Viaje a Ixtlán (14 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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Don Juan me condujo a los cerros hacia el este. Fue una larga caminata. El día era cálido; sin em­bargo, el calor, que de ordinario me habría parecido insoportable, pasaba desapercibido de alguna manera.

Nos adentramos bastante en una cañada, hasta que don Juan hizo un alto y tomó asiento a la sombra de unos peñascos. Yo saqué de mi mochila unas ga­lletas, pero me dijo que no perdiera mi tiempo en eso.

Dijo que debía sentarme en un sitio prominente. Señaló un peñasco aislado, casi redondo, a tres o cua­tro metros de distancia, y me ayudó a trepar a la cima. Pensé que, también él se sentaría allí, pero es­caló sólo parte del camino para darme unos trozos de carne seca. Me dijo, con una expresión mortal­mente seria, que era carne de poder y debía mascarse muy despacio y no había que mezclarla con otra co­mida. Luego regresó a la zona sombreada y tomó asiento con la espalda contra una roca. Parecía rela­jado, casi soñoliento. Permaneció en la misma postura hasta que hube acabado de comer. Entonces en­derezó la espalda e inclinó la cabeza a la derecha.

Parecía escuchar con atención. Me miró dos o tres veces, se puso en pie abruptamente y empezó a reco­rrer el entorno con los ojos, como haría un cazador. Automáticamente me congelé en mi sitio; sólo movía los ojos para seguir sus movimientos. Con mucho cuidado se metió detrás de unas rocas, como si espe­rara que llegasen presas al área donde nos hallába­mos. Advertí entonces que estábamos en un recodo redondo, a manera de ensenada en la cañada seca, ro­deado por peñascos de piedra arenisca.

Repentinamente, don Juan dejó la protección de las rocas y me sonrió. Estiró los brazos, bostezó y fue hacia el peñasco donde me encontraba. Relajé mi tensa posición y torné asiento.

—¿Qué pasó? —pregunté en un susurro.

Él me respondió, gritando, que no había por allí nada de qué preocuparse.

Sentí de inmediato una sacudida en el estómago. La respuesta estaba fuera de lugar, y me resultaba inconcebible que hablase a gritos sin tener una razón específica para ello.

Empecé a deslizarme hacia tierra, pero él gritó que debía quedarme allí un rato más.

—¿Qué hace usted? —pregunté.

Sentándose, se ocultó entre dos rocas al pie del pe­ñasco donde yo estaba, y luego dijo, en voz muy alta, que sólo había estado cerciorándose porque le pareció haber oído un ruido.

Pregunté si había oído a algún animal grande. Se llevó la mano a la oreja y gritó que no me oía y que yo debía gritar, a mi vez. Me sentía incómodo voci­ferando, pero él me instó, en voz alta, a hablar fuerte. Grité que quería saber qué ocurría, y él respondió de igual manera que de verdad no había nada por allí. Preguntó si veía yo algo fuera de lo común desde la cima del peñasco. Dije que no, y me pidió descri­birle el terreno hacia el sur.

Conversamos a gritos durante un rato, y luego me hizo seña de bajar. Cuando estuve a su lado, me su­surró al oído que los gritos eran necesarios para dar a conocer nuestra presencia, pues yo tenía que hacer­me accesible al poder de ese ojo de agua específico.

Miré en torno, pero no vi el ojo de agua. Don Juan indicó que estábamos parados sobre él.

—Aquí hay agua —dijo en un susurro— y también poder. Aquí hay un espíritu y tenemos que sonsacar­lo; a lo mejor viene tras de ti.

Quise más información acerca del supuesto espíritu, pero don Juan insistió en el silencio total. Me acon­sejó permanecer absolutamente quieto, sin dejar es­capar un susurro ni hacer el menor movimiento que traicionara nuestra presencia.

