Viaje a Ixtlán (21 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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—Ve al otro lado del cerro —dijo—. Allí encon­trarás la planta.

Hice notar que el otro lado del cerro había estado fuera de mi campo de visión; tal vez hubiera allí una planta, pero eso no significaba nada.

Don Juan hizo un movimiento de cabeza para in­dicar que lo siguiera. Rodeó la cumbre del cerro en vez de atravesarla directamente, y con dramatismo se detuvo junto a un arbusto verde, sin mirarlo.

Se volvió y me miró. Fue una mirada peculiarmen­te penetrante.

—Ha de haber cientos de esas plantas por aquí —dije.

Don Juan, con mucha paciencia, descendió la otra ladera del cerro, conmigo en pos suyo. Buscamos en todas partes un arbusto similar. Pero no había nin­guno a la vista. Cubrimos cosa de medio kilómetro antes de encontrar otra planta.

Sin decir palabra, don Juan me guió de regreso al primer cerro. Estuvimos en él un momento y luego me llevó a otra excursión, pero en dirección opuesta. Recorrimos con minuciosidad el área y hallamos otros dos arbustos, como a kilómetro y medio de distancia. Habían crecido juntos y resaltaban como un parche de verde vívido e intenso, más lozano que todos los otros arbustos en torno.

Don Juan me miró con expresión de seriedad. Yo no sabía qué pensar del asunto.

—Ésta es una señal muy extraña —dijo.

Regresamos a la cima del primer cerro, dando un amplio rodeo para llegar desde una nueva dirección. Don Juan parecía estar haciendo lo posible por de­mostrarme que había muy pocas plantas de ésas en los alrededores. No encontramos ninguna otra en nuestro camino. Después de subir al cerro, nos senta­mos en silencio total. Don Juan desató sus guajes.

—Te sentirás mejor después de comer —dijo.

No podía ocultar su regocijo. Lucía una sonrisa de oreja a oreja al darme palmaditas en la cabeza. Yo me sentía desorientado. Los nuevos acontecimientos eran inquietantes, pero me hallaba demasiado ham­briento y cansado para meditar realmente en ellos.

Después de comer tuve mucho sueño. Don Juan me instó a usar la técnica de mirar sin enfocar para descubrir un sitio apropiado para dormir en el cerro donde vi el arbusto.

Elegí uno. Don Juan recogió las hojas secas del sitio e hizo con ellas un círculo del tamaño de mi cuerpo. Con mucha gentileza, jaló unas ramas tiernas de los arbustos y barrió el área dentro del circulo. Sólo hizo la mímica de barrer; no tocó el suelo con las ra­mas. Luego juntó todas las piedras que había dentro del círculo y las puso en el centro, después de divi­dirlas meticulosamente, por tamaño, en dos montones de igual cantidad.

—¿Qué va a hacer usted con esas piedras? —pre­gunté.

—No son piedras —dijo—. Son cuerdas. Van a mantener suspendido tu sitio.

Tomó las rocas más pequeñas y marcó con ellas la circunferencia del círculo. Igualó las distancias entre ellas y con ayuda de una vara aseguró firmemente cada piedra en el suelo, como haría un albañil.

No me dejó entrar en el circulo; me dijo que cami­nara en torno y viera lo que él estaba haciendo. Con­tó dieciocho rocas, siguiendo una dirección contraria a las manecillas del reloj.

—Ahora corre al pie del cerro y espera —dijo—. Y yo me asomaré desde la orilla para ver si estás pa­rado donde debes.

—¿Qué va usted a hacer?

—Te voy a tirar estas cuerdas una por una —dijo señalando el montón de piedras más grandes—. Y tú tienes que ponerlas en el suelo, en el sitio que te in­dique, del mismo modo que yo he puesto las otras.

—Tienes que tener una cautela infinita. Cuando uno maneja poder, hay que ser perfecto. Los errores son mortales aquí. Cada una de éstas es una cuerda, una cuerda que podría matarnos si la dejamos suelta por ahí, conque simple y sencillamente no puedes cometer errores. Debes clavar la vista en el sitio don­de yo tire la cuerda. Si te distraes con cualquier cosa, la cuerda se convertirá en una piedra común y co­rriente y no podrás distinguirla de las otras piedras ahí tiradas.

