una camarera pasó con una bandeja y pude coger una copa de vino tinto mientras el cuarteto empezaba a cantar
El acebo y la hiedra.

«Un buen detalle —pensé—. Villancicos para recordarnos el motivo de nuestra celebración». El coro era extraordinario, las voces se complementaban sin forzarse. Tras los aplausos presentaron su siguiente canción,
El villancico de Wexford.

Esta Navidad, buena gente,

pensad y guardad en vuestra mente

lo que nuestro buen Dios nos ha dado

mandándonos a su hijo amado…

Cuando terminaron, pude escuchar por encima de los aplausos la risa de Finian. Estaba en el rellano con Jocelyn Carew.

—Sí, ésa era la Rotonda… —oí que decía Carew mientras entraban en la habitación.

Finian le condujo hasta mí.

—Como te estaba diciendo, Illaun está tratando de…, bueno, algo huele a podrido en nuestro querido país, ella te lo puede contar mejor. Jocelyn Carew, te presento a Illaun Bowe.

Carew me cogió la mano y se inclinó.

—Encantado de conocerla.

Llevaba un impecable traje azul marino cruzado de doble botonadura. Sus complementos eran un brillante fular rojo, unos gemelos de rubíes en su impoluta camisa blanca y una pequeña rosa en el ojal. Desde su imponente estatura me miraba descaradamente, de forma un tanto teatral.

—La pulcritud persiguiendo a la putrefacción, ¿eh?

Sus labios rojos y sensuales destacaban sobre una barba y bigote blancos bien recortados. Su deslumbrante y colorista apariencia contrastaba con el pardo y sobrio atuendo de su mujer.

—Bueno… sí, algo parecido —las buenas frases son difíciles de contestar—. Estoy tratando de descubrir todo lo que pueda sobre una orden de monjas a cargo de una casa de reposo.

—¡Ah, qué manera de expresarlo…! —comentó Carew poniendo cara de estar escuchando una música celestial—. Suena tan benigno. Mucho más reconfortante que algunos de los lugares que todavía existían cuando yo era niño. Quiero decir, ¿le hubiera gustado que le llevaran a un lugar llamado Hospital de los Incurables o incluso Descanso de los Moribundos? ¿O qué me dice —¡que los santos nos protejan!— de un lugar conocido como Colonia de los Retrasados Mentales? Pero estoy desvariando, discúlpeme, querida.

Other books

Daring to Dream by Sam Bailey
Don't Swap Your Sweater for a Dog by Katherine Applegate
The Cinnamon Peeler by Michael Ondaatje
Easier Said Than Done by Nikki Woods
China Lake by Meg Gardiner
Chasing William by Therese McFadden
Obsession (Forbidden #2) by Michelle Betham
Secret Magdalene by Longfellow, Ki
06 Educating Jack by Jack Sheffield