Al parecer, le era fácil pasar horas enteras en com­pleta inmovilidad; para mí, sin embargo, resultaba una tortura. Se me durmieron las piernas, la espalda me dolía, y la tensión aumentaba en torno a mi cue­llo y mis hombros. Tenía todo el cuerpo frío e in­sensible. Me hallaba en gran incomodidad cuando don Juan finalmente se puso de pie. Simplemente se incorporó de un salto y me tendió la mano para ayudarme a levantarme.

Al tratar de estirar las piernas, tomé conciencia de la facilidad inconcebible con que don Juan se puso en pie tras horas de inmovilidad. Mis músculos tardaron un buen rato en recobrar la elasticidad necesaria para caminar.

Don Juan emprendió el regreso a la casa. Cami­naba con extrema lentitud. Marcó un largo de tres pasos como la distancia a la cual yo debía seguirlo. Dio rodeos en torno a la ruta de costumbre y la cruzó cuatro o cinco veces en distintas direcciones; cuando por fin llegamos a su casa, la tarde declinaba.

Traté de interrogarlo sobre los eventos del día. Explicó que hablar era innecesario. Por el momento, debía abstenerse de hacer preguntas hasta que estu­viésemos en un sitio de poder.

Me moría por saber a qué se refería e intenté su­surrar una pregunta, pero él me recordó, con una mirada fría y severa, que hablaba en serio.

Estuvimos horas sentados en su pórtico. Yo traba­jaba en mis notas. De tiempo en tiempo, él me daba un trozo de carne seca; finalmente, la penumbra se adensó demasiado para escribir. Traté de pensar en los acontecimientos del día, pero alguna parte de mí mismo rehusó hacerlo y me quedé dormido.

Sábado, agosto 19, 1961

Ayer en la mañana, don Juan y yo fuimos al pueblo y desayunamos en una fonda. Él me aconsejó no cam­biar demasiado drásticamente mis hábitos alimen­ticios.

—Tu cuerpo no está acostumbrado a la carne de poder —dijo—. Te enfermarías si no comieras tu comida.

Él mismo comió con gran apetito. Cuando hice una broma al respecto, se limitó a decir:

—A mi cuerpo le gusta todo.

A eso del mediodía regresamos a la cañada. Procedimos a darnos a notar al espíritu por medio de «conversación a viva voz» y de un silencio forzado que duró horas.

Cuando dejamos el lugar, en vez de dirigirse a la casa, don Juan echó a andar en dirección de las mon­tañas. Llegamos primero a unas cuestas suaves, y lue­go trepamos a la cima de unos cerros altos. Allí, eligió un sitio para descansar en el área abierta, sin sombra. Me dijo que debíamos esperar hasta el crepúsculo y que me condujera en la forma más natural posible, lo cual incluía preguntar cuanto quisiera.

—Sé que el espíritu anda por ahí, al acecho —dijo en voz muy baja.

—¿Dónde?

—Ahí, en los matorrales.

—¿Qué clase de espíritu es?

Me miró con expresión intrigada y repuso:

—¿Cuántas clases hay?

Ambos reímos. Yo hacía preguntas por puro ner­viosismo.

—Saldrá a la puesta del sol —dijo—. Nomás te­nemos que esperar.

Permanecí en silencio. Me había quedado sin pre­guntas.

—Ahora es cuando hay que seguir hablando —di­jo—. La voz humana atrae a los espíritus. Hay uno ahí acechando en estos momentos. Nos estamos po­niendo a su alcance, así que sigue hablando.

Experimenté un sentido idiota de vacuidad. No se me ocurría nada que decir. Don Juan rió y me palmeó la espalda.

—Eres todo un caso —dijo—. Cuando tienes que hablar, pierdes la lengua. Anda, dale a las encías.

Hizo un gesto hilarante de entrechocar las encías, abriendo y cerrando la boca a gran velocidad.

—Hay ciertas cosas de las que sólo hablaremos, de hoy en adelante, en sitios de poder —prosiguió—. Te he traído aquí porque ésta es tu primera prueba. Éste es un sitio de poder, y aquí sólo podemos hablar de poder.