Sugerí que sería más fácil que yo bajara las «cuer­das» una por una.

Don Juan rió y meneó la cabeza en sentido nega­tivo.

—Éstas son cuerdas —insistió—. Y yo tengo que tirarlas y tú tienes que recogerlas.

Llevó horas cumplir la tarea. El grado de concen­tración necesario era sumamente arduo. En cada oca­sión, don Juan me recordaba que estuviera atento y enfocase la mirada. Tenía razón en hacerlo. Discer­nir una piedra específica que se precipitaba cuesta­bajo, empujando otras piedras en su camino, era en verdad cosa de locos.

Guando hube cerrado completamente el círculo y subido a la cima, me sentía a punto de caer muerto. Don Juan había acolchonado el círculo con ramas pe­queñas. Me dio unas hojas y me dijo que las pusiera dentro de mis pantalones, contra la piel de la región umbilical. Dijo que me darían calor y que no necesi­taría cobija para dormir. Me desplomé dentro del círculo. Las ramas formaban un lecho bastante blan­do, y me dormí en el acto.

Atardecía cuando desperté. Estaba nublado y hacia viento. Las nubes sobre mi cabeza eran cúmulos com­pactos, pero hacia el oeste había cirros delgados y el sol bañaba la tierra de tiempo en tiempo.

El sueño me había renovado. Me sentía vigoroso y feliz. El viento no me molestaba. No tenía frío. Alcé la cabeza apoyándola en los brazos y miré alre­dedor. No me había dado cuenta, pero el cerro era bastante alto. El paisaje hacia el oeste era impresio­nante. Veía yo una vasta área de montes bajos y luego el desierto. Había una cordillera de picos café oscuro hacia el norte y el este, y en dirección sur una extensión interminable de tierra y cerros y distantes montañas azules.

Tomé asiento. Don Juan no estaba a la vista. Tuve un repentino ataque de miedo. Pensé que tal vez me había dejado allí solo, y yo no sabía cómo volver a mi coche. Volví a acostarme en el colchón de ramas y, curiosamente, se disipó mi aprensión. Nuevamente experimenté un sentimiento de quietud, un exquisito bienestar. Era una sensación extremadamente nueva para mí; mis pensamientos parecían haber sido des­conectados. Era feliz. Me sentía sano. Una eferves­cencia muy tranquila me llenaba. Un viento suave soplaba del oeste y barría todo mi cuerpo sin darme frío. Lo sentía en la cara y en torno a los oídos, como una suave ola de agua tibia que me bañaba y luego retrocedía y volvía a bañarme. Era un extraño estado de ser, sin paralelo en mi agitada y dislocada vida. Empecé a llorar, no por tristeza ni autocom­pasión sino a causa de una alegría inefable, inexplica­ble.

Quería quedarme para siempre en ese sitio y tal vez allí seguiría si don Juan no hubiera llegado a sacarme de un tirón.

—Ya descansaste bastante —dijo al jalarme para que me incorporara.

Me llevó muy calmadamente a caminar por la pe­riferia de la cima. Caminamos despacio y en silencio completo. Él parecía interesado en hacerme observar el paisaje en torno. Señalaba nubes o montañas con un movimiento de los ojos o de la barbilla.

El paisaje de atardecer era espléndido. Evocaba en mí sensaciones de reverencia y desesperanza. Me re­cordaba escenas vistas en la niñez.

Trepamos a la parte más alta del cerro, una punta de roca ígnea, y nos sentamos cómodamente de espaldas contra la roca, mirando al sur. La extensión in­terminable de tierra que se veía en esa dirección era en verdad majestuosa.

—Graba todo esto en tu memoria —me susurró don Juan al oído—. Este sitio es tuyo. Esta mañana viste, y ésa fue la señal. Encontraste este sitio viendo. La señal fue inesperada, pero se presentó. Vas a cazar poder, te guste o no. No es una decisión humana, no es tuya ni mía.