—Yo en realidad no sé lo que es el poder —dije.

—El poder es algo con lo cual un guerrero se las ve —repuso—. Al principio es un asunto increíble, traído a la mala; hasta pensar en el poder es difícil. Eso es lo que te está pasando ahora. Luego, el poder se convierte en cosa seria; uno capaz ni lo tenga, o ni siquiera se dé cuenta cabal de que existe, pero uno sabe que hay algo allí, algo que no se notaba antes. Es en ese entonces que el poder se manifiesta como algo incontrolable que le viene a uno. No me es posible decir cómo viene ni qué es en realidad. No es nada, y sin embargo hace aparecer maravillas de­lante de tus propios ojos. Y finalmente, el poder es algo dentro de uno mismo, algo que controla nuestros actos y a la vez obedece nuestro mandato.

Hubo una corta pausa. Don Juan me preguntó si había entendido. Me sentí ridículo al responder que sí. Él pareció advertir mi desaliento, y chasqueó la lengua.

—Voy a enseñarte aquí mismo el primer paso hacia el poder —dijo como si me estuviera dictando una carta—. Voy a enseñarte cómo
arreglar los sueños
.

Volvió a mirarme y me preguntó si entendía lo que él quería decir. No lo había comprendido. Me sonaba casi incoherente. Explicó que «arreglar los sueños» significaba tener un dominio conciso y pragmático de la situación general de un sueño, comparable al dominio que uno tiene en el desierto sobre cualquier decisión que uno haga, como la de trepar a un cerro o quedarse en la sombra de una cañada.

—Tienes que empezar haciendo algo muy sencillo —dijo—. Esta noche, en tus sueños, debes mirarte las manos.

Solté la risa. Su tono era tan objetivo que parecía estarme indicando algo común y corriente.

—¿De qué te ríes? —preguntó, sorprendido.

—¿Cómo puedo mirarme las manos en sueños?

—Muy sencillo, enfoca en ellas tus ojos, así.

Inclinó la cabeza hacia adelante y se quedó viendo sus manos, con la boca abierta. El gesto era tan cómi­co que no pude menos que reír.

—En serio, ¿cómo espera usted que haga eso? —pre­gunté.

—Como te dije —respondió, seco—. Claro, puedes mirarte lo que te dé tu chingada gana: los pies, o la panza, o el pito, si quieres. Te dije las manos porque fueron lo que a mí se me hizo más fácil mirar. No pienses que es un chiste.
Soñar
es igual de serio que ver o morir o cualquier otra cosa en este temible y misterioso mundo, .

—Tómalo como una cosa divertida. Imagina todas las cosas inconcebibles que podrías lograr. Un hom­bre que caza poder no tiene casi ningún límite en su soñar.

Le pedí darme algunas indicaciones o señales más precisas.

—No hay ninguna indicación —dijo. Sólo que te mires las manos.

—Tiene que haber algo más que usted puede de­cirme —insistí.

Sacudió la cabeza y achicó los ojos, lanzándome vistazos breves.

—Cada uno de nosotros es distinto —dijo por fin—. Lo que tú llamas señales precisas no sería sino lo que yo mismo hice cuando estaba aprendiendo. No somos iguales; ni siquiera nos parecemos un poco.

—Quizá me ayude cualquier cosa que usted diga.

—Sería más sencillo que empezaras a mirarte las manos, y ya.

Parecía estar organizando sus ideas; su cabeza osci­ló de arriba a abajo.

—Cada vez que miras una cosa en tus sueños, esa cosa cambia de forma —dijo tras un largo silencio—. La movida de
arreglar los sueños
, está claro, no es sólo mirar las cosas, sino mantenerlas a la vista. El
soñar
es real cuando uno ha logrado poner todo en foco. Entonces no hay diferencia entre lo que haces cuando duermes y lo que haces cuando no estás dor­mido. ¿Ves a qué me refiero?

Confesé que, si bien comprendía lo que me había dicho, era incapaz de aceptar su planteamiento. Hice la observación de que, en un mundo civilizado, nu­merosas personas sufrían ilusiones y no podían dis­tinguir entre los hechos del mundo real y lo que tenía lugar en sus fantasías. Tales personas, dije, eran sin duda enfermos mentales, y mi inquietud crecía siem­pre que don Juan me recomendaba actuar como un loco.

Después de mi larga explicación, don Juan hizo un cómico gesto de desesperanza llevándose las manos a las mejillas y suspirando hondamente.

—Deja en paz tu mundo civilizado —dijo—. !Dé­jalo! Nadie te pide que te portes como un loco. Ya te lo he dicho: un guerrero necesita ser perfecto para manejar los poderes que caza; ¿cómo puedes concebir que un guerrero no sea capaz de diferenciar las cosas?

—En cambio, tú, amigo mío, que conoces lo que es el mundo real, te perderías y morirías en un instante si tuvieras que depender de tu capacidad para distin­guir qué cosa es real y cuál no.

Evidentemente, yo no había expresado lo que en verdad tenía en mente. Cada vez que protestaba, no hacía más que dar voz a la insoportable frustración de hallarme en una posición insostenible.

—No trato de convertirte en un hombre enfermo y loco —prosiguió don Juan—. Eso puedes hacerlo tú mismo sin ayuda mía. Pero las fuerzas que nos guían te trajeron a mí, y yo me he esforzado por enseñarte a cambiar tus costumbres idiotas y vivir la vida fuerte y clara de un cazador. Luego las fuerzas volvieron a guiarte y me dijeron que debes aprender a vivir la vida impecable de un guerrero. Al parecer no puedes. Pero ¿quién sabe? Somos tan misteriosos y tan temibles como este mundo impenetrable, con­que ¿quién sabe de lo que seas capaz?

Un tono de tristeza se entramaba en la voz de don Juan. Quise disculparme, pero él empezó a ha­blar de nuevo.

—No tienes que mirarte las manos —dijo—. Como ya te dije, escoge cualquier cosa. Pero escógela por anticipado y encuéntrala en tus sueños. Te dije que tus manos porque tus manos siempre estarán allí.

—Cuando empiecen a cambiar de forma, debes apar­tar la vista de ellas y elegir alguna otra cosa, y cuando esa otra cosa empiece a cambiar de forma debes mirarte otra vez las manos. Lleva mucho tiempo per­feccionar esta técnica.

Me había concentrado tanto en escribir que no ha­bía notado que estaba oscureciendo. El sol ya había desaparecido en el horizonte. El cielo estaba nublado y el crepúsculo era inminente. Don Juan se puso en pie y miró de soslayo hacia el sur.

—Vámonos —dijo—. Tenemos que caminar al sur hasta que el espíritu del ojo de agua se manifieste.

Caminamos una media hora. El terreno cambió abruptamente y llegamos a una zona sin arbustos. Había un cerro grande y redondo donde había ardi­do la maleza. Parecía una cabeza calva. Caminamos hacia él. Pensé que don Juan iba a subir la suave la­dera, pero en vez de ello se detuvo y adoptó una postura muy atenta. Su cuerpo pareció haberse con­traído como una sola unidad, y se estremeció por un instante. Luego se relajó de nuevo y quedó en pie, flácido. No pude explicarme cómo se mantenía erecto con los músculos relajados a tal punto.

En ese momento, una racha muy fuerte de viento me sacudió. El cuerpo de don Juan giró en la direc­ción del viento, hacia el oeste. No usó los músculos para dar la vuelta, o al menos no los usó como yo los usaría al girar. Más bien, pareció que lo jalaban des­de afuera. Era como si otra persona le hubiese aco­modado el cuerpo para que pudiera mirar en otra di­rección.

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