—Ahora, hablando con propiedad, este cerro es tu lugar, tu querencia; todo lo que te rodea está bajo tu cuidado. Debes cuidar todo lo de aquí y todo, a su vez, te cuidará.

En son de broma le pregunté si todo era mío. Dijo sí en un tono muy serio. Riendo, le dije que lo que hacíamos me recordaba la historia de cómo los espa­ñoles que conquistaron el Nuevo Mundo dividieron la tierra en nombre de su rey. Solían trepar a la cima de una montaña y reclamar toda la tierra que podían ver en cualquier dirección específica.

—Ésa es una buena idea —dijo—. Voy a darte toda la tierra que puedes ver, no en una dirección sino en todo tu alrededor.

Se puso en pie y señaló con la mano extendida, gi­rando el cuerpo para cubrir un círculo completo.

—Toda esta tierra es tuya —dijo.

—Reí con fuerza. Él soltó una risita y preguntó:

—¿Por qué no? ¿Por qué no puedo darte esta tierra?

—No es usted el dueño —dije.

—¿Y qué? Tampoco los españoles eran los dueños, pero de todos modos la dividían y la regalaban. Con­que ¿por qué no puedes tomar posesión de ella en la misma vena?

Lo escudriñé para ver si podía detectar el verda­dero estado de ánimo del rostro risueño. Tuvo una explosión de risa y casi se cae de la roca.

—Toda esta tierra, hasta donde puedes ver, es tuya —prosiguió, aún sonriente—. No para usarla sino para recordarla. Pero este cerro es tuyo para que lo uses el resto de tu vida. Te lo doy porque tú mismo lo hallaste. Es tuyo. Acéptalo.

Reí, pero don Juan parecía hablar muy en serio. A excepción de su sonrisa chistosa, tenía toda la cara de creer que podía darme aquel cerro.

—¿Por qué no? —preguntó como leyendo mis pen­samientos.

—Lo acepto —dije medio en broma.

Su sonrisa desapareció. Achicó los ojos para mi­rarme.

—Cada piedra y guijarro y planta sobre este cerro, especialmente en la cima, está bajo tu cuidado —di­jo—. Cada gusano que vive aquí es tu amigo. Pue­des usarlos y ellos pueden usarte.

Permanecimos en silencio unos minutos. Mis pen­samientos eran inusitadamente escasos. Sentía vaga­mente que este súbito cambio de ánimo anunciaba algo en mí, pero no me hallaba temeroso ni apren­sivo. Simplemente ya no quería hablar. De algún modo, las palabras se antojaban inexactas, y sus sig­nificados difíciles de precisar. Jamás había yo sentido eso con respecto a las palabras, y al darme cuenta de mi ánimo insólito me apresuré a hablar.

—¿Pero qué puedo hacer con este cerro, don Juan?

—Grábate en la memoria cada uno de sus detalles. Éste es el sitio al que vendrás en tu
soñar
. Éste es el sitio donde te encontrarás con los poderes, donde al­gún día se te revelarán secretos.

—Estás cazando poder y éste es tu sitio, el sitio don­de juntarás tus recursos.

—Ahora esto no tiene sentido para ti. Conque deja que sea un sinsentido, por lo pronto.

Bajamos de la roca y me llevó a una pequeña de­presión, a manera de cuenco, en el lado oeste del cerro. Allí nos sentamos a comer.

Sin lugar a dudas había algo indescriptiblemente placentero para mí en, lo alto de ese cerro. Comer, como descansar, era una exquisita sensación desco­nocida.

La luz del sol poniente tenía un resplandor inten­so, casi cobrizo, y todo alrededor parecía untado de un tinte dorado. Me hallaba entregado por entero a observar el paisaje; ni siquiera deseaba pensar.

Don Juan me habló casi en un susurro. Me dijo que observara cada detalle del entorno, por más pe­queño y trivial que pareciera. Especialmente los ele­mentos del paisaje que eran más prominentes por el lado del poniente. Me indicó mirar el sol sin enfo­carlo, hasta que desapareciera tras el horizonte.

Los últimos minutos de luz, inmediatamente antes de que el sol llegara a un palio de nubes bajas o de niebla, fueron magníficos en el sentido total de la ex­presión. Era como si el sol inflamase la tierra, la encendiera como una hoguera. Tuve en la cara una sensación de rojez.

—¡Párate! —gritó don Juan, jalándome.

Se apartó de un salto y me ordenó, en tono impera­tivo pero urgente, trotar en el sitio donde me hallaba de pie.

Mientras corría sin avanzar, empecé a sentir una calidez invadir mi cuerpo. Era una calidez cobriza. La sentía en el paladar y en el «techo» de los ojos. Era como si la parte superior de mi cabeza ardiese en un fuego fresco que irradiaba algo así como un brillo de cobre.

Algo dentro de mí me hizo trotar más y más rápi­do conforme el sol empezaba a desaparecer. En de­terminado momento me sentí en verdad tan ligero que hubiera podido volar. Don Juan asió con mucha firmeza mi muñeca derecha. La sensación causada por la presión de su mano me devolvió un sentido de sobriedad y compostura. Me dejé caer en el suelo y él se sentó junto a mí.

Tras unos minutos de reposo se puso calladamen­te en pie, me tocó el hombro y me hizo seña de se­guirlo. Volvimos a escalar hasta la punta de roca ígnea donde habíamos estado antes. La roca nos es­cudaba del viento frío. Don Juan rompió el silencio.

—Fue una estupenda señal —dijo—. ¡Qué extra­ño! Sucedió al terminar el día. Tú y yo somos muy distintos. Tú eres más criatura de la noche. Yo pre­fiero el brillo joven de la mañana. O mejor dicho, el brillo del sol matutino me busca, pero de ti se es­conde. En cambio, el sol poniente te bañó. Sus lla­mas te abrasaron sin quemarte. ¡Qué extraño!

—¿Por qué es extraño?

—Nunca lo había visto pasar. La señal, cuando sucede, ha sido siempre en el reino del sol joven.

—¿Por qué es así, don Juan?

—No es hora de hablar de eso —repuso, cortante—. El conocimiento es poder. Toma mucho tiempo jun­tar el poder suficiente incluso para hablar de él.

Traté de insistir, pero él cambió de tema abrupta­mente. Inquirió sobre mi progreso en «soñar».

Yo había empezado a soñar en sitios específicos, como la escuela y las casas de algunos amigos.

—¿Estabas en esos sitios durante el día o durante la noche? —preguntó.

Mis sueños correspondían con la hora del día a la que solía estar en tales sitios: en la escuela durante el día, en casa de mis amigos por la noche.

Sugirió que probara yo «soñar» mientras echaba una siesta de día, y ver si podía visualizar el sitio elegido como estaba a la hora en que yo «soñaba». Si yo «soñaba» de noche, mis visiones del local debían ser nocturnas. Dijo que lo que uno experimenta al «soñar» debe ser congruente con la hora en que el «soñar» tiene lugar; de otra forma las visiones que uno tenga no serán «soñar», sino sueños comunes.

—Para ayudarte debías escoger un objeto determi­nado que pertenezca al sitio donde quieres ir, y en­focar en él tu atención —prosiguió—. En este cerro, por ejemplo, tienes ya una planta determinada que debes observar hasta que tenga un lugar en tu me­moria. Puedes regresar aquí en tu
soñar
simplemen­te recordando esa planta, o recordando esta roca don­de estamos sentados, o recordando cualquier otra cosa de aquí. Es más fácil viajar al
soñar
cuando pue­des enfocarte en un sitio de poder, como éste. Pero si no quieres venir aquí puedes usar cualquier otro sitio. A lo mejor la escuela donde vas es para ti un sitio de poder. Úsalo. Enfoca tu atención en cual­quier objeto de allí, y luego encuéntralo al
soñar
.

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